Revista de Occidente

La falsificación como reveladora de la autenticidad

por Nathalie Heinich

Revista de Occidente nº 345, Febrero 2010

 

¿Qué puede aportar un investigador en humanidades a una reflexión sobre la falsificación? Evidentemente, no se dedicará, como haría un experto, a ningún ejercicio de atribución o retirada de atribución, ni a mostrar las técnicas al servicio de la autentificación. Si fuera historiador del arte, podría ofrecer una historia de las falsificaciones en pintura y en escultura, mostrando el carácter tardío de la exigencia de autenticidad de las obras de arte, haciendo un recorrido por el desarrollo de las diversas operaciones de autentificación -trátese de la de las estatuas antiguas en el siglo XVIIII estudiada por Francis Haskell (véase La Norme et le caprice. Redécouvertes en art, 1976, Paris, Flammarion, 1986) o del auge del atribucionismo en el curso del siglo XIX analizado por Carlo Ginzburg en Mythes, emblèmes, traces. Morphologie et histoire (1986, Paris, Flammarion, 1989). Si fuera economista, propondría una economía de la autentificación, tanto más interesante cuanto que, como es sabido, ésta tiene enormes repercusiones económicas, lo mismo en caso de atribución que de retirada de atribución (baste recordar las consecuencias del proyecto Rembrandt). Si fuera psicólogo, se interesaría por las profundas implicaciones afectivas que tiene el tema de la autenticidad, de las que dan fe las reacciones de indignación, el sentimiento de escándalo tanto frente a la autentificación errónea (la aceptación de lo falso) como frente al no reconocimiento de lo auténtico (el rechazo de lo verdadero). Si se tratara de un jurista, estudiaría la legislación sobre la imitación fraudulenta y los criterios de originalidad aplicables a las creaciones del espíritu. (Sobre los criterios de autenticidad en el contexto museológico, véase Marie Cornu y Nathalie Mallet-Poujol, Droit, oeuvres d'art et musées. Protection et valorisation des collections, Paris, CNRS Éditions, 2001.) Un filósofo trataría de aislar los principios conceptuales que permiten pensar la idea de falsificación (Denis Dutton, éd, The Forger's Art. Forgery and the Philosophy of Art, Berkeley, University of California Press, 1983). Un antropólogo nos ilustraría sobre las variantes de la exigencia de autenticidad en las diferentes culturas (véase especialmente James Clifford, Malaise dans la culture,1988, París, ENSBA, 1996). Finalmente, si fuera sociólogo, propondría plantear una descripción de las interacciones entre los expertos, así como entre éstos y los objetos sometidos a su dictamen, en el contexto de la perspectiva ergonómica de una «sociología de la percepción » (ver Christian Bessy, Francis Chateauraynaud, Experts et faussaires. Pour une sociologie de la perception, Paris, Métailié, 1995); pero también podría, como voy a hacer yo aquí, adoptar una perspectiva «axiológica» (la axiología es, quiero recordarlo, la ciencia de los valores), tomando como objeto de análisis el valor de autenticidad en nuestra cultura: se tratará pues de abarcar los valores que intervienen en los procedimientos de autentificación o de no autentificación.

Hoy día apenas puede decirse que exista una teoría sociológica o antropológica acerca de la autenticidad: este concepto está tan presente en nuestra vida como ausente de los estudios de humanidades. Tal vez sea debido a sus implicaciones normativas, es decir a la fuerte propensión a tomar partido: por ejemplo, a «creer» o a «no creer» en la autenticidad de un objeto, e incluso en la propia pertinencia del valor de autenticidad. Ahora bien, como ocurre siempre que un problema tiene muchas connotaciones afectivas, la normatividad tiende a bloquear el análisis (véase Norbert Elias, Engagement et distanciation. Contributions à la sociologie de la connaissance, 1983, París, Fayard, 1993). En eso reside, por lo general, la dificultad para que exista una sociología de los valores no normativa: en este caso, que no sea susceptible de ser percibida a priori como una defensa («esencialista») de la autenticidad ni como una crítica («constructivista») de la ilusión de autenticidad.

¿Cuándo existe falsificación?

La falsificación se considera generalmente como un atentado a la autenticidad -ésta sería precisamente su definición, desde el punto de vista factual. Pero, desde el punto de vista de los valores y de las representaciones, también puede considerarse como el indicador de una exigencia de autenticidad: exigencia que en las sociedades occidentales tiene un campo de aplicación privilegiado en el arte, la magia y la religión. De tal manera que mientras las falsificaciones constituyen una amenaza permanente para los coleccionistas, los marchantes de arte y los conservadores de museos, para el sociólogo o el antropólogo representan un valioso indicador acerca del estatus de los valores propios de los campos de actividad en que aparecen.

