Letras Libres

En el lugar sin límites

por Enrique Lynch

Letras Libres nº 66, Marzo 2007

Aunque la llamada “globalización” es un proceso que, en rigor, viene produciéndose desde hace casi cinco siglos, uno de sus signos actuales y conspicuos es que millones de personas de todas las condiciones y culturas parecen haberse puesto en marcha tras fundirse las antiguas marcas territoriales en una especie de “lugar sin límites” (por evocar lib reme nte el título de la novela de José Donoso).

Europa atrae a incontables inmigrantes. Llegan de Oriente y Sudamérica y desde la costa norteafricana y el África subsahariana, hacinados en cayucos, en lanchas zódiac y en cargueros fletados por armadores inescrupulosos u ocultos en camiones, containers y sentinas. Del otro lado del Atlántico, hace años que millones de mexicanos sortean las barreras impuestas por la policía de fronteras norteamericana y se infiltran en las prósperas tierras que Estados Unidos arrebató o compró con malas artes a México a finales del siglo XIX . El número de los llamados hispanos en los EE . UU. ha crecido de forma tan vertiginosa que un alarmado y xenofóbico ensayo de Samuel Huntington advierte sobre el “peligro” de que esta inmigración inasimilable conlleve la pérdida de los valores fundacionales norteamericanos (que, como sabemos, no han sido nunca ni mestizos, ni hispanos, ni católicos, sino blancos, anglosajones y protestantes).

Tras haber transformado las sociedades inglesa, francesa y alemana en la segunda mitad del siglo XX, la inmigración llega ahora para nutrir (y nutrirse de) las economías europeas más dinámicas. En pocos años Madrid y las grandes ciudades españolas han visto cómo barrios enteros se han llenado de trabajadores ecuatorianos, magrebíes y filipinos. De pronto surgen tiendas de comerciantes chinos, paquistaníes y afganos; las prostitutas rumanas, húngaras y checas desplazan a las locales, y los albañiles polacos, ucranianos y bálticos compiten con los orientales y los sudamericanos en los millares de proyectos inmobiliarios con los que los últimos gobiernos maquillan el magro producto interior bruto español. Según una vieja y perversa fórmula promovida en los años sesenta por los ministros franquistas del Opus Dei, la economía de España se vale de la construcción como locomotora. Se construye, o para el turismo, o para el nuevo proletariado, y de paso, los inmensos proyectos urbanísticos sirven no sólo para dar refugio al dinero negro sino que, por añadidura, dan ocupación a las numerosas empresas que se movilizan detrás de la construcción. Al calor del dinero barato, las legislaciones tolerantes o inexistentes y los ediles ávidos de enriquecerse a cualquier precio, decenas de miles de casas, apartamentos y pisos se han desparramado como hongos en los grandes conurbanos y en las zonas turísticas del litoral sin que nadie entienda por qué o para qué han sido edificados, como no sea para alojar a nuevas camadas de turistas o de jubilados europeos, o para dar cobijo a quienes los han construido: la nueva población de inmigrantes. Entretanto, bandas de irregulares venidos de los Balcanes y de los restos de la antigua Yugoslavia o de la Rumania depauperada asaltan los barrios residenciales de las áreas mediterráneas, mientras los jefes de las mafias rusas se instalan en los pueblos de la costa andaluza que antaño servían como lugares de retiro ingleses y alemanes, y coto privado de los jeques árabes. Los nuevos flujos inmigratorios han cambiado de forma radical, y en menos de una década, el rostro de España, y a ellos se añade, año tras año, la masa de turistas que crece, imparable: en 2006 se alcanzó la escalofriante cifra de 58 millones de personas. Ya sea en el expolio o en la explotación, detrás del desarrollo económico o de la persecución, por todas partes se observa el fenómeno migratorio.

Podría parecer que estas migraciones afectan únicamente a las regiones y países ricos del norte. Falso: Argentina recibe tantos o más inmigrantes de Bolivia, Paraguay y Perú como los emigrantes que expulsa hacia Europa y los EE. UU. La India prospera a un ritmo frenético, pero millares de indios se instalan cada año en los Emiratos del Golfo Pérsico, en Sudáfrica y en Arabia Saudí, y lo mismo sucede con China que, aunque sobrepoblada y emigrante, desde el inicio de su cambio de rumbo y apertura neocapitalista, registra inmensos movimientos internos de población en sus vastos territorios. El campo chino se va despoblando mientras se hacina un nuevo proletariado en las pujantes metrópolis industriales. Y no hablemos de los norteamericanos, que llevan casi un siglo cambiando constantemente de trabajo y de ciudad.

