Nadie consigue ser ciudadano del mundo de forma completa. Se está siempre enraizado en el espacio y el tiempo, en el origen de la vida y herencia propias, son circunstancias básicas de la vida que configuran nuestra mirada, perspectiva y filosofía. Con todo, unos pocos, incluidos los filósofos, se esfuerzan por mostrar que el lugar y la mirada propios son ilusiones, ganando así una perspectiva que, aunque se basa en sus orígenes, elude los aspectos ilusorios, provincianos y parciales de la existencia individual. Santayana es un filósofo de ese tipo. Alcanzó esa perspectiva independiente por su herencia, su historia personal y su orientación filosófica. Joseph Epstein escribe, en una reciente reseña de las cartas de Santayana:
Si es posible decir que Santayana posee un mensaje filosófico total, sería el de desnudarse de toda ilusión posible -tarea que nunca puede completarse del todo- entendiendo, a su vez, lo mejor posible la poderosa atracción de las ilusiones para los demás. Alguien capaz de hacerlo, tal como Santayana lo hizo de forma consumada, merece el nombre de filósofo. (Epstein, 16.)
Podemos preguntarnos qué significa ser «ciudadano del mundo». Por supuesto no puede entenderse el término de modo literal, como si alguien pudiera tener pasaportes de todas las naciones del mundo. Me refiero, más bien, a una perspectiva global afín a todas las perspectivas individuales y nacionales que, sin embargo, no devalúe ni la cultura ni la perspectiva de cada cual. ¿Cómo es posible? Según Santayana, esa perspectiva global es posible si se reconoce la base natural de la vida, la multiplicidad de valores de los seres vivos y la integridad de cada vida individual, incluida la de uno mismo. Así, antes de explicar la mirada de Santayana, es importante determinar su herencia y su experiencia.
Vida
La herencia de Santayana descansa en la historia de la diplomacia española. Tanto su padre como su madre tuvieron relación con el cuerpo diplomático de España; en sus vidas influyeron ciertos aspectos accidentales de su época y las relaciones internacionales, a pequeña y gran escala. Santayana señala que hay tres modos de entender su vida y tres enfoques para entender su pensamiento. Resulta interesante que, en esa descripción, su vida y sus localizaciones geográficas no van en paralelo. Si nos centramos en los principales lugares de residencia de Santayana, su vida se divide en tres partes: nueve años en España (1863-1872), cuarenta años en Boston (1872-1912), y cuarenta en Europa (1912-1952). Pero Santayana describe el desarrollo de su persona y su pensamiento en Personas y lugares así: 1) sustrato (1863-1886), 2) América y Europa (1886-1912), y 3) Europa (1912-1952). El sustrato de su vida cubre básicamente desde su infancia en España hasta sus años de estudiante en Harvard. Su afición a los viajes transatlánticos le llevó a describir sus años como graduado y profesor en Harvard como «A ambos lados del Atlántico», que fue el título que propuso para la segunda parte de su autobiografía. Igualmente, el título de la tercera parte, «Todo al otro lado», nombra los cuarenta años que pasó en Europa como escritor tras abandonar Harvard en 1912.
Padre y madre
La vida de sus progenitores estuvo en función de las contingencias de la diplomacia española. Su padre, Agustín Santayana, nació en 1812. Estudió derecho aunque lo ejerció poco tiempo, tras lo cual ingresó en el servicio colonial y fue enviado a Filipinas. Era un hombre curioso que, a la vez que estudiaba Derecho, fue aprendiz con un pintor profesional del estilo de Goya. En su haber tenía haber traducido cuatro tragedias de Séneca, haber escrito un libro, sin publicar, sobre Mindanao, poseer una amplia biblioteca y haberle dado tres veces la vuelta al mundo. En 1845 fue nombrado gobernador de Batang, una pequeña isla de las Filipinas. Sucedió en ese cargo al recientemente fallecido José Borrás y Bofarull, el padre de Josefina Borrás. Josefina se convertiría en esposa de Agustín en 1861 y en madre de Jorge Agustín Nicolás Santayana y Borrás (George Santayana) el 16 de diciembre de 1863. Se podría pensar que comenzaron entonces su noviazgo, pero no fue así. Aunque no está del todo claro por qué, Josefina se fue de la isla al poco de llegar Agustín; hay indicios de que se sentía incómoda ante él por ser la única mujer española en la isla. Se fue a Manila, donde conoció y se casó con un hombre de negocios de Boston, antes de su futuro y algo misterioso matrimonio con Agustín.
En 1856 Agustín se encontró de nuevo a Josefina en una travesía de Manila a España. Josefina estaba entonces casada con George Sturgis, negociante bostoniano, y viajaba junto a sus tres hijos. El viaje llevó a Agustín a Boston, a Niágara, a Nueva York y a Inglaterra. Su último cargo diplomático fue secretario financiero del gobernador general de Filipinas, el general Pavía, marqués de Novaliches. Debido a los efectos nocivos sobre su salud de la vida en el trópico se jubiló pronto, bien pasados los cuarenta años, una edad similar a la del retiro de Santayana de Harvard a los cuarenta y ocho años. En 1861 volvió a España y allí se encontró de nuevo a Josefina Borrás Sturgis, ya viuda. Se casaron ese mismo año.
