AYER
Quizá lo más peculiar de Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946) sean los límites infranqueables de Bedford Falls, la ciudad natal de su protagonista. La sed de George Bailey (James Stewart) de espacios abiertos y grandes metas y su enorme e impetuoso deseo de llegar (en todos los sentidos) lo más lejos posible no encontrarán otra cosa que obstáculos. Bien podría decirse que la película no es más que la sucesión de tales impedimentos: cada vez que asoma para George la oportunidad de escapar de Bedford Falls, la ciudad termina cerrándose sobre él; mientras, en el mundo exterior, se halla todo lo que anhela: grandes aventuras, paisajes majestuosos, fortuna, placer. Y es que su voluntad no bastará para romper las trampas del destino. Ni las del hombre, especialmente las malvadas artimañas del viejo Potter (Lionel Barrymore), el avaricioso propietario de casi toda la ciudad, y cuyas oscuras maniobras son la causa principal de que James Stewart deba permanecer en esa cárcel que se ha vuelto a sus ojos su ciudad natal. No es extraño que, en una jugada final, la única posibilidad que se le ofrece de salir de Bedford Falls sea yendo a la cárcel por un delito que no ha cometido pero del que Potter le acusa. O suicidándose.
No sólo es especial la estructura de Qué bello es vivir . Hay algo en ella que conectó con el inconsciente colectivo de su tiempo y que iba más allá de una excusa argumental propia de la época, esa que recogía motivos religiosos para explicar la grandeza de una existencia aparentemente gris. Y es que la tensión entre las aspiraciones del protagonista y la realidad que debía aceptar, entre un deseo que arrancaría a dentelladas cada trozo de vida y la necesidad impuesta de permanecer allí donde todo sueño se oscurecía, no era una mala metáfora de la vida fordista. Complementada con un paso más: la película otorgaba un punto de fuga al apostar por un sentimiento comunitario sólido, mostrando cómo podían construirse lazos con los semejantes cuya consistencia resistía los ataques de la ambición y el dinero.
Era una obra plenamente enraizada en su tiempo. Si algo cambió el rostro de EE UU (y de Occidente) en el siglo XX fue el New Deal . Bajo el mandato del segundo Roosevelt cambiaron las bases en que los estadounidenses percibían su entorno y las formas en que se reconocían a sí mismos. Y en esa reacción contra el liberalismo precedente, que había conducido al crack del 29 y, sobre todo, a la falta de reacción posterior, las imágenes que estaban en juego eran muy parecidas a las que operaban en la obra de Capra. El combate contra un individualismo egoísta, encarnado en avaros sujetos cuya búsqueda obsesiva del beneficio destruía la posibilidad de una vida comunitaria manejable, cercana y digna, era la lucha que compartían la película y su época. Es por eso que no era mala vida la del personaje interpretado por James Stewart; quizá no pudiera surcar los mares ni posar sus ojos sobre extensas praderas, ni gozar de esos bienes materiales que otros menos dotados que él tuvieron en sus manos, pero a cambio le fue dado vivir uno de los combates más hermosos que puedan imaginarse: aquel que se desarrolló contra todo lo que simbolizaba el viejo Potter.
El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) también se estructura alrededor de un encierro, aunque de un modo netamente distinto. Lejos de la narración clásica, la película se desarrolla en una atmósfera ciertamente opresiva, subrayada por la suma de elementos oníricos e hiperreales y por la ausencia de una explicación final que iluminase acontecimientos inexplicables. Buñuel nos cuenta en su obra lo que ocurre entre distintos miembros de la burguesía cuando, sin motivo aparente, les resulta imposible salir de la habitación en la que se hallan, lo que supone una segunda diferencia respecto del filme de Capra: la mirada del aragonés se fija en, por así decir, los descendientes de Potter y no en quienes les combaten; no es extraño que quisiera haberla rodado en Inglaterra, donde verdaderamente, afirmaba, existía una clase aristocrática.
