Revista de Occidente

El estilo tardío y la autorrepresentación

por Domingo Ródenas de Moya

Revista de Occidente nº 344, Enero 2010

Y llegan tiempos en los que la indignación y la vergüenza son tan grandes que sobrepasan a todo cálculo y toda prudencia, y uno debe actuar, es decir, hablar.

J. M. COETZEE, Diario de un mal año (2007)

Afirmar que es vano buscar a JohnMaxwell Coetzee en sus novelas sería tanto una evidencia como una impropiedad. Ambas inexactas y ambas razonables. Nada debería preocuparnos a los lectores que el autor se proyecte más o menos, en todo o en parte, si eso no pasara de ser un juego especular. Lo que ocurre en las novelas de Coetzee es que el problema de la autorrepresentación sobrepasa con mucho el reflejo narcisista para alcanzar un sentido y una trascendencia sin parangón entre los creadores actuales. Ni siquiera en Philip Roth, con ser en éste un aspecto capital en toda su novelística. El rastreo de Coetzee resultará baladí a quien se proponga husmear las huellas del autor empírico, como el narratólogo narrador de La previa muerte del lugarteniente Aloof (2009) de Álvaro Pombo. Más que nada porque lo que va a encontrar son espacios abandonados, lugares en los que parece haber habitado fugazmente el autor para ausentarse de pronto, siluetas sin figura: Coetzee se sustrae al cazador de certezas y deja tras de sí un rastro de ambigüedad. Su gesto característico es huidizo, no tanto el de quien se enmascara como el del que se embosca. No se transforma en otro sino que se hurta a la mirada, precisamente para que la del lector (la mirada y el enjuiciamiento de las situaciones antes las que lo empuja) esté limpia de condicionantes, exenta de mediaciones, expuesta a su propia intemperie. Tú mismo, no esperes auxilio didáctico ni paternalismo autorial, juzga, viene a decirnos Coetzee.

Ese gesto fugitivo es fácil reconocerlo en sus novelas, en especial desde Foe (1986), pero también en la figura pública del escritor, envuelta en un enjambre de anécdotas que ilustran su supuesta hurañía. Hay quien ha comparado su actitud con el ocultamiento de J. D. Salinger o Thomas Pynchon, pero nada más equivocado. Con su obstinada reclusión, éstos se delatan, hacen exhibicionismo de su misterioso rechazo a ser vistos y oídos, aunque alguno de ellos (Pynchon) haya autorizado reveladoramente su parodia en Los Simpson, donde aparece con una bolsa de papel cubriéndole la cabeza. Coetzee se encuentra a años luz de estas actitudes histriónicas con las que tales autores construyen una trademark, un personaje público cuyos atributos son, precisamente, los de su invisibilidad y carestía. Coetzee se deja ver y entrevistar, acude de vez en cuando a congresos, dicta, cuando se tercia, conferencias y acepta con sobriedad reconocimientos y premios. Pero en ninguna de esas liturgias asociadas al deber de cortesía profesional deja desprotegido ningún flanco por donde sea posible asaltar su intimidad, sea esto lo que sea. De las dos veces que ha ganado el premio Booker, ninguna ha acudido a recogerlo; su negativa a participar en presentaciones de libros, declaraciones periodísticas y otras ceremonias de promoción es férrea; en una ocasión en que compartió mesa con otros escritores de su rango se limitó a advertir de que él no iba a decir nada pero que estaría encantado de escucharles; cuando recibió el premio Nobel en Estocolmo, no defraudó la expectación de quienes esperaban por fin un discurso sobre sí mismo: agradeció lacónicamente el galardón y leyó un texto titulado He and His Man, escrito por un Robinson Crusoe que habría utilizado el seudónimo de Daniel Defoe para publicar sus memorias de náufrago... Repite en el primer volumen de sus memorias, Infancia, que tiene el corazón endurecido, pero a esa cauterización emocional que sufrió de pequeño conviene añadir la madurez del que reconoce en el ocultamiento a todo trance poco menos que un remilgo pueril. Y a pesar de su extrema discreción pública, ha procurado que sus posiciones políticas fueran palmarias. Su condena del régimen segregacionista de Sudáfrica fue inequívoca: el apartheid desfigura las relaciones entre los seres humanos y adultera la vida interior de las personas, como manifestó con toda contundencia al recibir en 1987 el premio Jerusalén. Igual de clara fue su protesta ante la guerra del Vietnam en 1970, que le costó perder la residencia en los Estados Unidos, o ante la política exterior belicista del gobierno Bush o, en otro orden, ante la crueldad con los animales, institucionalizada en la industria alimentaria. Coetzee encarna al escritor intelectual con un fuerte compromiso moral que no está dispuesto a ceder, por ello, ni un ápice de su vida privada ni al circo mediático ni a sus pistas laterales. Ha saltado fuera del escenario donde se representa la sociedad del espectáculo y, aunque ha ido construyendo una carrera literaria de una majestuosa solidez, podría suscribir el lema cartesiano: larvatus prodeo, avanzo velado.

