En 1956, Edgar Morin estableció, en las primeras líneas de su libro El cine o el hombre imaginario un paralelismo entre el cine y el avión, «dos nuevas máquinas legadas por el agonizante siglo XIX ». La analogía no se detiene allí, se trata de dos medios de comunicación. Dos máquinas —utilizando la designación de Morin— concebidas para acortar el tiempo y para fragmentarlo. Ambas hacían más flexible y próximo el espacio. Acercaban la diversidad de la vida y, en su caso, representaban la diferencia. Cuarenta y cinco años después, Lev Manovich, desde el Massachusetts Institute of Technology, demostró que la era digital es, de alguna manera, la lógica continuidad del esfuerzo productor, reproductor y almacenador de imágenes del cine. En 2001, Manovich trazó la línea directa que nos lleva desde el kinetoscopio hasta el más moderno y sofisticado equipo de edición digital, pasando por el más humilde de los PC . ¿Una hoja de ruta de la cultura contemporánea?.
Hace poco, el periodista Andrés Oppenheimer, escribió desde Miami un artículo titulado «Las falacias de un bloque izquierdista», con el deseo de tranquilizar los revueltos ánimos de la clase política y la sociedad norteamericanas, convulsionadas por una guerra de imposible resolución, el alza imparable del precio del petróleo o la rebelión de una naturaleza díscola. Para hacerlo, bajó al extremo sur del continente y, desde allí, pudo comprobar que lo que los norteamericanos ven como un «tsunami izquierdista» que sube por el espinazo de América, no es más que una desordenada marea de «olas, que frecuentemente chocan entre sí».
¿Cuáles son los argumentos tranquilizadores del periodista de El Nuevo Herald ? Los conflictos bilaterales entre Uruguay y Argentina por la instalación de dos papeleras que podrían contaminar las aguas comunes del río Uruguay, el seguro aumento del precio del gas que Bolivia exporta a Argentina, el centenario litigio fronterizo que enfrenta a Bolivia y Chile, el malestar de los socios pequeños de MERCOSUR con los dos grandes, Brasil y Argentina, incapaces, entre otras cosas, de formular una respuesta conjunta al tema de la deuda con el FMI …y así sucesivamente. Lo tranquilizador parece ser la evidencia de que los diferendos bilaterales están por encima de las ideologías o, dicho de otra manera, que la América Latina continúa siendo incapaz de construir un punto de vista común que le permita no sólo mirar unificadamente hacia fuera, sino, sobre todo, resolver sus controversias internas. La colectiva, y espontánea, oposición a la mayor jugada de la política exterior norteamericana, o las reservas y la consecuente división puesta en evidencia en la Cumbre de Mar del Plata entre los partidarios y opositores al ALCA , no debe desvelar a quienes diseñan la política exterior norteamericana. Para actuar conjuntamente, los americanos del sur siguen sin saber por dónde empezar. Son incapaces de transformar el discurso en acto, el sentimiento subjetivo de pertenencia a una región en acciones comunes. Como siempre, señala Oppenheimer, las rivalidades y los conflictos bilaterales, los malentendidos y las dificultades para resolver controversias regionales, trasforman las mareas en desordenadas olas sin destino.
Otro analista, James Neilson, nacido en Surrey, Inglaterra y radicado en las templadas costas del Atlántico sur, que permanece alerta ante las olas y las marejadas de la región y califica los intentos regionales de integración de «club de fracasados», escribió hace unas semanas, en un semanario porteño, una reflexión sobre los alzamientos y los fuegos franceses de noviembre. Hacia el final de su nota señalaba que la Argentina era capaz de tolerar fracturas sociales que en otras latitudes serían insoportables y ejemplificaba las dimensiones de la fractura: «La diferencia económica entre Santiago del Estero —provincia del noroeste argentino — y la Capital Federal es mayor que la que se da entre España y Marruecos». ¿A qué atribuía, entonces, ese generoso margen de tolerancia del país? ¡A la cultura!: «En términos culturales, Argentina es más coherente que la mayoría de los países».
