La idea que se pretende desarrollar en esta nota es que, tras más de un cuarto de siglo, la ideología de la derecha ha alcanzado un punto de inflexión, que se refleja en la dificultad de ganar elecciones afirmando tajantemente sus principios, pero también, en el caso europeo, en la evolución hacia un mayor pragmatismo de sus políticas. Este pragmatismo se traduciría en una aproximación hacia el centro de los políticos conservadores.
Desde la primera presidencia de Reagan en Estados Unidos el clima ideológico del mundo ha estado marcado por la ofensiva primero y la hegemonía después de una nueva derecha cuyos principales rasgos eran la confianza y el optimismo sobre sus propias posibilidades. Aunque es muy posible, como ha señalado un reciente biógrafo, que esos rasgos fueran desde el comienzo una aportación de la personalidad de Ronald Reagan, el final de la guerra fría, la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética los reforzaron decisivamente.
A comienzos de los años 90 se podía pensar que ya no existían alternativas a la democracia liberal y a la economía de mercado: la historia, en el sentido hegeliano, había llegado a su fin. Ese optimismo, sin embargo, llevaba a conclusiones exageradas y un tanto peligrosas, por ejemplo, la de que los problemas sociales podían resolverse abandonando cualquier intento de intervención pública y dejando que el mercado se encargara de ellos. En América Latina esa era la ideología que acompañaba a la generalización del Consenso de Washington.
La crisis económica del cambio de siglo mostró que el coste de las reformas neoliberales podía hacerse insostenible en sociedades muy desiguales si el crecimiento económico se estancaba o retrocedía. El profundo malestar social contra los políticos y gobernantes identificados con el consenso neoliberal provocó en varios países de la región el ascenso de movimientos «neopopulistas», quebrando así la sencilla visión del futuro de los ideólogos de la nueva derecha. Hoy sólo los gobiernos de México, El Salvador y Colombia se identifican sin demasiados matices con esa perspectiva.
Pero quizá la idea más peligrosa, implícita en la confianza de la nueva derecha sobre sus propias posibilidades, era la de que el mundo se podía rediseñar eliminando los últimos bastiones del totalitarismo y del estatalismo económico. Conviene subrayar que no se trata de poner en cuestión el objetivo último de esta ambición. Extender la democracia y el respeto de los derechos humanos a todo el mundo sería un avance realmente histórico, y pocos dudan de que la desaparición de los estatalismos totalitarios, las teocracias autoritarias o las dictaduras y cleptocracias del mundo subdesarrollado sería muy deseable.
El problema es que esa idea conlleva dos premisas tan discutibles como peligrosas. La primera es la de que la democracia es la forma espontánea de organización política de una sociedad, más allá de sus complejidades o desigualdades internas. La segunda es la de que la fuerza puede ser legítima para desmantelar los regímenes opresores, contando con que la desaparición de éstos conducirá automáticamente, en virtud de la primera premisa, a la aparición de gobiernos democráticos y respetuosos de los derechos humanos.
LA AFIRMACIÓN DE LA FUERZA
La idea de que se podía recurrir a la fuerza militar, por encima de la legalidad y de la diplomacia, para crear un orden internacional acorde con los valores occidentales, alcanzó su cenit con la guerra de Irak. Esta idea estaba presente desde el comienzo del auge de la nueva derecha, pero se mantuvo dentro de unos límites aceptables hasta que la camarilla neocon del segundo presidente Bush decidió manipular los sentimientos nacionales de agravio tras el 11-S para desencadenar una guerra preventiva contra Sadam Husein.
En las invasiones de Granada (1983) y de Panamá (1989) impulsadas por Reagan y Bush padre, respectivamente, se podía argumentar que se trataba de desalojar a gobernantes ilegítimos y violentos, que la mayoría de la población de ambos países estaría de acuerdo con ello y, sobre todo, que el costo en vidas humanas de ambas operaciones sería limitado. Mucho más discutible fue la guerra de desgaste contra los sandinistas, dado que el instrumento utilizado, la Contra, fue responsable de crueles violaciones de los derechos humanos, como se podía esperar de la trayectoria de sus dirigentes, y que se trató de una guerra encubierta, sin control del Congreso de Estados Unidos.
