Es una guerra eterna y perdida. Siempre, al menos así nos parece en una perezosa mirada a la historia, la creación ha estado sometida a los dictados de los mecenas, sujeta a la intervención de los poderes, cualesquiera que estos sean. Lo que varía con el tiempo es la fachada del amo, pero los creadores siempre han claudicado: aquel cromañón ante los chamanes, brujos o cazadores, cuando se negaba a pintar las cabras preñadas. Ante los faraones, los iluminadores que pretendían miradas frontales y no perfiles. Frente a los cánones, cuando algún osado perdía las proporciones de los brazos de una Venus. Pedían perdón a los abades, cuando enfurecían a las bestias que decoraban sus Apocalipsis. Los juglares se tragaban las migajas con las que reyes y señores les obsequiaban por cantar sus gestas y sus hazañas. Los papas y los ricos príncipes imponían los centímetros de lapislázuli que debían llevar sus encargos. Los poetas seguían dedicando sus libros a la displicencia de los duques, condes o condeduques. Los decoradores exigían metros de paisaje o de marina. Los marchantes marcaron las jerarquías en las revoluciones, vanguardias y transvanguardias. Y hoy nadie duda que manda el mercado.
Y como todo mercado que se precie, su primera actuación es despertar el interés y la necesidad en el comprador y, a la vez, imponer al productor lo que responde a esa necesidad. Y la segunda, hacer que todo cambie y evolucione, que la reposición sea lo más urgente posible, que por tanto la liviandad del producto garantice su evaporación. Al fin y al cabo, ya lo predijeron los grandes sabios: “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Pero, ¿tan pronto?
El mundo de lo que llamamos cultura es una universal megatienda. Ya ni siquiera es, como en su día señaló Theodor Adorno, una industria cultural. Hoy es un inmenso supermercado en el que las leyes las dicta el consumo. Megatienda a la que todo el mundo está llamado a acudir, aunque sólo sea porque allí va a encontrar todo lo que necesita. Y por si fuera necesario, los medios le prepararán y acompañarán en su búsqueda, ellos le dirán qué libro debe leer – por eso publican las clasificaciones de libros más vendidos –qué película ha tenido más espectadores, cual es la exposición que mayores colas provoca, qué disco se piratea más y quien ha batido el récord en la última subasta.
El poder del dios mercado es tan fuerte, ha invadido de tal manera el mundo de la creación cultural que todo aparece teñido de color viscoso, que todo es una masa informe. Ante la engullidora trampa de crear y consumir, consumir y crear, sin reposo, se abre la posibilidad de que todo el mundo pueda ser creador con tal de que su producto se venda. Un presentador de televisión es un gran novelista puesto que su libro ocupa uno de los primeros puestos; cualquier metáfora barata realizada con un ordenador o filmada en vídeo es tomada como el paradigma de la contemporaneidad; si alguna belleza de pasarela se deja fotografiar sin que la pantalla chirríe, ya tenemos aspirante al Oscar.
No es malo que los productos culturales se vendan o se compren, se coticen según las leyes de la oferta y la demanda y repartan sus beneficios por esa extensa red de autores, productores, distribuidores, tenderos y galeristas, publicistas, representantes, críticos, etcétera. El problema reside en que sea el mercado quien imponga no solamente el precio, que está en su derecho, ni siquiera el éxito comercial, que de él sale, sino que marque los criterios de la creación. Y ya se sabe, si el mercado traza el camino, dictamina las reglas, todo es representación. Es inútil preguntar si un producto cultural es o no es bueno, resulta imbécil preguntar si es original, hoy solamente interesa que, como señaló John Seabrook en su Nobrow: La cultura del marketin, el marketin de la cultura , sea “demo” -palabra que no viene de democracia ni de demostración, sino de demografía, que se refiere al “¿cuántos?” que es lo que clasifica e importa.
Se inundan todos los productos de diseño, de apariencia. Casas de diseño, bares de diseño, ropa de diseño, libros de diseño, cine de diseño, música de diseño, instalaciones de diseño, hasta cuerpos y genes de diseño. No es raro; a fin de cuentas, lo comercial no deja de ser hoy, en todos los campos, una fusión de lo estético y lo utilitario.
Se fuerza para que el estilo se convierta en marca, pues cualquier mercancía que no tenga marca es basura, no tiene venta. Algo parecido a lo que ha ocurrido con la arquitectura, que se ha convertido en el logotipo promocional de las ciudades, véase el caso Guggenheim y Bilbao.
Se exige que en el fondo de toda trasgresión se esconda lo políticamente correcto, aunque el autor se disfrace de valiente nieto del 68, aunque, como le pasó a su abuelo, sólo le importa que el sistema le ría la gracia.