Otra variación residía en una diferente concepción del espacio cerrado; la obra de Capra podía señalar la permanencia en la pequeña ciudad como una forma de represión, de renuncia a realizar los propios sueños, pero lo negaba a continuación. En la película de Buñuel, no hay posibilidad de una relación mínimamente humana: es la perversión de la comunidad lo que aparece en su retrato de la burguesía. Lo que queda reflejado en la forma de poner fin a una situación tan traumática: sólo en el instante en que sean capaces de actuar en común, sólo cuando sean capaces de ponerse en relación, la puerta invisible se abrirá. «Los hombres cada vez se entienden menos entre sí. Pero ¿por qué no salen de esta situación? ¿Por qué no se entienden? En la película es lo mismo: ¿Por qué no llegan juntos a una solución para salir del encierro?» [ 1 ]
El ángel exterminador también era una creación ligada a su época. Así como la película de Capra era un cuento de navidad, es decir, una sublimación de tendencias existentes que buscaba más producir efectos de imitación que reflejar una realidad, la de Buñuel nos ofrece una mirada crítica hacia esa misma sociedad, una lectura entretejida con páginas de Freud, Marx y Cristo y cuya intención era fundamentalmente descriptiva. Sus hallazgos formales no eran más que otro modo, más apropiado para la época, de anotar la realidad [ 2 ] . Lo que Buñuel nos contaba, en definitiva, a través de sus náufragos de la calle Providencia era cómo ese espacio cerrado era culturalmente construido mediante formas de relación que privilegiaban las actitudes hostiles, de asalto y acusación, de apropiación y desprecio, sobre aquellas que permitían colaborar, apoyarse en los otros, cooperar en la construcción de metas comunes: los habitantes del mundo burgués perseguían sólo sus propios deseos y lo hacían de cualquier modo que estuviera en su mano. En gran medida, era una visión que prolongaba la oposición que aparecía en la obra de Capra entre un mundo de escasos recursos materiales pero de vínculos humanos sólidos y los grandes edificios de la burguesía, cuyos enormes recursos materiales estaban causados por el egoísmo y tenían por consecuencia la inexistencia de esos lazos comunitarios. Probablemente por ello, Buñuel les condenaba no a un espacio que se les volvía irrespirable, sino a la obligación de cooperar para encontrar la salida.
El tercer eslabón de la cadena, ya plenamente integrado en el paisaje posmoderno, es El show de Truman (Peter Weir, 1998). Jim Carrey encarna a Truman Burbank, un anodino y feliz vendedor de seguros que reside en una villa idílica color pastel, una suerte de representación kitsch de las promesas de la vida norteamericana; en una pequeña ciudad sin violencia, sin tensiones, cuya cotidianeidad es amable, donde los vecinos saben tu nombre y están deseosos de ayudarte si te encuentras en dificultades. George Bailey podría estar plenamente integrado en Seahaven si no fuera porque terminaría encontrando problemas sospechosamente parecidos a los de Bedford Falls: tampoco le estaría permitido traspasar sus límites. En realidad, la villa no es más que un inmenso decorado construido como hogar para Truman y como plató televisivo para el resto del mundo: en Seahaven se rueda un reality show sin que su protagonista tenga conocimiento de él. Lo que planteaba un primer problema a los productores del programa, ya que las ansias de Truman Burbank de explorar, emprender nuevas aventuras y realizar sus sueños en el exterior, deberán ser abortadas de un modo creíble. Nada más eficaz que la interiorización de las prohibiciones: durante una excursión pesquera, volcará el bote y su padre perecerá ahogado ante sus ojos; se le provocará así una fobia al agua que tenderá a asegurar su permanencia en la ciudad/plató, dado que la salida más sencilla y menos controlable es a través del mar artificial. Pero la vida de Truman será dirigida en muchos otros aspectos. Así, cuando surja espontáneamente el amor con una de las actrices del reality , Lauren/Sylvia (Natasha McElhone), los productores encontrarán una excusa argumental para hacerla partir de la villa/del show .
La película puede leerse de varias maneras. La más habitual ha quedado referida críticamente a los medios de comunicación, cuya influencia en nuestras vidas parece demasiado poderosa. Weir trata de ar reme ter contra ese exceso señalando las similitudes entre Truman y los espectadores. No en vano, el productor de la serie, Christoff (Ed Harris) justificaba todas las acciones que tendían a restringir la libertad de Truman desde un cierto deseo paternal. Christoff veía a Truman como un hijo, y por ello debía orientar su vida: buscarle esposa, elegir sus amistades, sugerirle sus convicciones. Para Weir, quienes controlan los medios afirman una voluntad similar cuando tratan de dirigir nuestras acciones hacia determinadas creencias (o hacia determinados productos) a través de mundos virtuales; a sus ojos no nos separaríamos demasiado de Truman, ese niño grande que aún debe ser protegido. En su mente, como Christoff asegura, estamos en realidad contentos con la situación. Si Truman no se marcha, no es a causa de todos los impedimentos que se le han fabricado: es porque no lo desea. Del mismo modo, si nosotros seguimos haciendo caso a los medios es porque estamos de hecho conformes con esa realidad fabricada.
