Revista de Occidente

Deseo de Japón

por Julio Baquero Cruz y José Pazó Espinosa

Revista de Occidente nº 334, Marzo 2009

El rumbo del imperio

Según el famoso verso del obispo Berkeley, el rumbo del imperio se dirige hacia Occidente: «westward the course of Empire takes its way». Victor Hugo también se hizo eco de ese lugar común: como la aurora, la civilización nace en Oriente («comme le jour, la civilisation a son aurore en Orient»), se extiende por Asia, la abandona por África y deja a ésta por Europa en un viaje imparable alrededor del mundo que seguramente, predecía el escritor francés en 1829, la llevará hasta América.

A América llegó, en efecto, y de América se va. En el lento ocaso del último imperio y del difícilmente sostenible consenso de Washington, el nuevo destino manifiesto del globo, siguiendo la deriva continental, es atravesar el Océano Pacífico y volver a Oriente: el Occidente de Occidente. El eje del mundo está cambiando o ya ha cambiado. India y sobre todo China producen prácticamente todo lo que Occidente consume, y se consumen por adoptar el modo de vida americano. Japón, precursor en el sincretismo entre la cultura nacional, la occidentalización y la modernización, es el modelo a seguir o a evitar, en un camino lleno de peligros.

Para comprender qué está pasando y qué puede pasar en el Este de Asia tal vez no sea mala idea fijarnos en lo que sucede en la sociedad, la economía, la política y la cultura japonesas. Los trabajos reunidos en este número de la Revista de Occidente, convertida por un mes en Revista de Oriente, muestran aspectos a veces fascinantes y otras veces inquietantes, pero siempre sugerentes, del presente o del pasado de Japón, ese Japón que se ha ido convirtiendo en un objeto de deseo -del deseo occidental- vacilante, huidizo, lleno de claroscuros.

Tanto que en cierto modo Japón no existe: es un mundo de ensueño en el que nos refugiamos cuando queremos huir del nuestro. A esa irrealidad podemos llamarla deseo de Japón. Deseo de una vida más ligera y a la vez más profunda, una vida sin esencias, salvo la esencia de no tenerlas, una vida en la que sólo hay procesos y disgregación, una vida descentrada, desequilibrada, diferente, una vida sin deseo.

El deseo en Japón

En japonés, deseo es 欲望(yokubo¯). 欲(yoku) significa pasión, anhelo, apetito, mientras que 望(bo¯) significa esperanza, ambición. El deseo está unido a la acción de desear y a la esperanza de la satisfacción del deseo. Curiosamente, 望(bo¯) es también «luna llena», por lo que su significado está relacionado con las ideas de lo pleno y lo inalcanzable.

En los diccionarios también vemos su relación con el impulso, la excitación sexual. Así pues, el deseo es una excitación, y la física nos dice que una partícula excitada es aquella a la que le falta o le sobra algo para estar en equilibrio. El deseo es, por tanto, la carencia o el exceso de algo que se considera fundamental, inherente al ser. Un ser deseante es un ser excitado. Una sociedad deseante es una sociedad a la que le falta o le sobra algo, una sociedad cargada por exceso o por defecto.

El budismo, que reconoce ese deseo como una cualidad desequilibrante, no ve en su satisfacción una vuelta al equilibrio. En Occidente ha triunfado la metáfora atómica: colmar un deseo devuelve el átomo a un estado de equilibrio. Oriente, por el contrario, no cree que colmar un deseo restablezca equilibrio alguno. El deseo es un monstruo insaciable. Colmarlo no calma. A un deseo sigue otro en una carrera sin fin. ¿Qué hacer entonces sino intentar que el deseo simplemente desaparezca? ¿Y como acabar con él?

Estas cuestiones informan gran parte del pensamiento hindú en su desarrollo hacia Oriente. En ambos territorios y sociedades aparecen formas de pensamiento y de ascesis que se proponen acabar con el deseo, pero ninguna tan clara, tan democrática y tan concentrada en este punto como el Chang chino o el Zen japonés. En las islas de Oriente es donde el ataque contra el deseo se desarrolla de forma más tenaz y constante. Los monjes Zen se esfuerzan durante siglos en presentar la alternativa más rotunda al deseo: el 無(mu), prefijo negativo «sin», que encarna el vacío. El «sin» del 無門間(Mumonkan), la puerta sin puerta, el libro de Koan que es la puerta que no es puerta pero que conduce al mundo sin deseo.

