Natalia Granada / Serie Vigila II / 2002¿Será verdad que sólo en el dolor, o casi sólo
en él, se reconoce a los amigos? Se trata, en cualquier caso, de
una opinión extendida, de una expresión proverbial, de algo
propio de la sabiduría popular. Resume bien toda una serie de ideas
«metafísicas» sobre el dolor, que precisamente por ser
metafísicas, en el sentido no sólo descriptivo sino también
(des)valorizador que Heidegger ha dado al término, merecen ser reconsideradas
y, quizá, distorsionadas, verwunden, como la propia metafísica.
Bien pensado, se podría decir incluso que el dolor es la esencia
misma de la metafísica, que no hay otra metafísica que la
del dolor.
¿APRENDER SUFRIENDO?En muchos sentidos. ¿Por qué los verdaderos amigos se conocen
en el dolor? Obviamente, la verdad de esta tesis sólo puede residir
en la presunción de que vivimos en un mundo donde las apariencias
y la realidad son diferentes, y donde el dolor es lo que nos permite pasar
«de aquí a allí», según la expresión
platónica. La tradición prefiere el término ascesis
al de dolor, pero la sustancia, a mi entender, no varía. La ascesis,
sobre todo en el sentido que la palabra adquirió con el cristianismo,
es el sufrimiento ocasionado por la renuncia y que se debe soportar para
alcanzar la virtud; con lo cual el significado de ejercicio casi deportivo
que le atribuían los antiguos se tiñe de una connotación
moral más intensa y, si se vincula con el sacrificio de Cristo, también
de expiación y redención.
Natalia Granada / Serie Vigila II / 2002Sea como fuere, también en el discurso más trivial de la
conversación cotidiana, quien ha «sufrido mucho» parece
merecer un respeto mucho mayor que quien ha gozado mucho. El lema de la
sabiduría trágica clásica, páthei mathós
-aprende sufriendo-, revela que toda esta valoración positiva del
dolor no es sólo un asunto cristiano.
Tanto es así que, por mucho que uno se rebele contra la beatería
metafísica que aquel aserto sin duda comporta, parece difícil
librarse de ella del todo. Ocurre precisamente, en términos de Heidegger,
como en el caso de la metafísica: no se puede prescindir de ella
como de un traje viejo o como de un error que por fin reconocemos y aclaramos,
pues es la condición de partida de cada uno de nuestros actos de
pensamiento y determina la estructura misma del lenguaje con cuyo uso pretendemos
liberarnos de ella. La dialéctica hegeliana, para la cual la experiencia
siempre es «negativa», ya que nos obliga a la confrontación
con lo que no es como quisiéramos o como nos gustaría que
fuese, es el último punto de llegada, quizá, de la metafísica
occidental del dolor. Una metafísica que en Hegel se revela en su
esencia de rescate consolador, de suprema afirmación del carácter
positivo de la «realidad» incluso si la percibimos de otra manera.
El hecho de que suframos no es indicio de que haya algo «fallido»
en el ser, sino tan sólo de que nos equivocamos en su apreciación.
Se podría objetar que el mismo hecho de que nos equivoquemos al considerar
el sufrimiento como algo fallido es precisamente la señal de que
en el ser hay en todo caso un error: el que nos hayamos equivocado. Pero
siempre acabaremos encontrándonos con la doctrina del pecado original,
y por tanto, una vez más con la idea de una culpa que podemos y debemos
corregir para volver a instaurarnos en la verdad del ser.
UNA MENTALIDAD DEL DOLOR QUE HA INFLUIDO EN LA MEDICINA¿Abstracciones que apasionan única-mente a filósofos
y a teólogos? No necesariamente. Son abstracciones que influyen y
condicionan muchos de los aspectos prácticos, incluidos los médicos,
de tratamiento del dolor, tanto en las relaciones individuales como en las
instituciones. Quien haya pasado por una intervención quirúrgica,
pongamos por caso hace unos treinta años, sabe lo reacias que eran
las monjas enfermeras a darle, en la primera noche tras la intervención,
una sola gota de analgésico. Su prudencia seguramente estaría
dictada por los entonces más limitados conocimientos de la terapia
del dolor, pero esos límites se han superado con suma lentitud justo
a causa de esa mentalidad que reverencia el dolor y de la que participaban
también las conciencias más laicas. Aún hoy, en ámbitos
terapéuticos distintos al estrictamente físico, nos seguimos
encontrando con la misma actitud. Si se ha inventado una terapia farmacológica
contra la depresión y otras sintomatologías psíquicas
y psicosomáticas, ¿qué necesidad hay de seguir con
las terapias psicoanalíticas? La tesis de los partidarios del psicoanálisis,
aunque encubierta, sigue estando condicionada por un prejuicio metafísico-ascético:
sólo el doloroso (y largo y caro) proceso que se desarrolla en la
relación con el psicoanalista libera realmente, llega a las causas
profundas, promete una «curación» más estable.