Para subrayar los cambios sociales que inspiraron la obra de Weir, sería necesario reparar en las diferencias que separan a El show de Truman de sus precedentes. La primera de ellas estaba ya anunciada en una película que podía haber formado parte de la serie, Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1992), en la que también quedaba vinculada la presencia de los medios de comunicación con la imposibilidad de escapar de una situación. En ella, Phil Connors (Bill Murray) un televisivo hombre del tiempo, debe acudir a una pequeña localidad para dar noticia de una peculiar celebración, el día de la marmota. Allí, sin motivo conocido, permanecerá preso del retorno en apariencia eterno del mismo día; cada mañana se despertará con la misma canción sonando en la radio, transcurriendo ante sus ojos los mismos acontecimientos. Las únicas variaciones serán, pues, las que él sea capaz de introducir en ese monótono e incomprensible discurrir. En realidad, lo que nos cuenta Ramis es la transformación fabulada de una personalidad egoísta, vanidosa e insensible en un hombre de sentimientos cercanos, de trato afable y al que le importan los demás. Atrapado en el tiempo , pues, prefiere centrar el asunto en lo relacional y esa es la causa de que su guionista elija como personaje central una pequeña celebridad construida por los medios de comunicación; el deseo de sobresalir, el desprecio por los otros y la creencia íntima de ser superior, son cualidades que muy a menudo hemos visto representadas en personas mediáticas. Es cierto que esos atributos muy bien pudieran pertenecer a algunos de los distintos Potter que reflejaron Capra o Buñuel, pero aquí quedan situados en otro plano, desprovistos de toda vinculación material. Mientras los cineastas del Estado de bienestar nos hablaban de que esa pasión por ser más que los otros queda íntimamente ligada a la acumulación de riquezas, la posmodernidad prefiere no referirse a los recursos materiales para señalar con el dedo aspectos mucho más vinculados con el self . Así como la película de Ramis nos hablaba del narcisismo, la de Weir, a pesar de estar directamente vinculada con aspectos materiales, prefiere abordar una suerte de relación paterno filial, por más que conceda a esa relación el estatus de metáfora social.
La segunda diferencia de la obra de Weir con la serie en la que se inscribe tiene que ver asimismo con esa perspectiva desmaterializada, dirigiéndola esta vez hacia la tensión entre un mundo comunicativo virtualmente fabricado y una cotidianeidad cuya esencia tiende a escapársenos. Los distintos combates entre la avaricia y la prepotencia y los sentimientos generosos y comprensivos (sostenidos colectivamente) toman ahora otro cuerpo, íntimamente ligado con una nueva mirada sobre nuestro mundo. Las creencias dominantes presuponen una estabilidad material y un suficiente desarrollo económico, por lo que los intereses centrales de la ciudadanía occidental no se articularían alrededor de la redistribución de los recursos sino a través de una pluralidad de inclinaciones privadas, cuyo común denominador sería la búsqueda de lo real, y cuya extensión más habitual consistiría en el regreso a las pequeñas cosas, a la importancia de lo cotidiano, a los pequeños placeres.
Quizá por ello El show de Truman resulte perturbador. Si nos situamos en la piel del protagonista, lo más angustioso no es, desde luego, que el mundo exterior (las tensiones entre países, los resultados deportivos, las tensiones entre políticos, etcétera) se nos revele falso, sino que lo sea todo aquello que daba consistencia a nuestro yo, como el amor de los seres queridos o las relaciones que habíamos tejido durante años. Y algo de eso entra por algún resquicio de nuestra cotidianeidad. Sabemos, y toleramos convenientemente, que los medios de comunicación estiren o rehagan las noticias; aceptamos, y no nos preocupa excesivamente, que buena parte de lo que nos es contado adopte la forma que sea más interesante, política o comercialmente, para los medios de comunicación que lo divulgan. El problema no es que todo eso nos parezca artificial, sino que la simulación y la adulteración nos la encontramos en nuestra vida cotidiana, en esos sentimientos que tienden a darnos consistencia; lo que vemos como virtual son precisamente esas relaciones cercanas.
Queremos estar seguros de que el amor que los demás dicen profesarnos es cierto, de que las promesas laborales se cumplirán, de que los productos que adquirimos conservarán las cualidades que nos atrajeron. Pero lo que conseguimos, y de lo que Seahaven es un perfecto retrato, es la reproducción comercializada y kitsch en la esfera pública de esa clase de sentimientos.