La historia de la madre de Santayana no carece tampoco de elementos azarosos. Aunque era española, había nacido en Glasgow, Escocia, en 1826 ó 1828. Su infancia la pasó en Virginia (EEUU) y en Barcelona, su juventud entre Filipinas y España y los últimos 43 años de su vida en Boston. Su padre había marchado de España a Escocia por razones políticas. Cuando se fueron a Estados Unidos, fue nombrado, irónicamente, cónsul norteamericano en Barcelona.Más tarde, cuando el talante del gobierno español le fue favorable, optó a un lucrativo puesto en Filipinas. El viaje desde Cádiz a Manila por el cabo de Buena Esperanza duró seis meses, atravesando las peores tormentas que recordaba el capitán. Al llegar a Filipinas, se enteró de que había cambiado el ambiente político en España y que perdía el alto puesto prometido, pero que uno menor, el de gobernador de Batang, era suyo. Cuando murió su padre, Josefina se quedó en la isla y estableció un negocio de exportación bastante lucrativo hasta que llegó Agustín Santayana, el nuevo gobernador, momento en que ella se fue a Manila. Allí encontró a George Sturgis, un aristócrata y negociante de Boston. Se casaron, tuvieron cinco hijos, de los que dos murieron pequeños y entonces murió su marido. George Sturgis era joven cuando murió, sus negocios iban mal y su esposa se encontraba de nuevo atrapada en Filipinas, ahora con varios hijos. Un hermano de su marido le envió 10.000 dólares y ella se fue a Boston.
Hay que recordar que en 1861 viajó a Madrid, donde encontró de nuevo a Agustín -él tenía casi cincuenta años y ella probablemente treinta y cinco-. Se casaron y Jorge Santayana nació en 1863. La familia se trasladó de Madrid a Ávila, donde residió entre 1864 y 1866. Josefina estaba decidida a educar a los pequeños Sturgis en Boston, de modo que en 1869 se marchó a Boston con sus dos hijas; el único varón vivo de su primer matrimonio se había ido antes. Desde 1869 hasta 1872 Agustín y Jorge vivieron juntos en Ávila, hasta que en 1872 viajaron a Boston, donde Jorge se quedó con su madre. Por la correspondencia sabemos que Agustín intentó adaptarse a Boston y a la vida americana, pero prefirió España y Ávila. La separación del padre y la madre fue permanente. En 1888 Agustín le escribía a Josefina:
Cuando nos casamos sentí como si estuviera escrito que estaría unido a ti, cediendo a la fuerza del destino ... ¡Extraño matrimonio el nuestro! Así lo dices y así es en efecto. Te quiero mucho y también tú me has tenido cariño, y sin embargo no vivimos juntos. (Persons and Places, 9.)
Las puertas de Ávila
La vida de Santayana se vio influida en muchos aspectos por su residencia en Ávila, la ciudad que él identifica como la principal residencia de su infancia y como el origen de sus lazos con España. La particularidad de la perspectiva de Santayana reside, en parte, en su afinidad y respeto por su herencia tanto como por su mirar más allá. A lo largo de su vida Santayana respetó sus orígenes. Mantuvo su ciudadanía española hasta su muerte y nunca se hizo ciudadano de otro país a pesar de que residió en España sólo sus nueve primeros años de vida. Apenas unos meses antes de morir, había renovado su pasaporte en la embajada española en Roma y, por desgracia, al hacerlo cayó en sus escaleras quedando gravemente herido.
El sentido de arraigo y la visión de Santayana acaso se entiendan con la imagen de su ciudad familiar, Ávila. La historia de Ávila está encerrada en sus murallas medievales. Los toros y jabalíes celtas (símbolos de fuerza) de la primera edad de hierro se alzan en las murallas como tributo a la temprana herencia de Ávila. Las murallas mezclan elocuentemente su herencia romana y cristiana al incorporar partes romanas en la majestuosa muralla medieval, como es evidente en la Puerta del Alcázar. La fuerza de esa herencia se hace piedra puesto que la catedral de Ávila no es sólo lugar de oración sino que formaba parte de las almenas de la ciudad como refuerzo de sus defensas.
Intramuros, todo es tranquilo, protegido; lo heredado está seguro y queda incorporado en la vida cotidiana. Pero desde cada portezuela en la muralla se alcanza una vista del mundo exterior. Las puertas del Alcázar y de San Vicente ofrecen vistas de las iglesias y de la vida comercial y, más allá, están los cerros, las granjas y los fuegos nocturnos de los pastores. Las puertas del sur se abren a las montañas (Sierra de Gredos) y las occidentales miran hacia los afloramientos graníticos en campos y cerros y, más allá, hacia donde comienza la maravillosamente surrealista meseta castellana. Es a través de esas puertas como los abulenses obtienen su visión del mundo y como Santayana llegó a ser un ciudadano del mundo, sin perder la fuerza de sus orígenes pero alcanzando una perspectiva superadora de intereses contemporáneos y provincianos.
Los años de Harvard: a ambos lados
De 1874 a 1882 Santayana estudió en la Boston Latin School, y entre 1882 y 1889 acabó sus estudios en la Universidad de Harvard, donde se doctoró. Como miembro de la universidad, formó parte entre 1889 y 1912, junto aWilliam James y Josiah Royce, de una de las mejores épocas de su departamento de filosofía. Entre sus estudiantes había poetas (Conrad Aiken, T.S. Eliot, Robert Frost, Wallace Stevens), periodistas y escritores (Walter Lippmann, Max Eastman, Van Wyck Brooks), profesores (Samuel Eliot Morison, Harry AustrynWolfson), un miembro del Tribunal Superior de Justicia (Felix Frankfurter), diplomáticos (incluyendo a su amigo Bronson Cutting) y un rector universitario (James B. Conant).
