Tendemos a olvidar que los libros, obviamente vulnerables, se pueden eliminar o destruir. Los libros tienen su historia, como cualquier otra producción humana; una historia cuyos inicios contienen en germen la posibilidad, la eventualidad, de un fin.
De aquellos comienzos sabemos poco. Están los textos de contenido ritual o didáctico que se remontan sin duda a la antigua China, en el segundo milenio antes de nuestra Era, y los escritos administrativos y comerciales de Sumer o los alfabetos y protoalfabetos del Mediterráneo oriental, testimonios de una evolución completa, de cuya cronología aún se nos escapan los pormenores. En nuestra tradición occidental, los primeros «libros» son tablas de leyes, registros comerciales, recetas médicas o previsiones astronómicas. Las crónicas históricas, íntimamente ligadas a la arquitectura triunfalista y las conmemoraciones vengativas, precedieron con toda seguridad a lo que llamamos «literatura». La epopeya de Gilgameš o los fragmentos de datación más antigua de la Biblia hebrea son tardíos, más cercanos al Ulises de Joyce que a sus propios orígenes, los cuales apuntan al canto arcaico y al relato oral.
La escritura es un archipiélago en el ancho mar de la oralidad humana. Sin detenernos en los distintos formatos de presentación del libro, la escritura constituye un caso aparte, una técnica precisa y concreta dentro de una totalidad semiótica largamente oral. Durante las decenas de miles de años anteriores a las formas escritas, se contaron cuentos, se transmitieron oralmente enseñanzas religiosas y mágicas, se elaboraron y se comunicaron fórmulas para los hechizos de amor y los anatemas. Un hormiguero de grupos étnicos, de mitologías elaboradas y de conocimientos tradicionales del mundo natural ha llegado hasta nosotros al margen de cualquier forma de alfabetización. No existe un solo ser humano sobre el planeta que carezca de alguna relación con la música. Ésta, en forma de canto o de interpretación instrumental, parece auténticamente universal. La música es el lenguaje imprescindible para comunicar sentimientos y significados. La mayor parte de la humanidad no lee libros. En cambio, el mundo entero canta y baila.
MAESTRO Y DISCÍPULOS : PRESENCIAS REALES
Todavía hoy nuestra sensibilidad occidental, nuestros hitos íntimos habituales proceden de dos fuentes: Atenas y Jerusalén. Más exactamente, nuestra herencia intelectual y ética y nuestra interpretación de la identidad y de la muerte vienen directamente de Sócrates y de Jesús de Nazaret. Ninguno de los dos hizo profesión de autor, ni muchísimo menos de haber publicado nada.
En el conjunto de las aportaciones socráticas a los diálogos de Platón, panoplia inagotablemente compleja y pródiga, o en los recuerdos de Jenofonte, sólo encontramos una o dos menciones de pasada al empleo de un libro. En cierto momento, Sócrates desea verificar en el manuscrito correspondiente las citas de un filósofo más antiguo. Fuera de esto, lo esencial de la enseñanza y del destino ejemplar de Sócrates, tal como Platón lo transmite y tal como ciertos pensadores de la categoría de Aristóteles lo han evocado, pertenece al lenguaje oral. Sócrates nunca escribió ni dictó nada.
Las razones son profundas. La confrontación cara a cara y la comunicación oral en los espacios públicos constituyen la esencia. El método socrático participa de la inmediatez de la palabra, en la que el encuentro real, la presencia, el acto de presencia del interlocutor son indispensables. Con un arte perfectamente comparable al de Dickens o Shakespeare, los diálogos de Platón actualizan el medium corporal de todo discurso articulado. La famosa fealdad de Sócrates, su impresionante resistencia física, tanto para la batalla como para la borrachera, su retórica gestual y su administración de los momentos de descanso, la alternancia de los paseos y las pausas, en las que se gestan las preguntas y las reflexiones, encarnan (la expresión que emplea Shakespeare es «dan cuerpo») la llegada del argumento y del sentido. Con Sócrates, el pensamiento, incluso el más abstracto, la alegoría, incluso la más impenetrable, participan de la experiencia vivida, irreductible a la textualidad muda. La capacidad de seducción que mantiene a su lado a discípulos y amantes, la insistencia desconcertante en descubrir el fondo de las pretensiones humanas y la propensión del hombre a la mentira, que vuelve locos a sus detractores, estriban únicamente en un conjunto de recursos vocales y faciales, en unos escenarios excéntricos. Sus bruscos cambios de actitud, que de repente lo sumen en una profunda reflexión en un lugar y un momento inapropiados, son tan esenciales para la aplicación de sus enseñanzas como las palabras efectivamente pronunciadas.
La crítica que Platón hace a la escritura en el Fedro, resumida en un mito egipcio bien conocido, refleja sin la menor duda su sentimiento respecto a los métodos paradójicos empleados por su maestro. Como siempre, la convicción platónica destila ironía. ¿No fue él mismo escritor a ratos y autor de una obra voluminosa? Sin embargo, los argumentos contra la superioridad de la escritura sobre el habla están llenos de fuerza y puede que aun hoy sean irrefutables.