El éxito de estas operaciones, y su costo limitado, sirvieron en todo caso para fortalecer la idea de que la fuerza no sólo podía ser necesaria en ocasiones, sino que era bueno afirmar su papel frente a las obsesiones «pacifistas» y «legalistas» tan extendidas en Europa. Dos hechos fundamentales, al menos, hicieron que la izquierda norteamericana y europea se sintiera a la defensiva en este terreno. El primero fue el despliegue de los euromisiles, frente a la modernización de los cohetes de alcance intermedio del Pacto de Varsovia en los últimos años de Breznev. Pese a que la decisión de la OTAN de instalar los misiles Pershing y Cruise tenía una gran racionalidad, el temor a que dieran origen a una escalada militar llevó a amplios sectores de la izquierda europea a oponerse a ella. La llegada de Gorbachov y su decisión de poner fin a la carrera de armamentos, y la audacia paralela de Reagan en su encuentro a solas con el dirigente soviético en Ginebra, en 1985, para cerrar esta última etapa de la guerra fría, sorprendieron al movimiento pacifista con el paso cambiado, legitimando a posteriori la opción militar de Reagan.
El segundo fue la invasión de Kuwait por Sadam Husein en 1990. La agresión irakí pareció demostrar de la forma más cruda que algunos regímenes, más allá de cómo trataran a sus propios súbditos, eran un claro peligro para sus vecinos, y que ante ellos podía ser imprescindible recurrir a la fuerza. Por supuesto que esto era algo que ya habían experimentado los iraníes diez años antes, pero el carácter hostil y oscurantista de la revolución islámica había hecho que la mayor parte de la opinión pública occidental desviara la mirada de aquella guerra de agresión.
El presidente Bush padre se cuidó de respaldarse para la primera guerra del Golfo en la legalidad internacional y en una amplia coalición internacional, lo que dejaba muy poco espacio para objeciones de corte moral. Así comenzó a extenderse un nuevo consenso a favor del uso de la fuerza en situaciones límite, aunque se tratara de guerras en sentido estricto, y no de intervenciones puntuales.
Con la intervención de la OTAN en Kosovo en 1999, durante la segunda presidencia de Clinton, se daría otro paso en la aceptación del uso de la fuerza. No podía haber una decisión del Consejo de Seguridad que respaldara el ataque contra las tropas de Milosevic, a causa del poder de veto de Rusia y su tradicional respaldo al gobierno serbio, pero la guerra contó con un amplio respaldo en la opinión pública. Era evidente, aun así, que el potencial bloqueo de Naciones Unidas ante situaciones que exigieran moralmente una acción armada sentaba un peligroso precedente.
Desde nuestra perspectiva actual lo que más llama la atención de las actuaciones de la Casa Blanca en todo este periodo es su realismo y su cauteloso pragmatismo ante las reacciones de la opinión pública. Pese a que la primera reacción de Reagan ante el sangriento ataque suicida contra los marines en Beirut, en 1983, fue afirmar que no retiraría las tropas desplegadas en Líbano en misión de paz, pocos meses después comenzó su evacuación. Diez años más tarde, el presidente Clinton haría otro tanto en Somalia, tras los incidentes de Mogadiscio.
El salto cualitativo se produce con la presidencia de George W Bush, y el desembarco en la Casa Blanca y en el Pentágono de Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Perle, Feith y el resto de la camarilla. La afirmación de la fuerza como recurso se traduce ya no sólo en una arrogante confianza en la posibilidad de utilizarla para rehacer el orden mundial al gusto de los valores occidentales, sino en una clara voluntad de hacerlo a la primera oportunidad.