¿Es razonable proyectar ese poder balsámico de la cultura al conjunto del subcontinente iberoamericano? ¿Es posible pensar que la cultura juegue un papel central para articular las sociedades de la región?.
En la reciente Cumbre iberoamericana de Salamanca pudimos escuchar a intelectuales, políticos y ministros de asuntos exteriores, entre ellos al ministro español Moratinos, empezar siempre por la cultura al ser interrogados, en los medios de comunicación, sobre el carácter, el sentido, el origen o el contenido de ese difuso conjunto de intereses que otorgan cierta afinidad a los 23 países participantes.
Un técnico instruido en la disciplina de la cooperación responderá que desde un punto de vista jerárquico, la cultura se encuentra en séptimo u octavo lugar entre las prioridades de la cooperación. Con esa respuesta, el técnico, coloca la cultura en esa distancia que no es ni corta ni larga sino, con frecuencia, todo lo contrario. Es decir, un territorio indefinido donde todo puede ocurrir aunque lo más probable es que no ocurra nada. Es cierto que cuando se habla de la cultura —como de la creatividad— no se sabe a ciencia cierta de qué se habla. Y, sobre todo, de cuál es el objeto de estudio y de análisis. Durante años, en el análisis de la creación artística recurrimos al psicoanálisis o la sociología y con esos instrumentos muchos creíamos que explicábamos el objeto de nuestra preocupación: la obra de creación que nos deslumbraba, cuando en realidad la estábamos eludiendo y sólo — ¿sólo?— nos acercábamos a la ideología o a algunos mecanismos de la psique del creador.
Por eso, muchas veces en un cierto afán por precisar ese territorio tan vasto, diverso y fluido que penetra transversalmente todos los grandes objetivos de la cooperación —y lógicamente los ocho objetivos del milenio lanzados por la ONU —, se habla de la cultura en términos, valores y estructuras prestados de otras disciplinas. Al socaire de la lógica económica, que nos dejó como herencia dos décadas de descarnado neoliberalismo, persiste cierta visión que entiende, analiza y valora la cultura como «recurso» contable, lo que probablemente no estaría mal, si no dejáramos que la cultura se redujera sólo a instrumento de contables de libros.
Incorporar instrumentos para avanzar en el conocimiento y la comprensión de la cultura es sin duda una conquista pero, cuando se convierte en una justificación o, peor aún, en un intento de explicar el todo por la parte, es expresión de que esa conquista empieza a ser, perdido ya el sentido renovador inicial de toda conquista, más una limitación que un avance. Como señala Texeira Coelho, director del Observatorio Cultural de la Universidad de Sao Paulo, los indicadores de la cultura que sólo traduzcan gastos y ganancias e incluso cifras de empleo no permiten comprender el conjunto de los procesos culturales. En otras palabras, las estadísticas y el marketing— siendo necesarios y, además, una frontera ganada para el ámbito de la cultura— no bastan para comprender las franjas intangibles o no visibles de la cultura. Pretender explicarla y justificarla presupuestariamente haciendo uso sólo de estos argumentos es, finalmente, una concepción reduccionista que encubre nuestra incapacidad para abordar el análisis de la cultura con instrumentos más aptos, y sigue eludiendo el hecho mayor que, de alguna manera, advertía el cuidadoso observador de las mareas sociales, James Neilson.
A finales de septiembre de 2005 algunos presidentes suramericanos se reunieron en Brasilia para preparar el acta de nacimiento de lo que será la Unión Suramericana —un empeño nacido hace poco más de un año en Cuzco, Perú. En noviembre, en Mar del Plata, Argentina, 34 jefes de Estado de toda América se encontraron en la IV Cumbre de las Américas. EL ALCA , el petróleo, las uniones aduaneras, los intercambios comerciales parecen presidir y movilizar estas convocatorias regionales que conviven —con mayor o menor fortuna— con la OEA , el Pacto Andino o MERCOSUR , empeños de carácter regional y subregional más antiguos, más políticos o más estrictamente económicos. ¿Por dónde empezar? El presidente Lula ha señalado —probablemente teniendo presente el acto fundador que significó, a mediados del pasado siglo, la Europa del carbón y del acero— que no habrá integración regional sin infraestructuras tangibles que interconecten a los países. Y, seguramente, tiene razón. Los diez mil kilómetros de oleoducto que recorrerán la América del Sur y conectarán como una arteria tres y hasta seis países, contienen algo de ese carácter físico que reclama.
