«Las islas se denominan así (insula) porque están in salo, en el mar». Son palabras de San Isidoro de Sevilla, quien a continuación menciona «las más conocidas y de mayor extensión»: Britania, Tánatos, Thule, Las Orcadas, Scotia (Escocia), Gadis (Cádiz) y las Islas Afortunadas (...), «situadas en el océano, enfrente y a la izquierda de Mauritania, cercanas al Occidente de la misma y separadas ambas por el mar»:
Las Islas Afortunadas nos están indicando con su nombre que producen toda clase de bienes; es como si se las considerara felices y dichosas por la abundancia de sus frutos. De manera espontánea producen frutos los más preciados árboles; las cimas de las colinas se cubren de vides sin necesidad de plantarlas; en lugar de hierbas, nacen por doquier mieses y legumbres. De ahí el error de los gentiles y de los poetas paganos, según los cuales, por la fecundidad del suelo, aquellas islas eran el paraíso. (Etimologías)
San Isidoro pensaba que el Paraíso Terrenal estaba en Asia, y desde luego en una isla, como también mantendría más tarde, en el siglo VIII, Beda el Venerable, según una tradición existente ya en la Antigüedad grecorromana, que había imaginado un sinfín de islas paradisíacas, de los Campos Elíseos al Jardín de las Hespérides. Con estos antecedentes, no es de extrañar que muchos asocien las islas al Pecado Original.
Además, puesto que en ellas parece haber quedado incompleta la tarea, acometida por Yehová en el Génesis, de separar el agua de la tierra, se justifica también la definición que los diccionarios dan de las islas como espacios de naturaleza intermedia.
El mundo es una isla, dirá el geógrafo Estrabón, y al mismo tiempo cada isla es un mundo. Las islas pueden ser perdidas, maravillosas, fantásticas, desiertas, peregrinas, lugares del mito, de la utopía, del descubrimiento científico, de la soledad, del aislamiento, del exilio; bienaventuradas y funestas. Espacios de alteridad, recintos clausurados sin clausura. Islas-islas e islascontinentes. Islas que a veces se convierten en penínsulas, o que se multiplican en archipiélagos -digamos de pasada que, como en otro lugar ha recordado Frank Lastringant, el autor que abre este número de Revista de Occidente, Archipiélago fue en un principio el nombre propio que designaba el Mar Egeo, «el mar primero», «el mar principal»: por transformación semántica se pasa de un mar que tiene islas a un conjunto de islas en medio del mar. El prestigio de las islas, su aura mágica, el deseo de recuento y clasificación que provocan, justifica la importancia que los islarios (ampliamente tratados en esta monografía) tuvieron un tiempo en la cultura occidental. Una enciclopedia de lo conocido y lo desconocido, un artificio clasificatorio imprescindible al que recurren todo tipo de iconografías.
En la monografía que presentamos, que combina los enfoques y discursos de disciplinas como la geografía, la mitología, la semiótica, la historia, la economía, el arte o la filosofía, el lector verá surgir constantemente las oposiciones semióticas que se encuentran en la misma definición de isla: oposiciones entre lo continuo y lo discontinuo, lo conocido y lo desconocido, el dentro y el fuera, lo indefinido y la forma, inseparable de la existencia de bordes, confines, fronteras. La conciencia hipertrofiada de esos límites es tal vez la marca de la isla, lo que mejor consiente en definir la naturaleza, tan difícilmente desentrañable, de nuestro objeto. En las islas la exuberancia del límite contrastaría y se opondría a lo que no tiene límite, lo indefinido, lo indeterminado, lo infinito.