Hay en el texto escrito, ya sea sobre tabla de arcilla, mármol, papiro o pergamino, ya sea grabado en hueso, enrollado o impreso en un libro, un máximo de autoridad (término que recubre, como su fuente latina a uctoritas, la palabra «autor»). El simple hecho de escribir, de recurrir a una transmisión escrita, implica una reivindicación de lo magistral, de lo canónico. De un modo evidente en los documentos teológico-litúrgicos, los códigos de leyes y los tratados científicos o los manuales técnicos, y de modo no menos intenso aunque más sutil, incluso autosubversivo, en los textos cómicos o efímeros, todo escrito es contractual. Vincula al autor y a su lector con la promesa de un sentido. El escrito es, por naturaleza, normativo. Es «prescriptivo», término cuya riqueza connotativa y semántica requiere una atención especial. «Prescribir» significa ordenar, es decir, anticipar y circunscribir (otra locución reveladora) un marco de conducta o de interpretación del consenso intelectual y social. Los términos «inscripción», «script», «escriba» y el productivo campo semántico al que pertenecen relacionan íntima e inevitablemente el acto de escribir con modos de gobernar. La «proscripción», término emparentado, suena a exilio o a muerte. De todos los modos posibles, aunque se enmascaren con una apariencia de ligereza, los actos relevantes de la escritura, engastados en los libros, dan cuenta de relaciones de poder. El despotismo que siempre han ejercido el clero, la política y la justicia sobre letrados o subletrados confirma esta absoluta verdad cardinal. La implicación de la autoridad en un texto, el embargo y el uso exclusivo de esos textos por una elite literaria son signos de poder. Hay una verdad inquietante en los volúmenes encadenados de las bibliotecas monásticas medievales. El escrito atrapa los significados (en san Jerónimo, el traductor conquista el sentido como el guerrero triunfante conduce a su país a los prisioneros).
Los déspotas no aceptan de buena gana los desafíos y las contradicciones; nunca se plantean que podrían favorecerles. Así ocurre con los libros. La única forma que conocemos de criticar, refutar o falsificar un texto es escribir otro. Texto sobre texto. De ahí esa lógica del comentario interminable, y del comentario sobre el comentario, de la que se hace eco desesperado el Eclesiastés al afirmar que «el componer libros es cosa sin fin». (Dilema típicamente talmúdico que encontramos perpetuado en la idea freudiana del «análisis sin fin».) En radical contraste, la metáfora platónica sostiene que el intercambio oral permite, mejor aún, autoriza la reconciliación inmediata, la corrección y la réplica. Permite al que establece la proposición cambiar de parecer, dar marcha atrás si lo necesita y exponer sus tesis a la luz de la información común y de la indagación de muchos otros. La oralidad reivindica la verdad, la honradez de corregirse uno mismo, la democracia, como si fuera una herencia común («la búsqueda común» de F. R. Leavis). El texto escrito, el libro, convertirá todo esto en un mundo caduco.
El segundo punto que destaca en el mito de Fedro no es menos revelador. El recurso a la escritura lamina el poder de la memoria. Todo lo que se escribe, se almacena —como en el «banco de datos» de nuestro ordenador— y ya no hay que confiarlo a la facultad de recordar. Una cultura oral es aquella en la que los recuerdos se actualizan a diario; un texto o una cultura libresca autoriza (de nuevo este término tan delicado) todas las formas del olvido. La distinción apunta al corazón mismo de la identidad humana y de la civilitas. A llí donde la memoria es dinámica y sirve de instrumento de la transmisión psicológica y común, la herencia se transforma en presente. La transmisión de mitologías fundadoras, de textos sagrados a través de los milenios, la posibilidad para un bardo o un cantor de narrar largos relatos épicos sin necesidad de soporte escrito, atestiguan las potencias de la memoria tanto en el ejecutante como en la audiencia. Aprender «de memoria» supone entrar en posesión de algo y ser poseído por el contenido del saber en cuestión. Y esto significa que hemos autorizado al mito, a la plegaria, al poema a introducirse y dar fruto dentro de nosotros, para enriquecer y modificar nuestro paisaje interior, como nuestras incursiones en la vida modifican y enriquecen a su vez nuestra existencia. Para la filosofía y la estética de la Antigüedad, la memoria fue siempre la madre de las musas.
Al irrumpir la escritura, los libros facilitaron las cosas, y el gran arte mnemónico cayó en el olvido. La educación moderna cada vez se parece más a una amnesia institucionalizada. Descarga el espíritu del niño de todos los pesos de la referencia viva. Sustituye el saber de memoria, que es un saber de las entrañas, por un caleidoscopio transitorio de saberes siempre efímeros. Encoge el tiempo hasta el instante e instila, casi como en los sueños, un magma de homogeneidad y de pereza. Puede decirse que nunca amamos de verdad lo que no aprendemos o conocemos de memoria, con los límites de nuestras facultades siempre aproximativas.
Las palabras de Robert Graves confirman que «amar con las entrañas» es muy superior a cualquier forma de «amor al arte». Saber con las entrañas es entablar una relación íntima y activa con el fundamento mismo de nuestra esencia. Los libros imprimen el sello de la corrección.