Sin embargo, ¿no es razonable pensar que en ese escenario de cumbres, transacciones, intercambios, aduanas y oleoductos, el proyecto de comunidad iberoamericana de naciones tejido —y destejido— a lo largo de quince cumbres debería tener otro perfil? Porque a los 23 países que se reunieron en Salamanca los une algo diverso de la proximidad física —en algunos casos, los separa un océano. ¿Son el acero, los puentes, los conductos o el cemento la materia prima para construir esa comunidad iberoamericana que habita, sobre todo, en el mapa de la lengua y en la cartografía de la cultura? La analogía de Morin sobre el avión y el cine a la que hacíamos referencia al empezar, encierra la metáfora del acero y la cultura. Ambos están presentes en el escenario iberoamericano. ¿Por dónde empezamos?.
Veinticuatro horas antes de recibir los atributos constitucionales de Presidente de Bolivia, en Tiahuanaco, corazón de las culturas pan andinas, a veintiún kilómetros del mar interior más alto de la tierra, Evo Morales fue investido de la jefatura del mundo andino. Al subir los seis peldaños que dan acceso al pórtico tallado del templo de Kalasasaya, Morales seguramente pensó en su cultura, que penetra nueve países de la América del Sur, entre ellos ese casi millón de bolivianos, mayoritariamente andinos, que viven en su vecina Argentina, desde los altos de Calilegua y los cañaverales del trópico hasta el estrecho de Magallanes, o se arraciman en el depauperado cinturón del Gran Buenos Aires. Sin conductos, infraestructuras, ladrillo, metal o cemento han trazado un mapa cultural que se sobreimprime a otros mapas, trasladando sus comidas del altiplano al corazón de una ciudad pampeana y atlántica, o instalando palabras como garúa —recogidas de la voz quechua huarhua —en el corazón del tango rioplatense.
Podríamos arriesgar que la cultura aunque más lenta, es más dinámica, más fluida, más persistente, más ubicua. Más resistente aunque más cautelosa. Más decidida y más independiente en su deriva, en su deslocalización y en su implante. Se adelanta a las transformaciones, políticas, sociales y económicas. Las precede. Contribuye a instalarlas. Las anuncia y las excede.
Es posible leer en las entrelíneas del acceso de Michelle Bachelet a la presidencia en Chile, o de Evo Morales en Bolivia, la escritura transparente de la cultura, letra con la que se inscriben los procesos de cambio. Como era posible, durante la transición en España, respirar el fermento de la cultura que transformaba y se transformaba con la sociedad, anticipando los cambios políticos y precediendo, siempre, a las trasformaciones institucionales. En marzo de 2002 un intelectual porteño señalaba, en relación con la crisis terminal de Argentina a finales del año anterior: «La cultura nos salvó del desastre total». Antes que los cambios, renovaciones o durante los procesos de crisis, la cultura parece jugar un papel transformador que las estadísticas, el márketing y los libros de contabilidad son incapaces de medir.
Entre los tímidos antecedentes de este empeño cultural común —en el que convergieron el impulso creativo, la demanda social, la emergencia cultural e industrial de lo audiovisual y la conciencia de la cooperación como instrumento apto para avanzar—, podemos registrar por lo menos uno, exitoso, nacido el 17 de octubre de 1995. Aquel día los Jefes de Estado y de Gobierno iberoamericanos, reunidos en la ladera oriental de la cordillera de los Andes, rodeados de bosques de pinos y alerces, en la patagónica ciudad argentina de San Carlos de Bariloche, pusieron su firma al pie de un extenso documento en el que se abordaban dos cuestiones centrales: la educación (tema monográfico de la Cumbre) y la cooperación. El ámbito y el instrumento. Por primera vez desde la Cumbre de 1991 en Guadalajara, México, ciudad en la que comenzó la cita anual, se intentaba sistematizar los mecanismos de cooperación y establecer normas de procedimiento para canalizar los impulsos que surgían en distintos campos y así articular esfuerzos comunes, crear sinergias, poner en marcha programas y, sobre todo, asumir la voluntad de operar conjuntamente como un instrumento eficaz para convertir palabras y documentos en acciones.