Parecería que las aspiraciones de nuestro tiempo ya no discurrieran por los caminos de la aventura o de la utopía, en un sentido, ni por los de la mejora continuada de las condiciones de vida, promesas de la era fordista. Nuestras pequeñas y desterritorializadas comunidades posmodernas ya no se nos aparecen como aquellos lugares de los que era necesario escapar para conseguir una vida más plena, ni el exterior es el lugar donde podremos realizar nuestros sueños; tampoco miramos a quienes gozan de mayores recursos materiales como los responsables de una vida reprimida. Más al contrario, nuestras aspiraciones parecen centrarse en conservar esos espacios internos. Parecería que el problema de nuestra posmodernidad es, pues, poder cerrar nuestras manos sobre algo cierto. De ello puede hablarnos la nueva versión de KingKong (Peter Jackson, 2005).
HOY
Cada época deja una marca sensible en sus productos culturales. Nada como las nuevas versiones del mismo tema para entrever cuáles han sido los cambios que han operando socialmente, qué nuevas (o viejas) concepciones han tomado el espacio público, en qué se resumen las miradas de cada época. Así sucedía con el leitmotiv del encierro; también ocurre con un King Kong plenamente adecuado a su tiempo.
A pesar de la fuerte inversión en efectos especiales, Jackson apuesta, (en el inicio y el final del film) por eliminar todo truco de artificio que estorbe a la narración, por relegar la espectacularidad en beneficio de una historia fluida. En ella nos presenta a una mujer joven, optimista y vital, cuyo oficio (actriz) es particularmente poco rentable en la época de la Gran Depresión. Es, además, una mujer de valía que nunca ha tenido suerte en la vida: sus iniciativas no encontraron la recompensa que merecían. Ann Darrow (Naomi Watts) se gana la vida actuando en un espectáculo de vodevil para un público escaso e irrespetuoso mientras alberga la secreta esperanza de ser contratada en una de esas obras teatrales que financia el gobierno y cuyas pretensiones son mucho más elevadas. Cuando finalmente el espectáculo quiebra, decide intentar por todos los medios conseguir su sueño: un papel en la nueva obra del dramaturgo Jack Driscoll (Adrien Brody) quien, al contrario de lo que ella suele hacer para ganarse la vida, busca sacudir con su arte el corazón y el alma humanos. El obstáculo reside en el agente encargado de seleccionar el reparto de la obra: ignora su currículum, se niega a recibirla, no le concede la menor oportunidad. Ann decidirá abordarle en plena calle; sólo para conseguir que le entregue una recomendación para un club de strip tease .
La actriz, acuciada por la pobreza, se acerca al club, se detiene ante su puerta y duda angustiosamente sobre qué decisión tomar. Ese instante, crucial en su vida, es observado, a través del reflejo en la puerta de la sala, por Carl Denham (Jack Black), un cineasta que está buscando desesperadamente una actriz para una empresa arriesgada. Cuando arroje lejos de sí el papel donde anotó el nombre del contacto y se marche decidida, Denham la seguirá y esa será la condición que haga posible la aventura. La escena prefigura gran parte de la obra: Denham sólo puede ver en la joven actriz un reflejo, una imagen, nunca a la mujer ni a su materialidad. Denham ignora todo sobre los sentimientos de los demás: puede reconocerlos a la legua, es un experto en utilizarlos para sus fines y sabe ponerlos en la pantalla, pero sus portadores no le importan en absoluto.
Esa es la mirada que también observará Denham respecto de la naturaleza indómita que encontrará inesperadamente en la isla de la Calavera. El deseo de captar algo vivo, de ofrecer al mundo un espectáculo real que sea capaz de asustar y conmover, de mostrar algo nunca visto, eludirá cualquier otra consideración (incluyendo las vidas de los miembros de su equipo) y será el motor fundamental que arrastre a la bestia hacia la civilización y hacia su final, mucho más que su amor por la bella. Parecería, pues, que el King Kong del nuevo siglo encubre una acentuada crítica, que toma cuerpo en la personalidad de Denham, acerca de un mundo, el nuestro, que busca con obstinación lo verdadero, lo salvaje, lo natural, y que, en ese mismo movimiento, destruye el objeto que pretendía al convertirlo en un simple reflejo de lo que alguna vez fue.
