No todas las famas son iguales. Una es la meritoria de los griegos, otra la estridente y hueca celebridad que impera en nuestra sociedad. Pero ambas comparten, nos dice Enrique Lynch, una raíz inevitable: la vanidad, que unos saben llevar con gracia y otros con grosera desfachatez.
El filósofo norteamericano Stanley Cavell publicó en 1981 un libro algo extravagante donde analiza los elementos éticos y la moral implícita de las comedias clásicas de Hollywood. En la portadilla de este libro se puede ver una foto de Cary Grant.
Está sentado, vestido de smoking y con el brazo derecho cruzado sobre el respaldo de la butaca mientras mira serenamente hacia el objetivo de la cámara. Atraviesa su rostro una amplia sonrisa, con el gesto típico de autocomplacencia que lo hizo famoso y la profunda hendidura del mentón que habría de consagrarlo como patrón de belleza. Al pie de la foto se puede leer una frase sin referencia que se supone es del propio Cavell. La frase dice así:
“Este hombre, en palabras de Emerson, lleva la fiesta en los ojos; está dotado para soportar la mirada de millones de personas.”
No sé por qué la foto y la frase me impresionaron tanto (por cierto, bastante más que el libro).
Muchas cosas se podrían comentar acerca de esta fotografía. Por una parte, tiene algo gratificante. Alguna cualidad hay en esta imagen que complace de inmediato al observador, probablemente debido a que, como es archisabido, Cary Grant era un individuo con una poderosa seducción personal. No sólo era un hombre muy apuesto sino que, además, a diferencia de otras bellezas que inspiran respeto o circunspección, la suya suscita simpatía, lo cual hace de su perfil como actor un carácter idóneo para la comedia. Cualquier gesto de Cary Grant, un mohín distraído o uno de sus característicos ademanes galantes, basta para que el espectador entable con el personaje representado por él una complicidad que está más allá del papel o de la función que le está asignada en la trama.
En esta instantánea, por otra parte, hay muchos otros elementos que llaman nuestro interés: la indumentaria de etiqueta que Grant luce, como siempre, de forma impecable, el escenario –una elegante reunión de sociedad en un lugar distinguido– y la expresión, que transmite desapego y displicencia que no son ni frívolas ni impostadas: Grant mira hacia la cámara con dominio absoluto de la escena y de su papel en ella, de tal modo que enseguida se nota que el sesgo de la toma ha quedado invertido. Parece como si fuera él y no el fotógrafo, quien nos tiene bajo control. En la relación imaginaria que se establece entre nosotros y la foto, él es la instancia dominante.
A esto se añade la cita de Emerson, que asocia la mirada resplandeciente de Grant con una ocasión festiva y el comentario de Cavell que, por decirlo así, se desmarca de la toma al interpretar la simpática altanería de Grant como el signo que nos traslada a una dimensión paralela de la imagen: lo que importa es que este hombre esté dotado para soportar, incólume, innumerables miradas. En cierto modo, el comentario pareciera implicar que Cary Grant gozó de fama incomparable porque fue capaz de trascender la natural disposición de los individuos a mantenerse ocultos, como aconsejaba Epicuro; y de mostrarse con singular desparpajo, ofreciéndose sin tapujos a la mirada y curiosidad de su prójimo.
Se admite que esta capacidad y las condiciones personales asociadas con ella (la desvergüenza en un sentido que no es moral, el exhibicionismo o la ausencia absoluta de pudor) o bien son atributos de personalidades muy poderosas a las que les tiene sin cuidado la opinión de los demás porque siempre se salen con la suya; o, paradójicamente, son propias de caracteres muy débiles. De hecho, se suele decir que los mejores actores y las actrices más versátiles son los que carecen de toda estima por ellos mismos, que son hombres y mujeres vacíos e inidentificables, cualidades negativas que no obstante les permiten asumir con eficacia y convicción cualquier papel que les encarguen. Pero la frase de Cavell sugiere además otra cosa, no tanto que a Cary Grant le faltara la estima de sí y el recato necesarios cuanto que, por el contrario, poseía una cualidad insólita reservada a los dioses: la capacidad de recibir inmensas cantidades de amor sin corresponderlas; o sí, pero sólo por medio de gestos destinados a ganarse aún más, si cabe, el afecto o la admiración de quienes los observan arrobados.