Así, por ejemplo, sólo puede haber falsificación si el supuesto autor de la obra goza de un estatus suficientemente reconocido -valorado y singularizado a un tiempo- para que sus obras puedan ser solicitadas no sólo por determinadas cualidades estéticas sino también, y a menudo sobre todo, por su firma (Alfred Lessing, «What's wrong in a forgery?», en Denis Dutton ed., op. cit., n.o 4. Sobre las diferentes funciones atribuidas a la firma, véase Béatrice Fraenkel, La Signature. Genèse d'un signe, París, Gallimard, 1992). Ésta es la razón de que, por ejemplo, no pudiesen existir falsificaciones de Van Gogh en la generación siguiente a su muerte; y también de que fuese necesario que se produjera el «redescubrimiento» de Vermeer antes de que apareciera, en los años de entreguerras, un falsificador como Van Meegeren, cuyas hazañas dan testimonio no sólo de la evolución de la cotización de Vermeer entre los aficionados, sino también del bajo nivel de conocimiento de su obra por parte de los especialistas, puesto que se dejaron engañar por unas pinturas que incluso un ojo profano detecta hoy, inmediatamente, como inauténticas.

Como indicadores de las fluctuaciones del gusto y también de la competencia de los expertos, las falsificaciones ponen de relieve las expectativas de autenticidad no sólo a través de los fenómenos de atribución errónea (cuando el aficionado se deja engañar por el falsificador), sino también a través de fenómenos de negativa de atribución equivocada (cuando una obra auténtica es rechazada como si fuera falsa). Este caso concreto se puede considerar como la consecuencia de los traumas sufridos por los expertos debido al excesivo número de mistificaciones exitosas, fallos profesionales que comprometen al conjunto de la profesión. Eso explica que un exceso de desconfianza pueda suceder a un exceso de credulidad, como sugieren las tribulaciones de la colección Marijnissen, uno de los episodios más ilustrativos de la suerte póstuma de Van Gogh. Pero Benoît Landais, autor de una investigación sobre el asunto, cree que existe una gran falta de simetría entre los actos de atribución y los de rechazo de la atribución: en el terreno jurídico, «declarar dudosa una obra auténtica no es un hecho punible; sólo el certificado de autenticidad de una obra falsa y la salida al mercado de la misma son susceptibles de ser sancionados. Este desequilibrio funciona como un estímulo para poner en cuarentena todo lo que sale a la luz cuando no está blindado y cargado de pruebas»; en el terreno económico la disimetría actúa de manera inversa: «equivocarse al rechazar una obra auténtica es un error cuyas consecuencias económicas no guardan ninguna proporción con las que supone la aceptación de una falsificación» (Benoît Landais, Vincent avant Van Gogh, L'affaire Marijnissen, París, Les Impressions Nouvelles, 2003, p. 55).

En fin, la desconfianza ante posibles falsificaciones que desemboca en la negativa a atribuir o en las decisiones de retirar la atribución, puede también tener su origen en una concepción anacrónica de la creación, erróneamente interpretada como individual cuando era producto de un proceso mucho más colectivo. Es el caso del «Proyecto Rembrandt», cuyo objetivo era retirar la atribución a una serie de cuadros que no habían sido totalmente realizados por Rembrandt (David Phillips, Exhibiting Authenticity, Manchester University Press, 1997, p. 77): esta exigencia de autenticidad, fiel a las concepciones postrománticas, fuertemente individualizadas, de la creación, no tiene ningún sentido en el contexto artesanal en el que trabajaba Rembrandt, con un taller donde dominaba la división del trabajo bajo la autoridad del maestro -a pesar de que fuera precisamente Rembrandt el que, en su tiempo, empezó a imprimir a su obra una orientación individualista, que se convertiría en norma dos siglos después. Comprobamos en este caso cómo los «falsos» Rembrandt desclasificados en el marco del proyecto no nos aportan nada acerca de la pintura del maestro, pero, en cambio, nos revelan mucho acerca del aumento del nivel de exigencia de autenticidad por parte de los expertos en la segunda mitad del siglo XX.

En su investigación sobre los Van Gogh rechazados, Benoît Landais llega a hablar de «excomunión» para referirse a la negativa de los expertos a dar por auténticos algunos lienzos. Pero ya se trate de autentificar, de negarse a autentificar o de retirar la autentificación, las pruebas de autenticidad son tan minuciosas, largas y comprometidas en el campo del arte como lo son los esfuerzos para dar o o no por buenos los milagros (ver Élisabeth Claverie, Les Guerres de la Vierge. Une anthropologie des apparitions, Paris, Gallimard, 2003), para realizar beatificaciones o canonizaciones (ver Kenneth L. Woodward, Comment l'Église fait les saints, 1990, Paris, Grasset, 1992), o para autentificar las reliquias -como prueba la extraordinaria historia del Santo Sudario (ver Odile Cerlier, Le Signe du linceul. Le Sainte Suaire de Turin: de la relique à l'image, Paris, Le Cerf, 1992). Veremos que estos procedimientos responden a criterios similares: con ello quedará demostrada la utilidad de ampliar nuestro campo de investigación más allá del ámbito artístico, para poder volver después a él sobre bases más seguras.

Ampliar la perspectiva

Una sociología del valor de autenticidad nos obliga a ampliar nuestro campo de visión más allá del dominio del arte: pues, aunque éste sea en la actualidad un terreno de aplicación privilegiado, no es en absoluto el único. Por eso también es necesario ampliar el objeto de investigación: el hecho es que, lejos de concernir sólo a los objetos materiales, como podríamos suponer cuando fijamos nuestra atención en las obras de arte, la exigencia de autenticidad puede aplicarse también a otras categorías de seres, algunos de los cuales no tienen nada que ver con el arte.

