Las relaciones entre Estados Unidos y Europa han consistido, en el último medio siglo, en acercamientos y alejamientos casi pautados. Sin embargo, como apunta Valentí Puig, la Nueva Europa que viene del Este es, por encima de todo, atlantista.
Europa y los Estados Unidos ya se desconocen lo suficiente como para andar coqueteando, pero no están todavía en el momento de repartirse los discos y los regalos de boda. Salvo una crisis de gravedad o una ofensiva terrorista a gran escala, no habría mutaciones en la política exterior norteamericana a partir del resultado electoral de noviembre. Para la relación trasatlántica, en el mejor de los casos pudiera confiarse en una sincronización evolutiva en cotas compartidas. No es un “dramatis personae” para un divorcio dramático pero ambos cónyuges han organizado sus vidas por áreas ostensivamente autónomas y lo que queda en común es de configuración muy discreta. Después del fracaso del Tratado Constitucional en 2005, su versión light –el Tratado de Lisboa– está siendo aprobada. Cuando los Estados Unidos tengan un nuevo presidente, la Unión Europea habrá superado el impasse institucional y dispondrá del sistema de normas que consistió en rebajar los contenidos del Tratado Constitucional desaprobado por la ciudadanía de Francia y Holanda. Pero, dada la naturaleza de la Unión Europea, eso no significa que el terreno quede despejado sino que otro escenario estará a disposición de otra crisis. Las debilidades del euroatlantismo son algo endémico y en progresión acumulativa. En Afganistán, la OTAN está presente en la defensa de los fundamentos de la sociedad abierta frente a la beligerancia teocrática de los talibanes, pero de forma tal vez inevitablemente característica de una alianza militar que ha ganado su gran guerra sin disparar un solo tiro, eso la lleva a una extenuación que a momentos parece insostenible. El grado de compromiso de las distintas fuerzas y las aportaciones de financiación varía en grados que deterioran toda concordación estratégica. Por ejemplo, en el caso de una de las fuerzas participantes, sus helicópteros no vuelan después del anochecer. Es una restricción que ha condicionado operaciones conjuntas y que en no poca medida da ventajas al enemigo. Entre los distintos contingentes, las normas de implicación en el combate varían también. Unos están en la capacidad ofensiva y otros se resguardan a la defensiva. La discrepancia es tan grave que podría derivar en centrifugación del atlantismo. Afganistán es ahora mismo la prueba de fuego para la consistencia real y perdurable de la OTAN. Concretamente, Washington está ejerciendo la máxima presión sobre Berlín. No es insignificante que Robert Gates, secretario de defensa norteamericano, acepte que la renuencia de la opinión pública y de los gobiernos europeos a una mayor participación en Afganistán tiene algo que ver con los desacuerdos entre Europa y los Estados Unidos en la guerra de Iraq. Al margen de esta circunstancia, la evidencia es que a los gobiernos europeos y a los países-miembros de la OTAN en general –Canadá, por ejemplo– no les entusiasma la idea de seguir implicados como hasta ahora Afganistán ni mucho menos de implicarse en mayor grado.
Tras la caída del muro de Berlín y años después, con una Unión Europea de Veintisiete Estados-miembro, a veces se diría que los Estados Unidos asumieron esa realidad antes que una Europa que se había acurrucado a este lado del Telón de Acero. Fue George Bush senior quien primero creyó en la unidad de Alemania. A los cuarenta del espectáculo parisino de 1968, incluso la conmemoración de aquella fecha sigue siendo una inercia, porque el inicio de las acciones de protesta corresponde a Varsovia y no al anfiteatro de la Sorbona. Neal Ascherson explica en OpenDemocracy.net que la primera revuelta estudiantil de 1968, año de esperanzas milenarias y de insurrecciones juveniles, tuvo lugar en Varsovia, a causa de la representación de Víspera de los antepasados de Mickiewicz en el Teatro Nacional. A instancias de la nomenklatura y del embajador soviético, la obra dejó de estar en cartel. El contraste es de alta tragedia: mientras en la Europa libre y en las universidades norteamericanas se preparaba el estallido de la contracultura –cuyo requisito es la muerte del padre–, en Varsovia era el imposible afán de escuchar la palabra del poeta nacional, el eco del Pan Tadeusz , lo que llevaba a los estudiantes a la calle. La futura disidencia nutría su textura moral en los versos de Mickiewicz; en París se iban a plagiar viejos eslóganes surrealistas. Con motivo habló Raymond Aron de psicodrama. Desalojados del Teatro Nacional, los polacos fueron al monumento a Mickiewicz, donde la policía les recibió a golpe de porra. Comenzaron las detenciones. La protesta iba a durar meses. Estaban Adam Michnik, Kolakowski, Zygmunt Bauman. Mientras tanto, en Checoslovaquia, el imposible rostro humano del socialismo tenía un breve respiro con las reformas de Dubcek.