Todas las grandes estrellas de cine tienen esta virtud y no importa demasiado que sea una habilidad aprendida o innata o que la hayan adquirido porque sean objeto de amor indiscriminado. Semejante juicio sería, por otra parte, indicio de resentimiento. Tampoco tiene sentido pensar que esta capacidad les llega solamente por efecto de su fama. No adquieren el don de soportar la mirada de los demás porque se hayan hecho famosos, más bien es al revés. Se hacen famosos porque ya lo poseen , por eso la fama de que gozan es un misterio.
Se me podría objetar, con razón, que por este procedimiento invierto el sesgo de la mediación que se establece entre el personaje famoso y la admiración de que es objeto, que añado un elemento más a la condición extraordinaria de alguien que goza de fama y no atiendo a ninguna de sus realizaciones, que adopto una actitud esencialista. Sin embargo, está claro que la sociedad y la cultura que han encumbrado a estos personajes no presta tanta atención a sus proezas o realizaciones sino que escoge , por decirlo así, a quién quiere adorar, y muchas veces lo hace a tenor de esta extraña capacidad que es soportar la mirada de millones de personas. Weber lo llamaba “carisma”, nombre que, por cierto, no aclara gran cosa. El carisma del individuo que alcanza la condición de famoso es ante todo la capacidad de serlo , y ser famoso es atraer y soportar la mirada o la atención admirativa de millones de personas. Einstein, pongamos por caso, alcanzó renombre por sus contribuciones sobresalientes a la física y la matemática pero sobre todo ha sido famoso porque de algún modo supo responder como Einstein, como eminencia científica, es decir, supo estar a la altura de su papel de “Einstein”, esa investidura que sus realizaciones lo habían llevado a asumir. Sin embargo, ¿cuántos científicos hay o ha habido que han contribuido en igual o mayor medida que él al conocimiento del universo y, no obstante, son absolutos desconocidos para la mayoría de las gentes? Lo mismo podría decirse de Picasso, quien sin duda descollaba como pintor de genio pero que sobre todo demostró una notoria habilidad para “hacer de Picasso”, un papel que, tanto o más que su obra como artista, le proporcionó fama.
Se suele interpretar la pauta de diferencia que hace de un individuo alguien famoso como un aura que devendría de haber realizado una proeza. Sin embargo, sabemos de sobras que el valor de las hazañas cambia con el paso del tiempo y que el aura de algunos individuos es cualquier cosa menos natural. Durante siglos, Sandro Botticelli figuró como artista en los catálogos y las historias del arte pero sin que nadie le atribuyese virtudes especiales hasta que un crítico, Walter Pater, al que le faltaba un genio para completar su panorama de la pintura del Quattrocento , resolvió incorporar las pinturas de Botticelli a su lista de obras geniales. De este modo un tanto arbitrario, una figura relativamente poco relevante se convirtió en uno de los representantes paradigmáticos del Renacimiento italiano, categoría que sólo más tarde y con criterios comparativos supuestamente fundados en principios teóricos e iconográficos solventes sería corroborada y consagrada por Aby Warburg. El “descubrimiento” del “aura” de Botticelli fue más bien una construcción, lo mismo que su convalidación moderna, cosa que no tiene por qué sorprendernos: lo cierto es que no hay tal aura, ni carisma, a menos que creamos en los espíritus (lo que no es el caso).