Hasta qué punto, en sentido estricto, material, fue iletrado Jesús de Nazaret constituye un enigma espinoso y perfectamente insoluble. Al par que Sócrates, ni escribió ni publicó nada. La única alusión de los Evangelios al acto de escribir se debe a Juan, cuando, de un modo perfectamente enigmático, cuenta en el episodio de la adúltera que Jesús dibujó unas palabras en la arena. ¿En qué lengua? ¿Con qué significado? Jamás lo sabremos, porque Jesús las borró enseguida. La sabiduría divina encarnada en Jesús el hombre pone en jaque los conocimientos formales y textuales de los clérigos y los eruditos del Templo. Enseña en parábolas, cuya concisión extrema y cuyo carácter lapidario están dirigidos eminentemente a la memoria. Una trágica ironía querrá que su relación más estrecha con un texto escrito se dé en la cruz y en la forma de una inscripción vejatoria clavada sobre su cabeza. Para todo lo demás, el maestro y mago llegado de Galilea es un hombre que pertenece al mundo oral, una encarnación del Verbo (el logos ), cuya doctrina principal y cuyos ejemplos pertenecen al orden de lo existencial, de una vida y una pasión no escritas en textos, sino realizadas en actos. Y no dirigidas a lectores, sino a imitadores, a testigos (los mártires ); ellos mismos analfabetos en su mayoría. El judaísmo de la Torá y del Talmud, el Islam del Corán son dos brotes de la misma raíz «libresca». La ejemplaridad del mensaje cristiano, contenido en la persona del nazareno, viene de la oralidad y se proclama a través de ella.
Ya desde el origen encontramos esa disociación, esas polaridades, entre el judaísmo y el cristianismo y en el propio seno del último. Se hallan implícitas en la dialéctica «de la letra y del epíritu», central para todos nuestros propósitos.
No sabemos casi nada de las razones comunales que motivaron la transcripción de los relatos de Jesús a los Evangelios. ¿Procede esta transcripción del tropismo profundamente hebreo hacia el texto y el aura sagrada, con valor de ley, que lo rodeaba? ¿Del impulso irresistible a añadir algo o a poner punto final a los cánones en vigor de los textos sagrados del judaísmo, en la forma difusa, local e infinitamente abierta que los caracterizaba entonces? Lo ignoramos, y creo que no apreciamos en su justa medida la increíble originalidad, el carácter insólito que debió de tener el proyecto evangélico (los Evangelios no se parecen en nada ni a las vidas contemporáneas o antiguas de los sabios, ni a las biografías de Plutarco o de Diógenes Laercio). En realidad, el genio de los Evangelios sinópticos procede de la tensión extrema entre una oralidad sustancial y una escritura performativa. Lo fundamental en su carga provocadora está en la transmisión casi taquigráfica de las palabras habladas, a través de una escritura narrativa, dictada con urgencia, a la luz, imaginamos, de las expectativas escatológicas del apocalipsis cercano, y con el temor, sin duda inconsciente, de que faltara tiempo para el refinamiento y la cultura de la memoria oral.
LA EDAD DE ORO DEL LIBRO
El helenismo franqueará el paso a la «visualización gráfica» en el interior de un libro, en el contexto del neoplatonismo del Cuarto Evangelio, con sus raptos de una extrema sofisticación estilística (como en la oda o himno introductorio), y esencialmente de la mano de pupilos de san Pablo. Es muy probable que Pablo de Tarso no fuera sólo el más hábil de losvirtuosos de las relaciones públicas que jamás se haya conocido, sino también uno de los mayores escritores de la tradición occidental. Entre toda la literatura, sus Epístolas continúan siendo una obra maestra de la retórica, de la alegoría empleada con fines estratégicos, de la paradoja y de la inquietud mordaz. El simple hecho de que cite a Eurípides habla de un hombre de cultura libresca, casi antitético del nazareno, al que transmutó en el Cristo. Pocas figuras históricas —se vienen a las mientes Marx o Lenin— pueden rivalizar con la maestría de la propaganda paulina o con su sentido a la vez instrumental, didáctico y etimológico de la propagación pedagógica. Ni tampoco igualar su intuición de que los textos escritos pueden transformar la condición humana. Como Horacio y Ovidio, contemporáneos suyos en sentido amplio, Pablo tuvo la certeza de que sus palabras, transcritas, publicadas y vueltas a publicar, durarían más que el bronce y continuarían resonando en los oídos y la conciencia de los hombres durante mucho tiempo, cuando ya todos los mármoles se hubieran reducido a polvo. Sobre ese credo, con acentos hebraico-helenísticos, florecerán las majestuosas imágenes, metáforas en acto, del libro del Apocalipsis con sus siete sellos y del Libro de la vida, evocados por Juan de Patmos y a lo ancho de toda la escatología cristiana. Estamos de nuevo en las antípodas de la oralidad de Jesús y del contexto prealfabético en el que evolucionaron sus primeros discípulos.
La cristología paulina se desarrollará en el sentido del catolicismo romano, con su majestuosa arquitectura de exégesis y doctrina escrita. Incluirá el vasto corpus de los escritos patrísticos, las obras de los padres y los doctores de la Iglesia, el genio literario de San Agustín y la justamente afamada Suma de Tomás de Aquino. Pero la tensión inicial entre la «letra» y el «espíritu», por ejemplo, entre los scriptoria monacales, a los que debemos en gran parte que los textos clásicos hayan llegado hasta nosotros, y la preferencia que se ha dado a la oralidad y desdichadamente también al analfabetismo, ha sido constante.
Entre las raras excepciones, encontramos a los padres del desierto, los ascetas de la Iglesia primitiva que aborrecían los libros y a todo el que estudiaba en ellos. La circularidad infinita de la plegaria que cava su surco, la humillación de la carne, la disciplina de la meditación dejaban poco espacio al lujo de la lectura y en todo caso lo convertían en un hecho eminentemente subversivo. ¿Dónde habría podido instalar una biblioteca el estilita o el indigente habitante de una gruta de Jordania o de la Capadocia? Esta corriente oral vinculada a la penitencia o a la profecía no dejará de aflorar, a veces enmascarada, durante toda la historia de la práctica y la apologética del cristianismo. Volvemos a encontrarla en la actitud iconoclasta de Savonarola y, de un modo más violento, en las renuncias pascalianas y en su profunda desconfianza de Montaigne, encarnación misma de la cultura libresca.