Y a despecho de esta vocación de emboscado, Coetzee es uno de los novelistas que con mayor y más variado artificio técnico se ha proyectado en sus ficciones. En la mayoría de ellas hay alguien que escribe, ha escrito o debe hacerlo, sea o no escritor profesional, alguien se que enfrenta a una situación que exige una toma de posición ética, alguien que pertenece al gremio universitario o que se ve atrapado en una relación humana asimétrica, donde la mutua comprensión está dificultada por las diferencias culturales o socioeconómicas. Coetzee ha trabajado con aguda conciencia de la innegable cuota de autorrepresentación que acarrea la escritura ficcional desde su primera novela, Tierras de poniente (1974), cuya segunda mitad está narrada por un antepasado suyo, Jacobus Coetzee, un brutal colono que, en su penetración hacia el Sur africano en el siglo XVIII, ejecutó sobre los indígenas una venganza sanguinaria e inmisericorde. A esa vileza el autor no se siente ajeno y parece asumir la deuda -cuando menos- de conciencia que la atrocidad perpetrada por aquel Coetzee ha hecho contraer a sus descendientes. Pero también topamos con un Coetzee en la primera narración de esa novela, en la que Eugene Dawn, un asesor militar demenciado redacta informes con planes de exterminio contra los vietnamitas que entrega a su superior, un tal Coetzee, al que menciona sin que aparezca. No me parece dudoso que este supervisor invisible está inspirado en el Yudi enigmático del Molloy de Samuel Beckett que le pide a Moran que escriba un informe sobre su búsqueda de Molloy. Yudi, simbólica figuración del Autor, el Ser Superior (Yahvé), no sólo crea sino que ordena y controla las peripecias de sus criaturas, como Coetzee las de Dawn. Pero estos primeros reflejos de sí mismo, en torno a 1972, por cuenta de su inconformismo político y de su admiración por Beckett, habrán de hacerse más complejos en su obra posterior.

Después de Dawn y Jacobus Coetzee, reaparecerán las figuras de escritores en 1986 con Foe y, cuatro años después, con El maestro de San Petersburgo (1994), centradas respectivamente en Daniel Defoe y en Fiodor Dostoievski, y desde entonces no ha dejado de explorar las incertidumbres, delitos menores y flaquezas del escritor contemporáneo, pero sobre todo su difícil relación con la verdad. Cuando se publicó Foe, después de novelas tan comprometidas con la realidad política sudafricana como Esperando a los bárbaros (1980) y Vida y época de Michael K. (1983), se produjo un cierto desconcierto mezclado, en su país, con algún acre reproche: Coetzee había abjurado de su papel de intelectual opositor (papel compartido con Nadine Gordimer, Alan Paton o André Brink) por las seducciones del pastiche y la intertextualidad posmodernos. No era exactamente así -no sólo- pero la brillantez del artificio de Foe y la facilidad con que se prestaba a lecturas feministas y postcoloniales la convirtió en un título paradigmático del postmodernismo novelístico más sofisticado, en la línea de El loro de Flaubert de Julian Barnes. En Foe, Coetzee hace narradora a Susan Barton, una mujer que, en busca de su hija desaparecida, naufragó en la misma isla de Cruso (suprime el nombre propio y la "e"), convivió con él, lo cuidó cuando estuvo enfermo, hicieron el amor y lo vio morir, pero que consiguió regresar a Inglaterra llevándose consigo a Viernes. Ya en Londres, escribe al célebre autor Daniel Defoe para rogarle que acepte narrar la peripecia de Cruso para que ésta no se pierda en el olvido. Ella sabe que a la verdad, para ser plausible, no le basta con su conexión referencial con la realidad sino que necesita de una facultad que no es la del notario sino la del escritor: «Señor Foe, hágame recobrar el ser que he perdido: ésta es mi súplica. Pues aunque mi historia cuente la verdad, no da testimonio de la verdad esencial [...]. Para contar la verdad en su más pura expresión se requiere tranquilidad, y una silla confortable lejos de toda distracción, y una ventana por la que mirar al exterior; y luego esa facultad para ver olas cuando lo que se tiene delante son campos ». El empeño de Susan por dar testimonio de lo sucedido en la isla equivale a la pugna de la mujer por hacer oír su voz, negada o marginada o, como en este caso, subsidiaria de una voz masculina que la subroga y acaba apagándola del todo. En su Robinson Crusoe, Defoe habría silenciado con apabullante deslealtad no sólo a su fuente informativa principal, Susan, sino, para más inri, su mera presencia en la isla. En cuanto a Viernes, que representa la otredad radical del salvaje, el bárbaro o el bantú para los bóers, sencillamente ha sido privado de discurso. Le fue amputada la lengua (o eso cree Susan), condenándolo al mutismo.