La fama no es la exposición o el efecto de ningún aura. ¿Qué entonces? ¿Hay acaso una cualidad innata que convierte en afamado a un individuo y a su obra en sobresaliente, una condición que los antiguos identificaban con lo elevado ( to hypsous , fórmula que Boileau tradujo con la idea de lo sublime) y que se manifiesta en unos pocos tanto como escapa a las facultades de la mayoría? Quizá, pero no hay manera de comprobarlo. Del fundamento de la fama no podemos saber casi nada, entre otras razones, porque su desencadenante es función de los millones de miradas que se concentran en el famoso y, por lo demás, quienes no han alcanzado la fama jamás lograrán dilucidar su misterio mientras que, quienes ya son famosos, guardan celosamente el secreto de su éxito, o están tan ocupados en disfrutar de su condición que no tienen la disposición de ánimo para ocuparse del asunto.
Los griegos antiguos, que lo pensaron casi todo y eran además muy dados a celebrar las muchas dimensiones de la fama, usaban tres categorías diferentes para hablar de ella: distinguían entre kydos , especie de lustre o maná que se gana por haber alcanzado el éxito en alguna empresa; kleos , mérito que no es del hombre sino de su trabajo o de su esfuerzo y que convierte ese trabajo en algo que merece ser narrado; y tym e , es decir, el honor o el estatus que hace a un hombre diferente de los demás. Así pues, los griegos pensaban que la fama llega a quien posee cualquiera de estas condiciones, que siempre son sancionadas y cantadas por los poetas; y aunque es obvio que un personaje afamado puede poseer alguna o todas estas cualidades al mismo tiempo, la clasificación resulta especialmente interesante para nosotros porque no sólo nos permite discriminar entre modelos de fama sino entre formas de rendirle culto, o sea, entre diferentes maneras de mirarla. Se diría que a cada fama corresponde un tipo de mirada, un estilo en la admiración. Y, si echamos una vista hacia el pasado, comprobaremos que hay épocas en que una manera de lograr la fama predomina sobre las otras, aunque siempre sucede que el personaje famoso que es mirado –o sea: odiado, vigilado, imitado, envidiado, escrutado…– es ad -mirado por sus actos, o por su jerarquía descollante o por haberse transformado en otra persona en virtud de circunstancias excepcionales.
En el carisma del famoso reconocemos sobre todo su sombra. Sea kydos, kleos o tim e , la fama es una sombra, pero a diferencia de la sombra corriente, no sigue sino que precede y anuncia al individuo famoso. Rudyard Kipling en The man who would be king nos da una versión plausible de este fenómeno cuando describe la portentosa transformación que sufre Daniel Dravot, el aventurero inglés que, tras salvar la vida por casualidad en un combate, se convierte en una especie de semidiós para las tribus afganas. Igual que le sucedió hace veinticinco siglos a Alejandro Magno, en la novela de Kipling el temerario masón inglés Dravot gana batallas sin necesidad de librarlas, por la sola resonancia mágica que, a los ojos de los primitivos afganos, acompaña todos sus movimientos. Es la versión desencantada de la gesta del macedonio que, tras derrotar a los persas en Gaugamela, se lanza a la conquista de Asia. Nada impide el avance de Dravot que, precedido por su fama, recibe constantes vasallajes y tributos sin realizar un solo disparo. Sus hazañas, como las de Alejandro, ya no son correlato de ningún portento ni reflejo o resplandor de ningún aura. No es la estela de un paso ni una composición ex-post creada por admiradores sino una condición casi transcendental como la que se alude en el conocido adagio envidioso: “Hazte fama y échate a dormir”. La historia de Dravot, como la de Alejandro Magno, podría servir como parábola: se llega a ser famoso cuando ya no es preciso demostrar nada, cuando la fama, sombra prodigiosa que nos precede, nos exime de toda realización. No es preciso probar lo que somos: una vez alcanzada la fama basta con dejarse anunciar por ella.