El Chang, el Zen, el Mumonkan, tratan de cortar el deseo de raíz: desde la palabra. El Zen se propone sobre todo la comprensión intuitiva de lo que Saussure explicó desde la racionalidad: que el lenguaje es un sistema arbitrario de signos. ¿Qué subyace a la arbitrariedad de ese sistema? Fundamentalmente, la posibilidad de que el pacto arbitrario entre significante y significado pudo haberse hecho de otras mil maneras. Este mensaje, de forma velada, a veces indirectamente, a veces con una desnudez estructural, es parte del sustrato cultural japonés, y fuente de la fascinación que la cultura japonesa posee para los extranjeros. Los significantes son diferentes, los significados también, y Japón se presenta como un baile de significados y significantes en el que las cosas son lo que parecen, lo que esperamos, y a la vez no lo son. Una danza desconcertante, connotacional, saltarina y esquiva. Los signos son arbitrarios, la realidad es arbitraria -parecen decirnos sin cesar.

En su forma más selecta, lo japonés ofrece la calma del vacío, el sentido de la falta de sentido, el orden de la vacuidad, la satisfacción de lo que nunca se ha de llenar. El ikebana se caracteriza por el vacío entre las ramas, la caligrafía por los espacios en blanco, los jardines de roca por la ausencia de elementos decorativos, la ceremonia del té por los silencios. La forma más elaborada e íntima de comunicación en Japón es el harago, el lenguaje del hara, el bajo vientre, donde está el ki, el espíritu: es el lenguaje del silencio. En el primer koan del Mumonkan, un monje pregunta al maestro Joshu si un perro tiene o no tiene naturaleza de Buda. Joshu responde: 無. El vacío, la nada. Si un perro es Buda y no lo es, y sobre todo es vacío, ¿qué será el hombre? ¿Y la mujer? ¿Qué es la identidad sino un juego?

En su forma más popular, lo nipón no tiende al vacío sino al juego del sistema semiológico, a la elección oblicua del significante o del significado; una estructura y un sistema dirigidos por la falta de un dios único y regente, de un «nombre del padre» lacaniano absolutizador de los sentidos y de los significados. El mundo popular japonés, el Kabuki y el ukiyo-e son espacios de solaz hechos por campesinos y artesanos, enraizados en el objeto en sí y en el dios que cada objeto tiene dentro, que vive en él y puede salir en cualquier momento para llevar a cabo ante nosotros una representación de seres de ultratumba, viejos transmutantes y fantasmas. La replicación, el automatismo, el robotismo, el culto a la esencia son los materiales de ese mundo. Hoy en día, el anime. Como signo, mi circunstancia me define, dependo del contexto. Japón es históricamente lo que su contexto le dicta: un signo que se redefine con energía incesante en medio de una gran esquizofrenia social.

Estas dos tendencias, la culta y elevada hacia el vacío y la popular hacia el animismo, el budismo (como manifestación culta) y el shinto (como culto popular), desembocan en una abstracción muy temprana. Mientras que en Occidente el camino a la abstracción es lento y sigue un desarrollo lógico (primitivismo, realismo, impresionismo, vanguardias), en Japón la llegada a la abstracción es abrupta, carente de un desarrollo artístico o científico lógico, sin una construcción histórica que la justifique. Japón aterrizó en la abstracción cuando del ojo izquierdo de Izanagi surgió Amaterasu, del derecho Tsukuyomi y de la nariz Susanoo, en el más puro estilo de los dibujos animados. Los japoneses comienzan a admirar el

sakura -esa práctica de abstracción festiva- hace muchos siglos, y la contemplación de unos pétalos les lleva a unos significados profundos relacionados con la belleza, la fugacidad de las cosas, el nacimiento y la caída. Frente a la calavera metonímica del teatro occidental, los pétalos del cerezo son una metáfora que cada año repiten millones de japoneses para reencontrarse con unos significados concentrados en las diminutas hojas rosadas: belleza, nacimiento, plenitud, caída, muerte. La pasión analógica de Cristo adopta un sesgo casi digital: el pétalo o su ausencia.

La tendencia a la abstracción define toda la cultura japonesa. Un japonés es capaz de leer un haiku de Basho en la soledad de su cuarto y vivir la naturaleza más intensamente que si estuviera inmerso en ella. Puede sentir un pino en la descripción del viento en un poema, ver el mar en un diminuto recinto de grava, observar el universo en un jardín en el que no caben veinte personas. El platonismo, el mundo analógico y las correspondencias no han existido allí. La representación no tiene por qué parecerse a lo representado, esa obsesión compulsiva occidental, sino que debe subrayar su condición de simulacro. La primavera se anuncia los primeros días del invierno y la luna entre dos amantes es la presencia mediadora que los une. Las cosas son su esencia, aunque al final esa esencia no sea más que otro significante arbitrario. Lo que hay que hacer es aprender a sentir esa esencia. Concluido el aprendizaje, el mundo penetra en el individuo y ya nunca le abandona. Le basta un olor, una palabra, un reflejo, un diminuto recuerdo.