Aplicado a la curación de las toxicomanías, que por otra parte
se suelen confiar a sanadores de orientación religiosa, esta actitud
genera nuevas dependencias psicológicas que no hacen más que
reemplazar la antigua dependencia de la droga (nunca como en este caso ha
sido tan cierta la identificación de la religión con el opio).
Todo lo anterior, y mucho más que resulta difícil exponer
en el espacio de un breve escrito, sale a colación cuando se trata
de filosofar sobre el dolor. Ahora bien: si establecemos, o por lo menos
admitimos como hipótesis, que hay un modo metafísico de entender
el dolor del que estamos profundamente imbuidos, tanto en nuestra mentalidad
individual como en las instituciones y en los hábitos sociales, ¿qué
puede significar liberarnos de él por medio de esa distorsión
(Verwindung) que, por lo que hemos aprendido de Heidegger (aunque
tal vez también de Nietzsche y de Schopenhauer), es nuestra única
esperanza de llevar a cabo nuestra rebelión?
LA LECCIÓN DE HEIDEGGERNatalia Granada / Serie Vigila II / 2002Lo que «falla» en la metafísica, desde la perspectiva
heideggeriana, es la idea de que en el fondo de las cosas hay un orden estable,
una estructura eterna necesaria y por ende racional, que a nosotros nos
compete conocer y aceptar como norma (pero ya esto apenas se sostiene: si
es algo necesariamente dado, ¿para qué una norma? Esto también
se ha denominado, inadecuada-mente, la «ley de Hume»: no se
puede obtener una norma de un hecho, sencillamente carece de sentido). Para
el Heidegger de El Ser y el Tiempo (1927), pensar el ser verdadero
de esta forma «objetiva» implica: a) que la historicidad de
la existencia humana no «es»; b) que ser auténticamente
debería significar salir de esta historicidad: conformarse a un orden
racional necesario; c) y, por tanto, tender a proyectar una sociedad racional
que prescinda de los asuntos individuales: la sociedad que Adorno luego
llamó de la «organización total», y que Chaplin
representó en Tiempos modernos. Son los tiempos del existencialismo
y de la vanguardia de principios del siglo XX que también inspiran
a Heidegger y que, en él más que en otros pensadores, legitiman
la polémica contra la metafísica. La historicidad, la concepción
de la existencia humana como algo abierto, su irreductibilidad a la estructura
eterna de un ser verdadero por inmutable, todo ello significa mortalidad.
En resumen: una apreciación no metafísica del dolor exigiría
una apreciación no metafísica de la muerte. Es lo que Heidegger
intenta llevar a cabo cuando, en su obra de 1927, sitúa en el centro
de su doctrina la idea del «ser-para-la-muerte» y la anticipación
decidida de la propia muerte como clave para la autenticidad de la existencia.
Pues el mundo se da como mundo sólo a la mirada que el propio hombre
es, a su «proyecto arrojado» (una conquista ya del kantismo),
y como este proyecto es finito, como nace y muere, habrá que pensar
que el ser no es una estructura eterna dada de una vez para siempre, puesta
ante (objectum) la mente, que mediante la ascesis se vuelve capaz
de verla, sino que es precisamente suceso, acaecimiento, historicidad.
Desde una óptica así, el dolor y la muerte -podemos razonablemente
tomar los dos términos casi como sinónimos: se sufre siempre
de y por la mortalidad; también el mal físico es señal,
consecuencia, síntoma de mortalidad- son a la vez insuperables e
irredimibles. No se explican y no se justifican, porque no dan acceso a
ninguna verdad más verdadera; son, más bien, lo que libera
de la esclavitud y del resentimiento frente a cualquier verdad más
verdadera (la ley del ser, un dios creador y juez, el destino perverso...).
Podemos incluso pensar en la respuesta de Jesús a propósito
del ciego de nacimiento: no es culpa suya ni de sus padres, sino sólo
algo «que ha querido ser así...», y debemos entenderla
en el sentido de que es una casualidad total. Para el dolor no hay ninguna
razón, ni existe por una precisa y misteriosa voluntad divina.