Ahora bien, esta sombra que anuncia al famoso suscita un tipo diferente de prestigio: la fama de la fama, que es lo que atrae poderosamente la atención de quienes desean medrar a toda costa. Los que dedican ingentes esfuerzos y energías y cometen toda clase de iniquidades para ascender en su posición relativa o para alcanzar méritos y reconocimientos que, por naturaleza, no les está dado detentar, adoran la fama de la fama. No procuran alcanzar una condición que les dará renombre sino que buscan la fama que los entronizará en una posición. Son los que inflan sus curricula , los que verifican el centimetraje en el espacio que les dedica la prensa o comprueban si lo que han publicado está en página par o impar y llaman una y otra vez a la redacción para apoyar sus artículos, o bien se esmeran en adular al poderoso o al personaje influyente que, en su imaginación y en su esperanza, puede darles la notoriedad que sus propios actos o virtudes no consiguen reportarles. En todas las épocas y en todos los medios ha habido individuos así, pero sólo en nuestras sociedades, donde ya no hay jerarquías naturales y se han roto todas las estirpes y las tradiciones, los patrones de la notoriedad y de la fama han sido sustituidos por la lista curricular de los méritos o por el culto a la celebridad. De este modo se da pábulo, profesión, aliento y esperanza a una verdadera hueste de advenedizos. De ahí que, aunque en cierto modo nuestras sociedades, que abominan de las esencias, son más justas y equitativas, al mismo tiempo, son mucho más vulnerables a la acción de estos individuos inesenciales que carecen de escrúpulos; y sucumben al arribismo, la demagogia y la trivialidad, porque los ardides de los arribistas y de los que medran a toda costa casi siempre dan resultado. El escenario entero de la vida moderna: la política, la cultura, la economía, el arte, las instituciones académicas y científicas, los deportes, los medios de comunicación, etcétera, allí donde haya público, está colmado de esta especie de individuos, lo que muestra sin lugar a dudas que el medrador tarde o temprano se sale con la suya. La archicitada boutade de Andy Warhol (“A todo el mundo le llegan en algún momento los quince minutos de celebridad”) no hace más que sintetizar, en forma de eslogan, una pauta vigente en todos los órdenes de la existencia contemporánea.
Pero ¿es ésta la fama de la que hablaban los griegos? Yo diría que no; que, como sagazmente ha observado Zygmunt Bauman, nosotros llamamos “fama” a su variante plebeya: la celebridad , versión democrática y populista que, como fenómeno social, resulta harto notable en España, una sociedad que ya era plebeya antes incluso de que se hiciese democrática. Quizá sea en la sociedad española donde se muestra la celebridad en toda su obscena, flagrante y rotunda presencia. A diferencia de lo que sucede con la fama, que precede y, por esto mismo, redimensiona a quien la detenta, la celebridad es como un reguero o el eco que produce el murmullo ensordecedor que sale de los comistrajos de la plebe. La sociedad y la cultura españolas conocen muy bien este ruido cuya resonancia más notoria se difunde a través de la denominada prensa rosa o del corazón, pero cuya pauta llega a todos los ámbitos, incluso a la forma en que se resuelven las querellas políticas y la discusión de los asuntos públicos, trátese de quién ha cometido un atentado cruel o de especular acerca de un noviazgo en la Casa Real o de una complicada operación financiera. El precio de la celebridad lo pone una habladuría y se inscribe en la conciencia de las gentes en forma de cháchara de tertulia. Que estas tertulias sean hoy en día públicas, televisivas, radiofónicas o que se propaguen en los chats o en el marco de algún blog muy visitado, es lo de menos. La tertulia española es casi una matriz constitutiva del trasiego de la opinión y el cotilleo y en cierto modo, la expresión de la autoconciencia nacional más auténtica, de donde la condición de ser célebre en España sólo llega merced a alguna habladuría. “Que hablen de mí, aunque sea mal”, decía (según he oído, por cierto, de una habladuría) Dalí, astuto instrumentador de los mecanismos que rigen la notoriedad y personaje célebre entre todos los personajes célebres.