Se premia lo fácil y lo superfluo, pero con eslógan que sirva de palanca al esfuerzo publicitario. La creación se ha convertido en fogonazo de pólvora mojada, en fulgor de fuegos artificiales que no dejan rescoldo ni brasa que remover. Pero eso sí, siempre debe parecer todo nuevo, aunque la novedad no garantice categoría, ni el rediseño sea una alfombra que pueda esconder la porquería.
El mercado no para, no puede parar. Si la creatividad es fuente agotable, el mercado no puede esperar y cambiará de proveedor o forzará al de siempre a que camufle la sequía con neos, post y demás disfraces.
Por eso los momentos cumbres de nuestro mundo cultural, las grandes fiestas anuales a las que se dirigen los esfuerzos de creadores y de todo el mundo que a su alrededor y de ellos vive, son La Feria del Libro (feria, ¿entienden?) y Arco (feria, también). Añadamos a estos fastos, las galas, (mejor dicho, su trasmisión) de Oscar y de su hermano pobre, Goya.
Cualquier periódico se hace eco del éxito, siempre inenarrable, que en esta ciudad tiene el teatro y le dedica páginas y páginas al estreno continuo y sin descanso de gastados y antiguos musicales, eso sí, de reconocido y requeteaburrido éxito taquillero. Mientras que nadie que no esté en el ajo puede conocer quién y qué se hace en los márgenes, en esos esforzados, al parecer inútiles, bien llamados independientes.
¿Y aquella parte de la cultura que no se manifiesta en productos de mercado? Pues sufre también, descorazonadamente, de la todopoderosa mano del dios mercado. Los poderes públicos, siguiendo el franquista modelo del Instituto Nacional de Industria, solamente se hacen cargo de lo que no rinde frutos. Económicos, claro. En lo demás, ponen los medios para que la condición más fundamental del mercado, la moda, propicie la atmósfera en la que puedan desarrollarse los productos que luego serán estrellas en la megatienda.
El Quijote, por ejemplo. Conciertos, exposiciones, proyecciones, estrenos, libros y souvenirs han protagonizado el éxtasis cervantino de este año. Hasta los que en cercanos días han sido tenidos por creadores independientes, muy suyos ellos, han entrado en el juego y tenido que interpretar, eso sí, tridimensionalmente, al manoseado héroe. Una ocasión más para satisfacer el apetito cultural de la inmensa masa de consumidores.
Y claro, aquellos que, siendo ajenos al mercado cultural, quieren aprovechar el tirón de la moda cultural estudian y pesan el poder de penetración que lo quijotesco, sumándole el empuje institucional, tiene y el resultado que en su aceptación y aprecio pueda suponer su pequeño esfuerzo. Esos que se llaman patrocinadores, porque mecenas suena a otros tiempos y la palabra espónsor en estos momentos de confusión matrimonial es mejor no mentarla, siguen fielmente las recomendaciones y exigencias del mercado a la hora de poner sus dineros en cualquier producción cultural.
Y así hemos tenido quijotes en la historia y la historia de los quijotes; los libros del Quijote y el quijote de los libros; los que pintaron sin leer el Quijote y los que lo han leído, pero no pintan nada; hemos oído trompetas y clamores y premiado a las ovejas y a los corderos. En fin, quijotes para todos y todos para el Quijote. Todo un programa cultural que el mercado contempla con la sonrisa del gato que se ha comido el pez, pues todo se ha hecho con tanto mimo, tanto cuidado y tanta precaución que no se ha movido ni un pelo de los citados patrocinadores, pues en todo momento se han tenido en cuenta sus innegociables exigencias:
Que no toque las narices de nadie y que si critica algo del sistema lo haga como nos enseñó san Walt Disney con gracia y simpatía.
Que atraiga el mayor número de consumidores, perdón de espectadores, perdón también, de gentes.
Que repercuta favorablemente en su imagen de banco, multinacional o gran empresa, siempre dispuesto a devolver parte de sus ganancias.
Que suscite páginas y páginas en los periódicos y muchos minutos en los otros medios.
Que sus logotipos coronen las mesas presidenciales y aparezcan gallardos en los carteles.
Que la parte importante de la inversión corra a cargo de las entidades públicas comprometidas -ellos, simplemente ayudan.
Que en el estreno, la presentación o la inauguración puedan aparecer del brazo de las más altas autoridades y más prestigiosos artistas.
Que puedan invitar al concierto a sus Consejos, realizar visitas privadas, organizar cenas y saraos relacionados con el evento, anunciarlo en los escaparates de sus sedes, agencias y sucursales, dejando, a ser posible, que la autoría quede difusa pero clara su presencia.
Y en estas aguas turbulentas es imposible la navegación de altura. El olmo no tiene peras. Y los artistas no están dispuestos ni se les deja a subirse al palo mayor y mirar sobre las olas cómo avanza la gran tormenta de la globalización.