En la versión de 1933, dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, King Kong, el rey de la isla de la Calavera, simbolizaba lo indómito, lo desconocido, lo aún sin civilizar. No era más que una fuerza desatada que existía en parajes remotos. Y así debía permanecer: el encuentro entre la civilización y la bestia supondría el fin para una de ellas. Tengamos en cuenta que, en la época en que se rodó el primer King Kong , la naturaleza y el otro (particularmente, el otro que era objeto de dominación) poseían similares cualidades. En la era de la razón instrumental, la naturaleza era una fuente esencial de energía y alimentos pero también aparecía como una poderosa fuerza destructiva. La doble tarea de la civilización consistía en extraer los recursos vitales y reducir al mínimo los peligros. La ciencia y la técnica eran las armas que poseíamos para alcanzar una vida mejor; debíamos inc reme ntar nuestro conocimiento de esa naturaleza hostil, caprichosa, y mortal para mejor doblegarla.
El razonamiento era también válido para la realidad interna. Lo natural era sinónimo de lo instintivo, del área ingobernable que residía dentro de nosotros. En aquel tiempo, el orden social se percibía frágil si las vulneraciones individuales, los deseos excesivos, no eran convenientemente atemperados; si no sofocábamos esa naturaleza que bullía en nuestro pecho. Es ahí donde el simbolismo sexual, tan presente en el primer King Kong y tan absurdamente explícito en el de John Guillermin (1976), cobraba toda su virtualidad, ya que el sexo suponía un punto de fricción inevitable para una sociedad que abogaba por la contención, la razón y la funcionalidad. El sexo era irracional, puro deseo; representaba esa parte indómita del ser humano que siempre amagaba con rebelarse. King Kong , pues, era también una fabulación cultural que simbolizaba la lucha entre las fuerzas oscuras de nuestro inconsciente y aquellas de la razón. Por eso el monstruo destruía la ciudad antes de encontrar su fin; el deseo y la destrucción iban de la mano. Las fuerzas sin domesticar, interiores o exteriores, eran el gran peligro contra el que el progreso se enfrentaba, y al que sin duda ganaría.
La nueva versión parece alejarse notablemente de aquellos esquemas. Ni hay alusiones al acto sexual ni tampoco grandes espectáculos de destrucción urbana. Más al contrario, lo que Jackson nos muestra es la atracción infinita y desesperada que siente la bestia por la bella; una atracción apasionada, honesta, real. Cuando King Kong, en esa vulgarización obscena de la experiencia vivida en la isla que es el espectáculo construido por Denham en Nueva York, no encuentre a su verdadera amada, sino a un pobre reme do teñido, soltará sus ataduras para buscar a Ann. Su violencia no será destructiva sino instintiva, una forma de autodefensa.
La película podría leerse como una metáfora de la relación posmoderna con el otro, como si no fuera más que una extensión de la transformación que realizamos en los entornos naturales: moldeamos territorios, los adaptamos para el turismo, los higienizamos hasta que pierden su esencia. No sólo extraemos recursos de la naturaleza, sino que la convertimos en espectáculo, perdiéndose así lo salvaje, lo vivo, lo diferente, en un afán uniformador que, buscando tanto el beneficio como la seguridad, transforma aquello que toca en algo aséptico, banal, ridículo. King Kong , pues, se habría convertido en una crítica a la mercantilización de la experiencia y a sus efectos tanto en la naturaleza como en la realidad. En consecuencia, el monstruo ya no sería algo peligroso para la sociedad; tampoco nuestros impulsos interiores, como en la era fordista. Más bien, el peligro residiría en ese deseo autoritario de convertir en espectáculo toda fuente original [ 3 ] . Por eso, Jackson apuesta por Jack Driscoll, el contrapunto de Denham: es un autor creativo y serio (por así decir, de arte y ensayo) y un hombre concienciado que presta atención a los demás. Es, además, un ser humano que se enfrenta a los mayores peligros para salvar a su amada, demostrando la realidad de sus palabras. No estaríamos, pues, como en la primera versión, en una lucha entre las fuerzas oscuras del inconsciente, de lo aún por civilizar, y la cultura. Más bien, lo que se enfrenta son dos concepciones de civilización (Driscoll/ Denham) con la naturaleza como tablero de juego.
