Hace treinta años yo no conocía México. Mi primer viaje fue en 1978, y hasta entonces mi información sobre el país me había llegado a través de Valeriano Bozal, amigo de Adolfo Sánchez Vázquez y persona que me influyó mucho en aquellos años. Otro amigo, Rolando Cordera, persona viajera y generosa, me trajo a España las primeras publicaciones mexicanas. Supongo aun así —la memoria es traidora— que vi por primera vez Nexos en México, quizá en casa de Neus Espresate.
Eran otros tiempos. Es difícil entender ahora el deslumbramiento que me produjo descubrir la vida intelectual mexicana a través de sus publicaciones. Se podía estar o no de acuerdo con las opiniones reflejadas, y con frecuencia era difícil entenderlas por ignorancia del contexto, pero por eso mismo producían vértigo. Era un mundo distinto, por supuesto, pero además muy rico y amplio, desconcertante para quienes estábamos comenzando a sacar la cabeza de la ratonera del tardofranquismo.
Rolando Cordera fue también quien introdujo mi primer ensayo en Nexos , en 1980, y para mí aquello fue algo así como convertirme en mexicano de adopción. (En años sucesivos hubo más de una persona que aseguró haberme creído mexicano en un primer momento, atizando ese orgullo secreto.) A esas alturas yo ya comenzaba a entender algo del debate político e intelectual en México, precisamente en un momento en que ese debate cambiaba a consecuencia de la crisis del fin del sexenio de López Portillo.
Cómo hemos cambiado. Yo andaba a vueltas con la vigencia del marxismo, y si era o no necesaria cirujía mayor para que esa tradición diera cuenta de los cambios históricos que habíamos vivido y estábamos viviendo (para que «salvara las apariencias », como se dice en filosofía de la ciencia). Pero el debate real era político. En México la cuestión era si las reformas de Reyes Heroles eran o no el comienzo de una transformación del régimen del PRI en una democracia, y al poco sería si participar en el gobierno suponía caer definitivamente en la trampa priísta, en la cooptación sin cambio.
En España se disputaba la hegemonía dentro de la izquierda entre la socialdemocracia y el eurocomunismo, tras la inesperada superioridad electoral del PSOE frente al PCE en 1977 y 1979. Inesperada, conviene recordarlo, no sólo para el PCE , sino para alguien tan poco sospechoso de filocomunismo como Juan Linz, el patriarca de la politología española, convencido entonces de que el mapa electoral español sería similar al italiano, con un partido socialista minoritario y un partido comunista mayoritario.
Para entonces yo estaba crecientemente influido por el sólido sentido común de Fernando Claudín, que había regresado clandestinamente a España en 1974, antes de la muerte de Franco y tras diez años de exilio en París desde su expulsión del PCE. En su caso el sentido común venía respaldado por una biografía que desbordaba la muy corta y limitada experiencia del grupo de universitarios de izquierda en el que yo me movía. Sus amables respuestas y su mirada sarcástica reducían nuestras desmesuradas ínfulas «teóricas» a lo que eran: demasiadas lecturas y un fuerte desconocimiento de la realidad.
Fernando tenía familia en México y había viajado allí por última vez, creo, en 1973, a un seminario de la UNAM en el que habían participado algunas figuras singulares de la nueva izquierda de la época. (K.S. Karol recordaba la insistencia de Rossana Rossanda en visitar y escalar las pirámides mayas, mientras él, más sedentario, consideraba que «visto un pirámido , vistos todos».) Pero le daban enorme pereza los viajes transatlánticos —cómo le comprendo ahora— y le interesaban más los cambios en España, primero, y después, cuando la democracia ya pudo considerarse asentada, la aparición de una nueva oposición democrática en la Europa del Este.
Releyendo ahora las cosas que me publicó Nexos en aquellos años, me parece evidente que la influencia de Claudín era crucial en mis enfoques. Había interiorizado la idea de que la lógica de la democracia, la lógica de las mayorías, era mucho más fuerte a largo plazo que la voluntad de ninguna «vanguardia». (Fernando murió en 1990, pocos meses después de que la caída de los regímenes de tipo soviético en Europa central y oriental confirmara esa idea de forma contundente y justificara su renovado interés por aquellos países.)
Qué poco han cambiado, sin embargo, algunas cosas. No me refiero sólo a la dificultad para trasmitir la propia experiencia a la generación siguiente, o a la dificultad por nuestra parte para entender su forma de ver el mundo y sus nuevas demandas. Me temo que sobre todo esto hay sobrados testimonios desde que existe la palabra escrita. Me refiero a la necesidad de creer que un verdadero cambio social exige una ruptura radical, y en cierta medida saltarse las normas y las instituciones existentes. De la trampa priísta al «fraude hormiga», persiste una línea de pensamiento que elude la autocrítica y se niega a enfrentar el problema de la credibilidad política.
Y qué se puede decir de España, que en tantos aspectos es, como se dice ahora, «una historia de éxito». Durante el primer gobierno de Aznar, cuando en casi todos los aspectos reinaba la moderación, un funcionario latinoamericano, viejo amigo, me confesó su horror tras haber tratado con los nuevos funcionarios españoles: «Creíamos que serían como ustedes sólo que de derechas. Pero no, son unos verdaderos patanes». Siempre es consolador mejorar en comparación con alguien, pero aun así resultaba inquietante la imagen que ofrecían los conservadores españoles al otro lado del Atlántico.
Todo empeoró de forma clamorosa cuando, en su segundo gobierno, Aznar decidió poner a España en primera fila de las potencias mundiales convirtiéndose en correveidile de Bush. Pero lo realmente malo estaba por venir, cuando, tras los desastres de marzo de 2004, el grupo dirigente del PP decidiera embarcarse en un viaje paranoico sobre las ocultas y misteriosas connivencias entre ETA, el yihadismo y los socialistas españoles, con el fin de arrebatarles a ellos el poder al precio de 190 muertos. Era tan obsceno que parecía imposible, pero aún hoy, tras la sentencia sobre los atentados de 2004, algunos siguen sosteniendo que no se conoce toda la verdad.
Todo ha cambiado, pero en la derecha española persisten con fuerza los delirios de corte conspirativo, la denuncia apocalíptica de los nacionalismos y sus privilegios —incluso si las infraestructuras en Cataluña revelan de forma clamorosa el retraso de las inversiones públicas en la región—, o los ataques al «revanchismo» de la izquierda por querer dar sepultura digna a los republicanos asesinados en la guerra civil y en la represión posterior.
Al mismo tiempo hay gente normal y civilizada, muy de derechas, que confirma que sí, que las cosas han cambiado, aunque en algunos momentos cueste creerlo. Incluso con la crisis del gobierno de Bush y de la derecha cristiana, en Estados Unidos parece que podría llegar el fin del diluvio neoconservador del que yo hablaba en un ensayo al que Nexos dio acogida hospitalaria hace 20 años.
Mientras, en medio de los disgustos que nos da la política, además de sentirnos a menudo como el replicante de Blade Runner —«todo esto se perderá como lágrimas bajo la lluvia»— nos queda seguir intentando debatir y recordar los viejos debates leyendo Nexos , admirar la inteligencia de los amigos y de la generación más joven, y lamentar que algunos queridos amigos y antiguos enemigos ya no puedan compartir, treinta años después, los disgustos y las discusiones.