Después de esta supuesta desviación hacia un culturalismo metaficcional que, sin embargo, encerraba una diáfana representación del vínculo entre el poder y la propiedad de los discursos, Coetzee pareció reasumir su condición de novelista «nacional» sudafricano en La edad de hierro (1990), donde Mrs. Curren, una vieja profesora universitaria de Ciudad del Cabo, enferma de cáncer, escribe a su hija en Estados Unidos, adonde huyó de la vesania de Sudáfrica. El trasfondo social de violenta convulsión no empaña el primer plano en el que poco a poco se sitúan dos personajes marginales, el mendigo Vercueil y la criada Florence. Como Susan Burton y sobre todo Viernes, también ellos son entes enigmáticos porque se les ha despojado de voz. Reducidos a seres humanos accesorios o auxiliares, se han vuelto inaudibles y el misterio que los rodea es anodino y sólo inspira indiferencia o incomprensión. El universo narrativo de Coetzee está plagado de estos seres minorizados y sin embargo sumisos. Los encontramos hacia atrás (en la vagabunda de Vida y época de Michael K y en la Anna de El maestro de Petersburgo) y hacia adelante, en la prostituta negra con la que se reúne cada semana David Lurie en Desgracia (1999) o en laMarijana que cuida de Paul Rayment en Hombre lento (2005). Pero no son estas figuras menesterosas y perturbadoras las que ahora me interesan, sino la de Mrs. Curren. Porque en ella se apuntan algunos de los rasgos de un personaje fundamental en los mecanismos de autorrepresentación de Coetzee, Elisabeth Costello, con cuya aparición se inicia algo así como una nueva etapa en su obra. Mrs. Curren y Elisabeth Costello son intelectuales y están involucradas en la actividad de escribir, ambas son ancianas y se encuentran conscientemente próximas al fin de sus vidas, ambas son madres y tratan de mantener, en la distancia, la comunicación con sus hijos, ambas, por último, se enfrentan con el dilema de abstenerse o tomar posición ante una realidad no ya dañada sino repugnante. Pero será Elizabeth Costello la que se convertirá en un complejo alter ego de J. M. Coetzee, en una polémica versión femenina de una fracción de sí mismo, en abierto desafío a las categorías de género que parecen insalvables para cierto discurso feminista.

Elizabeth Costello, como saben los lectores de Coetzee, no brota de la nada en Elizabeth Costello (2003) sino algunos años antes. Esta novelista australiana de renombre mundial nacida en 1928, belicosa defensora de los derechos de los animales, había hecho su ruidosa aparición en la Universidad de Princeton en el curso 1997-1998. Coetzee había sido invitado a dictar las Tanner Lectures on Human Values, consagradas a asuntos éticos, pero descolocó a su auditorio con un texto narrativo titulado Las vidas de los animales (publicado en 1999 y traducido al español en 2001) en el que una ficticia autora Elizabeth Costello acudía al imaginario Appleton College de Massachusetts para dar la Gates Lecture anual y le atizaba al selecto público poco menos que un panfleto contra el maltrato a los animales, la investigación científica y la industria cárnica. En el relato de Coetzee, la escritora iba a acompañada por su hijo John, profesor de física en ese mismo college, que se siente incómodo entre sus colegas y en su propio hogar debido al radicalismo histérico con que su madre esgrime sus argumentos, el más polémico de los cuales consiste en la comparación entre los animales sacrificados en los mataderos y el exterminio nazi de los judíos. Sobra decir que esta equiparación levantó ampollas en Princeton y se consideró profundamente desafortunada, pero Coetzee había previsto esa reacción y la había ficcionalizado en el público del Appleton College, maniobra que para algunos no lo eximía de su responsabilidad ante tamaño agravio al pueblo judío.