Sin embargo, la película quiere dirigirnos hacia una variación en la mente social, hacia una nueva configuración de nuestra cultura. Si en los tiempos del Estado del bienestar la civilización luchaba contra lo instintivo, lo natural, en nuestros tiempos esa tarea ha dejado de ser común para convertirse en un camino personal. Así, la resolución institucionalizada de los conflictos ha perdido pie, el contrato de trabajo prefiere las figuras propias de la autonomía de la voluntad en lugar de normas del derecho laboral, las trayectorias vitales se individualizan. Incluso el consumo, antes planificado para masas, se fragmenta en múltiples elecciones posibles. En otras palabras, que esa tarea no sea ya colectiva implica que cada individuo, al igual que ocurría con Truman Burbank, debe interiorizar lo que la sociedad espera de él para no quedar excluido, dominando su naturaleza y dirigiéndola hacia objetivos ya marcados. Así, el mundo (del éxito y del fracaso) se dividiría entre quienes se dejan llevar por sus impulsos y quienes los sujetan. Desde luego, King Kong no puede dominarlos. Para salvar su vida, hubiera debido aceptar la falsificación de su amor que el espectáculo le proponía, pero eso le resultaba naturalmente inaceptable. Por eso murió: la verdad mató a la bestia.
El King Kong de Peter Jackson contendría una visión que podríamos llamar posmodernamente progresista de la relación con el otro. La crítica hacia una autoridad que niega el diálogo, que impone sus criterios desde convicciones ciegas, que sólo ve en lo (el) otro materia prima susceptible de ser comercializada, que sólo toma en cuenta aquello que puede moldear para el espectáculo, está íntimamente ligada con propuestas progresistas de finales del viejo siglo y comienzos del nuevo. Pero también existe una cara opuesta, que podríamos llamar conservadora, y que encontramos en Audition (Takeshi Miike, 1999), un filme que indaga de modo expreso en ese temor del dominador a la rebelión de los dominados que construyó obras como el propio King Kong , 2001, una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968 - Tim Burton, 2001) o la trilogía Matrix (Larry y Andy Wachowski 1999, 2003) [ 4 ] en el presente caso, empleando la relación de pareja como elemento simbólico [ 5 ] .
Obra de un cineasta extraño, apreciado entre los yakuza y autor de algunas obras de gran violencia, Audition parece enraizarse en algunos de esos sentimientos que sólo podemos imaginarnos plenamente si su escenario es la gran ciudad. Nos habla de un viudo de mediana edad, Shigeharu Aoyama (Ryo Ishibashi), que desea volver a casarse. Como no encuentra la clase de mujer que desea, Yoshikawa (Jun Kunimura), un amigo productor cinematográfico, le propone organizar un casting : ya que su empresa está buscando nuevos rostros para una posible coproducción, podría aprovechar la oportunidad para conocer y seleccionar candidatas. La película, publicitada como cine de terror, se inicia atípicamente, ya que su director elige un tiempo moroso, propio del drama intimista, para recorrer solitarios paisajes urbanos, restaurantes semivacíos, deprimentes bares de hotel, como si sus personajes vivieran en espacios decorados por un Hopper nipón. Parecería que su director pretendiese subrayar cómo esa intensa sensación de insatisfacción y soledad no vive sólo en el interior de sus personajes, sino que se extiende al paisaje general de vidas tristes, apagadas, sin ilusión, sin color, que residen en esos grandes espacios urbanos.
No es extraño, pues, ya que sus protagonistas, como subrayan un par de escenas, creen vivir en un mundo saturado de deseo. La primera se desarrolla en un desangelado bar de hotel, donde los dos hombres conversan: hay actitud fatigada, colores sin brillo, humor negro. Su diálogo es perturbado por los gritos y risas de un grupo de mujeres que parecen estar celebrando algo. En el fastidio de los hombres podemos ver cómo, en su mirada, las mujeres de la posmodernidad simplemente han acentuado algunos rasgos molestos que les eran propios: la superficialidad, la banalidad y el interés por sí mismas. Se han hecho demasiado visibles, perdiendo su lugar; así, puede que se muestren más provocadoras pero, al renunciar a algunas de sus virtudes, carecen de capacidad de inflamar el deseo.
Lo cual se hace especialmente presente durante el casting que da nombre a la película. Es una escena detallada, cómica y perturbadora, donde los intentos de las aspirantes por aprovechar el escaso tiempo que les conceden para captar la atención de quienes realizan el proceso de selección, posee un cierto aire obsceno, como si se las hubiera filmado en su momento más íntimo. La exposición pública de las aspirantes, que en algún caso llega al strip-tease , provoca ternura y repudio al espectador. No así en Aoyama, que sólo verá pretenciosidad, insustancialidad y ambición [ 6 ] .