Sadam Husein había sido elegido desde el principio como caso ejemplar para la aplicación de esta nueva visión del mundo, y los ataques del 11-S fueron sólo un pretexto para aplicar una estrategia largamente acariciada. Tras la guerra de Afganistán, que aún respondía a la lógica del periodo anterior, la decisión de invadir Irak se impuso manipulando los datos de inteligencia, mintiendo a la opinión pública y presionando, con no mucho éxito, a los países aliados. La primera consecuencia fue la ruptura del consenso que había fundamentado la gran coalición de la primera guerra del Golfo.
Cuatro años después, es bastante evidente que nada salió como los neocon habían planeado, que el futuro de Irak es muy oscuro, y que Oriente Próximo no sólo no ha evolucionado en la dirección deseada, sino que la explosiva situación de Irak ha dado un nuevo protagonismo a Irán, amenazando con un conflicto generalizado entre chiíes y suníes. La democracia no sólo no ha avanzado, sino que el gobierno libanés ha quedado contra las cuerdas por la absurda y cruel ofensiva israelí de julio de 2006. Y el conflicto entre Israel y los palestinos ha llegado a una situación insostenible.
El Departamento de Estado de Condoleezza Rice se esfuerza ahora con más o menos éxito por volver al viejo realismo en política exterior, dando un papel a la diplomacia y a la legalidad internacional, y los países aliados tratan de restañar las heridas abiertas por la invasión de Irak. El desastroso desarrollo de la posguerra ha significado que la confianza en la fuerza y su afirmación como valor se han evaporado, y los países que siguieron a Bush en su aventura buscan deslindarse de ella sin desairar a Washington.
No se trata sólo de que se haya extendido la conciencia de que la guerra de Irak fue una locura de consecuencias dramáticas. Es muy poco imaginable, además, que un político de derecha afirme ahora una voluntad abierta de participar en aventuras militares, o de emprenderlas, aunque sea dentro de la «guerra» contra el terrorismo. La cautela con que se está manejando el conflicto de Darfur, pese a las escandalosas secuelas de sufrimiento humano que le acompañan y a la fuerte presión de amplios sectores cristianos en Estados Unidos para tomar posiciones más duras frente al gobierno de Sudán, da idea de lo que ha cambiado en estos últimos cuatro años.
EL CONSENSO NEOLIBERAL
La triunfal reaparición en los años 80 de la economía ortodoxa, etiquetada como «neoliberalismo» debe entenderse en el contexto de los cambios en la economía mundial durante la década anterior. Al igual que la reafirmación de la fuerza militar con Reagan era una respuesta pendular a las humillaciones de Vietnam y de la toma de la embajada de Teherán, el retorno de la economía ortodoxa refleja la búsqueda de alternativas a la gestión económica keynesiana, ya que ésta, como es lógico, había resultado incapaz de resolver los problemas de estancamiento en una situación fuertemente inflacionaria.
Desde la perspectiva ortodoxa, los males de la economía venían de la intervención del Estado, que distorsionaba los mercados e impedía su buen funcionamiento. Frente al habitual relato keynesiano, según el cual la crisis de 1929 había demostrado la necesidad de intervención y justificado las políticas keynesianas, se ofrecía ahora la visión de Milton Friedman, no muy ajustada a los hechos, de que la crisis había alcanzado dimensiones dramáticas tan sólo por una supuesta política monetaria restrictiva de la Reserva Federal. Hubo varios factores que contribuyeron al renacimiento de las viejas ideas, rebautizadas como nuevas. El primero era, por supuesto, la acumulación de «anomalías » que surgían del intento de seguir aplicando políticas keynesianas a una situación económica inflacionaria, y por tanto «no keynesiana». El segundo era la crítica acumulativa de algunas formulaciones que se veían como representativas de las ideas keynesianas, por ejemplo, la curva de Phillips. Y es muy probable que el tercero fuera el auge del sector financiero, frente a la crisis de la industria, durante los años 70, a consecuencia de la inyección masiva de petrodólares. El sector financiero sería, a diferencia de la industria, «espontáneamente monetarista».