Cuando en 2003 se publicó Elizabeth Costello, coincidiendo con la concesión del premio Nobel, pudo comprobarse que Las vidas de los animales trascendía la simple provocación o la ruptura de los protocolos académicos y que formaba parte de un proyecto mucho más ambicioso, centrado en el examen de la figura del creador literario en la sociedad global del siglo XXI. Que dicho examen se realizara desde y sobre la presencia vicaria de Elizabeth Costello apenas disimulaba el carácter de autoanálisis del mismo. El libro (de nuevo salió a relucir el problemático estatuto de novela de una obra como ésta) se dividía no en capítulos sino en lecciones, ocho lecciones y un epílogo, como si se tratara de una colección de discursos o de conferencias. Ninguna de esas lecciones lo era en sentido estricto, pero todas albergaban un episodio en el que Elizabeth daba una charla en muy diversos foros junto a la narración de las circunstancias previas y posteriores al acto oratorio. Seis de las siete lecciones habían sido publicadas antes y también el epílogo, pero sólo ahora, al yuxtaponerse, adquirían su pleno sentido en el conjunto y se ponía más en evidencia lo que de balance de su itinerario personal tenía el libro para Coetzee, algo fatigado a estas alturas del equipaje (ineludible) que aparejaba la condición de escritor sudafricano crítico con la sociedad envenenada por el apartheid y crítico, de añadidura, con la sociedad rarefacta post-apartheid. De esto último había dado una prueba rotunda en 1999 (el mismo año que Elizabeth Costello debuta en libro) con la devastadora novela Desgracia, donde la pérdida de la gracia -o, mejor, de la honra- afecta al profesor David Lurie, acusado de abusar sexualmente de una alumna, a su hija granjera, víctima de una violación, y al país entero en el que blancos y negros están separados por una herida profunda y purulenta. Esta visión de Sudáfrica como un infierno de brutalidad impune, puritanismo rampante y escisión social produjo disgusto en su país de origen, pero tuvo para Coetzee el efecto de un exorcismo y, desde entonces, emprendió una arriesgada vía de renovación que era la que representaba Elizabeth Costello. En una reseña publicada en 2003 de la última novela de Nadine Gordimer, Coetzee recordaba el contexto en que la escritora sudafricana había iniciado su carrera, bajo el impacto de la doctrina del engagement de Jean-Paul Sartre y del compromiso de Albert Camus con su Argelia natal, dos modelos para un escritor que no quisiera abdicar de sus deberes con el mundo. Pero aunque esos dos autores fueron también importantes para Coetzee, es al final de su texto donde, por cuenta de Gordimer, se retrata a sí mismo al plantear la pregunta «de qué significa escribir para un pueblo; escribir por ellos y en nombre de ellos, así como ser leído por ellos». Y es entonces cuando señala que el fin del apartheid implicó el fin de la autolaceración de escritores como ella (y él mismo), que «en el nuevo siglo muestra una bienvenida disposición a buscar nuevos caminos y un nuevo sentido del mundo». Para entonces, Coetzee ya ha echado a andar por ese camino nuevo y los jalones que hasta ahora mismo dibujan su recorrido son Elizabeth Costello, Hombre lento (2005) y Diario de un mal año (2007). Para hacer manejable con un único concepto lo que caracteriza esta inflexión crucial me referiré al «estilo tardío» de Coetzee, adoptando el concepto sobre el que trabajaba Edward W. Said cuando le sobrevino la muerte y que él aplicaba, tomándolo de Adorno, a la inclasificable obra de senectud de algunos grandes creadores.