Nuestro viudo espera algo más natural, menos forzado, menos insistente. Si en la modernidad la seducción venía marcada por una carnalidad insinuante, en nuestro tiempo parece existir cierto hartazgo respecto de esas actitudes. Nuestro viudo está cansado de mujeres que toman la iniciativa; lo que está en su mente es una amante distinguida y sumisa, que conserve su estatus de objeto y lo represente digna y sobriamente, asumiendo con naturalidad su ser para otro, la separación de todo deseo que no sea agradar al otro. En otras palabras, una mujer que no llame a la bestia, que sustituya las trazas de la carnalidad por las de la belleza; las de la visibilidad por las de la reserva. Sólo así podrá recuperar el deseo.
En buena medida, Audition parece retomar antiguas imágenes de la mujer desde una nueva perspectiva: lo que antes era prescripción, normatividad sobre cuál debía ser el comportamiento del dominado, es ahora nostalgia de una relación más sencilla, más satisfactoria: más natural. Lo peculiar es que esa añoranza recoge la mirada de Jackson sobre King Kong: Takeshi contempla a la mujer como si ya no fuera más que artificio, imagen, insubstancialidad; como si alguien le hubiera robado su verdadero ser.
En el proceso de selección, Aoyama conocerá a una bella joven, Asami Yamazaki (Eihi Shiina), quien posee todas las cualidades necesarias para convertirse en su esposa. Volverá a verla pretextando una entrevista para la película y de ese encuentro surgirá una relación amorosa. Y también peligrosa, ya que esa sumisa aspirante a actriz también posee un lado oscuro, abriendo así el camino al género de terror que prometía la cinta desde sus inicios, y dejando espacio para que Miike refleje algunos de los miedos contemporáneos introduciendo algunas novedades.
El desplazamiento del lugar desde el que podemos esperar el peligro es la primera de ellas. En lo tocante a las representaciones de la mujer, la época fordista situaba las fuentes de peligro en la femme fatale , usualmente presente en las películas de género. Es decir, reparaba en una suerte de agujero negro que absorbía toda la energía del hombre, constituyendo el símbolo por excelencia de una vida de placer y depravación, de un camino obsesivo que le llevaría a los lugares más degradantes. En aquel tiempo, la primera obligación de la mujer era apagar la naturaleza dentro de ella, ya que al hombre se le presuponía un deseo continuo que la mujer (honesta) no debía incitar. Su cuerpo debía esconderse, sus actitudes no debían sugerir ninguna promesa carnal, su función era precisamente reconducir todo ese deseo hacia metas productivas, como la familia o el trabajo.
Asami es lo opuesto al prototipo que encarnaban Joan Bennett en La mujer del cuadro (Fritz Lang, 1944) y Perversidad (Fritz Lang, 1945) o Barbara Stanwyck en Perdición (Billy Wilder, 1944): amable, tímida, cariñosa, necesitada de protección [ 7 ] . La mujer fatal traía el placer y la violencia, la carnalidad y el engaño a un mundo que debía regirse por el trabajo rutinario y constante, por las vidas bien medidas en un entorno relativamente asegurado. Sin embargo, la mujer de Miike es precisamente aquella que podría llevarnos por los caminos reglados. Pertenece al pasado, no representa ninguna amenaza social, incita mucho más a la sumisión que a la rebelión. ¿Por qué, entonces, resulta peligrosa?
Desde luego, porque la amenaza ya no proviene del exterior. Como reflejaban Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) y recogen otras muchas creaciones de la posmodernidad, el peligro se esconde en aquello que asimilamos a la normalidad, a lo que estamos habituados y que nos parece, a primera vista, inofensivo. Pero, sobre todo, porque también ha variado la clase de amenaza: la mujer fatal forzaba a su presa hasta llevarle a la perdición, obligándole a que cometiera actos ilegales para satisfacer su sed de bienes. Su prisionero era instrumentalmente utilizado (como hacía la razón instrumental con la naturaleza) hasta que su ambición se saciaba, abandonándole cuando ya no era útil. Ahora, es lo desechado, lo ya utilizado, lo que hemos descartado, lo que regresa para vengarse. Así lo formula Asami, cuando asegura que emplear falsas promesas, como la posibilidad de un trabajo, para aprovecharse de las mujeres, merece un castigo [ 8 ] .