Los años de Santayana en Harvard fueron muy activos, como estudiante, graduado y profesor. Como estudiante perteneció a más de veintes clubes, viajó a Europa cada verano tras el primer año de universidad y por supuesto gozaba de las aventuras y frivolidad de un joven estudiante, tal como atestiguan sus cartas familiares, en especial las de su padre y amigos. Dos de sus años como graduado los pasó en Alemania y en Inglaterra, pero su entusiasmo por estar en la academia empezó a apagarse al aumentar las restricciones a su libertad intelectual. Josiah Royce, su director de tesis, le asignó como tema la filosofía de Rudolf Hermann Lotze en vez de Schopenhauer, que era el que Santayana quería. Royce apuntó que Schopenhauer podría valer como máster pero no para el doctorado de filosofía. Y fue un error que Santayana lamentaba incluso en su madurez, por lo que la llamó su «aburrida tesis de doctorado.» (Persons and Places, 389)
La carrera de Santayana en Harvard fue productiva, activa y rica en logros. En 1894 comenzó lo que denominó su metanoia, el despertar del sonambulismo. Casi al mismo tiempo comenzó a planear su jubilación puest que la vida universitaria casaba mal con su deseo de ser escritor. Las reuniones, comités y órganos de gobierno le parecían completamente vacuos, muchas discusiones mera vehemencia partidista sobre falsas cuestiones y la transformación general de las universidades en corporaciones cuasi-empresariales un alejamiento de la curiosidad, desarrollo y crecimiento intelectuales. Su descripción de Harvard es «un anónimo agregado de insectos coralinos, cada uno segregando una célula y dejando que ese legado fósil se extienda sobre la tierra» (Persons and Places, 397). Pero, a pesar de esta sorprendente visión, está bien documentado su éxito como profesor e, incluso, ese éxito hizo posible su temprano retiro. Al mismo tiempo, las nuevas expectativas y restricciones que acompañaban sus logros le convencieron de que el ambiente académico no era lugar adecuado para un filósofo sensato deseoso de ser escritor. Tras algunos libros de poesía, Santayana, pasados los treinta años, publicó sus primeras obras filosóficas: El sentido de la belleza (1896) e Interpretaciones de poesía y religión (1900). El sentido de la belleza fue el resultado natural de su curso de Estética en Harvard. En contra de las doctrinas dominantes en su época, la obra enraíza la estética en la sensibilidad natural, no en ciertas refinadas cualidades mentales, y sitúa la belleza en el orden natural del mundo como construcción y respuesta de la actividad animal y humana. Su atrevimiento se reafirmó en su segundo libro filosófico, donde se conciben la religión y la poesía como subproductos imaginativos del orden natural, subproductos que le sobrevienen al orden natural. Cuando era sabido que a sus mentores y colegas de Harvard les gustaba una imaginación vigorosa, y para ellos eran el pensamiento y la imaginación los que posibilitaban la esperanza de cambios pragmáticos en el mundo.
La ofensa era clara. La pujante concepción santayaniana era que el pensamiento carece de consecuencias relevantes pero posee elocuencia en la expresión. Su valor no es práctico, sino celebratorio, festivo. Un tema no bien recibido en un departamento y una universidad que intentaban formar y estructurar generaciones futuras que influirían en los negocios y en el gobierno de la nación. Su pentalogía La vida de la razón (1905) fue, sin embargo, bien recibida, debido en parte a que fue mal interpretada. Parecía que por fin Santayana cruzaba la frontera americana puesto que algunos consideraban que ahora defendía el impacto práctico de los constructos mentales. Y aunque expresaba tales constructos en términos clásicos, a sus colegas americanos le parecía un giro bienvenido hacia los asuntos prácticos. Independientemente de su acogida, favorable o no, lo cierto es que su fama como filósofo sensato era firme en el cambio de siglo.
Antes de su retiro, Santayana era ya un filósofo reconocido. Sus escritos eran bastante conocidos y él mismo invitado como conferenciante por universidades importantes. Durante sus últimos años en Harvard recibió ofertas de otras universidades como Columbia, Williams, Wisconsin y Berkeley. Sin embargo las cartas a su hermana confirman que desde 1909 pensaba en su jubilación. Cuando la anunció, en mayo de 1911, el rector Abbot L. Lowell le pidió que esperara y le ofreció tanto tiempo libre como quisiera. Santayana acordó inicialmente enseñar sólo el primer semestre de cada curso y que el año 1912-13 fuera sabático. Pero en 1912 su decisión se impuso a sus obligaciones con Harvard y, a la edad de 48 años, abandonó la universidad y Estados Unidos para vivir sus restantes cuarenta años en Europa.
Es claro lo que distinguía a Santayana en Harvard. Su sustrato era español y católico, de modo que Nueva Inglaterra, de raíces protestantes y puritanas, no podía ser su suelo nativo. Fue el único filósofo clásico americano que era clasicista y sus vínculos y lazos con Europa hicieron de él un extraño en una universidad que él consideraba cada vez más provinciana. Sus numerosos viajes por Europa y Asia lo hacían distinto. Y sus intereses artísticos, poéticos y religiosos hacían dudosa su filosofía en un departamento y una universidad que habían convertido la práctica y la acción en características principales de la investigación filosófica. Aunque las diferencias pueden tanto colocarle a uno aparte como hacerlo también más interesante y atractivo. Éste fue el destino de Santayana, y una de las puertas que le llevó a ser ciudadano del mundo, de modo que sus últimos años en Harvard le llevaron a universidades importantes, a recepciones y fiestas en Nueva York, y le consiguieron numerosas amistades y reconocimientos.