El estilo tardío se caracteriza por acentuar la irreverencia ante los formatos y estereotipos heredados, por una actuación artística against the grain (así reza el subtítulo del libro póstumo de Said), a contracorriente, en la que se advierte una tensión «que abjura del mero envejecimiento burgués y que insiste en el sentido cada vez mayor de aislamiento y exilio y anacronismo», un sentido que «utiliza para sostenerse formalmente». Tanto este exilio voluntario como la formalización del aislamiento forman parte de la obra última de Coetzee. Elizabeth Costello es una anciana y sabe que está próxima a su extinción, el fotógrafo Paul Rayment pierde una pierna por causa de un atropello, lo que lo aboca a una dolorosa consciencia de estar en el principio de su final, y el escritor C. de Diario de un mal año es también un hombre decrépito enfrentado a su lento apagamiento. En el estilo tardío se advierte la intuición de que se está alcanzando un límite improrrogable y que esa proximidad determina un nuevo sentido, o una reubicación del valor de todas las cosas. Hacia ese límite puede conducir la vejez, la decadencia natural del cuerpo, «el deterioro de la salud u otros factores que, incluso en el caso de una persona joven, dejan entrever la posibilidad de un final prematuro», como precisa Said. El resultado, «en grandes artistas» puede ser el mismo: «cuando se acerca el final de sus vidas, su obra y pensamiento adquieren un nuevo lenguaje ». Pero además esta discontinuidad con la obra anterior presenta dos rasgos llamativos: de un lado el abandono de las convenciones y las normas, de las construcciones orgánicas y coherentes a favor de lo fragmentario, de lo inacabado y abierto, del planteamiento sin resolución; de otro, la relegación del mimetismo realista (en las artes figurativas) en beneficio de una expresión del mundo subjetivo del creador. En palabras de Said, el «estilo tardío es lo que ocurre si el arte no abdica de sus derechos a favor de la realidad». Y, en efecto, en el Coetzee del siglo XXI, aunque la realidad sigue golpeando su puerta obstinadamente, el arte no sólo no ha abdicado de sus derechos sino que los está haciendo valer con un vigor renovado, apoyándose de un lado en diversas formas de autorrepresentación y, de otro, en el recurso a los géneros no ficcionales, que él revela como un reservorio de fórmulas regeneradoras de la ficción futura.

La protagonista de Elizabeth Costello enuncia unas refleiones sobre el realismo, la crisis de las humanidades, la representación artística del mal o la experiencia erótica que no sería disparatado atribuir a Coetzee. Lo que parece figurar entre sus prioridades actuales no es tanto la invención como el pensamiento. O, más matizadamente, cómo envasar el pensamiento en un recipiente narrativo dotado de las exenciones ilocutivas de la ficción literaria. Elizabeth Costello, por ejemplo, opina que un escritor no tiene obligación alguna de transmitir un mensaje, pero a cambio debe limitar su libertad expresiva en determinados casos, así en la descripción morbosa y obscena del mal. El cabeza de turco es el novelista real Paul West, autor de una novela (real también) sobre la conspiración para asesinar a Hitler liderada por el conde von Stauffenberg. ¿Era necesario que Paul West se recreara en las torturas infligidas a los conjurados antes de ejecutarlos? Costello cree que no (y con ella sin duda Coetzee) y convierte a West en el argumento principal de su conferencia en Amsterdam sobre el silencio y la censura, con la inesperada (y cómica) sorpresa de que entre el auditorio se encuentra el propio Paul West, que ante las palabras de contenida disculpa que le dirige Elizabeth permanece irritantemente mudo. A David Lodge, que dedicó una inteligente reseña a la novela, esta audacia de introducir en la ficción a un colega vivo y en activo, le dejó atónito y no acertó a comentar sino la vulneración del código de cortesía profesional. Pero esa es sólo una de las muchas transgresiones de una obra que deja pocos títeres con cabeza en el oficio literario y que se remata con un doble y brillantísimo ejercicio de intertextualidad a expensas de Kafka y Hugo von Hoffmansthal. Vale la pena detenerse un momento.

