El fútbol no es cualquier cosa. Tampoco un pasatiempo más, puesto que si un campeonato mundial convoca a tres mil millones de personas se está tratando con casi media humanidad y media humanidad es la medida exacta para convertir un suceso en cuestión histórica y su carácter circunstancial en un aura de trascendencia.
Todos aquellos que sigan ignorando esta importancia del fútbol o se manifiesten todavía desdeñosos con la convocatoria que suscita se autoexcluyen, en un alto grado, de vivir el talante de su tiempo y también de conocer los intereses, sentimentales o no, de los habitantes que lo componen.
Porque no se trata sólo de ser o no hincha de un equipo, de ser o no aficionado y degustador de un juego; lo que se juega en la comprensión del fenómeno del fútbol ayuda a hacerse cargo de la época en que se está, para bien o para mal de los diagnósticos.
Algunas gentes de indudable valor intelectual pueden manifestarse ajenas al universo del fútbol pero pronto apreciarán de qué modo los demás que los escuchan, en su mayoría, se desinteresarán por él. Y no sólo experimentarán una distancia respecto a sus gustos particulares sino precisamente sobre su capacidad, siendo filósofo, sociólogo, antropólogo, peluquero o artista, para interpretar las pasiones de la clientela.
El fútbol moderno cumple con altísima pertinencia tres condiciones, al menos, que le acreditan como representativo no ya de un sector deportivo sino de una contemporaneidad estrechamente asociada a la realidad y consecuencias de la presente comunicación de masas.
Un primer atributo de este fútbol mundializado es su capacidad para integrar, en directo o por televisión, la atención de colectividades que de ninguna otra manera se reunirían en estas dimensiones. Un núcleo duro del hecho futbolístico se encuentra presente en el estadio, pero otro anillo de esa conformación se extiende en un círculo omnicomprensivo. En los hogares, en los bares, en los restaurantes y en casi en cualquier hotel de no importa que ciudad del mundo, el telespectador recibe de la misma manera que las cotizaciones del Dow Jones y sus blue chips o el devenir de la guerra y las catástrofes los resultados de las ligas que nación a nación registran ya diariamente y a la manera, por ejemplo, de las sesiones bursátiles o los precios de las materias primas.
El fenómeno de la globalización hace tiempo que perdió interés epistemológico, pero ha dejado tras de sí consecuencias tan definitivas como que un joven de Baeza sea competente para opinar sobre varios jugadores del Bayern o que un ciudadano de Pekín se sienta enaltecido vistiendo camisetas con los nombres de la alineación del Real Madrid o el Chelsea.
Otros iconos comunes han hilvanado la actualidad del mundo pero el fútbol, particularmente, ha enlazado las ilusiones de razas, religiones y lenguas alejadas acaso política o económicamente, pero inesperadamente próximas en la elección de sus devociones por un club.
Todo esto puede parecer sueño, ilusión, fantasía, pero ¿qué no hubiera querido la Unión Europea o el Mundo mismo que hubiera ocurrido con su padrón nacional e internacional?
El fútbol es patrón. Más que un deporte es el plus de vida que regala sin remilgos su espectáculo. De hecho, cada vez más, las ofertas de entertainment han progresado o decaído en proporción a su comunicación directa con las multitudes. El espectador se aburre con un vídeo en casa o, al cabo, lo relaciona con el onanismo, la debilidad o la soledad.
El fútbol, no sólo en el campo sino también en las pantallas, forma comunidad, coparticipación, fiesta en grupo. Si efectivamente resulta cada vez más difícil encontrar una entrada para el estadio es porque, tanto como los conciertos de rock, los raves o las manifestaciones por SMS, constituye actualmente el modo de verse y sentirse colectivamente.
La segunda condición del fútbol, estrechamente asociada a la primera y a su vez propia de otros deportes, es la sensación de interactividad, a la manera en que ya, en casi todos los órdenes, se define nuestro mundo. El cine, las series televisivas, los vídeos, las radios, los periódicos, las marcas pierden aceptación y vitalidad si no permiten que el espectador, el lector o el cliente interactúen con el artículo y que su diseño o su argumento vaya siendo el efecto de la interacción. Nada en ningún sector puede aspirar a tener futuro si no es una fuente abierta y propicia a la metamorfosis que impulsa la participación de sujetos diferentes. Desde la ciencia a la política, desde la estrategia empresarial a la cultura viva, no son concebibles sin una participación interactiva.
Ciertamente, los espectadores de un partido de fútbol no pueden interactuar de la misma manera que en un vídeojuego, pero lo importante es que sientan y hasta constaten que su influencia -sus gritos de ánimo, sus himnos, su concurrencia- afecta el desarrollo del encuentro. Hay campos más difíciles que otros y lo son en la medida en que el equipo visitante se enfrenta no sólo a otro conjunto sino a la presión de las gradas.
Los espectadores actúan, juegan también. Los entrenadores dictan comportamientos tácticos o estratégicos, pero, incuestionablemente, la actitud del público, animando o abucheando, influye sobre el marcador.
Finalmente, una tercera y muy decisiva condición del fútbol es que nunca se encuentra escrito su desarrollo ni su final. Las novelas, las películas, las obras de teatro nos parecen ofertas culturales de otro tiempo porque fueron diseñadas para gentes con una existencia altamente mediatizada y un previsible final. En el siglo XIX y parte del XX las biografías tendían a cumplir con un expediente social compuesto de presentación, nudo y desenlace. Los jóvenes se hacían novios, luego contraían matrimonio con esa novia o ese novio de siempre, después tenían hijos y, al final, incluso eran enterrados en el mismo nicho.
La permanencia de un solo matrimonio se correspondía también con la polarizada línea profesional que reproducía, con mucha frecuencia, la profesión del padre y del abuelo. El reloj, el esposo, la vivienda formaban un sistema de unidades permanentes, que nacían y se desarrollaban fieles a una univocidad de toda la vida. Y el fin, los desenlaces tras ese proceso, podían considerarse prescritos (pre-escritos).
Si el fútbol es atractivo y ha crecido en atracción es porque en su particular desarrollo no hay nada preestablecido. Con un solo gol de churro el equipo de tercera puede ganarle al de primera o incluso el Alcorcón, en una buena noche, puede derrumbar 4-0 al Real Madrid. Pero lo mismo cabe aplicar al Manchester, al Milan o al River Plate. El fútbol, sin importar la calidad objetiva de sus jugadores, la altura de su presupuesto o la sabiduría de su entrenador estrella, puede brindar triunfos a los más débiles. Su relativo grado de indeterminación, en donde el azar juega más que en otros deportes, incrementa su interés.
Tal como hoy la vida urbana es más azarosa y cambiante y sus peripecias distan de hallarse encauzadas, el fútbol reproduce su mismo modelo. O bien: el despliegue del partido recuerda el proceder mismo de los videojuegos, que no son ya filmes diseñados anticipadamente de principio a fin sino que sus finales se alteran de acuerdo a las elecciones sucesivas del jugador. El fútbol es así moderno porque se comporta como un hecho de senderos múltiples, hechos imprevisibles, afortunados, desafortunados y, en suma, incontrolables, como las erupciones de un volcán o los escapes de un pozo de crudo o una nueva guerra de Corea.
El mundo, en general, ha dejado de seguir los dictados consecuentes de un Dios y un Demonio omniscientes, que santificaban a los santos y condenaban a los réprobos, para dejar toda rectitud al desorden y todo desorden a la normalidad del accidente, al modelo terrorista, en fin, que puede hacer a China vencer a Francia y caer a Argentina frente a Camerún.