Durante el torneo de ajedrez que enfrentó en los años 80 a Anatoli Karpov con Gari Kasparov, se preguntó a los dos grandes maestros por su compositor preferido. Karpov, comunista ortodoxo, contestó: «Alexander Pajmutov, laureado por el Komsomol con el premio Lenin». La respuesta de Kasparov, georgiano y librepensador, fue «John Lennon».
Aunque Kasparov no se proclamó vencedor del torneo mundial por ser un entusiasta de los Beatles, lo cierto es que conquistó la simpatía del público, mucho más allá del ámbito del ajedrez, y que sus preferencias musicales reflejaban el carácter de un hombre sin miedo a pronunciar en voz alta el nombre de una persona que jamás habría obtenido el premio Lenin.
Hace unos años, la televisión rusa proyectó un reportaje sobre Mark Chapman, el hombre que asesinó a John Lennon en 1980. En el avance publicitario se insinuaba la semejanza de aquella historia con la de Mozart y Salieri, pero la película ponía de relieve algo muy distinto. Al abandonar la habitación que ocupaba en un hotel neoyorquino para perpetrar su hazaña, el asesino dejó una Biblia abierta por la página de «El Evangelio según San Juan», enmendada por él mismo para que se leyera «El Evangelio según John Lennon». Después del asesinato no hizo nada por ocultarse y la policía le halló tan tranquilo, leyendo El guardián en el centeno, de Jerome D. Salinger, cuyo héroe, el joven Holden Caulfield, se escandaliza por la falsedad del mundo de los adultos. Chapman, que se identificaba con Caulfield, estaba convencido de que Lennon vivía según unos mandamientos completamente distintos al mensaje que predicaba. Era, pues, un embustero, un embaucador, y tenía que morir.
El nombre de Chapman se asocia al de Lennon como el de otros muchos asesinos a su víctima: Bruto y César, Carlota Corday y Jean-Paul Marat, Lee Harvey Oswald y John Kennedy.Paradójicamente, también el nombre de Lennon puede asociarse a la Unión Soviética por algo semejante, porque él fue el asesino de la URSS .
Como Lennon no vivió para ver el desplome de la Unión Soviética no habría podido predecir que los Beatles formarían a una generación de amantes de la libertad en un país que ocupa la sexta parte de la superficie terrestre. Sin aquel amor por la libertad habría resultado del todo imposible la desaparición del totalitarismo, a pesar de la bancarrota del régimen comunista. Es probable que, si pudiera leer esto, el primer sorprendido fuera el propio Lennon. Sin embargo, ocurrió así. Comenzaré por mis recuerdos personales, tratando de imprimir un cierto orden a lo que vi y oí; a los hechos que yo mismo presencié.
Mi primera noticia del grupo se remonta a 1965, cuando el periódico Krokodil publicó un artículo sobre unos Beatles hasta entonces desconocidos. El nombre acariciaba los oídos, quizá por su contenido fonético, que yo identificaba con el batido de crema (uzbeetiye slivki) y las galletas (beeskvit). Según aquel artículo, el locutor de la BBC , al anunciar al mundo la operación de amígdalas de Ringo Starr, había pronunciado tan confusamente el término (tonsils) que los oyentes, entendiendo que lo que el batería se había extirpado era las uñas de los pies (toenails), obligaron a hacer horas extraordinarias a los empleados del servicio postal de Liverpool con un aluvión de cartas que solicitaban las uñas en cuestión.
Oí su primera canción en Radio Leningrado. Se trataba de «A Hard Day's Night», que, según el comentario del presentador, habían pasado «buscando dinero». Lejos de gustarme, me pareció monótona y no comprendí a que venía todo aquel lío de las uñas de los pies. Luego, en la República Democrática Alemana apareció una recopilación de canciones de su primer disco. Las escuché no porque me atrajeran especialmente, sino porque no podía negarme a oírlas cuando todo el mundo hablaba de los Beatles. Más tarde, alguien me dio unas grabaciones de «A Hard Day's Night» y de «Help» que le habían traído de Francia, en cuya cubierta se podía leer: « Quatre garçons chantent et dansent ». La beatlemanía comenzó para muchos rusos en aquel momento.
Convendrá explicar primero cómo oíamos entonces la música. El magnetófono con radio, marca Minia-2, que teníamos en casa era una enorme caja de madera que dominaba nuestro exiguo pisito. Como aún no existían las cassettes , el sistema era de dos bobinas, de modo que para avanzar o rebobinar se necesitaba ayuda, pues cuando la cinta se rompía había que recomponerla con un pegamento de fabricación casera que despedía un olor acre; en cuanto al rebobinado, muchas veces no quedaba otro remedio que hacerlo a mano. El sonido, una especie de «mono» chirriante, no impidió que aquella música llegada de un mundo desconocido e incomprensible nos cautivara. En su novela de los años 80, El maestro y Margarita, Mijaíl Bulgakov dice que el amor asalta a los héroes como el atracador que surge, navaja en mano, de una oscura calleja. Algo parecido ocurrió con el espíritu de nuestros teenagers, un término que aprendimos gracias a los Beatles.