La tendencia persiste gracias a la actitud profundamente ambigua de Roma hacia la lectura de las Sagradas Escrituras fuera del círculo de una elite establecida. No sólo se desalentó durante siglos y siglos la lectura de la Biblia, sino que muchas veces se tuvo por herética. El acceso al Antiguo y al Nuevo Testamento, con sus incontables opacidades, sus contradicciones intrínsecas y sus misterios recalcitrantes sólo estaba autorizado para los competentes en hermenéutica y teología ortodoxa. Si algo distingue profundamente a la sensibilidad católica de la protestante es su actitud respecto a la lectura de las Sagradas Escrituras: absolutamente primordial en el caso del protestantismo (a pesar de las inquietudes que Lutero expresó en alguna ocasión), fue siempre ajena a la concepción típica del catolicismo. La imprenta estableció con la Reforma una alianza de las que refuerzan a las dos partes. Por el contrario, el invento de Gutenberg llenó de aprensión a la Iglesia Católica. La censura de libros (volveré sobre este punto), su destrucción física, atraviesa como una línea roja la historia del catolicismo romano. Aunque hayan perdido su anterior virulencia, el imprimatur y el index de las obras prohibidas formarán parte de su historia para siempre. No hace tanto que los diálogos filosóficos de Galileo se retiraron del catálogo de libros infames. El Tractatus de Spinoza, si no me engaño, continúa en la lista.
La creación de las grandes biblioteca reales y académicas, tales como los fondos de Carlos V del Louvre, con un millón de manuscritos, la donación del duque Humphrey a la Biblioteca Bodleiana de Oxford o la biblioteca universitaria de Bolonia, se remonta a la alta Edad Media. En la Italia del siglo XV abundaban las colecciones ducales y los gabinetes de libros de eclesiásticos y eruditos humanistas. El apogeo del libro y de la lectura clásica se debió al desarrollo de la clase media, una burguesía privilegiada y educada, en toda la Europa occidental.
El acto de la lectura, lo mismo que los espacios anexos de la venta, la publicación o la síntesis y resumen de libros necesitan la concurrencia de varias circunstancias. Nos podemos hacer una idea en lugares tan emblemáticos como la torrebiblioteca de Montaigne, la biblioteca de Montesquieu en La Brède o por lo que sabemos de la biblioteca de Walpole en Strawberry Hill o de la de Thomas Jefferson en Monticello. Los lectores de hoy poseen en propiedad la materia de sus lecturas; los libros ya no se encuentran en espacios públicos y oficiales. Una propiedad semejante necesita a su vez de un espacio especializado, el de la estancia cubierta de estanterías llenas de libros, con diccionarios de griego y latín y obras de referencia que hagan posible una lectura auténtica (como observa Adorno, la música de cámara dependió de la existencia de las correspondientes salas, casi todas en casas particulares). Otro de los requisitos es el silencio.
A medida que la cultura urbana e industrial va dominando el mundo, el malestar sonoro aumenta de un modo exponencial, que en la actualidad roza la locura. Para los privilegiados de la edad clásica de la lectura, el silencio era aún una mercancía accesible cuyo precio no ha hecho más que aumentar. Montaigne procuraba que hasta los miembros de su familia se mantuvieran alejados de su bibliotecarefugio. Las grandes bibliotecas privadas dependían de los criados que mantenían el orden y lustraban la encuadernación de cuero. Y, por encima de todo, se disponía de tiempo para leer. Tenemos la sorprendente imagen que captó Lamb de los «cormoranes de biblioteca», tales como sir Thomas Browne o Montaigne o Gibbon, que consumían los días y las noches en su Leviatán. ¿Habrá algún libro que Coleridge o Humboldt no hayan leído, anotado, abarrotado de comentarios, hasta componer, generalmente sobre el primero, un segundo libro en los márgenes, en las hojas sueltas, en la proliferación de notas a pie de página? ¿De dónde sacaba Macauly el tiempo para dormir?
El estallido de la barbarie sanguinaria del siglo XX europeo y ruso impidió o socavó la existencia de todas estas condiciones vitales. La acumulación propiamente dicha en bibliotecas privadas ha pasado a ser pasión de un pequeño número de personas, los mecenas . Los espacios vitales se achican (hoy en día la vitrina de los discos, la columna de los CD o de las cintas han reemplazado a las estanterías de libros, especialmente en las casas de los jóvenes). El silencio se ha convertido en un lujo. Sólo las grandes fortunas tienen la posibilidad de escapar a la invasión del gigantesco caos tecnológico. El concepto de servicio doméstico, la imagen del criado o del empleado de hogar desempolvando amorosamente desde lo alto de una escalera de mano los últimos volúmenes de la biblioteca, suena a una sospechosa nostalgia. El tiempo se ha acelerado de un modo formidable, como Hegel y Kierkegaard advirtieron, entre los primeros. Los auténticos momentos de ocio, de los que depende toda lectura seria, silenciosa y responsable, se han convertido en patrimonio casi exclusivo de universitarios e investigadores. Matamos el tiempo, en lugar de sentirnos como en casa dentro de sus límites.
