Hace ya más de medio siglo que se fundó The Paris Review, la mítica revista que ha tenido entre sus colaboradores a Nabokov y Hemingway, auden y Mailer...
Fresán, a propósito de sendos libros antológicos que recogen textos de la revista, estudia una publicación que es también el espejo de un talante artístico corrosivo.
“No está nada mal cumplir cincuenta años junto al descubrimiento del adn y la galletita marca Oreo”, sonrió George Plimpton el año pasado durante los festejos por el medio siglo de The Paris Review . El neoperiodista, novelista, habitual cameo (apareció tanto en Lawrence de Arabia como en un episodio de Los Simpson), alguna vez pitcher de béisbol, golfista curtido, biógrafo oral de Edie Sedgwick y Truman Capote e insuperable relaciones públicas Plimpton –uno de los miembros fundadores y bohemios en la Ciudad Luz, junto a William Styron y Peter Matthiessen entre otros, de esta ya legendaria publicación trimestral con un tiraje de diez mil ejemplares, a menudo en problemas financieros y rescatada del cierre por un hijo de Aga Kahn– murió poco después. Murió mientras dormía en el piso alto de la misma casa donde se edita la revista, con la tinta todavía fresca en el sustancioso contrato de su muy esperada autobiografía, pero habiendo dejado a punto un contundente volumen celebratorio donde se destilan cinco décadas de esta revista con formato de libro que suele recibir veinte mil manuscritos originales al año con ganas de salir del cajón de los inéditos. Cuatro editoriales lucharon a brazo partido y cheque entero por el monstruo de más de setecientas páginas y finalmente se lo quedó Picador. El libro salió a la venta el año pasado con un título tan largo como apropiado. Aquí viene, tomen aire, lean:
The Paris Review Book of Heartbreak, Madness, Sex, Love, Betrayal, Outsiders, Intoxication, War, Whimsy, Horrors, God, Death, Dinner, Baseball, Travels, the Art of Writing, and Everything Else in the World Since 1953 . Y aquí lo tengo, desde hace meses junto a mi cama. Inagotable y perfecto para consumir en dosis homeopáticas.
Un libro que es lo más parecido a la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band . Están todos los que tienen que estar –vivos y muertos e inmortales–, representados en relatos, poemas y fragmentos cuasi aforísticos de entrevistas: Faulkner, Nabokov, Hemingway, Auden, Borges, Cheever, Capote, Mailer, Márquez, Munro, Roth, Irving, Paley, Pinter, Naipaul, Updike, Erdrich, Franzen, Levi, Sontag, Lethem, Moody, McEwan. Y claro que alguien extrañará a alguien. Pero esa es la función secreta de las antologías: generar oscuros dobles fondos, luminosa antimateria, nuevas antologías fantasmas donde se reúnen los que faltaron a la cita y los que no fueron invitados.
Pasar revista
Y lo cierto es que la aparición de la británica Granta (cuyo frente y perfil le debe más de un rasgo a la criatura de Plimpton & Co.) y la súbita y revolucionaria apertura de The New Yorker en los noventa, o la pirotecnia formal y juvenil de la reciente McSweeney's, deben haber perjudicado y robado lectores a The Paris Review , que en cualquier caso continuó imperturbable con su perfil alternativo y al mismo tiempo conservador. Porque The Paris Review ya era diferente en los cincuenta, cuando inició las profundas y reveladoras entrevistas a escritores, el primero de ellos E. M. Forster. Plimpton fue recogiéndolas en más de veinte volúmenes de la serie Writers at Work: The Paris Review Interviews . Y –por mucho que en más de una ocasión uno sospeche que lo que allí se confía son, también, ficciones– estas respuestas a aquellas preguntas acaban configurando una suerte de Gran Novela y mapa del universo que funciona como manual de instrucciones a la vez que como modelo para desarmar. El mismo Plimpton comprendió esto, volvió a todas ellas en 1999, seleccionó las mejores contestaciones de todas las entrevistas, las dividió en secciones temáticas –“Por qué escribo”, “Sobre el sexo”, “Sobre los editores”, “Sobre los hábitos de trabajo”, “Sobre los críticos”, “Sobre el diálogo”, “Sobre el bloqueo de escritor”, “Sobre el humor”, “Sobre el cine y el teatro”, “Sobre los colegas”, “Sobre los estimulantes artificiales”, “Sobre los premios”, “Sobre el futuro” y muchos “sobres” más– y editó todo el asunto en la Modern Library bajo otro título exhaustivo y certero: The Writer's Chapbook: A Compendium of Fact, Opinion, Wit, and Advice from the Twentieth Century Preeminent Writers Edited from The Paris Review Interviews and with an Introduction by George Plimpton. Como bien pudo haberle dicho Rick a Ilsa en Casablanca: “Siempre tendremos The Paris Review ”.