La beatlemania adoptó múltiples formas en Rusia. No podía ser la histeria de los seguidores que vimos años más tarde en la pantalla del televisor. Los gobiernos occidentales la estimulaban e incluso intentaban atraerla para sus fines. En cambio, en la URSS estaba prohibida, y los jóvenes a la moda que soñaban con el éxito se veían obligados a ocultar su adoración por el grupo.
Al principio, el amor por todo lo relacionado con el grupo comportaba una especie de oposición inconsciente, más curiosa que seria, aún incapaz de minar los cimientos de la sociedad socialista.
Valgan los siguientes ejemplos. Clase de astronomía durante nuestro décimo curso; uno de mis compañeros tiene que dar una charla sobre un planeta del sistema solar. Tras recitar todo lo que ha copiado religiosamente de un periódico, añade de su cosecha: «Y ahora, con el descubrimiento de cuatro astrónomos ingleses, George Harrison, Ringo Starr (y los otros dos), la órbita de tal y tal planeta se acerca a la Tierra, y dentro de poco se producirá una colisión».
Como la enseñanza de la astronomía era una rutina más y los conocimientos sobre los planetas de nuestra profesora de física apenas superaban los nuestros, no receló de la «posible colisión». Ni conocía a aquellos «astrónomos » ni había oído hablar de los Beatles. En otra ocasión, nos contaba que los científicos soviéticos Basov y Projorov habían obtenido el premio Nobel y uno de la clase gritó: «¡A los Beatles sí que les dan dado un premio» (les acababan de conceder la Orden del Imperio Británico). La profesora replicó: «Sin gritos. Yo no digo que los científicos extranjeros no hayan obtenido un premio, sino que a los soviéticos también se lo han concedido». En nuestra adoración de adolescentes por las estrellas del pop , la sola mención de su nombre era ya una pequeña victoria.
Mis condiscípulos expresaban su amor por los Beatles del siguiente modo: «Me gustaría haber aprendido el inglés única y exclusivamente a través de las palabras de John Lennon». Era una paráfrasis de las palabras de Maiakovski grabadas en el estrado del aula de literatura: «Me gustaría haber aprendido el ruso única y exclusivamente a través de las palabras de Lenin». En los años 60 ya no te metían en la cárcel por sustituir el nombre de Lenin por el de Lennon, pero todo aquel que se atrevía a blasfemar contra el líder inmortal padecía las iras del Komsomol (la Unión Comunista de la Juventud), capaces de hundir una carrera. Y así, poco a poco, los seguidores de Lennon comenzaron a poner en tela de juicio los valores que el sistema trataba de inculcar en ellos. Convertir en realidad el lema del aprendizaje del inglés habría resultado imposible porque éramos una clase de cuarenta alumnos con dos horas de lengua extranjera a la semana, que escribían los textos de las canciones inglesas en el alfabeto ruso. La mayoría ni siquiera los comprendía, pero los cantábamos igual. Uno de los chicos hizo una versión de «Can't Buy Me Love» con su guitarra, que sonaba más o menos como «Ken pomyelov, oo».
Se puso de moda el peinado a lo Beatle . A los jóvenes «melenudos», como decían los adultos, se los detenía en la calle para cortarles el pelo en comisaría.
Yo acabé mis estudios con unas calificaciones merecedoras de una medalla de plata que jamás se me concedió por culpa de mis pelos a lo Beatle . Tendría que haber llevado un corte «estatal», cepillado hacia atrás y humedecido con una solución de azúcar. Al acabar la fiesta de fin de curso, en la que me habían entregado el flamante certificado de estudios (aunque no la medalla, que quedó para otra ocasión), salía yo del Palacio de la Cultura cuando me agarraron unos policías y, por culpa de mis pelos, me metieron en el coche celular.
Yo pregunté por qué me estropeaban el día más feliz de mi vida y les dije que acababa de ganar una medalla. El policía se rió de mí: «¿Una medalla? ¿Un hippy melenudo como tú? ¡Venga ya!». Como no podía mostrarle la medalla, le enseñé el título. Me dejaron ir por lo mucho que se habían divertido a mi costa...
En un colegio de Leningrado se representó un proceso-espectáculo contra los Beatles. Nombraron un fiscal público de pega y el juicio fue transmitido por la radio. Los alumnos manifestaban su indignación ante los actos perversos de los Beatles. El tribunal acabó condenando al grupo por conducta antisocial. Aquello despedía un tufillo a 1937, pero ni siquiera en la época de los procesos manipulados de Stalin se había enjuiciado a unos extranjeros famosos que, como aquellos, formaban ya parte de la vida del pueblo ruso.