Reducir el deseo al vacío, a la nada, es tarea de monjes elegidos, de bodhisattvas. Reducirlo a la abstracción y a la representación, a la desnaturalización y, en última instancia, a la humanización extrema, es tarea de japoneses. No deberíamos hacerlo, pero si nos abandonamos al deseo, lo que nos espera al final es lo humano. Los límites no son otros que los que dicte la propia naturaleza humana. Si dejamos que la pasión cree un imperio de los sentidos, lo que ocurra será comprensiblemente humano, incluida la destrucción. Tras ese final el mensaje seguirá siendo siempre: 無. El silente sentido del vacío y de la nada.

Caminos del ser

Mientras que en la cultura japonesa la respuesta extrema al deseo es el vacío, el pensamiento occidental nos dice que «la conciencia es Deseo», que nuestra conciencia surge del deseo, que sin deseo esa conciencia no puede existir. Para el occidental, la plenitud del deseo satisfecho conduce a la felicidad absoluta, al ser perfecto, mientras que la infelicidad es el resultado del deseo insatisfecho. Eliminando el exceso de deseo -en ningún caso negándolo en su totalidad- o aumentando nuestra capacidad de conseguir lo que deseamos se alcanza igualmente la felicidad. El deseo es el negativo del poder. Entre ambos se encuentra la imaginación deseante. De modo que estamos atrapados en una rueda sin fin de deseo, destrucción y nuevo deseo. Nuestro deseo siempre es deseo de lo otro, de lo diferente, de lo que no tenemos, de lo que no comprendemos, de lo que nos elude y se nos escapa. Ese otro, tratamos de abrazarlo, de asimilarlo a nuestra conciencia, de devorarlo para que deje de ser diferente. Es la paradoja del deseo: tiende a destruir su propia razón de ser. Transformando el deseo en parte del ser deseante, destruye lo que le hace vivir.

En la clasificación de los seres del rokudo¯, hay kami (númenes), ningen (hombres), asura (titanes, guerreros cuyo karma les lleva a la lucha constante), chikusho¯ (animales), gaki (espíritus insaciables), los más interesantes, seres hechos de deseos y apetitos sin fin, representados con grandes barrigas, gargantas finas como una aguja y bocas diminutas; y por último jugoku, las criaturas del infierno, en el peldaño más bajo de la cadena del ser, una cadena en la que todo participa de todo, que más que una taxonomía nos ofrece unos caminos del ser, en la que no hay división entre lo humano, lo numérico y lo animal, en la que el hombre puede llegar a ser y en cierto modo siempre es en parte un kami, y un gaki, y un jugoku, en la que cada categoría encierra todas las demás. No en vano se dice que hay Budas en el infierno y algo del infierno en cada Buda.

Para Borges y Foucault, la clasificación de una supuesta enciclopedia china es el arquetipo de un saber incoherente y arbitrario. Por esa razón, pensamos en Occidente, Oriente no piensa ni hace ciencia: no clasifica, no comprende ni quiere comprender, no sistematiza, no tiene lógica. Pero la clasificación del rokudo¯ no es irracional: responde a otra lógica no menos implacable; el hombre, a menudo, aparece como gaki, su deseo es insaciable y se encuentra junto al animal, arrastrado por sus instintos, e incluso por debajo de él, pues podría ser de otro modo y no lo consigue. Es un deseo que se devora a sí mismo. No funda el ser ni el yo, como en el pensamiento occidental, sino que lo deshace. A esta concepción eminentemente negativa del deseo corresponde una concepción del tiempo que no puede ser más distinta de la de Occidente. El tiempo no tiene principio ni fin, no es una flecha tendida hacia el futuro, no es pura teleología, como en el cristianismo, sino que tiende al reposo, a la circularidad, a la rueda interminable de creación y destrucción. Un hombre así es un hombre sin telos, sin deseo, sin cuerpo.

Cuanto más grande es la barriga del deseo más fina es la garganta y más pequeña la boca. Al final resulta imposible tragar. El gaki, espíritu insaciable que muere de hambre o acaba explotando al no poder digerir todo lo que traga, puede identificarse con el hombre occidental, juguete de deseos postizos. El hombre del rokudo¯, en cambio, trata de liberarse de la enfermedad de la conciencia y de la ilusión del yo: lo único que desea es liberarse de la esclavitud del deseo. Ese hombre no tiene nada que ver con el gaki.

Su garganta es capaz de llenarse de todo y de ser todo eso con lo que se llena, pero no tiene una barriga para digerir y asimilar lo que traga, porque no traga ni digiere, no tiene cuerpo, es él quien se abre a las cosas y se pierde en ellas.

Cada conciencia se edifica sobre un deseo que luego secreta y administra. No sólo cambia el objeto del deseo: también cambia la forma de desear. Deseo de Japón: no sólo es Japón, lo otro, lo que deseamos. En el fondo deseamos el deseo japonés, un deseo vacío, neutro, un grado cero del deseo que a cada instante construye y destruye la conciencia japonesa.

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