La muerte de la madre de Santayana el 5 de febrero de 1912 le liberó de sus lazos familiares con América y facilitó económicamente su planeado retiro. Su madre había enfermado en 1909, probablemente de Alzheimer. En mayo de 1911 Santayana escribió a su hermanastra, Susana, que vivía en España, que su madre estaba a menudo en coma. En los últimos meses Santayana la visitaba con frecuencia y, al final, diariamente. Ella se acababa lentamente. A su muerte, él heredó 10.000 dólares y dispuso que su otra hermanastra, Josefina, fuera cuidada en España, donde vivía Susana y donde él mismo pensaba vivir como escritor. La herencia, junto con los ingresos regulares por sus libros, le facilitaron la jubilación. Le pidió a su hermanastro, Roberto, que se encargara de sus cuentas (tal como había hecho con su madre), sobreentendiéndose que, a su muerte, Roberto o sus descendientes fueran sus herederos. Así, en enero de 1912, a la edad de 48 años, Santayana gozaba de libertad para escribir, viajar, elegir su país de residencia, liberado de las restricciones del régimen y las expectativas universitarias. Y a Santayana le agradó esa liberación.
Europa: todo en un lado
Entre 1912 y 1914 Santayana hizo veintitantos viajes entre Inglaterra y Europa buscando el lugar apropiado para vivir y escribir. Aunque vivía en París, se encontraba en Londres cuando estalló la Primera Guerra Mundial, de modo que se quedó en Inglaterra, sobre todo en Oxford, hasta 1919, cuando, tras rechazar las ofertas tanto del Corpus Christi como del New College, recuperó su vida de escritor viajero. Dejó de residir en París y comenzó a ser de verdad un estudiante viajero. Desde entonces sus paraderos son París, Madrid, la Riviera, Florencia, Cortina d'Ampezzo y, finalmente, a finales de los años 20, sus costumbres empiezan a girar cada vez más en torno a Roma. Harvard intentó recuperarlo varias veces. Ya en 1917 le pidió que volviera y, en 1929, le ofreció la cátedra Norton de poesía, una de las más respetadas de Harvard. En 1931 rechazó una invitación de la universidad Brown y, más tarde, Harvard le pidió que aceptara, sólo por un curso, la cátedra William James de Filosofía, un cargo honorífico recién creado (McCormick, 301-302). Pero Santayana nunca volvió a Harvard ni a América. Apareció en la portada de la revista Time del 3 de febrero de 1936 junto a su novela El último puritano, un éxito de ventas. Al no poder abandonar Roma antes de la Segunda GuerraMundial, ingresó en 1941 en la Clinica della Piccola Compagna di Maria, un hospital clínico regido por la orden de monjas católicas conocida como las «monjas azules» por el color del hábito. Su autobiografía Personas y lugares salió clandestinamente de Roma durante la guerra y fue seleccionada por el Book-of-the-Month Club en 1944-45. Murió el 26 de septiembre de 1952, a la edad de ochenta y ocho años, con veintisiete libros e infinidad de artículos publicados.
Filosofía
Mientras editaba TheWorks of George Santayana reflexioné sobre el desarrollo de la filosofía de Santayana, en especial sobre cómo él mismo describe el desarrollo de su pensamiento filosófico, sobre las puertas desde las que alcanza su perspectiva. Para él la filosofía no es metodología, ni metafísica ni ideología, es la expresión de los valores y creencias inherentes y descubribles en el vivir y actuar. Tal perspectiva procede tanto de su ascendencia, tiempo y lugar como de su creatividad. En la edición crítica de Personas y lugares se incluyen ciertos encabezamientos marginales del manuscrito, excluidos en las ediciones anteriores a 1986, en los que Santayana describe tres etapas importantes de su pensamiento. Usaré esos encabezamientos como base para presentar su pensamiento maduro. Son las tres puertas principales a través de la cuales ve el mundo: primera, su materialismo; segunda, su relativismo moral; y tercera, su sentido de la integridad o autodefinición.
Materialismo
En el capítulo XI de Personas y lugares, «La iglesia de la Inmaculada Concepción«, Santayana describe el desarrollo de su pensamiento como un viaje desde el idealismo de su juventud y desde el materialismo intelectual de un estudiante viajero hasta la visión total y materialista de su madurez. Destaca la continuidad de su vida y sus creencias, y contrasta los aparentemente distintos tonos de su cambiante pensamiento con la unidad global de su mirada. Escribe: «Cuanto más cambio, más soy la misma persona» (Persons and Places,159). En otro encabezamiento marginal recuerda que los idealismos de su juventud no fueron nunca sus creencias genuinas (Persons and Places, 166), y aunque no se expresaban en forma filosófica eran, con todo, «sentidas con intensidad en mí como determinantes del único justo o bello orden posible del universo. La existencia no podía ser justa ni bella bajo otras condiciones» (Persons and Places, 166).
Pero aquellos universos ideales dentro de mi cabeza no producían convicciones firmes ni compromisos efectivos. Nada tenían que ver con el mundo real miserable y agobiado por la pobreza en el que estaba condenado a vivir. Que lo real estaba podrido y sólo lo imaginario tenía interés me parecía axiomático. Eso era demasiado radical; pero, excusando las imprudentes generalizaciones de la juventud, es todavía lo que pienso. Mi filosofía nunca ha cambiado. (Persons and Places, 167.)