Pero lo más importante es que las nuevas ideas encontraron respaldo electoral, primero en el Reino Unido y luego en Estados Unidos. La explicación de este hecho reside en que lo que para los economistas eran «anomalías» para los ciudadanos eran incertidumbres y desorden crecientes. La sucesión de políticas de expansión y estabilización, en plazos muy cortos, y la conflictividad sindical paralela, condujeron a una fuerte demanda de autoridad y orden.
Thatcher fue la respuesta británica a esa demanda, y el optimismo vital y nacionalista de Reagan su versión para la sociedad de Estados Unidos, desalentada por la emergencia de la «nueva cultura» en los años 60, por la división interna en torno a la guerra de Vietnam, el escándalo de Watergate y la caída de Nixon, todo ello coronado por la humillación de la toma de la embajada de Teherán.
Cuando se recuerdan las crisis económicas y los sobresaltos que acompañaron a estos gobiernos neoconservadores, es inevitable pensar que la llegada de Gorbachov y la crisis y caída de la Unión Soviética, fueron factores decisivos para el asentamiento de las ideas neoliberales. Pero, a finales de los años 80, la larga agonía de la crisis de la deuda en América Latina y el colapso y desintegración del bloque soviético se tradujeron en un nuevo consenso neoliberal en economía, cuya traducción latinoamericana sería el Consenso de Washington, y al que se adherirían con entusiasmo las nuevas democracias de Europa del Este.
La crisis asiática de 1997, la bancarrota rusa y la crisis del cambio de siglo supusieron un fuerte desafío al optimismo neoliberal. Pero el clima ideológico entre lo que podríamos llamar «economistas globales» no cambió demasiado, gracias al estancamiento de las economías europeas. La muy desfavorable comparación entre el crecimiento casi nulo en la Unión Europea, con la notable excepción británica, y el rápido crecimiento de la economía en Estados Unidos, parecía ser una demostración inapelable de la superioridad del modelo neoliberal de sociedad, rebautizado como «anglosajón».
Esto ha supuesto una continua presión a favor de una agenda neoliberal de reformas en Europa occidental. De nuevo la excepción era el Reino Unido, por la sencilla razón de que el mercado de trabajo, considerado la clave del modelo anglosajón, está tan liberalizado como en Estados Unidos. Y, en cambio, el gobierno laborista ha ido inc reme ntando las inversiones en sanidad y educación, a la vez que se planteaba una reforma para mejorar el sistema de pensiones, que se ha convertido en un escándalo por su insuficiencia en comparación con las economías continentales y en contraste con el alto crecimiento de la economía británica.
En el resto de Europa occidental los gobiernos no sólo se han planteado reformas para flexibilizar el mercado de trabajo, sino que a menudo lo han hecho a la vez que se subrayaba la necesidad de revisar los sistemas de pensiones para garantizar su continuidad en una situación de prolongación de la esperanza de vida y envejecimiento de la sociedad por el descenso de la natalidad. Y esto a la vez que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento les impedía llevar a cabo políticas anticíclicas para crear empleo.
En un escenario de crecimiento del desempleo, hasta niveles muy altos para las sociedades de la Europa desarrollada, las reformas del mercado de trabajo y de las pensiones se han vivido, lógicamente, como amenazas graves para el futuro de muchas familias. Ciertamente menos graves que en otras sociedades con menores niveles de riqueza y que no han conocido nada equivalente al Estado de bienestar de la Europa continental, pero aun así muy inquietantes. La incertidumbre sobre el futuro ha creado así un fuerte descontento de los ciudadanos frente a los gobiernos.
Este descontento se ha relacionado con la globalización de la economía. En el caso de Estados Unidos las importaciones de Asia, y en particular de China, se han convertido en el símbolo de la amenaza externa a los puestos de trabajo en la industria, pese a la buena evolución del empleo. En Europa, en cambio, las deslocalizaciones hacia Asia y Europa del Este, y no ya las importaciones, se perciben como la principal causa de la pérdida de empleo industrial. En los años pasados, en los que la economía de Europa occidental no crecía y el paro aumentaba, esa percepción se ha traducido en resistencia contra la ampliación de la Unión Europea, lo que contribuyó al rechazo del proyecto de Constitución de la UE en Francia y Holanda.