Cuanto más luchaban las autoridades contra la influencia corruptora de los Beatles —o contra los «aficionados », como apodaban a los «fans» los medios de comunicación (en Rusia la palabra tiene una connotación negativa) — más se devaluaba aquella autoridad y más se cuestionaba la ideología oficial que se nos pretendía inculcar desde la infancia. Recuerdo un programa de radio de finales de los años 60, en el que transmitían algún gran acontecimiento del Komsomol, que si no era un Congreso del Partido o el aniversario de la fundación de la Unión de la Juventud Leninistas de la Unión Soviética, se le parecía mucho. Dos artistas con unas pelucas alucinantes y sendas guitarras se movían por el escenario espalda con espalda, dándose golpes y produciendo una espantosa cacofonía con los instrumentos, mientras cantaban, parodiando una melodía de los Beatles: «We have been surrounded by women saying you are our idols, saying even from behind I look like a Beatle! Shake, shake! Here we dont't play to the end, there we sing too much. Shake, shake!».
Los miembros del Komsomol acogían la caricatura con gritos aún más delirantes que los de los auténticos seguidores ingleses en los conciertos de los Beatles, pero no porque les gustara aquella parodia absurda, sino porque necesitaban demostrar a sus colegas —y, mucho más importante, a sus jefes— hasta qué punto aprobaban la campaña de desprestigio contra los Beatles. Pero todos sabíamos que los funcionarios del Komsomol escuchaban sus canciones a diario, porque a través de ellos (y de los marineros que cruzaban los océanos) nos enteramos de lo que hacían las nuevas bandas de rock . Aquellos espectáculos hipócritas de adhesión entusiasta por parte de los trabajadores del Komsomol componen uno de los recuerdos más negativos de mi adolescencia.
De modo parecido, durante la transmisión de un congreso del Komsomol, en el que Bréznev pronunciaba un discurso, les calentaron las orejas a los miembros del Komsomol por interrumpir continuamente al Secretario General con ovaciones delirantes. Resultó que Bréznev hablaba con dificultad, pues se le atascaban en la garganta ciertas palabras y tenía que descansar después de cada frase corta. El espectáculo de aquella juventud haciendo lo imposible por mostrar su entusiasmo al grito de «¡Lenin está con nosotros! ¡Lenin está con nosotros!» resultaba vomitivo. Acabaron por aburrir al mísmisimo Secretario General.
El sistema intentó perseguir al grupo y crucificar a sus seguidores en el muro de la vergüenza, pero la historia del hostigamiento de los Beatles en la Unión Soviética es la mayor prueba de la imbecilidad del gobierno que encabezaba Bréznev. Cuanto más perseguían algo a lo que el mundo ya se había entregado, más demostraban la falsedad y la hipocresía de la ideología soviética. A pesar de los siniestros presagios de la radio, el inminente fracaso de los «aficionados » no se veía por ninguna parte. Al contrario, los Beatles se convirtieron en un fenómeno cultural de alcance planetario imposible de soslayar. Así pues, las condenas que pretendían acallarlos comenzaron a esfumarse a medida que desaparecían las prohibiciones. La recuperación se produjo de un modo fantástico. La primera canción que se editó en la URSS fue «Girl», incluida en una recopilación de música popular extranjera. Nunca olvidaré la primera vez que tuve en mis manos el disco. Miraba los títulos sin llegar a creer que se hubiera editado en mi país una canción de los Beatles. Naturalmente, su nombre no aparecía por ningún sitio. Busqué el título de «Girl». Tampoco estaba. Al final de la lista figuraba la palabra Dyevushka («chica» en ruso) como título de una canción folclórica inglesa.
Bien pensado, era música popular —y en ese sentido, folclórica—, igual que la letra, pero después de la porquería que habían arrojado sobre ellos no podían imprimir los nombres de Lennon y McCartney en la portada. En los años 70, tras la disolución del grupo, apareció en la URSS un disco con cuatro canciones suyas. Todas figuraban con su título verdadero pero se atribuían a un «conjunto músico-vocal», como si, pongamos por caso, en Inglaterra hubieran publicado Un héroe de nuestro tiempo atribuyéndoselo a «un escritor», sin mencionar el nombre de Mijaíl Y.Lermontov.
¡Qué razón tenía Maquiavelo cuandoafirmaba que el pueblo olvida los agravios grandes con mayor facilidad que los pequeños! Las autoridades soviéticas cometieron tantos desmanes contra su pueblo que aquel «error» musical era poco menos que una niñería, pero los errores de aquel tipo resultaron los más ofensivos, y el público acabó por experimentar en los pequeños detalles toda la inhumanidad del régimen.