LAS DOS CORRIENTES CONTESTATARIAS
Sin embargo, incluso durante la Edad de Oro del libro, digamos en términos generales entre la época en la que Erasmo podía gritar de alegría y de agradecimiento si se encontraba en el suelo mojado de la calle un fragmento de texto impreso, y la catástrofe de las dos guerras mundiales, hubo dos actos de resistencia, dos contestaciones significativas al libro. No todos los moralistas y los críticos, ni siquiera los escritores tienden a considerar que los libros son «la vida misma, la sangre de los grandes espíritus», según la famosa expresión de Milton. Merecerá la pena detenerse en dos corrientes de oposición, en parte subterráneas.
Llamaré a la primera «pastoralismo radical». La vemos en el Emilio, la utopía pedagógica de Rousseau, y en el diktat de Goethe, según el cual el árbol del pensamiento y del estudio es siempre gris, mientras que el de la vida en acto, el de la vida-fuerza, el del impulso vital es siempre verde. Un pastoralismo radical anima el pensamiento de Wordsworth, hasta el punto de llevarlo a afirmar que el «brote primaveral de un árbol» vale más que toda la erudición libresca. Por elocuentes e instructivos que sean, el saber que ofrecen los libros y la lectura es secundario. Los libros son parásitos de la conciencia inmediata. Todo el Romanticismo está atravesado de este culto a la experiencia personal, que coincide con el vitalismo de Emerson. Una experiencia así jamás puede delegar en un imaginario pasivo, en un concepto vago. Permitir que los libros influyan en nuestra vida, o en una parte importante de ella, es, para nosotros, renunciar tanto al riesgo como al éxtasis que proporciona la relación primaria, primera, con las cosas. A fin de cuentas, la esencia de la literatura es el artificio. El pastoralismo radical reivindica una política de autenticidad y prefiere la desnudez del yo. Los partidarios de esta visión apasionada, diferentes aunque emparentados, se forjaron en la fragua de William Blake, con su sentimiento de que la erudición suele ser satánica, de Thoreau y de D. H. Lawrence. «Fui a una imprenta en los infiernos —escribe Blake— y vi de qué forma se transmitía el saber de generación en generación.» La sexta cámara de los infiernos está ocupada por criaturas espectrales, sin nombre, que «toman la forma de los libros dispuestos en las bibliotecas».
La segunda corriente contestataria del libro presenta ciertas afinidades con el pastoralismo radical, pero lanza un guiño hacia atrás en el tiempo, al ascetismo iconoclasta de los padres del desierto. La cuestión que plantea es como sigue: ¿en qué pueden beneficiar los libros a una humanidad afligida? ¿A qué hambrientos han dado de comer? La pregunta fue formulada por ciertos nihilistas y anarquistas revolucionarios a finales del siglo XIX , sobre todo en la Rusia zarista. En comparación con las necesidades humanas y la miseria extrema, la anotación de un manuscrito raro o de una edición princeps (anotaciones que hoy en día producen auténtica locura) es, para un nihilista, una absoluta obscenidad. Pisarev lo expresó con violencia: «Para el hombre del pueblo, un par de botas valen mil veces más que la colección de las obras completas de Shakespeare o de Pushkin». El mismo interrogante, en su versión pietista, atormentará al viejo Tolstói. Radicalizando la paradoja roussoniana, Tolstói juzgará que la gran cultura, y en particular la gran literatura, ejercen un influjo deletéreo y perjudican la espontaneidad y los principios morales de los hombres y las mujeres; fomentan el elitismo y la obediencia a la autoridad civil y favorecen el vicio de la frivolidad y un sistema educativo basado en la mentira. Un espíritu decente sólo necesita —truena un Tolstói que ha repudiado sus propias obras de ficción— la versión simplificada de los Evangelios, un breviario que le proporcione lo esencial de la imitatio Christi. Tolstói conoce y celebra la ausencia de escritura en las enseñanzas de Jesús.
Será en Rusia, una vez más, donde después de que los poetas futuristas y leninistas hayan pregonado la destrucción por el fuego de las bibliotecas, la línea oficial, para ponerse a salvo de cualquier eventualidad, se entregará al conservadurismo fanático. La acumulación sin fin de libros, cuyas grandes bibliotecas son como santuarios, supone una recuperación de las cargas de un pasado que ya está muerto, pero que aún intoxica con su veneno. El ayer traba con sus grilletes la imaginación y la inteligencia del hoy. Al atravesar esos pasadizos laberínticos, esos depósitos de millares de libros, el alma se reseca y se reduce a algo desesperadamente insignificante. ¿Qué se puede añadir todavía? ¿Cómo rivalizará un escritor con esas estatuas marmóreas de los grandes clásicos canonizados? Todo aquello que vale la pena imaginar, pensar y decir, ¿no ha sido ya imaginado, pensado, dicho? ¿Quién puede volver a escribir en una página en blanco la palabra «tragedia» —se preguntaba un Keats angustiado— teniendo a la espalda un Hamlet o un Rey Lear ?
Si la tarea fundamental consiste en revolucionar la expresión y en llevar a cabo una renovación profunda, una renovación de la conciencia humana; si el pensador, el escritor tiene la finalidad de «hacerlo todo de nuevo» (según el famoso imperativo de Ezra Pound), habrá que sacudirse la carga magistral, abrumadora, del pasado. Que la enorme extensión de todas las tesis se destruya y se disuelva en el humo del incendio liberador el Instituto de Arquitectura (Voznesenski). Que se reduzcan a cenizas las enciclopedias y otras opera omnia en lenguas muertas. Sólo entonces el pensamiento revolucionario, el poeta, futurista o expresionista, podrán hacerse entender. Sólo entonces aspirará el poeta a crear nuevos lenguajes, como los vocablos-estrella de Khlebnikov o el porvenir boreal de los de Paul Celan. Se trata de un proyecto báquico; desesperado, quizá, que, sin embargo, se inscribe en un deseo auroral.