Cuarenta años después, proseguimos con la mitología averiada de mayo de 1968. Un año más que heterogéneo: reinventar la sociedad en clave psicodélica, perder la guerra de Vietnam en Washington, pétalos del Flower Power, matanzas entre ibos y haussas en Biafra, asesinatos de Bobby Kennedy y del reverendo Luther King, fundación de la opep , la Noche Triste en México DF, los adoquines de la Rive Gauche, pero sobre todo la represión de la Primavera de Praga, lo más serio de aquel 1968. Otro envite contra el totalitarismo correspondido por otra macroagresión contra la libertad. Y precisamente en la Europa que ahora es parte de la Unión Europea y de la OTAN, la nueva Europa que con más claridad entiende lo que los Estados Unidos significan para Occidente.
El eje París-Berlin ya no es lo que era. La política exterior y la “definición progresiva de una política de defensa común que pueda conducir a una defensa común” navegan en un mar de equívocos, aunque quede aprobado el Tratado de Lisboa. Frente a quienes desean que los Estados entren en proceso de delicuescencia, no hay otra Europa que la de los Estados. Por ahora, toda democracia requiere de un Estado, de un territorio y de una demografía.
En la fase que comience con un nuevo presidente en la Casa Blanca, cualquier afán omnisciente de contribuir a la expansión de la democracia – nation building – queda entre paréntesis. A lo sumo, sea por retracción o por lógica evolutiva, el hard power concentraría sus energías en operaciones de estabilización o en el mantenimiento del orden democrático allá donde amenazas exteriores, la inestabilidad o unos fundamentos democráticos precarios aconsejasen in extremis el uso de la fuerza en términos de comunidad internacional. Mientras, el soft power todavía está siendo puesto a prueba y sus primeros resultados no parecen de naturaleza irreversible. ¿Cuál es así la posibilidad de una Europa-potencia?
Las nuevas fricciones entre Rusia, Estados Unidos y Europa reactivan incomodidades que suponíamos instaladas en los museos de la Guerra Fría. Lo actual, de todos modos, no es una repetición del pasado: la perversión ideológica que sustentó el gigantismo de la Unión Soviética no corresponde exactamente al nacionalismo ruso de Putin que vitaminan los petrodólares. Pero tal vez sean los mismos instintos de la vieja Rusia. Eso es, la geografía. Rusia quiere ser determinante en la cuestión de Irán o en el futuro de Kosovo. Serbia vuelve a ser su aliada de siempre. La reciente firma de los acuerdos para el traspaso de los sectores del gas y petróleo serbios a los auspicios de la Gazprom rusa reescribía una alianza ancestral. Es el proyecto hegemónico de Putin frente al proyecto europeo Nabucco. Mientras Europa practica la oferta de abalorios con la Serbia deseosa de integrarse en la UE, Moscú y Belgrado pactan una alianza estratégica. Rusia está proponiendo nuevos sistemas de control de armas.
En la Unión Europea, de acuerdo con la experiencia histórica, tiene un valor estrictamente retórico –como prótesis de la virtualidad institucional– aquella acción política que plantee la utopía como sístole y diástole de un determinismo de integración y de supranacionalidad in progress . Lo que estamos viviendo es la adaptación de los Estados-nación de Europa a un nuevo orden económico y a su redimensión, pero no a su extinción. Es más: el fracaso del Tratado Constitucional ha impuesto conclusiones que, si bien a menudo no se explicitan, resultan contundentes: más allá del eurorrealismo solo hay verbalidad. La Europapotencia será practicable, en su caso, por transacciones entre intereses nacionales y no por su eclipse en nombre de la idealidad supranacional. De otro modo, la persistencia en el irrealismo incrementará hasta extremos grotescos la distancia entre los pueblos y la Europa institucional.
En los próximos años, el eurorrealismo ha de consistir en tramar con consistencia la Europa de los Veintisiete, comenzando por reformas económicas y relegando los experimentos institucionales. Por su parte, los objetivos más positivos del euroatlantismo serían consolidar consensos trasatlánticos sobre mínimos muy construidos y desbrozados.
Sobre Iraq el dilema es el de la botella medio llena o medio vacía; respecto a Irán, los matices son los del palo y la zanahoria. La envergadura del enigma chino puede alterar el lenguaje del orden internacional. ¿Será la Unión Europea una potencia o se limitará a estar presente como un espacio en no poca medida al margen de un mundo en el que el nuevo orden internacional se esboza con oleoductos, contrafuegos antiterroristas, registros de patentes, megafusiones y grandes migraciones? Todo lo que sabemos es que orden y caos suelen ser un relato más brutal que contemplativo.