La Lección 8 consiste en una reescritura paródica del apólogo «Ante la ley» de Kafka. Elizabeth desea entrar por una puerta que recuerda la de acceso a la sala de embarque en un aeropuerto (va tirando de una maleta con ruedas) y que es también la de un incógnito Más Allá. El vigilante no le permite pasar sin que antes firme una declaración de creencias (y aquí se combina la burla al control paranoico de los aeropuertos norteamericanos con la parodia kafkiana); pero Elizabeth señala que, como escritora que es, no trata con esa mercancía: «Mi profesión no es creer, sino escribir. Creer no es mi negocio. Yo hago imitaciones, como diría Aristóteles ». Amén de que esta observación obliga a reconsiderar su militante denuncia de la crueldad contra los animales como una imitación o simulacro de denuncia -y con ella todas las opiniones vertidas en el marco de una ficción-, Elizabeth, que como urdidora de ficciones posee «creencias de forma provisional: las creencias seríanun obstáculo para mí», se siente incapaz de declarar creencia alguna, lo que la mantiene en un extraño limbo, como el campesino o el agrimensor de Kafka. Con ironía, Coetzee rodea a su escritora de lugares comunes literarios, lo que constituye una sutil mortificación para ella, y paulatinamente la hace perder su aplomo, su seguridad en sí misma, hasta que, minada por la situación, acaba preguntándole al vigilante «Pero, como escritora -insiste ella-, ¿qué posibilidades tengo como escritora, con los problemas especiales de una escritora y sus fidelidades especiales?» Antes de que el funcionario, con desarmante indiferencia, disuelva lo «especial» de la condición de escritor en lo «general» de la condición humana: «Vemos gente como usted todo el tiempo», Elizabeth tiene una visión desazonante. Un perro viejo cosido a cicatrices por los golpes, que parece extraído de los perros sacrificados en Desgracia, yace en el suelo. De inmediato se le viene a la cabeza el anagrama GOD - DOG (¿puede evitarse recordar el Godot de Beckett?) y su reacción es de alarma y hastío: «"Demasiado literario", piensa de nuevo. ¡Maldita literatura!».

Prisionera Elizabeth en un jaula de tópicos, como si la literatura hubiera interpuesto una gruesa capa de lugares comunes entre ella y el mundo, la novela se cierra con la segunda reescritura a la que aludía antes. El hipotexto es ahora la Carta de Lord Chandós de Hoffmansthal en la que Lord Chandós escribe a su maestro Francis Bacon para comunicarle su renuncia a la literatura debido a la angustiosa experiencia de la disociación entre lenguaje y realidad. Coetzee reescribe la carta desde la perspectiva de la esposa de Lord Chandós, que se dirige también a Bacon, y firma Elizabeth C. (¿Chandós, Costello?). Su carta es una súplica, un SOS («¡Sálveme, querido señor, y salve a mi marido! ¡Escriba!») ante la sensación de que las palabras se desploman bajo los pies y de que siempre traicionan la intención que se quiere expresar: «No podemos vivir así, ni él ni yo ni usted». Hemos de suponer que la carta ha sido compuesta por Elizabeth Costello, que apenas disimula su nombre en la firma. El tema de la «maldita literatura» divorciada del mundo aflora en términos dramáticos, pero además la técnica literaria de revisitar una obra clásica y reescribirla desde un punto de vista femenino ya la ha practicado Elizabeth en la novela que le dio celebridad: The House of Eccles Street, donde volvía a narrar el Ulises de Joyce desde la perspectiva deMolly Bloom. Sin embargo, este juego intertextual basado en la conmutación del género nos remite más allá de Elizabeth Costello, a la obra del propio Coetzee, que, como hemos visto, en Foe había realizado la misma operación dando voz a Susan Barton. Con la identidad del procedimiento Coetzee añade otro indicio en la correspondencia, ya obvia, entre Elizabeth y él mismo. Pero aún conviene añadir un dato que abona la idea de que el escritor es luminosamente consciente de emprender una etapa distinta (quizá tardía o final, posterior al hastío ante lo literario) de su trayectoria: la mera elección de la Carta de Lord Chandós. La obra supuso un punto de ruptura en la trayectoria de Hoffmansthal, un replanteamiento que cambió el rumbo de su obra. Y es eso lo que Coetzee está señalando (o señalizando): su propia reorientación hacia algo que, con grosera vaguedad, podríamos llamar salvación moral («the beginning of a more broadly philosophical engagement with a situation in the world», en sus palabras) pero cuyas raíces se hunden hacia atrás hasta 1983, cuando trabajaba, coincidiendo con la génesis de Foe, en el ensayo «Confession and Double Thoughts: Tolstoy, Rousseau, Dostoievsky». Las cavilaciones que contiene este ensayo en torno a la verdad en la narración autobiográfica conmovieron su concepción de la escritura literaria, como reconoció en una entrevista con David Attwell, y le pusieron ante la evidencia no sólo de la escisión que se producía en él entre el que quería ser y el que era (mucho más escurridizo que el otro), sino ante algo de más calado, la disyunción profunda entre el cinismo, que definía como la negación de cualquier base última para los valores, y la gracia, una condición en la que la verdad puede ser contada sin ambages y sin ceguera. Había chocado con esta dicotomía leyendo a Dostoievski y desde entonces ha permanecido como una corriente eléctrica sacudiendo el centro de sus inquietudes.