Los contestatarios del libro y sus enemigos han estado siempre entre nosotros. Los hombres y las mujeres del libro, si se me permite retomar, alargándola, esta categorización victoriana refinada, pocas veces se detienen a considerar la fragilidad de su pasión.
En la Alemania de 1821, Heine, instado a pronunciarse sobre un periodo de soflamas nacionalistas en el que se habían quemado libros, declaraba: «Allí donde hoy se queman libros, mañana se quemarán personas». Durante toda la historia, se han arrojado libros a las hogueras. Muchos se consumieron irremediablemente. Aún no hace mucho que perecieron unos dieciséis mil incunables y manuscritos iluminados, sin reproducir, en el incendio devastador de la biblioteca de Sarajevo. Los fundamentalistas de toda laya queman libros por instinto. Los conquistadores musulmanes de Alejandría, al condenar a las llamas la legendaria biblioteca, habían dicho: «Si contenía el Corán, ya disponemos nosotros de copias; si no lo contenía, no valía la pena conservarla.» No ha sobrevivido ni una sola copia de la Biblia de los albigenses; ni un solo ejemplar del gran tratado antitrinitario de Miguel Servet, condenado a la hoguera pública por Calvino. Los manuscritos, incluso los mecanografiados de los grandes maestros modernos, son aún más vulnerables. Acorralado por el terror estalinista, Bajtin arrancará las páginas de su obra sobre la estética para paliar la cruel falta de papel de fumar. Espantada por la transgresión de los tabúes sexuales, la novia de Büchner arrojará a la estufa el manuscrito de su Aretino (probablemente la obra maestra de quien, antes de cumplir los treinta, había creado ya Woyzeck yLa muerte de Danton ).
NUEVAS AMENAZAS
Pero existen ejecuciones más lentas y menos resplandecientes. La censura es tan antigua y tan universal como la propia escritura. Ya hemos comentado su presencia durante toda la historia del catolicismo romano. Ha participado en todas las tiranías, desde la Roma augusta hasta los regímenes totalitarios de nuestra época. Sencillamente, sería imposible contar el impresionante número de textos mutilados, expurgados, falsificados o reducidos al silencio absoluto. Ni siquiera las llamadas democracias tienen las manos limpias. En los Estados Unidos, la literatura clásica y contemporánea ha sido expurgada o retirada de las bibliotecas públicas y universitarias con el pretexto pueril y humillante de la «corrección política ». En Suráfrica se producen continuos intentos de retirar del circuito ciertas novelas importantes de Nadine Gordimer, por temor a que el electorado negro apele a su humanidad lúcida. En la mayor parte del mundo contemporáneo, en China, India o Pakistán, en todos aquellos lugares en que aún domina la herencia del fascismo o del estalinismo, en los Estados más o menos policiales y en las teocracias de corte islámico y, de vez en cuando, en América del Sur, los escritores van a la cárcel o son víctimas de las fatwas .
Dos elementos de reflexión vienen a complicar este sombrío análisis. La relación entre la censura y la creatividad puede revelarse en principio extrañamente productiva. El milagro literario del periodo isabelino, el de la Francia de Luis XIV , la gloria histórica de la poesía y la ficción rusas, desde Pushkin hasta Pasternak y Brodsky, parece que se adaptaron, en una dialéctica compleja, a las presiones y a la amenaza de la censura.
Lo que hace subversiva a la gran literatura, la que dice «no» a la barbarie, a la estupidez o a esta ética capitalista degradada del consumo de masas, todo aquello que devalúa nuestro trabajo y nuestra vida, siempre ha echado vástagos en el mantillo de la censura y la opresión. «Prensadnos —decía Joyce a la censura católica—; somos aceitunas.» O como comentaba por lo bajo Borges: «La censura es madre de la metáfora». Cuando el aparato represivo se la cede a los valores canalizados por los medios de masas y la machaconería publicitaria, como ocurre hoy en la Europa occidental, asistimos al triunfo de la mediocridad.
La segunda cuestión resulta aún más problemática. Precisamente esa literatura, esa filosofía y ese espíritu crítico en el sentido amplio del término, que pueden encantar el alma humana, transformar nuestro comportamiento interior y exterior y movernos a actuar, pueden también depravarnos, empobrecernos la conciencia y corromper las imágenes de los deseos que llevamos dentro. La proposición y la difusión de ideologías racistas, de erotismo sádico o de pedofilia serían imposibles sin incitar a conductas imitativas. La evidencia esta ahí, pero resulta difícil cuantificarla. Nuestros quioscos de periódicos, nuestros centros comerciales que ofecen de todo, desde el soft al hard, la aparición en Internet y en las páginas web de una pornografía sádica casi inimaginable, plantean desafíos fundamentales a la cuestión de la libertad de expresión y de publicación. El arrogante ideal miltoniano que predecía la victoria segura de lo verdadero sobre lo falso en cualquier combate abierto y sin censura procede de un mundo muy distinto al nuestro. El protocolo de los sabios de Sion se vende con toda libertad en Japón. Desde Varsovia a Buenos Aires se hace publicidad de los libelos que niegan la existencia de los campos de la muerte de los nazis, documentos que uno puede procurarse con facilidad. ¿No habría una razón para la censura? Carezco de respuesta, pero la suave permisividad con la que se trata todo esto me parece despreciable.