El tiempo ganado
“Escribo para soportar el paso del tiempo”, dice Jorge Luis Borges en su entrevista con The Paris Review . Y –luego del éxito de ventas de la ya mencionada antología cincuentenaria, por la que a nadie le importó demasiado desembolsar los treinta dólares del precio de tapa y de la que muchos más celebran por estos días su encarnación paperback el próximo septiembre– la fiesta continúa. Para seguir honrando la memoria del héroe fallecido llega ahora una secuela de The Paris Review Book of ... Tapas blandas, más económica (quince dólares) pero igualmente imprescindible y –en memoria de Plimpton– otro título largo e ingenioso: The Paris Review Book for Planes, Trains, Elevators, and Waiting Rooms . Sí: las 386 páginas del material que compone el libro están ordenadas siguiendo criterios e intensidades espacio-temporales que complacerían a Borges. Son poemas y relatos cuya lectura se recomienda para viajes por tierra y aire y para esos desplazamientos casi sedentarios –verticales yhorizontales– que son los ascensores y las salas de espera. Por supuesto –por suerte– repiten autores de la primera antología y resulta bienvenido el reencuentro con clásicos de la revista –como “El ladrón de palacio” de Ethan Canin (para la sala de espera), “Asilo Beverly” de Denis Johnson y “Epstein” de Philip Roth (ambos para el avión), “¿Por qué no bailas?” de Raymond Carver (para el tren)–; pero también gratifican verdaderos descubrimientos como los poemas “Sobre cumplir diez años” de Billy Collins y “Por qué llueve tanto en las películas” de Lawrence Raab (los dos, claro, para volver trascendente la breve inocurrencia de un ascensor). Todo esto y mucho más está potenciado por, a falta de Plimpton, una inteligente introducción de Richard Powers –acaso el más inteligente joven escritor norteamericano en actividad– donde se reflexiona sobre la duración de un determinado texto, sobre la distorsión que experimentan minutos y horas cuando entramos a un libro, y sobre ese tan raro y tan exquisito y tan evolucionado placer que es la relectura. Powers concluye: “La lectura es el último comportamiento íntimo y secreto que no es patológico o pasible de ser acusado de algún crimen. Es, seguro, el último refugio para huir de la epidemia del tiempo real. Leemos para escapar –no más sea por un instante– de la trampa del tiempo real, y para regresar y reconocer –no más sea por un instante, también– la naturaleza del tiempo en el que vivimos atrapados. Es durante ese instante que el tiempo ya no fluye sino que se limita a ser. Alcanzas la última oración y levantas la vista: Humbert Humbert está sentado frente a ti en tu mismo vagón. Charles Bovary sufre a tu lado en la sala de espera de un hospital. La Belle Dame Sans Merci te mira de reojo mientras se abren las puertas y tú presionas el botón de tu piso en el ascensor”.
Y, de acuerdo, vivimos en una era donde todo es antologable y donde proliferan los volúmenes que reúnen –con más o menos gracia; Haruki Murakami armó, meses atrás, su cumpleañera Birthday Stories– textos dispersos con las coartadas más insospechadas. Los libros que se comentan aquí –creados a partir de una revista con forma de libro– se cuentan entre los mejores.
Una revista a la que, en toda su vida, George Plimpton sólo vio una vez en el acto de ser comprada por alguien. Fue en París, en 1954, en el quiosco del Ritz Hotel, recordó Plimpton. El que compraba The Paris Review era Ernest Hemingway. Y Plimpton se acercó para preguntarle si podía entrevistarlo para esa revista. Y Hemingway –tal vez masticando una Oreo– le respondió que sí.