L a constatación de los numerosos avances logrados en el proyecto de construcción europea desde los tiempos ya remotos del Tratado de Roma, cuando la idea de Jean Monnet y otros precursores empezó a tomar forma definitiva, ha tenido tal vez un efecto no previsto y del que hasta ahora no existe una clara conciencia: el efecto de trivializar las crisis, hasta el punto de encontrarles un sentido unívoco dentro del sistema. Tras la aprobación del tratado de Maastricht el establecimiento de la moneda única, la Europa unida parece enfrentarse a un vacío, a un vértigo, que pocos se atreven a confesar abiertamente. La ampliación hacia el Este y la necesidad de aprobar una Constitución han operado, así, como pantalla de una realidad no siempre grata, y es la de que la constante fijación de nuevos objetivos podría esconder una falta de definición política sobre los rasgos que deberá tener la Unión del futuro, además de una preocupante inestabilidad de los fundamentos sobre los que ha ido progresando hasta ahora. De ahí la trivialización, la desconcertante afirmación de que la construcción europea sólo ha avanzado empujada por las situaciones de crisis y de que, por tanto, también en esta ocasión las dificultades se acabarán resolviendo de la manera más conveniente.
Esta actitud de confianza parece no tener en cuenta que algunos de los cambios que ha experimentado la realidad internacional en las últimas dos décadas representan mucho más que un obstáculo para el proyecto europeo; representan, sobre todo, una puesta en cuestión del modelo de gestión política y económica sobre el que se apoyaba. Cuando se echa la vista atrás y se contemplan los sucesos de 1989, la espectacularidad del fracaso con el que se saldó uno de los más radicales experimentos sociales conocidos en la historia suele ocupar la totalidad del escenario, impidiendo contemplar otros procesos tanto o más decisivos para comprender el panorama europeo de hoy. El hundimiento de los sistemas comunistas representó, en este sentido, la prueba de que no todos los intentos de alcanzar la justicia son realizables y, al mismo tiempo, la evidencia de que los regímenes políticos no sólo deben ser juzgados por la bondad o la perversión de sus propósitos, sino también, y de manera preferente, por los métodos que emplean. Aun en el supuesto de que las previsiones de los teóricos comunistas se hubiesen cumplido, cosa que indudablemente no sucedió, siempre cabría preguntarse acerca de si resultaba moralmente aceptable el hecho de que el tributo a pagar por sus hipotéticos logros hubiera de sufragarse mediante el sufrimiento de individuos concretos, la supresión de sus derechos y libertades o, incluso, sus vidas.
Pero en 1989 no sólo tuvo lugar el hundimiento de los regímenes comunistas. Ésa fue también la fecha en la que se produjo una radical revisión de la historia de Europa, y más en concreto, de Europa durante la guerra fría. Ronald Reagan y, desde el Reino Unido, Margaret Thatcher, habían emprendido una revolución conservadora tendente a sustituir la ortodoxia keynesiana sobre la que se había apoyado la política económica de las principales potencias durante cerca de medio siglo. De acuerdo con la versión impuesta desde Washington y Londres, habría sido la corriente «neoliberal», la corriente sobre la que se apoyaba la revolución conservadora, la que había vencido al comunismo. Ello suponía ignorar la circunstancia de que el keynesianismo y las políticas de bienestar habían sobrellevado, prácticamente en solitario, el mayor peso en la confrontación ideológica entre el Este y el Oeste, haciendo frente durante décadas al prestigio de los sistemas comunistas entre amplios sectores de la población de la Europa occidental. Y suponía, además, un extra de legitimidad para la revolución conservadora, al envolverla en una aureola de eficacia que, en último extremo, reducía el keynesianismo a una especie de paréntesis superfluo, de capitalismo acomplejado, cuya falta de ambición había facilitado la supervivencia del sistema soviético.
Más allá de la proximidad o la distancia con lo que pasó en la Europa de la guerra fría, la versión de la historia impuesta por la revolución conservadora —una revolución que se producía al mismo tiempo que se hundían los regímenes comunistas— afectaba a la sustancia misma del proyecto europeo. La aproximación gradualista de Monnet no sólo fue formulada bajo el imperio de la ortodoxia keynesiana, sino que únicamente tenía
sentido dentro de ella. Lo que Monnet descubre no es otra cosa que la vinculación entre determinadas políticas públicas y la noción de ciudadanía: al garantizar una protección básica frente a los contratiempos más frecuentes —paro, enfermedad, insuficiencia de recursos para la educación, y otros— el Estado de bienestar propiciaba una relación de nuevo tipo entre los individuos y las instituciones. La lealtad de doble dirección acarreaba beneficios también en ambos sentidos: una mayor protección para los ciudadanos se convertía en una mayor estabilidad para el conjunto de la sociedad. El razonamiento que subyacía a la estrategia de Monnet era el de lograr que las instituciones fuesen europeas en lugar de nacionales, lo que acabaría generando una lealtad y unos beneficios entre los ciudadanos de múltiples países y los nuevos organismos que superaban las fronteras políticas en el interior del continente. Es decir, una nueva idea de Europa y de la ciudadanía europea.