Esta voluntad de despojar las relaciones iberoamericanas de la retórica declarativa cuajó en un puñado de programas, entre ellos, IBERMEDIA , que nació precisamente en ese año y en aquél lugar. En el documento final de Bariloche, bajo el epígrafe de «Nuevos Programas Aprobados», puede leerse textualmente: « IBERMEDIA . Programa de desarrollo en apoyo de la construcción del espacio audiovisual iberoamericano articulando las siguientes acciones: formación continuada de profesionales, desarrollo de coproducciones, apoyo a la distribución y exhibición de cine iberoamericano y apoyo a acciones de investigación aplicada. La cooperación española a través del Instituto de Cooperación Iberoamericana de la AECI constituirá y financiará por un plazo de dos años la Unidad Técnica encargada de articular y desarrollar este programa».
Diseñado e impulsado desde el sector público, en el último tramo del gobierno de Felipe González, IBERMEDIA nació como una iniciativa de la Cooperación Española, un paso ambicioso al que debían seguir otros, con el objetivo de construir un espacio audiovisual común. Una apuesta razonada por hacer del audiovisual un horizonte en el que se pudieran sumar empeños comunes, potenciar los múltiples esfuerzos creativos y hacer visible la diversidad. En aquel momento había en marcha una red de formación audiovisual iberoamericana que pretendía trazar un mapa de la excelencia en el sector para favorecer el cruce de estudiantes en todas las direcciones buscando el «saber hacer», el conocimiento y la experiencia. Y después estaba la televisión. Los años siguientes fueron testigos de la puesta en marcha, el crecimiento y la consolidación de IBERMEDIA . Y también de la negativa, la ausencia de voluntad, la incapacidad, la confusión interesada o el desconocimiento conceptual de la cooperación —o todo a la vez— de avanzar en ese territorio. En realidad IBERMEDIA , lejos de ser valorado como instrumento de cooperación, en los ocho años siguientes jugó, de puertas adentro de la sociedad española, como una pieza más en la frágil política cultural de la derecha, en el deseo —seguramente vano— de ganar complicidades en el cine español.
Diez años después de su aprobación y ocho de su puesta en marcha, I IBERMEDIA ha contribuido, sin duda, a dinamizar los vínculos cinematográficos —culturales e industriales— en la región. Ciento sesenta y seis coproducciones, ciento sesenta y tres ayudas para la distribución y exhibición de otras tantas películas, ciento sesenta y ocho ayudas al desarrollo de proyectos.
Cifras que es posible traducir en otras, que tienen la virtud de vibrar con más coloridas sonoridades en oídos educados en el rigor de magnitudes contables: entre cuatrocientas y cuatrocientas cincuenta mil jornadas laborales generadas en el sector audiovisual latinoamericano.
Algunas películas de notable impacto cultural, alternativas a jóvenes realizadores, apoyos a creadores consolidados, la confirmación de alguna cinematografía naciente y miles de imágenes nacidas para engrosar el acervo cultural de la región.
Como todo verdadero programa de cooperación, además de por sus cifras y resultados específicos, su impacto puede medirse por los aportes en la organización de la producción cultural: contribuyó a movilizar a las cinematografías de la región, relanzó algún organismo de autoridades iberoamericanas del sector, en trance de agonía prolongada y prohijó el nacimiento de otros, como la Federación Iberoamericana de Productores de Cine y el Audiovisual. Y seguramente proyectó y proyecta, aún, su influencia e impulso en el desarrollo legislativo del sector cinematográfico y audiovisual de la región. Actuó como un verdadero catalizador de la sociedad civil, apoyó el desarrollo creativo —impulsando también, en alguna proporción, la demanda de formación especializada— y el crecimiento del sector audiovisual.