MÁS ALLÁ DE LA METAFÍSICA DEL DOLORAsí se sientan las bases para una concepción y un tratamiento
del dolor que en un doble sentido no son metafísicos. Por un lado,
el dolor no tiene ninguna dignidad, no merece ningún respeto en cuanto
tal, es sólo algo que sucede, y en cuanto es siempre además
un suceder que no deseamos (a diferencia del suceder que esperamos y deseamos,
el placer, el logro, etcétera), es puro accidente, en el más
amplio sentido del término, es el evento schlechthin, puro
y simple. (Sartre ha escrito hermosas páginas sobre la muerte entendida
como suceder sin sentido, con la idea, probablemente infundada, de que criticaba
a Heidegger.) La historia existe y se desarrolla mientras no se haya producido
la muerte y, por tanto, mientras se consigue limitar la fuerza del dolor.
Natalia Granada / Serie Vigila II / 2002Frente al dolor no podemos hacer nada razonable aparte de tratar de eliminarlo.
Por otro lado quedan, en sentido contrario, todas nuestras ideas tradicionales
acerca del dolor, empezando por aquella que lo liga a la amistad. El único
dolor digno de respeto es el dolor del otro, lo mismo que la muerte del
otro. Aquí reside, probablemente, la verdad del dicho popular sobre
el dolor y los amigos, pero también la verdad del antiguo páthei
mathós. En el dolor, en la muerte y en el temor que nos inspiran
reconocemos nuestra finitud; no la reconocemos, en cambio, ante un ser trascendente,
en el fondo arrogante y violento, que se nos planta delante como un muro
de misterios, se nos impone como una potencia que debemos aceptar (para
muchos, la realidad sigue siendo aquello «contra lo que se choca»),
sin pretender entenderla. Cuando lo cierto es que la finitud significa estar
con los otros, significa el descubrimiento de la alteridad, de la cual no
podemos prescindir.
Así, aunque no resulte tan explícito en el texto, la decisión
anticipadora de la muerte que abre a la existencia auténtica según
el Heidegger de El Ser y el Tiempo no es sino la aceptación
de la propia historicidad radical: procedemos de seres mortales y dejaremos
nuestro lugar a otros seres mortales; con ellos tenemos una responsabilidad
y un compromiso de respuesta; debemos responder a los mensajes y a los valores
dejados por quienes nos precedieron o por quienes están con nosotros
en el mundo, y tenemos que responder a los que vendrán después
de nosotros. Las sugerentes, y también muy crípticas, páginas
de otro libro de Heidegger, Sendas perdidas (1950), dedicadas a la
«sentencia de Anaximandro» -según la cual las cosas deben
cumplir penitencia por la injusticia de estar en el ser antes que otras
dejando su lugar conforme al orden del tiempo-, se deben leer quizá
precisamente en este sentido, aunque dándonos cierto margen para
la interpretación, tanto de Anaximandro como de Heidegger. El ser
no es más que ese sucederse y cumplir penitencia. (¿Demasiado
poco?
Pero, por evocar a Galileo, ¿sería acaso mejor y más
respetuoso pensar los cuerpos celestes como inmóviles piedras privadas
de vida y muerte, sustraídas al devenir, que como lugares análogos
a nuestra Tierra, donde se nace y se muere y, por eso mismo, se ES?).
También es verdad, pues, que en el dolor se reconoce al amigo,
que el dolor nos «perfecciona», que se aprende sufriendo, y
que quien sufre o ha sufrido merece respeto, además y sobre todo
por eso. La lucha contra el dolor o, lo que es lo mismo, la búsqueda
de la felicidad tiene un solo límite, el de la solidaridad con los
demás, la aceptación de la propia finitud que manda no ceder
a la hybris, a la arrogancia de quien se erige a sí mismo
en absoluto, exponiéndose así a todas las implicaciones violentas
de la metafísica, incluidos el resentimiento por no ser inmortal
y la especial intensidad con que cualquier dolor a la postre lo afecta porque
sin remedio se le antoja como algo misteriosamente querido contra él
por una potencia oculta y malvada.
Hay, en fin, otro sentido de la sentencia de Anaximandro que desde un
punto de vista carente de romántica nostalgia por los griegos sino
consciente del sentido redentor del cristianismo, recordamos aquí
contra cualquier mentalidad que ensalza el dolor y contra la actitud trágica
(resentida) que se extiende en la cultura de hoy, desilusionada por el fracaso
de las revoluciones. La pena que se cumple, según el orden del tiempo,
dejando el lugar en el mundo a otros que vendrán después de
nosotros, es cuanto se nos pide para expiar nuestras (eventuales) culpas.
Cualquier otra exaltación del dolor y santificación del sufrimiento
es sólo pretensión, con frecuencia explícitamente autoritaria,
de invocar un fundamento que, en su absolutismo, no puede hacer sino perpetuar
(como ascesis, como castigo, como búsqueda deuna presunta autenticidad)
la violencia de la que el dolor es manifestación, efecto y causa.