Podemos empezar por referirnos a las cosas. Todos sabemos que un bolso de Vuitton, un perfume de Chanel o una camiseta Lacoste pueden no ser «auténticos»: se trata entonces de imitaciones fraudulentas que están sometidas al peso de la ley. En este caso, la autenticidad representa toda una categoría, identificada y valorizada por la marca. Otro tanto ocurre cuando lo que garantiza la autenticidad es el origen geográfico o las normas de fabricación que rigen para las denominaciones de origen controladas en el campo de la alimentación: así, un queso ha de reunir unas condiciones muy precisas para poder ser considerado como un auténtico beaufort. Pero la «cosa» en cuestión puede deber su autenticidad no a una marca o a una denominación sino a su relación con un acontecimiento: recuérdese el Citroën DS expuesto en el museo Charles de Gaulle de Lille como si fuera el que sufrió el atentado de Petit-Clamart y que resultó ser falso: la casa Citroën se había limitado a proporcionar un coche de la misma serie, pero, en descargo del conservador del museo, con la misma placa de matrícula (Le Monde, 7-8 de marzo, 1999).

La exigencia de autenticidad puede aplicarse también a los animales. Al igual que el queso de Beaufort, el buey de Aubrac está sometido a estrictos criterios para poder ser considerado perteneciente a tal categoría, lo mismo que ocurre con el perro dálmata. Pero a algunas de estas categorías «autentificables» se les puede aplicar además una prueba de autenticidad específica, en el caso de individuos identificables de manera precisa: es el caso de los animales de raza que, como el dálmata, para ser verdaderamente auténticos deberán estar provistos de un pedigrí con la descripción de sus orígenes, sin el cual su autenticidad será considerada dudosa; y si el pedigrí está falsificado, el propio perro será considerado falso, pese a que tenga toda la apariencia de un dálmata.

Además de las cosas -artísticas o no- y de los animales, la cuestión de la autenticidad se puede aplicar también a las personas. En el terreno que nos interesa aquí, se dirá de un artista que es auténtico si es original y sincero en su creación -más tarde volveré sobre ello. Pero un enamorado también deberá someterse a la prueba de autenticidad, dando muestras de que su enamoramiento es sincero, al igual que quien se adhiera a cualquier causa habrá de demostrar la sinceridad de su compromiso con ella, si no quiere arriesgarse a ser acusado de falsía. El artesano se ve igualmente obligado a ser auténtico, y a no producir sus objetos en serie por medios mecánicos. Y el curandero, la vidente o el médium sólo podrán probar la autenticidad de sus capacidades curando, haciendo predicciones o convocando a los ausentes -sin lo cual serán acusados de no ser un «auténtico» sanador, una «auténtica» vidente, un «auténtico» médium.

Una obra intelectual debe, igualmente, ser auténtica: ni un plagio, si se trata de una obra de ficción o de una composición musical, ni una invención si se trata de un documental. Por ejemplo, un artículo que recibió el premio Pulitzer resultó ser una «falsificación »: el autor se había inventado totalmente el reportaje, de manera que hubo que anular la concesión del premio (LeMonde del 17 de abril de 1981).

Finalmente, también algunas situaciones puede ser sometidas a la prueba de la autenticidad. Sería el caso de un coloquio o conferencia donde los intervinientes estuviesen siendo filmados para hacerlos aparecer, sin saberlo ellos, en una película de ficción cuya realización sería el verdadero motivo de organizar la conferencia; o para participar sin su conocimiento en un experimento científico comparado acerca del grado de paciencia o impaciencia de un público voluntario. Por supuesto, la situación habría tenido lugar; pero no sería «auténtica». Es lo que el sociólogo Erving Goffman llama una «fabricación», es decir un montaje en el cual una parte de los participantes están engañados. En arte, el tipo ideal de estas «fabricaciones» es la tomadura de pelo, que puede referirse tanto a un objeto (por ejemplo, el lienzo firmado por «Boronali», en la famosa broma de 1910) como a una situación «falsa» -por ejemplo, la inauguración verdadera de una exposición falsa, que presenta obras fabricadas con el único fin de engañar a los invitados (ver Natalie Heinich, «L'hypothèse du canular. Authenticité et gestion des frontières de l'art»,en Du canular dans l'art et la littérature, París, L'Harmattan, 1999).

Cosas, animales, personas, obras, situaciones: para identificar estos diferentes tipos de entes sometidos a la exigencia de autenticidad, nos ha bastado con poner ejemplos de «falsificaciones». El hecho es que a cada categoría de objetos auténticos corresponde una categoría de falsos, que se puede identificar mediante una prueba específica de autenticidad. Ahora, tras haber delimitado nuestro tema -el valor de autenticidad- y ampliado en consecuencia nuestro campo -que ya no se reduce al de las obras de arte-, podemos precisar nuestro método: la cuestión de la autenticidad sólo puede tratarse de manera eficaz si se repasan las controversias y las pruebas de identificación a que son sometidos los objetos. Igual que no existe falsificación sin expectativa de autenticidad, tampoco existe autenticidad a falta de unos procedimientos de autentificación o de no autentificación: «una falsificación es el objeto de una atribución falsa, una obra auténtica, el objeto de una atribución verdadera», como resume Lucien Stephan «Le vraie, l'authentique et le faux» en (Cahiers du Musée National d'Art Moderne, «Signatures», n.o 36, 1991, p.8). Vamos a tratar de arrojar más luz sobre estos procedimientos.