Más allá de las consecuencias electorales, este clima ha llevado a los gobiernos a tratar de reformar las economías sin llegar a confrontaciones duras con los sindicatos y la sociedad en general. El ánimo beligerante que caracterizó a Margaret Thatcher es hoy poco imaginable en ningún gobierno (conservador) de Europa occidental. La dificultad de formar gobierno con un programa de confrontación social, por razones de aritmética parlamentaria es sólo una parte del problema. El presidente Chirac, con una amplia mayoría favorable en el Parlamento, no quiso dar continuidad a los intentos de reformas que provocaron mayor contestación social durante su mandato.
¿ HACIA EL CENTRO ?
Durante el último año se ha producido un hecho muy importante: la economía europea ha vuelto a crecer, y a hacerlo por encima de la economía norteamericana. Los economistas lo explican, en parte, como efecto acumulado de las reformas graduales que los gobiernos han llevado a cabo en años anteriores, y que en su momento fueron vistas como insuficientes. Es bastante probable que esta explicación contribuya a que los gobernantes prefieran seguir en lo sucesivo esa misma línea de reformas graduales y en lo posible pactadas con los agentes sociales, y que descarten un big bang de reformas al precio de un fuerte enfrentamiento social.
El caso más evidente es el alemán. Schröder hizo reformas costosas e impopulares, y Merkel ha buscado negociar nuevas reformas, especialmente la de sanidad. En el nuevo clima de optimismo económico, esa vía gradual puede ser más fácilmente transitable contribuir a reforzar el optimismo. Lo esperable es, por tanto, que mientras el SPD sigue asumiendo el desgaste político por las reformas anteriores, Merkel vea aumentar su popularidad. Y si los socialdemócratas abandonan el gobierno de coalición, es probable que la democracia cristiana de Merkel obtenga amplio respaldo en unas nuevas elecciones.
La gran incógnita en el actual contexto europeo es Francia del presidente Sarkozy. Con muy buen sentido político, ha pospuesto las reformas que afectan a las relaciones laborales a fechas posteriores a las elecciones legislativas de junio, ha pedido a los sindicatos un acuerdo sobre estas reformas, y ha nombrado a personalidades de izquierda y de centro en su gobierno.
Su idea puede ser cargarse de razón y revalidar su mayoría parlamentaria antes de pensar en una confrontación social, que se pospondría hasta finales de este año. Pero también puede buscar simplemente llegar a negociación en una situación de fuerza. Ahora bien, incluso suponiendo que Sarkozy se proponga reformas neoliberales de cierta dureza, es muy poco probable que se convierta en nueva referencia para la derecha europea, dada su posición internacional proteccionista antiliberal.
Quizá es significativo que los conservadores suecos hayan ganado las elecciones de septiembre de 2006 con un programa liberalizador pero muy centrista. O que el nuevo líder conservador británico, David Cameron, esté llevando a su partido hacia el centro incluso, en algunos casos, a desbordar la agenda social del gobierno laborista. Se podría pensar que, tras años de retórica neoliberal sin buenos resultados electorales ni grandes éxitos en la gestión del gobierno, la derecha europea está aproximándose a un nuevo consenso centrista.
La paradoja es que esta evolución no sería consecuencia de una nueva fuerza ideológica o política de izquierda, sino de la esperable resistencia social ante reformas demasiado audaces, cuyos supuestos beneficios se verían en el futuro pero cuyos costes deberían asumirse de inmediato. Desaparecidas las urgencias de los años de estancamiento, y vistas las posibilidades de éxito de las reformas pactadas y no traumáticas, derecha puede estar asumiendo de nuevo el modelo social europeo como propio, al igual que lo hizo en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.