La revolución electrónica, el advenimiento a escala planetaria del tratamiento de texto, del cálculo electrónico y de la interfaz constituye una mutación mayor que la invención de la imprenta móvil en la época de Gutenberg. Lo que llamamos realidad virtual podría incluso alterar el funcionamiento habitual de la conciencia. Los bancos de datos, con una capacidad de almacenaje ya casi infinita, reemplazarán los laberintos incontrolables de nuestras bibliotecas por un puñado de chips. ¿Cuál será el efecto para la lectura, para la función del libro tal como los hemos conocido y amado? La cuestión es objeto de acalorados debates.
Hasta ahora algunas experiencias muy significativas han demostrado ser poco concluyentes. La interfaz de cambio entre los novelistas y sus lectores según un modo de colaboración abierto y aleatorio (experimentado por ejemplo por John Updike) sólo ha originado un interés efímero. Las máquinas traductoras son bestias primitivas, perfectamente incapaces de orientarse en la pluralidad semántica de los significados y el contexto informativo, transcendental para el lenguaje natural, no digamos para la lengua literaria. El traslado de manuscritos e impresos a la pantalla ha resultado espectacular desde el punto de vista del volumen y la accesibilidad (pronto afectará a cerca de sesenta millones de volúmenes sólo en la Biblioteca del Congreso de Washington). Ha transformado de un modo radical las técnicas de enseñanza, las formas del intercambio científico y tecnológico, las técnicas de la ilustración. La Biblioteca del Congreso ha decidido que de ahora en adelante sólo las Bellas letras, los textos que aspiran a la categoría de literatura, se publicarán en forma de libro impreso, lo que ahondará el abismo que separa la que De Quincey llamó «literatura del saber» de la «literatura del poder». Algunos editores, Penguin por ejemplo, editan ya libros en formato de bolsillo cuyo aparato de notas críticas sólo está disponible en la web .
Por otro lado, no hay ninguna seguridad de que disminuya el número de libros impresos en los formatos tradicionales. Incluso parece que ocurre lo contrario. En realidad, existe un increíble número de títulos nuevos —121.000 en el Reino Unido el año pasado—, que quizá representen la mayor amenaza para el libro y para la supervivencia de las librerías de calidad con espacio suficiente para almacenar las obras y capacidad para responder a los intereses y las necesidades de todos, incluida la minoría. En Londres, una primera novela que no recibe inmediatamente el viento favorable de los medios o no es aclamada por la crítica vuelve al editor o se liquida en quince días. Sencillamente, no queda sitio para la maduración, para el gusto de la exploración, a la que deben su supervivencia tantas obras grandes.
El uso de la pantalla no hace obsoleta la lectura tradicional de un modo evidente. Se necesitará tiempo para que se noten los efectos. Ya han aparecido estudios que dan cuenta de que los niños alimentados por la televisión y por Internet podrían manifestar trastornos de la voluntad o carecer de los requisitos imprescindibles para aprender a leer en el sentido antiguo del término. Al igual que el arte de la memoria, el ejercicio de la concentración y la atrofia del silencio (se estima que un 80 por ciento de los adolescentes de Estados Unidos son incapaces de leer sin acompañamiento musical de fondo), el espacio de la lectura está llamado a disminuir en la civilización europea. Es posible (y esta idea no me produce ninguna consternación) que el tipo de lectura que he tratado de definir y que he llamado «clásica» se reduzca a una especie de pasión privada que se enseñará en unas «casas de lectura », a la que nos entregaremos como Aquiba y sus discípulos tras la destrucción del Templo o como en las escuelas monacales y los refectorios de los conventos de la Edad Media. Una forma de lectura que culmina precisamente en ese ejercicio de gracia y esa música del espíritu que es el saber de memoria. Aún es demasiado pronto para decirlo. Vivimos el periodo de transición más rápido y más difícil de «descifrar» de todos los conocidos hasta el presente.
EL ESCÁNDALO DEL LIBRO
La bestialidad del nazismo, tal como fue planificado, organizado y llevado a cabo en la Europa del siglo XX , se desarrolló en el corazón de una cultura profundamente erudita. Ningún país había adorado la cultura como Alemania, ni había sostenido con tanta autoridad la vía del espíritu, la producción de libros, su estudio y el estudio de las humanidades académicas. Pero en ningún momento esas fuerzas de la erudición y la sensibilidad fueron capaces de impedir el triunfo de la barbarie. La enseñanza de calidad en filología, historia antigua y medieval, historia del arte y musicología continuó bajo el Reich. Como lo ha expresado Gadamer con una fórmula particularmente repugnante, en el régimen nazi bastaba con comportarse manierlich («de una manera decente, respetando las convenciones sociales») para tener la posibilidad de sacar adelante una brillante carrera universitaria en el estudio y la enseñanza de los clásicos. La única indiscreción que uno debía guardarse de cometer era ser judío. Uno de los filósofos más originales y decisivos del pensamiento occidental produjo textos fundamentales durante la guerra. Lo esencial de la historia de aquel feliz matrimonio de la inhumanidad más sistemática con una forma de simpatía o de indiferencia, creadora de una cultura elevada, está aún por elucidar. El asunto supera con mucho el contexto de la Alemania nazi. El París ocupado conoció una producción de libros y de obras de teatro que se cuenta entre la más importante de la literatura francesa moderna.