De aquí que apunte que «a pesar de mis ensueños, religiosos y de todo tipo, yo era en el fondo un joven realista. Sabía que soñaba, y por tanto estaba despierto. Una clara prueba de ello era que nunca me inquietó lo que aquellos sueños habrían implicado si hubieran sido verdaderos. No tuve jamás el menor rasgo de superstición » (Persons and Places, 167). Santayana menciona dos poemas escritos cuando contaba quince o dieciséis años como muestra de su temprano realismo y cita de memoria una estrofa de «A la puerta de la iglesia» donde el sentimiento realista es el mismo. Mientras era un estudiante viajero que veía el mundo recorriendo Alemania, Inglaterra y España, su «materialismo intelectual» estaba firmemente asentado sin que eso cambiara sus sentimientos religiosos:
De aquel muchacho que soñaba despierto en la iglesia de la Inmaculada Concepción al estudiante viajero que veía el mundo en Alemania, Inglaterra y España no había ningún cambio en mi sentir. Seguía estando «a la puerta de la iglesia». Sin embargo en las creencias, en la clarificación de mi filosofía, había dado un paso importante. No vacilaba ya entre visiones alternativas del mundo que aparecían o desaparecían, como obras de teatro alternativas. Ahora veía que no había más que una vía posible, la historia real de la naturaleza y de la humanidad, aunque bien pudiera haber fantasmas entre los personajes y soliloquios entre los diálogos. Las religiones, todas las religiones, y las filosofías idealistas, todas las filosofías idealistas, eran los soliloquios y los fantasmas. Podían ser elocuentes y profundas. Como el soliloquio de Hamlet, podían resultar excelentes críticas reflexivas de la obra en su conjunto. No obstante no eran sino parte de ella y su valor crítico residía enteramente en su fidelidad a los hechos y a los sentimientos que esos hechos suscitaban en el crítico. (Persons and Places, 169.)
La formulación y desarrollo plenos de su materialismo no se produjo hasta el final de su vida. Ya estaba fijada con seguridad en la época de Escepticismo y fe animal (1923), pero no del todo en la época de La vida de la razón (1905). Según su materialismo desarrollado al completo, los orígenes de todos los sucesos del mundo son arbitrarios, temporales y contingentes. La materia (llámese como se llame) es el principio de la existencia, resulta «a menudo adversa y da lugar a imperfecciones y conflictos en las cosas» (Realm of Matter, v). De ahí que cualquier «desabrido moralista» pueda considerarla mala, pero, según Santayana, si se adopta una visión más amplia «la materia aparecería como un bien... Porque es el principio de la existencia: todas las cosas en su potencialidad y por ello la condición de toda su excelencia o perfección posible» (idem). La materia es el fundamento natural y no discursivo de todo lo que es. En sí misma no es ni buena ni mala, aunque puede ser considerada así cuando se la considera desde los intereses creados de la vida animal. El aspecto neutral, incomprensible, de la materia se convierte, según los intereses animales latentes, en una sonrisa o en un enfado. Pero «los valores morales no pueden gobernar la naturaleza» (Realm of Matter, 134). Los principios son producto de las fuerzas naturales: «la germinación, definición y valoración de cualquier bien ha de estar fundado en la naturaleza misma, no en la elocuencia humana» (Realm of Matter, 131).
Desde el punto de vista de los orígenes, por tanto, el ámbito de la materia es la matriz y fuente de todo: es la naturaleza, la esfera del génesis, la madre universal. La verdad no puede dictarnos la estima en que la hemos de tener: no es cuestión de hechos sino de preferencias. (Realm of Matter, XI.)
Anterior incluso al idealismo de su juventud y al materialismo intelectual del estudiante viajero, destaca en el sustrato, nacimiento y temprana infancia de Santayana la fuerza de los sucesos materiales, contingentes, que son el telón de fondo del materialismo maduro de Santayana. Son fuerzas que escapan a su alcance, que conforman su destino y que, al mismo tiempo, le ofrecen la oportunidad de una vida buena y razonable.
Naturalismo no-reductivo. Aunque difícil de clasificar, el materialismo de Santayana queda bien identificado como naturalismo no reductivo y es un aspecto de su pensamiento que cruza numerosas fronteras filosóficas y facilita lecturas empáticas en otras culturas y épocas. Ésa es la razón de que gran parte de su obra haya sido tan traducida. Santayana destaca el aspecto histórico de las cuestiones (Aristóteles, Berkeley, Descartes, Euclides, Fichte, Heráclito, Hume, Kant, Platón, Protágoras, Schopenhauer, Sócrates y Spinoza) sin apenas tener en cuenta las posturas dominantes en 1923 -aunque algunas de ellas son claramente objeto de su ironía. Es más, parte de su obra encuentra paralelismos cercanos en cuestiones contemporáneas tal como son abordadas en las obras de Strawson y Wittgenstein.
Santayana, Hume, Strawson yWittgenstein se centran en el escepticismo, rebatiendo sus argumentos e insistiendo en las inevitables creencias naturales no afectadas por el discurso racional o argumentativo. El acercamiento de Wittgenstein se basa en los usos del lenguaje, aunque Santayana lleva la discusión a un nivel ligeramente diferente y muestra no sólo que marcha a otro ritmo sino también que marcha en otra dirección. Él señala los tipos de creencias ineludibles y sus relaciones con mucho mayor detalle que Hume o Wittgenstein, y, como Hume, se refiere a la naturaleza como la base de tales compromisos, aunque insistiendo en los procesos físico-biológicos más que en las comunidades sociológicas de usuarios del lenguaje. La intuición de Santayana es que son los acercamientos neurofisiológicos lo que van por buen camino para comprender la conducta y la acción humanas. Aunque abundan los artículos especializados sobre los acercamientos neurofisiológicos a las creencias y acciones humanas, incluyo del yo, son escasos los artículos o libros escritos para el gran público. Para el que esté interesado, recomiendo las dos obras recientes del doctor Todd E. Feinberg, psiquiatra y neurólogo del Albert Einstein College de Medicine, recogidas en la Bibliografía.