Esa que ¡lástima! amenaza con igualarnos por el mismo rasero. Esa que no te permite adivinar en qué museo estás, pues todas las obras son iguales: mezquinas y baratas metáforas de alto coste que llaman instalaciones, supongo que por envidia con las de la fontanería; fotografías sin misterio ni magia de rebuscada y previsible composición; documentales televisivos que ahora se ven en plasma tumbados en el suelo; grandiosas invenciones del Mediterráneo que no valen ni para encima del sofá, porque no aguantan la segunda mirada; estruendosos grititos que no despiertan ni al niño dormido, etcétera.
Pero no pasa nada. ¿A quién le importa? ¿No estamos todos muy cómodos frente a la pantalla de nuestro móvil jugando en la red que borra diferencias y estrecha los lazos, mientras el globo se pincha y todo cae en mil pedazos?
Vivimos gustosamente en este circo de la cultura global, la única, la incomparable, la hollywoodiense, “la que impone lo locuaz, lo terso, lo sentimental, lo mecánico y despreocupado, la que se burla de su esencia y se revuelve con franca hostilidad contra lo reflexivo, la que reinventa la historia, la que se interesa por presentar un mundo en paz, sin graves conflictos, un mundo de risitas, un mundo en el que la mayor decisión es elegir a qué jugar, a qué tiovivo subirse en el ferial...” (Tod Gitlin). Al fin y al cabo, todavía nuestra cultura está encarnada en el ratón Mickey con su divertida rebelión contra las autoridades, con su linda y suave mofa de los serios adultos, con su mundo acogedor, apacible y limpio, siempre, al final, correcto. Y no nos damos cuenta que tiene las orejas de papel y no oye los gritos, la nariz es postiza y no se da cuenta de que la realidad huele a podrido y molesta, exige el tributo de la reflexión y su rebelión es dura y sangrienta.
El artista se ha refugiado bajo el embozo de los gestores. Ahora sus obras forman parte de un texto que han escrito, editado y pagado otros. Sus obras son frases a las que les da sentido el ser incluidas en una exposición con tema, con lema, con ese título, guiño intelectual, que demuestra el ingenio y el saber de gestores y comisarios. El artista se rebuja, sedado con el analgésico de un continuo espectáculo, envuelto en el placer inmediato que produce el pensamiento débil de rápido consumo, la pirueta barata, la parodia de vanguardismo, la ridícula metáfora y el desaforado griterío del mercado. Mientras se olvida de la historia y la historia le salta en la cara con chispazos de fuego y el tronar de los cuatro, los cuatro viejos caballos. Habla y no para de su poética, mientras celebra que las nanas de los poetas sustituyan a los gritos de las pancartas. Aplaude con fervor que la fascinación de la universal pantalla apague con sus dulces telarañas la imagen de la realidad fría y cruda.
Pero el mercado sigue, como la función. Y no importan las débiles quejas de los descontentos de siempre, los que no han triunfado, los que no venden, los desengañados que se aferran a las viejas nociones de significado, a la melancolía y la nostalgia de tiempos pasados, a la revolución pendiente, al trasnochado progresismo que quiere seguir viendo en el arte el escalón, el empujoncito que les permita trascender la superficialidad de lo simple y políticamente correcto.
Claro que en medio de la borrasca, aquí y allá, aparecen pequeños resplandores, que esperamos no sean fuegos de San Telmo. Todavía podemos encontrar ese libro que no edita la gran empresa que cotiza en la bolsa ni sale en la lista de los más vendidos de las separatas culturales. Aún se arriesgan y se exponen algunos artistas a que la reflexión y el trabajo estructuren sus obras, digan lo que digan los gurús, ordene lo que ordene el mercado. De vez en cuando podemos ver museos que no son logotipos ni emblemas, pero que sirven para conservar y mostrar el patrimonio. Si prestamos atención quizá oigamos entre el vocerío insufrible el deslumbrador sonido de la música inteligente. Es posible que en medio de los juegos de luces y de las tramoyas, podamos retomar la funesta manía de pensar. Y, todo es posible, hasta seamos testigos en un tiempo cercano de que esto se desmorona, de que se acaba el consumismo, esa nube que enturbia al propio mercado, esa compulsiva obsesión por estar al día, por el récord, por no perdernos la ópera que se estrena, el libro que se comenta o la exposición que se admira. De que desaparece ese desmedido interés por ser los primeros en ver todo y no entender nada, en haber estado y no haber sido, ese afán casi epiléptico por gastar tiempo y dinero, por coleccionar certificados de asistencia, diplomas de culto y de distinguido.
Quizá sea la última jugada del mercado, que como todo dios no juega a los dados, y nos devuelva desde ese sentido de la realidad que le atribuyen sus fanáticos creyentes un arte que rompa el cascarón de la apariencia y se comprometa, sí, se comprometa, con la realidad, con el profundo quehacer de despertarnos del entontecedor sueño del placer barato y la tranquilidad falsa.