¿Por qué persiguieron las autoridades comunistas a los Beatles con tanto ahínco? Sería una simpleza de tamaño descomunal decir que vieron en la industria pop un reflejo de la cultura corrupta de la burguesía capitalista, aunque ésa era la acusación oficial. En el fondo, los comunistas comprendían (aunque nunca llegaran a confesarlo) que los Beatles representaban una amenaza seria contra su régimen. Tenían razón.
El espejo , una película rodada por Andréi Tarkovski en 1974, comienza con la exploración médica de un joven. Cuando la habilidad del médico consigue que baje sus defensas, se produce una cascada de confesiones. Algo semejante pasó con la creatividad de los Beatles, que fue un torrente capaz de abatir todas las barreras. Existía una profunda afinidad entre Tarkovski y Lennon (no es casual que los comunistas menospreciaran al director que había intentado llevar a la pantalla El maestro y Margarita, de Bulgakov, con la música de Lennon en la banda sonora). El torrente irrumpió en la conciencia colectiva. Literalmente arrasados por él, los ciudadanos soviéticos se dieron cuenta del enorme valor del individuo y de que la individualidad es, en sí misma, uno de los principales valores de la vida. Era tan contradictorio con el mensaje socialista de la primacía de lo colectivo que una persona educada en la cultura de los Beatles ya no podía vivir más tiempo inmersa en la mentira y la hipocresía.
La beatlemania socavó los cimientos de la sociedad soviética porque una persona crecida en el mundo de los Beatles, de sus imágenes y su mensaje de amor y no violencia, era ya un individuo interiormente libre.
Aunque los Beatles no hablaban de política en sus canciones (sólo una vez mencionaron directamente a nuestro país, en su repertorio «Regreso a la URSS »), se podría argumentar que hicieron más por la destrucción del totalitarismo soviético que los dos premios Nobel Alexander Solzhenitsin y Andréi Sájarov juntos. Es probable que esta opinión parezca una blasfemia a las víctimas del régimen comunista, pero ni el novelista ni el físico alcanzaron jamás en la URSS la audiencia que tuvieron los Beatles. Solzhenitsin contó la verdad del gulag, pero, en general, la población rusa temía sus escritos samizdat . Por su parte, la trayectoria intelectual de Sájarov era inaccesible para la mayoría, y de no haber sido porque el destierro en Gorki (la actual Nizni Nóvgorod) lo convirtió en un mártir, sus construcciones analíticas nunca habrían rebasado los límites de su círculo intelectual.
Sin embargo, aquel grupo apolítico se coló en las casas soviéticas empaquetado en cintas y con la misma facilidad con que conquistaba el espacio escénico de los grandes estadios y las salas de conciertos del mundo. Logró algo que escapaba a las posibilidades de Solzhenitsin y de Sájarov: contribuir a formar una generación de gente libre en Rusia. Una generación no soviética.
En los años 70 y 80, la generación de los Beatles comenzó a ocupar los puestos que antes habían sido de los breznevitas. Muchos de ellos eran los mismos que en su día «aplaudieron calurosamente » las parodias del Komsomol, de modo que habían estado expuestos al influjo de los Beatles aun sin admitirlos. Sería interesante estudiar la función que desempeñaron los Beatles en la vida de los que han influido en el destino de Rusia durante los diez años últimos.
En 1993 me invitaron a Nueva York para que diera una conferencia ante la delegación rusa en la Naciones Unidas sobre mis investigaciones de la muerte de Rasputín. Tras la conferencia, hubo una pequeña fiesta con piscolabis ruso. Durante toda la velada oímos música de George Harrison, prueba de que la generación de los Beatles había reemplazado a la de Bréznev. Se me pasó por la cabeza que probablemente Harrison tenía más que decir a nuestros políticos que a los estadounidenses. El caso es que al día siguiente entré en una enorme tienda de discos de Broadway y al preguntar al dependiente dónde podía encontrar los discos de George Harrison, él me respondió: «¿Qué tipo de música hace?».
Los escépticos se preguntarán si la generación de los Beatles es también responsable del actual desorden que vemos en Rusia. Naturalmente. La libertad interior no es cosa sencilla. Se trata de un terreno abonado para que crezcan todos los males, y todo lo que hoy nos rodea procede de ella. Es una consecuencia inevitable de la emancipación de la esclavitud del totalitarismo. Resulta imposible resignarse a este hecho, pero al menos podemos entender los porqués. ¿Dónde se encuentra la paz del corazón? Como dijo Apollinaire: «La felicidad llega siempre después de la tristeza». Y los «poetas malditos» siempre tienen razón.