Santayana ofrece un modo dramático, festivo de hacer filosofía. Adopta la postura del fundacionalista que busca el fundamento de la certeza donde deben apoyarse todas las creencias, pero, al hacerlo, su propósito es, sin embargo, mostrar que no hay tal fundamento de certeza e, igualmente, que no se puede escapar del escepticismo con la razón o la experiencia. Tanto los argumentos que apoyan el escepticismo como los que lo rebaten son vanos y vacíos por igual. La única avenida abierta, ya transitada de hecho, es la creencia natural, la fe animal en el mundo exterior, esto es, la creencia ya implícita en la sonrisa del lector ante el anuncio de «he aquí un sistema de filosofía más» (Scepticism and Animal Faith, v). Las paradojas filosóficas de Santayana le permiten representar en un solo trazo las posturas tato del fundacionalista que busca el fundamento de certeza como del escéptico radical. Como Descartes, él adopta la postura escéptica «para purificar la mente del prejuicio y para hacerla lo más apta posible para, en su momento, creer y actuar sabiamente » (Scepticism and Animal Faith, 64). Pero, a diferencia de Descartes, adopta también la postura fundacionalista para mostrar la vacuidad de tal enfoque. La búsqueda de un fundamento para la razón y la experiencia encuentra su culmen, según Santayana, en el «solipsismo del momento presente», cuando el acto consciente es absoluto e indubitable pero donde no hay conocimiento puesto que no hay nada que conocer (Saatkamp, 137). Con tal posicionamiento y tal conclusión, se muestra tanto la ironía de Santayana como su rara perspicacia y rigor, en especial si se tiene en cuenta que Escepticismo y fe animal fue publicado en 1923.
Epistemología: solipsismo del momento presente y fe animal. La vía de Santayana al solipsismo del momento presente es parecida a la posición discutida por Strawson en el último capítulo de su libro (Strawson, 81-83). Santayana dirige la atención a lo que es dado en un instante de consciencia y sostiene que cualquier conocimiento o reconocimiento que se encuentre en tal instante ha de estar caracterizado por un concepto o idea abstracta (o esencia, por usar el término santayaniano). Los conceptos no pueden limitarse a ilustrar objetos particulares, más bien es el objeto particular el que es visto como una concreción del concepto, de modo que puede haber otros objetos que también sean ilustraciones de un concepto o universal (esencia). De ahí concluye Santayana que si se intenta encontrar un fundamento de certeza sólo se consigue el objetivo tras reconocer, al menos teóricamente, que el conocimiento se compone de estados de consciencia que en sí mismos no contienen los prerrequisitos del conocimiento, esto es, conceptos, universales o esencias. Esta postura es tanto un escepticismo radical como un fundacionalismo radical que no lleva a ningún sitio (en el sentido de que el análisis de la experiencia no se puede llevar más allá). Ésa es precisamente la clave para Santayana: que tanto el escepticismo como las pruebas contra el escepticismo no llevan a ningún sitio.
El enfoque de Santayana es similar a las discusiones de Wittgenstein acerca del «ver como» en la parte segunda de sus Investigaciones. Ahí discute la aplicación de un término o predicado general descriptivo a un objeto observado, por ejemplo, ver un objeto como verde o como hierba. Escribe: «el flash de un aspecto sobre nosotros [es decir, ver de repente algo como tal y tal] parece mitad experiencia y mitad pensamiento», y pregunta: «¿es un caso de ver y de pensar o una amalgama de los dos, como casi me gustaría decir a mí?» (Wittgenstein, 197).Más adelante habla de «el eco de un pensamiento a la vista» y «lo que percibo en el surgimiento de un aspecto [es decir, al empezar a ver algo como algo] ... Es una relación interna entre él [el objeto] y otros objetos» (Wittgenstein, 212). Strawson se refiere a estas secciones de la obra de Wittgenstein y sugiere metáforas propias: la experiencia visual queda «infundida » o «irradiada» o «empapada» por el concepto (Strawson, Skepticism, 82). El desarrollo de estas citas se encuentra en el artículo «Imaginación y percepción» de su libro Libertad y resentimiento.
Strawson utiliza la discusión anterior de un modo considerablemente distinto a Santayana. Él explora la posibilidad de que los universales se hallen implícitos en nuestra experiencia común más evidente -«el platonismo desmitificado», escribe (Strawson, Skepticism, 83). Pero Santayana intenta mostrar que los universales o las esencias son necesarias en la experiencia común para el conocimiento o creencia, es más, que tales universales no pueden estar contenidos en un momento singular de consciencia; son intrínsecamente generales. Se podría argumentar por tanto que «ver como» implica «pensar sobre algo como» y que «pensar sobre algo como» supone ya un conocimiento no implícito en ningún momento de conciencia. ¿Cuál es la base de ese conocimiento? Según Santayana, la fe animal es la base no racional de cualquier conocimiento o creencia. Es el orden biológico inferior que opera a través de nuestro ser físico, no consciente. Pero tal creencia o conocimiento es «algo radicalmente incapaz de prueba» (Scepticism and Animal Faith, 35).
Creer en el discurso, en la experiencia es una necesidad vital constitutiva. Resulta concebible que todos esos objetos sean ilusorios. La creencia en ellos, sin embargo, no se basa en una probabilidad anterior, sino que todos los juicios de probabilidad se fundan en ellos. Dan expresión a un instinto racional o razón instintiva, la fe creciente de un animal que vive en un mundo que puede observar y, a veces, remodelar. (Scepticism and Animal Faith, 308-9.)