Sin embargo, la fama es, como decía Jon Elster, un estado que es “esencialmente subproducto”, como el sueño o la lujuria. No acontece como resultado de un acto deliberativo, de una decisión. Un individuo se hace famoso pero no decide o escoge serlo, tan sólo puede decidir hacerse célebre . En efecto, puedo echarme a descansar pero el sueño, como un dios, viene o no viene (y no digamos, la lujuria). La celebridad, en cambio, puede ser y es objeto de programa y de estrategia, incluso a veces consiste en inventarse a uno mismo como personaje. Así confiesa haberlo hecho, por ejemplo, Carlos Barral cuando describe con detalle en sus memorias la forma en que dispuso transformarse en “Carlos Barral”. No dejó nada a la improvisación: escogió su vocabulario personal y su indumentaria, hizo suyas las referencias marineras, la pipa, la barba recortada, la capa negra, la melena ensortijada, la camisa desabotonada en el pecho que dejaba a la vista varios collares dorados desparramados. Hasta el Capitán Argüello , su pequeño barco, pasó a formar parte del personaje que Barral había creado para sí con tanta eficacia como sus poemas.
El desplazamiento de la fama por obra de la celebridad es un fenómeno típico de la sociedad individualista e igualitaria en la que vivimos y, como proceso, es irreversible. Es nuestra manera de elaborar la vanagloria, puesto que fama o celebridad se sostienen en una misma enfermedad del deseo, la vanidad , aquel vicio que los viejos moralistas griegos y romanos no se cansaban de desaconsejar en sus máximas pero que, como prueba la experiencia de todos los tiempos, no puede separarse de la condición humana, quizá porque sirve a la afirmación de uno mismo en medio de la nada. La vanidad nace en la experiencia del amor materno, como la mayor parte de los defectos y los vicios que abruman la vida adulta de hombres y mujeres sin distinción; y siempre dice lo mismo: se manifiesta como un reclamo obstinado de llamar la atención –cuando mamá no nos ha querido tanto como hubiésemos deseado; o como pulsión de repetición –cuando mamá nos ha mal acostumbrado a gozar de unos favores que sólo ella es capaz de dispensarnos; y como hay muchas maneras de ser madre también hay muchas, infinitas, maneras de ser vanidoso. Unas son divertidas o buenas y otras son insoportables para los demás, pero lo cierto es que sin vanidad no habría ni arte ni escritura, no habría erotismo ni música, las mujeres tendrían vello y bigote y los hombres mal aliento y muy probablemente no habría nada cómico ni irónico en nuestros intercambios. Nadie escapa al influjo de la vanidad, poderoso temple que surge de ese amor por uno mismo que en última instancia es lo que nos sostiene con vida y nos hace esperar que alguna vez nos sobrepondremos a la desgracia de haber nacido. De manera que más vale desconfiar de quienes se reclaman libres de su influencia. Con toda razón observa Montaigne que es inútil luchar contra la vanidad de la fama, porque incluso quienes se enorgullecen de haberse sobrepuesto a ella no suelen resistir la tentación de hacerse famosos por haberlo conseguido, lo declaran o lo escriben o lo hacen saber por cualquier gesto, ya que ningún placer tiene sabor si no se encuentra a alguien a quien comunicárselo.
Por otra parte, el deseo de hacerse famoso es también un intento desesperado, aunque callado, de escapar a la muerte, en la inútil esperanza de que más tarde estaremos de alguna forma en condiciones de verificar cómo hemos escapado a ella. Más aún, creemos que una vez alcanzada la inmortalidad a través de la fama, seguiremos gozando de ella.
No obstante, en el anhelo de fama, no en el afán de celebridad, hay algo más que la característica vanidad o la ambición infantil del trepador. Puesto que la fama es también una forma especial de la experiencia de uno mismo, alcanzarla implica representarse a través del conocimiento real o imaginario que de uno tienen los demás. En este sentido, quien desea la fama, por una parte la anhela como compensación a su finitud, ganado por la certera conciencia de que va a morir, pero también como parte de un extraño deseo de objetividad . En efecto, al famoso le cabe el premio de haber conseguido escapar, por una vez, a esa cárcel inexpugnable que es el yo.
Quizá sea eso lo que muestra Cary Grant, hombre inconmensurablemente famoso, cuando se dispone serena y displicentemente a la mirada de los otros.