Queda mucho por hacer en el ámbito de lo audiovisual. Tal vez lo más notable de este proceso, y de todos los procesos culturales, es que lo cuantitativo prepara las condiciones para los cambios cualitativos. Sin estos últimos, los primeros parecen inútiles. Son un esfuerzo baldío. El crecimiento de la producción debe llevar a la búsqueda de más ventanas y a la construcción de audiencias. Porque el objetivo del esfuerzo de creación —y de la inversión de la cooperación— debe ser el desarrollo humano: ganar espacios para la diversidad, el poder y la libertad de elección, el fortalecimiento de la autoestima. Lo que nos devuelve, nuevamente, al proceso creativo. Si el desarrollo de la creación obliga a dar el salto cualitativo de la búsqueda y consolidación de audiencias, la coproducción, como figura técnico-empresarial universal, debería evolucionar hacia un estado superior, el de la cooperación. Si el buscado encuentro con las audiencias tiene que ver con una multitud de iniciativas, entre ellas destaca la necesaria disponibilidad de un vehículo emisor dotado de una entidad común, identificable, de nuestra producción cultural. En la cooperación, sobre la que se podría escribir largamente, se trata —más allá de cerrar contratos y acordar porcentajes— de integrar y compartir miradas sobre el conjunto de la creación.
Si nos adherimos a las tesis de Lev Manovich y pensamos en el cine «como la forma cultural más importante del siglo XX », y añadimos que su trayectoria no es una trayectoria lineal sino una sucesión de lenguajes diferenciados y a eso sumamos su capacidad de impregnar conceptualmente los nuevos medios —viejos medios analógicos ahora digitalizados— y lo que podríamos llamar las formas «tele culturales», encontramos otra vez el cine y la «experiencia audiovisual» como una metáfora del nuevo orden, o «desorden», según Martín Barbero, de nuestra cultura.
El énfasis en el incremento de la producción audiovisual que caracterizó la mirada en el ámbito iberoamericano durante casi tres décadas no debe desfallecer, pero ahora sabemos que el salto cualitativo no reside, hoy, en la proporción del incremento —los argumentos son apabullantes— sino en el reclamo de visibilidad. En las ventanas. En la capacidad de disponer, entre otros instrumentos, de ese soporte, vehículo, difusor, distribuidor de «formas tele culturales» que al mismo tiempo que emite construye audiencias, unifica e integra. El sólo hecho de pensar en este orden: cultura, canal, televisión para el mundo iberoamericano, permite disponer de un instrumento que, por sí mismo, construye lenguajes, integra y crea ámbitos de concurrencia. Mucha producción en diversos canales, suma. La producción cultural de un canal de televisión multiplica.
La capacidad de generar la controversia y hasta el disenso, en el marco de ese «aire de familia» que permite el entendimiento y otorga la cultura, es uno de los valores reconocibles de la diversidad iberoamericana. El desafío es construir nuevos instrumentos con el lenguaje de la diversidad. Un ejemplo de reciente construcción que objetiva ese «aire de familia», es el primer Diccionario panhispánico de dudas , un cuerpo de expresiones que estaban diseminadas, recuperadas ahora por todas las Academias de la Lengua para nuestro reconocimiento y uso.
Las Cumbres iberoamericanas han abierto, en Salamanca, una nueva etapa. En un reciente reportaje, Enrique Iglesias, ante la inquietud del entrevistador, que deseaba escuchar las ideas nuevas que el flamante Secretario General Iberoamericano se reservaba para ¿revitalizar? ¿renovar? el ¿decaído? impulso iberoamericano, contestaba, desplegando una gran dosis de sentido común (cito la idea): no vamos a inventar nada, todo que hay es lo que ya está, no tenemos más que creer en ello y ponernos de acuerdo para que funcione correctamente.
Creer y ponernos de acuerdo. ¿Y si empezamos por la cultura?