Santayana (como Hume, Wittgenstein y Strawson) sostiene que hay ciertas creencias inevitables que son ineludibles dadas la naturaleza y la historia física del individuo. Y, como Wittgenstein, defiende que esas creencias son varias y variables -están determinadas por el juego entre el entorno y la psique, es decir, entre las condiciones naturales y la «organización del animal» (la psique) heredada y física- y que la creencia ineludible en los objetos externos y la confianza en el razonamiento inductivo, por ejemplo, son el resultado de la historia física y de las condiciones naturales del mundo y del yo. Puesto que esas creencias dependen de las historias físicas diversas, si la historia y el orden biológico hubieran sido distintos, las creencias naturales habrían sido también distintas.
El entorno determina las ocasiones en que surgen las intuiciones; la psique -la organización heredada del animal- determina sus formas y las condiciones antiguas de la vida en la tierra determinaron sin duda qué psiques surgieron y prosperaron; y es probable que muchas formas de intuición, impensables para el hombre, expresen los hechos y los ritmos de la naturaleza en otras mentes animales (Scepticism and Animal Faith, 88). En este punto, el relativismo de Santayana es más radical que el de Strawson. Éste sostiene que no hay lugar para visiones alternativas respecto a los compromisos que son «prerracionales, naturales y casi ineludibles, que establecen, como si dijéramos, los límites dentro de los cuales, y sólo dentro de los cuales, las sensatas operaciones de la razón, tanto para cuestionar como para justificar creencias, pueden tener lugar» (Strawson, Skepticism, 51). Pero Santayana defiende que, aun cuando la contingente historia biológica y el entorno hagan imposible actuar desde compromisos alternativos, esa limitación no debe evitar reconocer que el absurdo del cambio físico podría hacer surgir animales con credos básicos bastante diferentes.
Relativismo moral: las formas de lo bueno son diversas
Después del materialismo, quedan otras dos puertas relevantes que han de ser abiertas antes de que la filosofía de Santayana quede «totalmente clarificada y completa». Santayana las describe como las intuiciones de «que las formas de lo bueno son divergentes y que cada una es definitiva y final». El primer paso le permite superar «el provincianismo moral e ideal y entender que cada forma de vida tenía su propia perfección, a la que resultaba estúpido y cruel condenar por diferir de alguna otra forma, casualmente la nuestra» (Persons and Places, 170). Su relativismo moral es consistente con su naturalismo no-reductivo. En realidad, es uno de los aspectos fundamentales que le hacen ser ciudadano del mundo. Desde su punto de vista, cada individuo posee integridad personal y visiones culturales y personales definitivas enraizadas en las estructuras naturales de la propia fisiología y cultura física. La perspectiva neutral de un observador naturalista le permite observar la conducta de los demás y valorarla por lo que es, no porque coincida con la propia sino porque el observador naturalista entiende la base de la acción y el pensamiento. Esa perspectiva es discutida ampliamente por Thomas Nagel en su Una mirada desde ningún lugar, donde, lamentablemente, no hay ni una referencia a Santayana. Su intuición estuvo sin duda influenciada por la carrera diplomática y el estilo de vida de sus padres, por su distante y respetuoso matrimonio, por las experiencias del joven Santayana en el parvulario de la señorita Welchman y en la Boston Latin School, por los vagabundeos y deliberaciones del estudiante viajero, por las experiencias profesionales y personales del joven profesor de Harvard y por el éxito y los viajes del escritor maduro y distinguido. Es evidente que siendo español, con un sustrato católico y siendo, acaso, un «homosexual inconsciente», no tuviera lugar en la América protestante. Con todo, tomó parte en la experiencia americana y la valoró aunque nunca pudo identificarse por completo con ella. Más tarde, elegiría a Hermes el intérprete como su divinidad (Soliloquies in England, 259), dada su propia capacidad como intérprete de posturas y valores. Hermes mora en el mundo del discurso -desenredando, traduciendo e interpretando una perspectiva para la otra. Del mismo modo, Santayana se acerca a la filosofía como discurso reflexivo que comprende e interpreta múltiples perspectivas desde su propio dialecto.
El materialismo ofrece la base natural de la moralidad, mientras que el caótico ámbito de la esencia ofrece formas ilimitadas para la imaginación y la interpretación. El naturalismo de Santayana proyecta una mirada objetiva, neutral, sobre las moralinas e intereses creados de los animales. Su ámbito de la esencia, igualmente, es neutral respecto a la realización o estatus de cualquier forma posible:
Cualquier sistema particular posee alternativas y ha de preocuparse por sus fronteras; el ámbito de la esencia, mientras tanto, en su perfecta universalidad, está tranquilo, seguro y es él mismo ocurra lo que ocurra en la tierra o en el cielo. (Realms of Being, 82.)
La intuición de Santayana de que las formas de lo bueno divergen revela un ámbito caótico de bienes posibles que no pueden ser ordenados lógica o moralmente por los intereses o capacidades animales. Una perspectiva absolutamente neutral es, sin embargo, imposible. Las perspectivas derivan de algún ser vivo en un lugar y tiempo determinados con intereses latentes que se originan en su entorno físico y fisiológico. El naturalismo santayaniano mantiene un equilibrio entre, por un lado, la comprensión objetiva y neutral de la conducta y la acción y, por otro, el interés creado, comprometido, del ser vivo. Se puede reconocer que cada forma de lo bueno posee perfección propia y se puede respetar esa perfección, pero «el derecho de las naturalezas ajenas a perseguir sus propios objetivos no puede jamás abolir nuestro derecho a perseguir los nuestros « (Persons and Places, 170). De ahí la segunda intuición de Santayana: cada forma de lo bueno es definitiva y final.