Después de Elizabeth Costello, la escritora australiana reapareció por lo menos en dos ocasiones. Una en enero de 2004, en «As a Woman Grows Older», donde, a través de una anecdótica reunión con sus hijos en Niza, Coetzee puso el acento en el espíritu de rectitud moral (el spirit of righteousness) que se ha desvanecido en los escritores actuales. La otra, en la novela Hombre lento (2005), donde acude en ayuda del mutilado Paul Rayment en un encuentro que sería unamuniano (o pirandelliano) si no fuera porque ambos son seres solitarios y desvalidos abocados a su lento ocaso. Y ambos parecen impulsados por un mismo sentido de la righteousness, de una integridad moral que les exige atender a los otros, Elizabeth a Paul y Paul a Marijana y sobre todo a su hijo Draco. Las implicaciones que tiene la invasión del mundo de Paul por parte de Elizabeth son muchas en el orden de la ética del inventor de vidas imaginarias (el novelista como intruso...), pero no puedo desarrollarlas aquí. Tan sólo apuntaré que en la actitud de Elizabeth cuando se presenta ante Paul («quiero explorar por mí misma qué clase de ser es usted. Quiero estar segura [...] de que nuestros dos cuerpos no se van a atravesar») se trasluce que ella actúa sabiéndose ontológicamente superior a Paul, creadora y no criatura, novelista y no personaje, y sin embargo amorosamente solícita.

Hacia Diario de un mal año (2007) convergen todos los problemas morales y de técnica literaria, todas las aporías de la autorrepresentación que Coetzee había ido explorando en sus novelas y volúmenes autobiográficos. Elizabeth Costello ha dejado paso a un escritor, como ella, de reputación internacional, anciano y en una fase terminal de su carrera (lo que queda por escribir es menos que lo que ya está escrito). Su nombre es C. y algunos rasgos lo asemejan a Coetzee: nació en Sudáfrica, vive en Australia (pero en Sidney, no en Adelaida) y es autor de la novela Esperando a los bárbaros, tiene setenta y dos años (pero Coetzee tenía sesenta y siete cuando la publicó) quizá ha obtenido el premio Nobel porque su vecina la señora Saunders lo confunde con García Márquez... Está escribiendo una serie de microensayos de temas muy variados para una colectánea titulada Opiniones contundentes (un homenaje a las de Vladimir Nobokov, una de las devociones de Coetzee) que se publicará en Alemania. En la lavandería de su edificio conoce a una atractiva joven filipina a la que le propone trabajar para él como mecanógrafa antes de saber que convive con su novio, un economista neoliberal armado mentalmente para la depredación. Éste, Alan, encarna de forma cruda y transparente el cinismo, mientras que ella, Anya, simboliza la gracia. Entre el cinismo nihilista y desfundamentador en el que se agostan todos los valores y la gracia que posibilita la armonía y la empatía confortadora, se sitúa la figura contemplativa e ingenua del viejo escritor. La índole angelical de Anya se pone de manifiesto en su relato final sobre lo sucedido tras la ruptura con Alan: aunque ella se ha mudado a otra ciudad, contacta con una vecina de C. para que en caso de que éste enferme la avise con el fin de acudir a su lado. «No puedo irme con usted, le diré, va contra las reglas. No puedo irme con usted pero le sostendré la mano hasta que llegue a la puerta», la misma última puerta ante la que se eternizaba una Elizabeth Costello sin convicciones.