Rastreabilidad ( Preferimos este término al más extendido «trazabilidad», adaptación mecánica del inglés traceability y el francés traçabilité que pasa por alto la diferencia de significado entre «traza» y trace (N. de la T.).  y sustancialidad de las cosas, carácter insustituible de las personas

  Sometidos a pruebas de autenticidad, el queso de Beaufort o el buey de Aubrac fracasan cuando no resulta posible establecer la relación entre la pieza sometida al dictamen de los expertos y su origen geográfico, o más bien cuando el origen que se declara no se corresponde con el origen que revela el examen. Ante el bolso de Vuitton o el perfume de Chanel interceptados en las aduanas del otro extremo del mundo, lo que marcará la diferencia serán más bien las características físicas del objeto y sobre todo la calidad de sus materiales, ya que la presunta imitación se puede comparar con el «original». Así pues hay que distinguir dos grandes categorías de pruebas de autenticidad: una de ellas hace referencia a lo que llamamos «rastreabilidad» (la posibilidad de rastrear la historia de algo hasta su origen), la otra se refiere a la sustancia. Pero en uno y otro caso, se trata de confirmar o no confirmar un vínculo con el origen del objeto, sea cual sea la manera en que se define este origen. Frente a esta misma prueba de autenticidad, el perro de raza será sometido a un examen potencialmente más complejo, puesto que puede referirse tanto a su origen genético -la sustancia- como a la identidad y credibilidad de sus propietarios, la rastreabilidad. Las cosas son aún más complejas cuando se trata de una gran obra de arte: a la prueba de la rastreabilidad (el seguimiento que conduciría del actual poseedor de la obra al supuesto pintor) y a la prueba de la sustancia (análisis químico y datación de los pigmentos y del lienzo) se suma la prueba del estilo, cuyas técnicas se han afinado también mucho -el estudio de la pincelada, el dibujo, el colorido y, de manera más general, todos los caracteres estilísticos que son del conocimiento de los especialistas.

Se apoye sobre la rastreabilidad, sobre la sustancia o sobre el estilo, la prueba de autenticidad puede aplicarse a dos categorías de objetos: por una parte, a los objetos considerados como cosas, y por otra, a los objetos considerados como personas. Lo propio de los objetos-cosas es su tratamiento como representantes de una categoría a la que pertenecen sólo como individuos intercambiables: lo que se somete a examen no es este trozo de queso, esta pieza de carne, este bolso de Vuitton o este frasco de perfume de Chanel sino un espécimen entre otros de la categoría Beaufort, Aubrac, Vuitton o Chanel; de tal manera que si se sustituye un trozo auténtico por otro trozo auténtico, no ocurrirá nada -no habrá protestas, ni pérdida de valor económico ni sanción jurídica alguna. No pasa lo mismo, como sabemos, cuando se trata del cuadro de un gran maestro o del autógrafo de un escritor: en este caso son «objetos-persona» y se caracterizan por su naturaleza insustituible (véase N. Heinich, «Les objets-personnes. Fétiches, reliques et oeuvres d'art», Sociologie de l'art, 1993, asunto retomado en Bernard Edelman, N. Heinich, L'Art en conflits. L'oeuvre de l'esprit entre droit et sociologie, París, La Découverte, 2002). Se los reconoce en el trabajo de individualización susceptible de convertirlos en no intercambiables, no equivalentes a otro objeto: así ocurre con las operaciones encaminadas a la catalogación en el caso de los objetos, el pedigrí en el caso de los animales, y la identidad civil en el caso de los seres humanos -e incluso en el de las obras de arte desde que se ha creado un pasaporte para ellas. Estos dos tipos de tratamiento -como especímenes de una categoría, o como seres particulares, no intercambiables- se corresponden con las dos grandes categorías de identidad que los filósofos diferencian con los términos de «identidad numérica» y de «identidad específica» (ver Luis J. Prieto, «Le mythe de l'original. L'original comme objet d'art et comme objet de collection», 1988, en Gérard Genette, Esthétique et poétique, Paris, Seuil, 1992).

Debemos precisar en todo caso que el estatus de cosa o de persona no se adjudica automáticamente a la naturaleza del ser en cuestión: el uso y el contexto tienen un papel decisivo. Así, un trozo de lienzo puede adquirir, conservar o perder, según las circunstancias, el estatus de reliquia sagrada o de obra maestra, pasando de este modo del estatus de cosa al estatus de cuasi-persona; un auténtico Van Gogh puede servir para tapar el agujero de un corral, como ocurrió hace tiempo (François Duret-Robert, «Destin de ses tableaux», en la obra colectiva Vincent Van Gogh, Paris, Hachette, 1968, p. 232. También, N. Heinich, La Gloire de Van Gogh, Essai d'anthropologie de l'admiration, Paris, Minuit, 1991); y un ser humano, por su parte, puede verse relegado al estatus de cosa, como ocurrió en los campos de exterminio nazis. Así, la persona no es una esencia sino una función: función que, aplicada a tal o cual ser, lo hace «insustituible». De esta manera surgen esos «objetos-persona» que pone de manifiesto el trato que se da tanto a los fetiches y a las reliquias como a las obras de arte.