Integridad: cada forma de lo bueno es definitiva y final
Es esencial a su condición de ciudadano del mundo el respeto de Santayana por la multiplicidad de los intereses humanos (y animales) que les han de servir no sólo para sobrevivir sino también para vivir bien su vida. Tal como escribe: «sobrevivir es algo imposible, pero es posible haber vivido bien y haber muerto bien» (Dominations and Powers, 209-10). Vivir y morir bien no son valores abstractos que sean iguales para todos, sino que están enraizados en los rasgos hereditarios, en el desarrollo fisiológico y, a veces, quedan reflejados en el habla y en los escritos. Independientemente de su presentación, son reflejos de la fisiología individual enraizados en las diversas culturas animales y humanas.
La filosofía de Santayana descansa en su materialismo y en su humana y comprehensiva apreciación de la excelencia de cada vida. Pero, desde su autobiografía, su rasgo más distintivo es su clara noción del conocimiento de sí mismo, en el sentido griego. Para él «la integridad o autodefinición es y continúa siendo lo primero y fundamental en moral« (Persons and Places, 170. Igual que su materialismo y su reino de la esencia, esta intuición enlaza su pensamiento con una amplia tradición y dota de distinción a su carrera y vida personal. Su autodefinición incluye elementos relevantes como su jubilación de Harvard y su vida como estudioso errante. Tras abandonar Harvard, sus actividades diarias y logros a largo plazo eran asuntos que dependían de él. Libre para elegir su propio entorno y hábitos, su vida fue festiva y fructífera. Santayana fue fiel a su propia forma de vida hasta el final. Dos días antes de su muerte, su secretario, Daniel Cory, le preguntó si sufría: «Sí, amigo mío. Pero mi angustia es sólo física, ninguna dificultad moral en absoluto» (Cory, 325).
Epílogo
Pocos son los filósofos, o escritores que se hayan ocupado de estas cuestiones, que hayan captado hilos de pensamiento que atraviesan centurias. La parte central donde gravita la mirada de Santayana es su descripción de los valores relativos de toda vida, relativos a los aspectos heredables, al desarrollo físico y a las estructuras físicas de la cultura propia y del mundo natural. Respetar todas las formas de vida y todas las formas de lo bueno no elimina la integridad central de la vida propia ni la orientación natural a desarrollarse y vivir de acuerdo a la psique natural y la cultura física propias.
Santayana murió de cáncer el 26 de septiembre de 1952 y está enterrado en el cementerio Campo Verano de Roma. El consulado español de Roma facilitó el Panteón de la Obra Pía Española como lugar donde enterrar adecuadamente a este longevo español. Wallace Stevens recordó a Santayana en «A un anciano filósofo en Roma»:
total magnificencia en todo el edificio,
elegido por un indagador de estructuras
para sí mismo. Se detiene en el umbral,
como si el diseño de sus palabras se formara
y ordenara al pensar y adquiriera realidad.
Estos versos, especialmente los dos últimos, malinterpretan, igual que las descripciones novelescas de la vida de Santayana, el propósito de su materialismo, pero hay dramatismo en la descripción de Stevens, que se centra en la cualidad y fuerza de la vida elegida de Santayana, y es cierto que «elegido por un indagador de estructuras / para sí mismo« retrata con exactitud y poéticamente la resueltamente clara forma de vida de Santayana, que acaso se pueda caracterizar tal como él mismo describió su temprana juventud:
una pasajera música de ideas, una visión dramática, un tema para la penetración dialéctica y para la risa, y la única vida posible para mí consistía en descifrar aquel tema, aquella visión y aquella música. (Persons and Places, 159.)
BIBLIOGRAFÍA
Cory, Daniel (1963), The Later Years: A Portrait with Letters, Nueva York, G. Braziller.
Epstein, Joseph (2009), «The Permanent Transient,» The New Criterion (junio).
Feinberg, Todd E. (2009), From Axons to Identity: Neurological Explorations of the Nature of Self, Nueva York, W. W. Norton & Company, Ltd.
Feinberg, Todd E. (2002), Altered Egos: How the Brain Creates the Self, Oxford University Press,
McCormick, John (1988), George Santayana: A Biography, Nueva York, Alfred A. Knopf, Inc.
Nagel, Thomas (1986), The View from Nowhere, New York: Oxford University Press, 1986.
Saatkamp, Jr., Herman J.(1980), «Some Remarks on Santayana's Scepticism,» Two Centuries of Philosophy in America, ed. Peter Caws, Londres, Basil Blackwell, 1980.
Santayana, George (1986), Persons and Places (Edición crítica), Cambridge, Massachusetts y Londres,The MIT Press. [Personas y lugares, trad. de Pedro García Martín, Madrid, Trotta, 2002]
Santayana, George (1930), Realm of Matter, Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1930.
Santayana, George (1955), Scepticism and Animal Faith, Nueva York, Dover.
Santayana, George (1967) «Hermes the Interpreter,» Soliloquies in England, Ann Arbor, The University of Michigan Press.
Santayana, George (1942), Realms of Being (edición conjunta), Nueva York, Charles Scribner's Sons.
Santayana, George (1954), Dominations and Powers, Nueva York, Charles Scribner's Sons.
Stevens, Wallace (1952), «To an Old Philosopher in Rome,» The Hudson Review, Vol. 5, No. 3 (otoño), 325-327.
Strawson, Peter F. (1985), Skepticism and Naturalism: Some Varieties, Nueva York, Columbia University Press, 1985.
Strawson, Peter F. (1974), «Imagination and Perception,» Freedom and Resentment, Londres, Methuen.
Wittgenstein, Ludwig (1968), Philosophical Investigations, Nueva York, Macmillan Company, 1968.
Traducción: Daniel Moreno Moreno.
Conferencia inaugural del Congreso Internacional sobre Jorge Santayana (Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad [MuVIM], Valencia, 16-18 de noviembre. 2009).