Aquel diagnóstico de Spengler, que ya en 1928 (cfr. La decadencia de Occidente ) hablaba de un nuevo nomadismo como característica de la moderna sociedad occidental, se ha confirmado en toda regla; y aún con creces, porque Spengler no podía representarse entonces la envergadura del desarrollo técnico que hace posible este gigantesco movimiento de masas, y tampoco podía imaginar hasta qué punto las comunicaciones y el capitalismo globalizados harían viable la convivencia de culturas inasimilables y la presencia de comunidades exóticas en escenarios inverosímiles. ¿Podía alguien prever que habría judíos de levita y sombrero de copa en las calles de Buenos Aires y turcos de Anatolia haciendo picnic en los bosques alemanes, o que se admitiese como holandeses a equipos de fútbol formados por surmoluqueños de pelo crespo, ojos azabache y piel oscura? Hoy mismo, el diario La Vanguardia publica en primera plana una foto insólita, hecha ayer en la calle de Sant Pere més Alt, en plena ciudad vieja de Barcelona. Una multitud frenética de chiíes formada por hombres de todas las edades y condición celebra su fiesta comunitaria, el Ashura, con los mismos rituales con que podrían celebrarla en Kerbala: autoflagélandose en público dándose golpes brutales en sus pechos desnudos.

El mundo parece un pasillo del aeropuerto de Chicago o Francfort. Pero esta comprobación es engañosa. Ha habido migraciones en todas las épocas y no hay diferencias de fondo entre la llegada de los antiguos godos al imperio romano en el siglo III y los 34 millones de inmigrantes que desembarcaron en los EE. UU. tras el exterminio de los pieles rojas nativos. Si acaso, causas sociales o económicas, que son irrelevantes (¿hay algo que no tenga una causa socioeconómica?); o ecosistémicas, que no sirven como explicación causal, porque ya se sabe que contra los designios naturales no hay nada que hacer. En cambio, la historia de la humanidad podría representarse como sucesión de fases de trashumancia y sedentarismo. Según el momento, se diría que los hombres pasan de la diáspora a la conquista y asentamiento en territorios, de la errancia a la territorialización, y viceversa, cumpliendo ciclos cósmicos como los que se suceden entre las glaciaciones, o entre los ascensos y las caídas de los grandes imperios o las secuencias de expansión y contracción del comercio mundial. La historia del conflicto fratricida entre el nómada sin escrúpulos Caín y el pacífico agricultor sedentario Abel vendría a dar sanción bíblica a esta alternativa que determina dos maneras excluyentes de estar-en-el-mundo: echar raíces o andar constantemente de un lugar al otro, disposiciones mundanas que interpretarían estilos de apropiarse del espacio vital y de sentirse libre, o dos modos de vivir en armonía con la naturaleza, que unas veces manda quedarnos quietos, y otra, que nos pongamos en marcha.

No son muy distintas las cosas si las pensamos en un plano individual. Hay tipos inquietos que cambian de trabajo o de pareja como quien se muda de camiseta y los hay que se hunden en la melancolía cada vez que por alguna razón, voluntaria, forzada o imprevista, han de enfrentarse a una mudanza. Unos sólo saben reconocerse a sí mismos si transitan por los mismos lugares para hacer siempre las mismas cosas. Para estos, más territoriales –por así decirlo– el mundo es por fuerza un escenario hostil o, cuando menos, peligroso, donde no merece la pena correr riesgos. En cambio, hay otros que presienten el riesgo en ellos mismos, y experimentan cada repetición –la misma casa, el mismo menú, el mismo lugar de vacaciones, las mismas ocupaciones– como una experiencia anticipada de la muerte. A estos últimos se los ve siempre en movimiento, como si escaparan de un fantasma o de la amenaza de la peste. Las actitudes frente al viaje –un sucedáneo de la migración– marcan dos idiosincrasias incompatibles: lo que para unos es contratiempo, para otros es la exaltación que sobreviene con cada escenario desconocido. Bruce Chatwin escribió páginas inolvidables donde compara su pasión de viajero con la pulsión del nómada; y Primo Levi describió su vida como la de un molusco de roca: nació y vivió siempre, hasta su suicidio, en la misma casa. El nómada insatisfecho o el obstinado sedentario representan dos visiones del mundo alternativas pero un mismo modelo de felicidad que se traza y se diseña en –o se refiere a– un territorio.

Las migraciones han tenido su épica (el éxodo de los judíos, la Larga Marcha de los comunistas chinos, el viaje de los Founding Fathers a Nueva Inglaterra, etc.) y sus tragedias (el tráfico de esclavos que llenó de africanos las Antillas, la caída del imperio romano de Occidente, las deportaciones masivas en la Segunda Guerra Mundial, etc.) Detrás de cada una de ellas hay una causa más o menos razonable, pero todas en conjunto responden a una misma humana necesidad: sobrevivir . Lo que hace a las de esta época diferentes no es su naturaleza o su razón, que es siempre la misma, sino su territorio, su lugar (o lugares) de referencia, que ya no tiene límites; y su tendencia, que siempre es reversible. Vivimos en un viaje perpetuo por un lugar sin límites. El sedentario moderno es un nómada que está a gusto en todas partes y, por ello, no ve inconveniente en levantar la tienda en cualquier horizonte, como ha hecho el judío errante desde tiempos ancestrales.

Quizá no sea la migración actual, grande o pequeña, silenciosa o dramática –o sus causas históricas coyunturales– lo que merezca ser investigado, sino el destino de ese territorio cuyos límites se han desvanecido como un espejismo y para siempre. Un solo mundo y un tiempo único, sin hitos ni tradiciones hegemónicas ni matices, un lugar que sólo existe para recorrerlo.

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