Es pues necesario separar la idea de persona de la idea de ser humano y, al mismo tiempo, la idea de objeto de la idea de cosa, para comprender, por una parte, que el estatus de persona, es decir, la exigencia de ser insustituible, puede ser común a los seres humanos, a los animales y a las obras de arte; y que, por otra parte, ese carácter insustituible no es sino uno de los criterios posibles de la autenticidad, dado que ésta puede aplicarse también a categorías de elementos intercambiables. En uno y otro caso -objetospersona u objetos-cosa- los criterios de autentificación se refieren por lo menos a la rastreabilidad y a la sustancia; únicamente los artefactos tratados como personas -obras de arte, autógrafos- deben igualmente responder a criterios estilísticos para ser autentificados. En pocas palabras, el valor de autenticidad es más amplio que el valor de personificación. Pero no existe ninguna persona -humana o no- que no esté sometida a la exigencia de autenticidad.

De la autenticidad de las obras de arte a la autenticidadde los artistas

Volvamos a las obras de arte: la obra maestra es el ejemplo por excelencia de un artefacto con carácter de objeto-persona, sometido a la más compleja de las pruebas de autenticidad: rastreabilidad, sustancia, estilo, todo tiene como meta declarar su carácter insustituible. Pero la cuestión es un poco más compleja puesto que la exigencia de autenticidad no recae sólo sobre las obras sino también sobre sus autores. Y esta exigencia está por supuesto, como todo valor, sometida a variaciones en el espacio y en el tiempo. Así, el filósofo canadiense Charles Taylor, en La Malaise de la modernité (1992, Cerf, 1994), puso en evidencia el ascenso, entre los autores del siglo XVIII, de una «cultura de la autenticidad», desarrollada en paralelo a una «crisis de la modernidad».

En el campo del arte, en el siglo XIX se va a ir imponiendo poco a poco una nueva concepción del artista, marcada por fuertes expectativas en relación con la calidad de su persona y no ya sólo con su talento. Esta exigencia de autenticidad personal va pareja, por una parte, con una redefinición de la actividad creativa, considerada ya no sólo como un oficio o como una profesión, sino como una vocación, y, por otra parte, con un giro del sistema de valoración aplicado al arte, que a partir de entonces ya no se basa en el «régimen de comunidad» -que prioriza la norma, la observancia de las reglas, la aprobación de la mayoría- sino en el «régimen de singularidad » -que prioriza la originalidad, la marginalidad, la apertura de caminos inéditos (ver N. Heinich, L'Élite artiste. Excellence et singularité en régime démocratique, Paris, Gallimard, 2005). Pero no es posible una singularidad que no respete unas condiciones estrictas, entre las que figura en primer lugar la autenticidad del recorrido creativo, triplemente definido por su interioridad, su originalidad y su universalidad. En este momento, la singularidad más descalificadora -la locura- puede convertirse positivamente en el recurso definitivo del creador auténticamente inspirado: poco a poco se impone entre el gran público la figura, típicamente moderna, que encarna el personaje de Van Gogh, cuya locura consideraba Karl Jaspers prueba de autenticidad («En Colonia, en 1912, en esta exposición en la que podía verse, junto a admirables Van Gogh, el arte expresionista europeo y lienzos de distintas procedencias pero de una monotonía extraña, tuve la sensación de que entre tantos personajes que querían hacerse pasar por locos, cuando lo que les sobraba era la cordura, el único grande, el único verdadero loco y el único que lo era a su pesar, era Van Gogh», K. Jaspers, Strindberg et Van Gogh, Swedenborg, Hölderlin, 1953, Paris, Minuit, 1990, p. 235).

Así pues, paralelamente a esta construcción moderna de la autenticidad de la persona del artista, típica del «régimen de singularidad », asistimos a una deconstrucción progresiva de los cánones de la representación pictórica en el último tercio del siglo XIX, a partir del movimiento impresionista: deconstrucción que desencadenó como es sabido numerosas reacciones en contra (ver N. Heinich, Le Triple jeu de l'art contemporain, Paris, Minuit, 1998). Estas reacciones no iban dirigidas sólo contra las propias obras, consideradas inconvenientes o mal ejecutadas, sino también contra la personalidad de sus autores, estigmatizados como insinceros, provocadores o vagos, dicho de otra manera «camelistas». En esta perspectiva hay que entender la aparición de tomaduras de pelo artísticas como la fabricada por Roland Dorgelès con el lienzo expuesto en el Salón de los Independientes en 1910 con la firma de «Boronali », que fue realizado sirviéndose como pincel de la cola de un asno impregnada en un cubo de pintura (ver Daniel Grojnowski, «L'Âne qui peint avec sa queue. Boronali au Salon des Indépendants,1910», Actes de la Recherche en Sciencies Sociales, n.o 88, junio 1991). Sea real o ficticia, la farsa arroja dudas sobre la autenticidad de las intenciones del autor de la obra, que se suponen poco respetuosas con los valores artísticos, es decir, hostiles para con el público. En el campo del arte, supone un invento propio de la modernidad en la medida en que sus instigadores la consideran una defensa -agresiva- frente a la agresión ejercida por propuestas artísticas cuyo estatus es aún demasiado singular para que puedan ser integradas en la categoría de obras de arte sin detrimento de la definición consensuada de esta categoría. La farsa es pues un juego en torno a la autenticidad artística, en la medida en que ésta se define a partir de la psicología del autor -sus intenciones, es decir su salud mental. Pero se trata de un juego serio, pues tiene como objetivo mantener la integridad de las fronteras mentales y materiales del arte: fronteras de cordura que precisamente ponen a prueba -y ésta es una de sus características- las obras de arte moderno y contemporáneo.