La velocidad y el éxito del proyecto de la Unión, tanto cuantitativo —se pasó de una Comunidad de seis miembros a una de quince— como cualitativo —fue hasta entonces cuando se pusieron en pie la mayor parte de las políticas comunes todavía vigentes —, tuvo que ver, en gran medida, con el hecho de que existía una concordancia entre la concepción de la estrategia sugerida por Monnet y la pervivencia de la ortodoxia keynesiana. Pero al ser ésta abandonada bajo el empuje de la revolución conservadora, justo a principios de los años 90, la voluntad de construir una Europa unida se enfrentó a una paradoja aún no resuelta: los Estados miembros debían transferir competencias a unas instituciones comunes que, a diferencia de lo que sucedía en el ámbito nacional, no tenían ya que profundizar en los vínculos de doble dirección con los ciudadanos, sino que, por el contrario, estaban obligadas a adelgazar, a reducir su tamaño y ámbito de actividad y, en definitiva, a abstenerse de la mayor parte de las intervenciones propias del Estado de bienestar. Ese es el contexto de la crisis que atraviesa la Europa de hoy, en eso consiste la paradoja que bloquea los avances de otros tiempos: el proyecto ideado por Monnet exigía que los Estados miembros transfiriesen competencias a unas nuevas instituciones comunes que, desde el triunfo de la revolución conservadora, están obligadas, no a forjar una ciudadanía europea, no un vínculo directo entre los europeos y las instituciones comunes, sino simple y llanamente a reducir su papel.
Contemplado el proceso desde esta perspectiva, nada tiene de extraño que durante los últimos años se haya empezado a constatar lo que, desde Bruselas, se ha denominado la renacionalización de Europa. Una renacionalización a partir de la cual debe abordarse la ampliación de la Europa política hacia los países que, desde 1989, fueron progresivamente desenganchándose del experimento comunista y reclamando su lugar en el espacio geopolítico del que Yalta los había arrancado con violencia. Desde la perspectiva keynesiana que inspiró el proyecto de la Unión hasta el momento en que se impuso la revolución conservadora, resultaría un contrasentido el que, al mismo tiempo que crece el número de Estados miembros y, por tanto, el de ciudadanos dispuestos a ser europeos, se reduzca el presupuesto destinado a las instituciones comunes, así como su papel. De mantenerse la tendencia, y nada indica, sino todo lo contrario, que no vaya a mantenerse, ser europeo tendrá un significado muy distinto para quienes accedan hoy a la Unión y para quienes fueron accediendo en las sucesivas ampliaciones del pasado. Mientras que éstos veían en Europa un espacio para la profundización de los derechos sociales y políticos, un espacio en el que los niveles de vida eran mejores y se proyectaban favorablemente hacia el futuro, los europeos que acceden ahora a la Europa unida ven en ella un conjuro contra otro género de miedos, como el de quedar de nuevo a merced de la influencia rusa. Esta diferencia en la percepción de Europa se manifestó de manera transparente con ocasión de la reciente guerra de Irak, en la que la insensata aventura norteamericana recibió el apoyo mayoritario de los candidatos a la adhesión.
La voluntad de aprobar una Constitución sería otro de los aspectos afectados por la transformación de la ortodoxia en la que se inspiró Monnet para formular su proyecto europeo. A la espera de que se relance el debate sobre el texto, lo cierto es que el borrador manejado no difiere gran cosa de los tratados anteriores, con su lastre de precisiones farragosas, disposiciones procedimentales y repartos de poder en los que se traslucen, y quizá con mayor nitidez que en el pasado, los equilibrios nacionales que se desea preservar. Y por supuesto que no podría ser de otra manera, por supuesto que Europa no podrá olvidar con facilidad el hecho de que, durante siglos, han convivido en su espacio países grandes y pequeños, ricos y menos ricos. Pero el problema reside en que las Constituciones, según se entendía en la tradición liberal que inspiró la construcción europea, definen un vínculo directo entre las instituciones y los ciudadanos, no un vínculo entre las instituciones y una serie de entes intermedios, en este caso los Estados miembros.
Denominar Constitución a lo que, en realidad, sigue teniendo mucho de tratado puede tener al menos dos efectos no deseados. El primero, confirmar la renacionalización del proyecto europeo, como lo probaría el hecho de que el grueso del debate constitucional haya girado en torno al reparto de poder entre Estados. El segundo, quizá de mayor alcance ideológico que el anterior, ceder nuevos espacios a la conversión de los principios democráticos y liberales sobre los que se basaron la estabilidad y la prosperidad europeas del último medio siglo en principios en apariencia similares, pero en el fondo radicalmente distintos. Considerar como ejemplo de Constitución democrática un texto en el que se establecen diferencias en la capacidad de toma de decisión de los ciudadanos en virtud de su origen, de su pertenencia a un Estado miembro o a otro, supone olvidar que una solución de esa naturaleza será sin duda pragmática y realista, pero discriminatoria, más próxima a las «políticas de reconocimiento» que defiende el multiculturalismo de Charles Taylor que a la igualdad ante la ley del pensamiento democrático y liberal. En este sentido, ¿por qué llamar Constitución a un texto que sigue siendo un tratado, es decir, un compromiso suscrito por Estados para regir las relaciones entre ellos, y sólo en segundo término las relaciones entre los ciudadanos, que sería lo propio de una Constitución? ¿Qué se gana con este nuevo equívoco, que se suma al de llamar Parlamento a un organismo que no tiene la mayor parte de sus funciones, y Tribunal a lo que difícilmente puede considerarse un Tribunal, y Ejecutivo de Bruselas a lo que tiene muy poco de auténtico Ejecutivo?
La crisis que atraviesa el proyecto europeo no es como las crisis que atravesó en el pasado, y más valdría reconocerlo así en lugar de seguir aferrándonos a máximas indemostrables y de emprender una huida hacia delante que nos lleve a poner mayor énfasis en las palabras que en las realidades que tratan de describir.
La Europa de los veinticinco no será más estable por disponer de un texto al que se denomine Constitución, siendo dudoso que le convenga ese nombre, en lugar de un modelo de construcción que resuelva la paradoja en la que se debate la Unión desde el triunfo de la revolución conservadora.