Pero el escándalo no está sólo en la coexistencia. Los genios literarios y filosóficos han coqueteado con la parte sombría del hombre, le han prestado oídos y le han dado su apoyo. No podemos separar el esplendor de las obras de Pound, Claudel o Céline de sus espantosas inclinaciones políticas. Aunque fuera compleja y «privada», la relación de Heidegger con el nazismo, y su silencio astuto a partir de 1945, lo han puesto en entredicho. Igual que el apoyo activo de Sartre al comunismo soviético mucho después de que se conociera el salvajismo que se practicaba en los campos contra los escritores o contra los intelectuales en la China de Mao o en la Cuba de Castro. «Nunca me apearé de la idea de que todo anticomunista es un perro.» Así hablaba uno de los maestros del espíritu de nuestro tiempo.
El intelectual, el mandarín universitario, la rata de biblioteca, no suele formarse en la valentía. Con notables excepciones, el viento de locura del maccarthysmo —bastante menos peligroso que algunos totalitarismos fascistas o estalinistas — fue acogido con acomodo y complacencia. De nuevo ahora, con las honrosas excepciones de siempre, el chantaje de la «corrección política» despierta poca resistencia, ni siquiera excita la dignitas entre los universitarios. Muchos se suman a la mayoría y hacen lo que ven. Se dejan devorar por la circunstancia.
Pero todos estos son fenómenos superficiales, modelos de comportamiento. El núcleo del problema es quizá mucho más profundo. Pronto hará casi medio siglo que enseño y escribo; casi medio siglo de mi vida consagrado a una continua lectura y relectura (aún no tenía seis años cuando mi padre me inició en la música de Homero y de la oración fúnebre de Juan de Gante en Ricardo II, o en los poemas líricos de Heine), y me atormenta —no tengo otra palabra— una hipótesis de orden psicológico. Quiero subrayar que se trata sólo de una hipótesis quizá, Dios lo quiera, errónea.
El dominio del imaginario, de las «ficciones supremas» como las llamaba Wallace Stevens, sobre la conciencia humana es mesmeriano. El imaginario, la abstracción conceptual, es capaz de invadir el asiento de nuestra sensibilidad. Nadie conoce íntegramente la génesis del personaje de ficción extraído del espíritu del autor y del roce de su pluma en el papel. Sin embargo, ese personaje adquiere una fuerza vital, un poder sobre el tiempo y el olvido que supera con mucho el papel de un individuo, sea quien sea. ¿Quién de nosotros posee siquiera una fracción de la vitalidad, de la «presencia real» que emana de la Odisea homérica, de Hamlet, de Falstaff, de Tom Sawyer? En su agonía, Balzac reclamaba la ayuda de los médicos que él mismo había inventado en La comedia humana . Para Shelley, un hombre verdaderamente enamorado de la Antígona de Sófocles nunca podría vivir una experiencia parecida con una mujer real. Flaubert se ve reventar como un perro, mientras que «esa puta» de Emma Bovary va a vivir eternamente.
Después de pasar horas, días y semanas leyendo, aprendiendo de memoria y explicándonos y explicando a otros una de las trascendentales odas de Horacio, un canto del Infierno, los actos II y IV del Rey Lear o las páginas de la muerte de Bergotte en la novela de Proust, regresamos a nuestros pequeños asuntos domésticos e insignificantes. Pero continuamos atrapados. El grito de la calle resuena lejos de nuestros oídos, como si nunca lo hubiéramos percibido. Nos habla de una realidad perturbadora, contingente, vulgar y transitoria, imposible de comparar con la que llevamos en la conciencia. ¿Qué vale ese grito de la calle en comparación con el de Lear a Cordelia o con el del Acab atado a su demonio blanco? Miles, cientos de miles de personas mueren todos los días en las pantallas de televisión de un mundo aséptico en su absoluta monotonía. La destrucción de unas estatuas lejanas por unos afganos fanáticos o la mutilación de una obra maestra en un museo nos hieren en el alma. El erudito, el verdadero lector, el artífice del libro está saturado por la intensidad terrible de la ficción. Su formación lo predispone a identificarse profundamente sólo con las realidades textuales, con la ficción. Esa educación, esa atención llevada a sus antenas y a sus órganos de empatía —cuyo alcance nunca es infinito— puede dañar su relación con lo que Freud llamaba el «principio de realidad».
Podría darse entonces la paradoja de que el cultivo y la práctica de las humanidades, la frecuentación del libro en dosis muy elevadas y el estudio fueran factores de deshumanización. Quizá dificultan nuestra respuesta activa a una realidad política o social grave, nuestro compromiso total con las realidades circunstanciales.
Un viento ligero y frío de inhumanidad sopla en la torre de libros de Montaigne, en las reglas de Yeats, según las cuales el hombre debe elegir entre la perfección de la vida y la de la obra, en la certeza de Wagner de no deber nada a quienes lo ayudaron en vida porque su sola presencia en las notas a la biografía del maestro los haría inmortales.
En mi calidad de profesor, para el que la literatura, la filosofía, la música y las artes son la materia misma de la vida, ¿cómo puedo traducir para mí esa necesidad en una lucidez moral, consciente de las carencias humanas, de la injusticia que hace posible a este punto una cultura tan elevada? Las torres que nos aislan son más sólidas que el marfil. No conozco una respuesta satisfactoria a esa pregunta.
Sin embargo, convendría encontrarla si queremos merecer el privilegio de nuestras pasiones y sostener de nuevo en las manos el milagro de un nuevo libro — Cui dono lepidum novum libellum?, preguntaba Catulo—; y si al fin deseamos tomar parte, aunque sea modestamente, en la altivez nostálgica que impregna su ruego: Quod, o patrona virgo/plus uno maneat perenne saeclo («¡Oh, Musa, permítenos vivir aún un siglo o dos!»).