En la versión (conservadora) posmoderna, pues, parecen repetirse dos motivos que están enraizados en el inconsciente social; esa clase de amenaza que golpea inesperadamente, que proviene de la normalidad más gris (una mochila en el tren, un compañero de trabajo que se trastorna, alguien como nosotros que mata a su pareja), y cuyo fin es la venganza conforma buena parte de los miedos contemporáneos. Ya no se trata de que un King Kong destructivo pretenda quedarse con el objeto de deseo destrozando las trazas de civilización que encuentra. Más al contrario, esos seres dañados y rencorosos ahora nos buscan a nosotros; sólo quieren causarnos dolor, ejecutar sádicamente su represalia.
Sin embargo, la obra de Miike quiere sugerirnos algo más, vinculado a esa demanda de seguridad tan presente en nuestro tiempo. Porque puede que Asami pretenda, con su brutal retaliación, eliminar las falsedades de su vida, haciendo que cada cual cumpla con su palabra; pero su verdadero fin, como afirmaba el director de Audition es «conseguir que la persona que ama permanezca a su lado» [ 9 ] . Aunque lo logre amputándole las extremidades. Dicho de otro modo, si en la modernidad encontrábamos que ciertos deseos (el sexo, el placer, el exceso) tenían un precio demasiado alto, ahora lo tienen los relacionados con la seguridad. Si quien, en la época fordista, buscaba el disfrute acababa encontrándose con el abismo, en nuestro inconsciente colectivo pretender estabilidad, certidumbre, permanencia, tendrá, como castigo, el mismo destino. Quizá por ello, como subraya Match Point (Woody Allen, 2005) los delitos no se cometen para dar rienda suelta a la pasión sino para conservar (o aumentar) el nivel material.
EPÍLOGO
Volvamos al instante en que Ann Darrow está frente al club de strip-tease , a punto de tomar una decisión crucial. Imaginemos que en esta ocasión resuelve franquear la puerta: quizá esa misma mujer hubiera regresado un día a tomar venganza en la persona del agente que la despreció y envió al pozo sus sueños y su vida. No sería tan descabellado pensar en Audition como una probable continuación de la vida de la joven actriz de King Kong , convirtiéndose ella misma en el monstruo que aterroriza a la ciudad. Una perspectiva que satisfaría, sin duda, a la visión conservadora y que ha sido escenificada en numerosos boletines de noticias.
Si Ann Darrow hubiera entrado en el local, también se hubiera podido subrayar otra similitud con el monstruo. Al igual que él, llegó a la gran ciudad para servir de alimento a las luces ociosas de la civilización para terminar sucumbiendo a causa de su propio deseo. Y lo que le llevó a la perdición no fue la ambición desmedida, ni el anhelo de luces de neón o de cualquier clase lujo; tampoco alguna perversa adicción. Más bien, como la fiera de la isla remota, fue el deseo de tocar con su oficio algo real, de interpretar obras verdaderas y honestas, el que la llevó a la ruina.
O quizá simplemente deberíamos detenernos y no imaginar ninguna continuación, observando simplemente a Ann Darrow, y a las mujeres del casting , y a tantos otros trabajadores inmateriales que se encuentran en situaciones similares. Porque su deseo de salir de la situación de invisibilidad y (en consecuencia) precariedad en que se encuentran constituye la mejor continuación de la serie iniciada por George Bailey. Ya no se pretende escapar de la vigilancia continuada de las pequeñas comunidades ni se busca aprovechar las enormes oportunidades que nos brinda el progreso; tampoco se trata de salir fuera del corsé de las convenciones sociales. Más bien, lo que se busca en el exterior, lo que se pretende al escapar de la falta de visibilidad (y en eso quedan igualados los emigrantes y la mano de obra inmaterial) es una supervivencia digna.
Lo entenderemos mejor al contraponer dos imágenes, una del pasado, la fábrica-cárcel del panóptico, contra una actual, el centro comercial. La primera hace referencia a un espacio plenamente visible para el vigilante, a una arquitectura pensada para que nada escapase a su ojo; la segunda requiere también una visibilidad absoluta, aquella que deja al descubierto una mercancía que, situada tras espacios de cristal, se nos revela insinuante, como pidiéndonos que la arranquemos de ese lugar para llevarla con nosotros. Ese es el sentimiento que desprenden las jóvenes de la audición y el que nos sugiere Ann Darrow, como si vivieran tras escaparates de cristal ante los que nadie se detiene, como si hubieran colgado en la red un montón de blogs que nadie visita [ 10 ] . Carecen de identidad, como nos recordaba el personaje interpretado por Al Pacino en El dilema (Michael Mann, 1999): «Llamo y digo: hola, soy Lowell Bergman, de Sesenta Minutos [ 11 ] . Si elimino la segunda parte de la frase, nadie responde a las llamadas».