Por eso, las obras de arte moderno y contemporáneo tienden a suscitar la puesta en cuestión de su «autenticidad», no ya en el sentido de que sean «falsificaciones», atribuidas erróneamente a alguien que no sería su verdadero autor, sino en el sentido en que las obras no sean «auténtico» arte, ya que no responderían a los criterios con que el sentido común del momento define esta categoría. Un magnífico ejemplo de esta sospecha en relación con la pertenencia a la categoría de arte lo proporciona el caso Brancusi: en 1927, el escultor entabló un pleito contra el Estado americano, que trataba de gravar la importación de su escultura El pájaro como si se tratara de un objeto industrial y no de una obra de arte. Este juicio sacó a la luz de manera ejemplar los criterios que prevalecían en la época a la hora de definir lo que debe ser una «auténtica» obra de arte, criterios que parecía contradecir la forma inédita de una escultura abstracta que no se ajustaba a las exigencias tradicionales de la figuración. Tales criterios mezclaban las características del objeto creado con las de la persona del creador puesto que las cuestiones en litigio tendrían que ver no sólo con el parecido del objeto con su supuesto referente (¿vemos en él realmente un pájaro?) sino también con el estatus profesional de su creador y su reconocimiento por parte de unas autoridades competentes, su sinceridad en el momento de la creación de la obra, así como con la cuestión de saber si el objeto era un original o una réplica, y si había sido concebido y ejecutado por el propio artista en las diversas fases de realización, incluida la fundición (ver N. Heinich, ««C'est un oiseau!» Brancusi vs États Unis, ou quand la loi définit l'art», Droit et Société 34,1996)».

El arte contemporáneo como revelador de autenticidad

En este asunto, que se saldó con la victoria del artista y de una nueva concepción del arte, Constantin Brancusi contó con el apoyo activo de su amigo Marcel Duchamp. Esta complicidad no es casual: en efecto Duchamp había realizado diez años antes con los ready-made una serie de obras perfectamente inauténticas desde el punto de vista de los criterios clásicos y modernos, obras que dos generaciones después consiguieron imponerse precisamente como el ejemplo del arte contemporáneo más auténtico. Para terminar vamos a ver cómo el juego con la inautenticidad, propio no ya del arte moderno sino del contemporáneo, pone magníficamente al descubierto los valores en los que se apoya nuestra general apreciación de la autenticidad artística, aplicada tanto a los objetos -las obras- como a las personas -los artistas (véase H. Heinich, «Art contemporain et fabrication de l'inauthentique», Terrain 33, 1999).

Duchamp fue pionero en cuestionar la autenticidad del objeto de arte definida por la presencia de la mano de su creador: el readymade es el primer objeto artístico que, firmado por un artista sin haber sido creado por él, no constituye una falsificación puesto que se presenta como un objeto producido industrialmente. El rechazo del urinario por el jurado del Salón de los Independientes en 1917 pone de relieve el carácter radicalmente transgresor de una operación tan paradójica, que manifestaba por vía negativa la fuerza de un criterio mayor de autenticidad: la certeza de la continuidad de un vínculo entre el objeto y su origen, en este caso su creador. La definición que de lo auténtico nos da el diccionario (Le Robert) es: «Aquello que proviene realmente del autor al que se atribuye». Para que un objeto de arte sea considerado auténtico, es necesario que la cadena que lo une a su autor no se rompa, bien sea por la intervención de otra mano, bien por la confusión, intencionada o no, respecto a la identidad de este autor.

En un segundo sentido, la autenticidad procede no ya del vínculo entre un objeto y su origen sino de la «cualidad de una persona, de un sentimiento, de un acontecimiento», según el diccionario Le Robert, que remite a los términos «sinceridad, naturalidad, verdad». Se pasa ya a una dimensión menos objetiva puesto que está vinculada a la evaluación de una subjetividad, mediante la imputación de una intencionalidad.¿Qué cualidades dominan el sentimiento de autenticidad en un artista y, por tanto, la pertinencia de un juicio estético aplicado a sus obras? Para saberlo basta con observar a contrario las acusaciones de falta de autenticidad que estigmatizan a los artistas tramposos, mistificadores, ávidos de riquezas, superficiales, repetitivos o banales.