Sin embargo, esta liza entre el cinismo y la gracia, entre el nihilismo y el consuelo en cuyo campo de batalla, nuevamente, se autorrepresenta la subjetividad embozada de Coetzee, no se ofrece en una narración formalmente ordinaria sino a través de una chocante disposición del texto basada en el contrapunto de discursos paralelos. Casi todas las páginas de la novela se dividen en dos partes separadas por un filete: la parte superior corresponde a los ensayos de C. y la parte inferior, al texto narrativo. Esta segunda, además, en muchas páginas se subdivide para recoger simultáneamente dos voces narrativas, la de C. y Anya o la de Anya y Alan. El resultado tipográfico desafía al lector, que tiene que decidir si lee página a página, saltando de un texto ensayístico a otro narrativo, o bien si lee seguidos los ensayos, o las narraciones, y luego vuelve al comienzo para completar la lectura. La libertad (y la obligación) de elegir un camino de lectura ya había sido aprovechada por Julio Cortázar o Max Aub en nuestra tradición, pero prevalecía en ellos un componente lúdico que no comparece aquí. Coetzee se las ingenia para plasmar materialmente la heteroglosia del mundo (reducida en su artificio literario a sólo tres voces) en una segmentación de la página que equivale a un contrapunto musical (y no es gratuito su exaltado apunte sobre J. S. Bach, cuya música es «un regalo que no nos hemos ganado, inmerecido, gratis»). Pero la diversidad de voces no es únicamente la de los personajes sino también la de los géneros discursivos que sirven de vehículo estructural a la ficción. Ya Elizabeth Costello se ofrecía como una serie de lecciones que en realidad eran relatos que incluían fragmentos ensayísticos bajo la forma de conferencias; pero en Diario de un mal año esa fluctuación en la frontera entre ficción y no ficción se convierte en borradura. La novela se titula Diario pero los dos capítulos que la componen son «Opiniones contundentes», título que remite al ámbito del ensayo, y «Segundo diario», sin que haya rastro de un «primer» diario, salvo que se lean las narraciones de C. y Anya de la mitad inferior de las páginas como sendos diarios. Con todo, el «Segundo diario» tampoco lo es strictu sensu porque está formado por veinticuatro notas sobre otros tantos temas en las que predomina el tono confidencial y la suavidad en los juicios. Más de la mitad del texto tiene, pues, carácter ensayístico y sin embargo constituye una parte indispensable en el mecanismo interno de la novela.

Las provocadoras y rotundas opiniones de C. antes de conocer a Anya (por ejemplo sobre la pedofilia, el ataque de las feministas contra la pornografía o las relaciones sexuales entre profesores y alumnos, asuntos que remiten directamente a su ensayo Contra la censura y a Desgracia, o su idea de que la teoría de la conspiración terrorista mundial de Al-Qaeda es producto del imperio en la Universidad americana de la paranoia interpretativa del postestructuralismo) desaparecen en la segunda parte por influjo directo del sentido común de la muchacha. Gracias a su arraigo en el mundo de verdad y no en la atmósfera irrespirable de conceptos desencarnados en la que se mueve C., éste atenúa su contundencia y expulsa el «tono de sabelotodo», como le reprocha Anya, con que ha pontificado sobre el terrorismo, Guantánamo, el asilo en Australia o sobre el pillaje en Sudáfrica. La ordenación de los microensayos y notas diarísticas dibuja la curva de una evolución narrativa, la de la historia paralela de C. y Anya o, dicho en términos simbólicos, la del efecto de la gracia y la caridad sobre la inteligencia fría y el idealismo ensimismado.

Respondiendo a hipotéticas objeciones a su obra desde Elizabeth Costello, Coetzee hace que C. apunte que los críticos entonan sobre él «un nuevo estribillo»: que «no es después de todo un novelista, sino un pedante que tiene sus escarceos con la narrativa», y C. se pregunta si no será cierto, si «durante todo el tiempo en que creía ir por ahí disfrazado, en realidad iba desnudo». Si C. lo dice por Coetzee no puede estar más equivocado: el académico, ensayista y crítico literario está en sus novelas, pero ni las coloniza ni las desvirtúa sino que las intensifica con la incorporación del pensamiento. Aunque por venir inscrito en una ficción deba considerarse desactivado. (Aunque los lectores no nos acabemos de creer que Coetzee se crea que sus opiniones están desactivadas.) Larvatus prodeo, avanzo ocultándome, podría haber sido también el lema de Coetzee, pero da la impresión de que empieza a cansarse de los disfraces. Las convenciones requieren que la existencia real del escritor quede fuera de lo que escribe, observa C. en la nota «Insh'allah», para agregar: «Pero ¿por qué debería plegarse siempre a la convención?». El último Coetzee, en su estilo tardío, inaugura una cuarta dimensión literaria configurada por las fracciones y refracciones de la propia existencia, un austero y firme sentido de la responsabilidad moral y de la verdad y la imposibilidad de disociar la expresión del pensamiento de la narrativización (que no sólo narración) de la experiencia.

BIBLIOGRAFÍA

Coetzee, J. M., «Confession and Double Thoughts: Tolstoy, Rousseau, Dostoeievsky», Salgamundi, vol. 37, núm. 3 (1985), pp. 193-232.

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