Así, los ataques a la exigencia de seriedad se sitúan en la frontera con la «superchería» del artista, que trataría de burlarse del mundo montando farsas con la única finalidad de poner trampas al público: una sospecha que, como hemos visto en el caso de la modernidad, es un principio recurrente de descalificación de las vanguardias. La historia del arte moderno traza una línea de demarcación entre la broma asumida como tal de los Incoherentes, de los dadaístas y de los neodadaístas, y la puesta en escena «seria» de la desaparición de la pintura propuesta por los minimalistas, a cual más monocromo (ver Denys Riout, La Peinture monochrome. Histoire et archéologie d'un genre,Nîmes, Jacqueline Chambon, 1996). El problema es que la diferencia nunca queda clara para el público no especializado: ¿va en serio?, ¿es una broma? ¿Por dónde pasa la línea divisoria entre la seriedad del discurso y la «segunda intención » de la propuesta, o entre la aparente seriedad de la propuesta y la dimensión paródica del discurso? Se necesita una cierta habilidad en la manipulación de los «marcos» (en el sentido que da Goffman al término) para apreciar muchas propuestas artísticas contemporáneas.

Las acusaciones de falta de seriedad o de «camelo» a menudo van en paralelo con la sensación de que existe un atentado a la sinceridad: un artista que monta una farsa es por fuerza un hipócrita, en quien no hay correspondencia entre lo que muestra y su interioridad. Pero la insinceridad es algo más general que la falta de seriedad: supone que el artista «no lo dice todo» (por ejemplo enmascara sus intenciones o tiene intereses ocultos), o va más allá de la verdad (por ejemplo cuando inventa patrañas, como cuando Yves Klein construyó en vida un texto retrospectivo sobre su obra). Algunos artistas contemporáneos se las ingeniarán para dar ostensiblemente la vuelta a esta exigencia de sinceridad: así, Broodthaers declaró, con ocasión de su primera exposición en 1964, que quería «inventar algo insincero».

El artista auténtico no sólo debe ser serio y sincero sino también desinteresado. Totalmente consagrado al interés del arte, no puede aceptar ventajas materiales (dinero) o inmateriales (honores) salvo como una consecuencia merecida de su trabajo o de su talento, nunca como motivación de su actividad. Asimismo resulta difícil proclamar en público sin descalificarse que sólo se crea para ganar dinero: tal afirmación se convierte en arma de los detractores que buscan desacreditar a un artista. Incluso un marchante de arte que no disimula sus motivaciones comerciales se arriesga al descrédito, algo de lo que da fe el escándalo que se montó en 1996 en los círculos del arte contemporáneo a cuenta del documental de Jean-Luc Léon sobre Marianne y Pierre Nahon, Le marchand, ses artistes, ses collectioneurs. Esta exigencia de desinterés afecta no sólo a las ventajas materiales sino también a las gratificaciones inmateriales: fama, gloria, celebridad, es decir cualquier tipo de prestigio que tiene su origen en la «opinión» ajena y es, por tanto, fuente de descrédito en el «mundillo de los inspirados» (véase Luc Boltanski y Laurent Thévenot, De la justification. Les économies de la grandeur, París, Gallimard, 1991). Para que un artista pueda proclamar que sólo trabaja para hacerse famoso, antes deberá haber dado pruebas de su genialidad, o desplegar una desusada habilidad para transformar esta declaración de inautenticidad en una transgresión exitosa. La fuerza de este imperativo de desinterés puede medirse por el escaso número de excepciones, o más exactamente de excepciones autentificadas, que han logrado introducirse en los circuitos autorizados del arte contemporáneo. Andy Warhol se colocó en una posición fronteriza -cuando ya era un artista reconocido- al reivindicar para todo el mundo su famoso «cuarto de hora de gloria».

El propio Warhol no tenía el menor reparo en reconocer que trabajaba por encargo (véase Hector Obalk, Andy Warhol n'est pas un grand artiste, París, Aubier, 1990), lo que atenta contra otra exigencia, próxima al tabú de la búsqueda de la celebridad: la exigencia de interioridad, sin la que tampoco hay autenticidad en el arte. En el arte moderno, la interioridad del artista tiene una manifestación privilegiada en el surrealismo y también en la pintura gestual, el expresionismo abstracto o la action painting, que ponen en primer plano el inconsciente de la persona, la exteriorización inmediata de los sentimientos o de las sensaciones interiores, autorizando al espectador a proyectarse psicológicamente, a buscar un sentido comunicable y a compartir una condición humana común. El arte contemporáneo da una vuelta de tuerca a esta exigencia de interioridad: las tendencias minimalistas o geométricas, las búsquedas formalistas y combinaciones matemáticas, los experimentos técnicos o lúdicos, la pintura a rodillo, a pistola o con cinta adhesiva, el hiperrealismno publicitario son transgresiones del imperativo de expresión personal y de impacto emocional, sobre todo cuando juegan físicamente con la percepción del espectador. Este atentado a la interioridad puede también ponerse en juego a través de la  rivialidad de los objetos o imágenes propuestos por el artista: pensemos en la imaginería de fotonovela de AnnetteMessager, en los objetos industriales kitsch de Jeff Koons o en las bolsas de productos de lujo de Sylvie Fleury.

Hay un último criterio, y no de los menos importantes, de autenticidad artística: se trata de la originalidad, base jurídica del derecho moral del artista, y que según demostró Roland Mortier se desarrolló en el mundo de la cultura en el Siglo de las Luces (véase Roland Mortier, L'Originalité. Une nouvelle catégorie esthétique au siècle des Lumières, Genève, Droz, 1982). Los artistas contemporáneos están empeñados en atentar contra ella, pero manteniéndose en el límite paradójico de la necesidad de inventar maneras originales de no ser original -hasta tal punto la exigencia de originalidad sigue siendo un imperativo incuestionable, incluso cuando se cuestiona. Así pues ser original consiste en ser a la vez innovador y personal: innovador, porque la originalidad supone aportar algo que hasta entonces no existía; y personal, porque eso nuevo debe ser claramente atribuible a un individuo identificable, no a una corriente general, a un movimiento de ideas o a una tendencia difusa. El artista que pretendiera transgredir radicalmente el imperativo de originalidad debería pues proponer algo que ya se haya hecho y que resulte totalmente impersonal: los que mejor lo consiguen son los dibujantes callejeros que ejercen en los lugares turísticos, con el resultado previsible de su total ausencia de reconocimiento salvo entre los aficionados a los retratos estandarizados a bajo precio.

El artista que desea transgredir el imperativo de originalidad sin excluirse del mundo del arte contemporáneo tiene una solución menos radical que consiste en combatir únicamente uno de sus dos componentes. La primera posibilidad consiste en inventar algo impersonal: una solución que, llevada hasta sus últimas consecuencias, tiene el inconveniente de condenar al interfecto a una oscuridad radical, cuya mejor demostración es mi incapacidad para poner un ejemplo de ello; de una manera menos radical, las diversas maneras de delegar la realización de una obra en unos ejecutantes, un colectivo o una máquina, una práctica corriente en el arte contemporáneo, permiten llevar a cabo esta forma de atentar contra la originalidad. La segunda posibilidad consiste en repetir lo ya hecho, pero personalizando la repetición: es el caso de todos los avatares del ready-made reutilizados a posteriori por los «nietos de Duchamp», según la expresión ya acuñada hoy día. Asimismo los «citacionistas», «apropiacionistas» o «simulacionistas» hacen de la imitación y del plagio una nueva forma de arte, fronteriza con el fraude. Pero en cualquier caso, la afirmación de la identidad de autor por parte del reproductor es el límite último de este juego con la difuminación del origen, una frontera infranqueable más allá de la cual ni siquiera habría ya obra, puesto que faltaría un autor al que asignarla.

Vemos así cómo el arte contemporáneo experimenta, de modo inédito, la inversión positiva de la no autenticidad como criterio de calidad. Este juego con la autenticidad exige una habilidad muy particular por parte de los artistas, y, por parte de los estudiosos, una capacidad inédita de saberse mover entre los nuevos criterios de excelencia artística y las exigencias de autenticidad que son de sentido común.

El valor de autenticidad

Pero lo que nos interesa aquí por encima de todo es la capacidad del arte contemporáneo para poner de manifiesto, por medio de estas transgresiones, los criterios de autenticidad cuando ésta se aplica a las personas y no sólo a los objetos. En efecto, podemos sacar como conclusión que la autenticidad en el arte exige por parte del creador, como mínimo, seriedad, sinceridad, desinterés, interioridad, inspiración, originalidad: condiciones sin las cuales la singularidad de la creación no podría tener pretensiones de universalidad, última referencia que establece la grandeza en el arte.

Estos criterios de autenticidad de las personas tienen en común que implican una cierta transparencia entre el acto del artista y sus intenciones, la seguridad de que existe un vínculo, una continuidad entre lo que tenemos ante los ojos -un objeto que aspira a la dignidad de obra de arte- y la instancia de la que extrae su origen, sin la interposición de una tercera persona imitada o imitadora (originalidad), sin obediencia mecánica a unas reglas (inspiración), sin recurrir a préstamos ajenos (interioridad), sin búsqueda de beneficios que pudieran desviar de las metas creadoras (desinterés), sin artificialidad ni mentiras (sinceridad), sin segundas intenciones (seriedad). Volvemos a retomar pues, en relación con los sujetos creadores, la misma secuencia que hemos rastreado al tratar de la autenticidad de los objetos creados: la misma continuidad del vínculo entre lo producido y su origen, entre el resultado de la acción y su intencionalidad, entre la obra «insustituible» y su autor individual, incluso, si cabe, singular (* Benoît Landais utiliza apropiadamente esta imagen de la cadena cuando señala que «el miedo a ser engañado, el temor de no poder revender una obra son tan fuertes, la sensación de ridículo de sentirse burlado es tan grande que las obras que se suponen de gran valor se vuelven sospechosas cuando su paso por manos de desaprensivos ha roto la cadena entre el artista y el aficionado» (op. cit., n.o 9., p. 53)).

De esta manera se superponen, de forma homólogica, la autenticidad de las cosas y la autenticidad de las personas, que el campo del arte enlaza en un valor común, hecho de rastreabilidad, de continuidad sustancial, de continuidad estilística, de originalidad y de interioridad, en sus diferentes declinaciones. Así se presenta la autenticidad dentro de un discurso de singularidad: este discurso que rige la apreciación general del arte desde la era romántica, y que ha puesto tan en primer plano el valor de autenticidad que a fuerza de presencia ésta se vuelve opaca. Espero haber dado pistas acerca de cómo una sociología de los valores puede contribuir a desenredar la madeja.

Traducción: María Unceta Satrústegui.

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación