Ser capaces de ir más allá del mito y trascenderlo puede parecer un empeño superfluo cuando se habla de Etiopía. Cercana y distante a la vez, elevada a las quiméricas alturas del sueño pero sumergida en el lodazal de una historia en la que se distribuyen responsabilidades propias y ajenas, Etiopía aloja geografías íntimas que es imposible abarcar y comprender. Quizá sucede con todos los destinos del viaje, también del imaginario. Hugo Pratt, uno de los genios del cómic del siglo XX, ubicó al Corto Maltés en De otros Romeos y otras Julietas deambulando por tierras etiópicas en tiempos de la Gran Guerra, siguiendo la estela de aquel Burton que llegó hasta Harar y se internó hacia el corazón del país buscando respuestas a su propia identidad. En su historia, Pratt puso en boca del Corto Maltés una declaración de principios que define al personaje más que en ninguna otra de sus famosas historias. Le hizo decir: «Yo no soy un héroe...Soy como los demás. Y como los demás tengo derecho a equivocarme sin estar obligado a hacer examen de conciencia cada vez...». Curiosa declaración de principios para un aventurero conradiano que deambuló por medio mundo y tuvo que llegar a Etiopía para reconocerse como era realmente.
No es de extrañar. Hugo Pratt fue uno de aquellos italianos que, acompañando a sus familias, dejó su Venecia natal para emprender siendo chiquillo la tarea imperial de aposentarse en la Etiopía conquistada por Mussolini. Allí, con diez años, descubrió que sufría lo que todos los hombres: el mal de una identidad perdida y nunca encontrada del todo. Etiopía le inspiró y por eso le dedicó esa serie maravillosa de Los escorpiones del desierto, donde el protagonista vuelve a ser fiel reflejo de esa especie de heterodoxo aventurero que ya dibujó de la mano del Corto Maltés. Esta vez, se trataba de un oficial de caballería polaco alistado en el ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial, Vladimir Koinsky. Le hizo vivir la liberación de Etiopía y la experiencia colonial de italianos y franceses de Vichy aposentados a su vera, en Eritrea y Djibouti. Pero en medio de esa experiencia conoció a personajes que también estaban tratando de descubrir quiénes eran: el teniente Stella, el doctor Abubaquer, el teniente de la Motte, el capitán von Moltke, Guerrino Modena o Madame Brezza. Aposentados en los límites de un Occidente que se ponía a sí mismo en cuestión, todos ellos vivían la angustia de descubrir el trasfondo de una identidad volátil, al borde de disolverse sin sentido en el corazón de su fragilidad. De ella escapó Koinsky, no sin antes decirse que: «Debo encontrar el modo de marcharme. Todas estas historias son maravillosamente románticas, pero yo debo seguir adelante». ¿Por qué? Quizá porque el único que le demostró que sabía quién era resultó ser un nativo rebelde, Beni Amer Cush, que había tratado al Corto Maltés. Un halconero que disfrutaba mandando a los cielos a su ave de presa, Al Andalus, que citaba poetas andalusíes y que afirmaba que «no siempre las preguntas tendrán respuesta».
Y es que en contacto con aquellas tierras retorcidas por cordilleras inmensas y cortadas por desiertos y ríos de profundidad insondable, el viajero empequeñece y calla ante un espacio que sobrecoge e impone una disciplina silenciosa: la de escuchar y ver, para aprender sin más. Etiopía habla, y quien se asoma a ella, escucha. No puede ni debe hacer más. Como diría Beni Amer Cush, el país devuelve las preguntas sin dar a veces respuesta, de este modo deja abierto lo inexplorado para que uno se interpele a sí mismo y afronte el umbral de descubrir su particular identidad. Bastaría deambular por las oscuras estancias de las iglesias de Labilelá o asomarse a los cañaverales del lago Tana, donde comienza el Nilo su lenta marcha hacia el Mediterráneo, para comprender que estamos ante un país especial. Etiopía es África, con mayúsculas. Es la cristiandad en contacto con el sincretismo, el judaísmo y el islam. Es una tierra orgullosa, que salvó su independencia milagrosamente, a pesar del zarpazo sufrido a manos del fascismo durante la invasión de 1935. De ella nos vinieron la reina de Saba y la leyenda del Preste Juan. Hasta ella llegaron el mito del Arca de la Alianza, Rimbaud y nuestro Pedro Páez. Fue defendida por el hijo de Vasco de Gama de los intentos de someterla al islam y en 1978 fue el destino escogido por el polaco Ryszard Kapuscinski para escribir El Emperador, un libro que dibujó el horror de la tiranía comunista que Mengistu edificó sobre las ruinas del imperio del rey de reyes. Pero sería injusto quedarnos con la anécdota imaginaria de Pratt o simplemente recrearnos con su pasado para hablar de Etiopía. No es cierto. Uno de los antiguos cortesanos de Haile Selassie entrevistados por el periodista polaco en su famoso libro dijo que: «Tan solo perdura el recuerdo: lo único que se ha salvado, lo único que queda de la vida». Sin embargo, cuando se habla del pasado de Etiopía hay que añadir puntos suspensivos... ¿Por qué? Porque el país es una especie de eterno retorno que se realimenta y perdura en un presente sin solución de continuidad. Hoy Etiopía, como lo fue ayer, pero como lo seguirá siendo mañana, es un país de futuro. Lo tiene a pesar de las injusticias estructurales y las inquietudes que no acaban de despejar las dudas sobre la limpieza del proceso que estuvo detrás del experimento político iniciado a partir de 1991.
Más allá del pasado y de las zozobras presentes estará el futuro. Lo explica Bahru Zewde, profesor emérito de la Universidad de Addis Abeba, cuando habla del desafío histórico que vive el país en estos momentos, atrapado en la tensión que genera la continuidad y el cambio. Sobre ello también reflexiona, aunque desde la perspectiva de la modernización que afrontó a finales del siglo XIX el emperador Menelik, uno de los máximos conocedores occidentales de Etiopía, el profesor Richard Pankhurst, que fundó en 1962 el Ethiopian Studies Institute y que cuenta con casi veinte monografías sobre este país y su historia. En este sentido, el trabajo que presentan dos españoles radicados en Etiopía, José Thovar -primer secretario de la embajada española- y Miguel Llansó -gestor cultural- pone de manifiesto la extraordinaria vitalidad creativa etíope, dotada con una voz propia y diferenciada dentro del continente africano, pero con una proyección global que trasciende las fronteras particulares para hacerse universal. Quizá por eso mismo dos creadores españoles, Manuel Forcano y Toni Catany, indagan desde sus particulares visiones artísticas acerca de la inspiración que suscita la experiencia etíope a quien se asome a ella con sentidos desprejuiciados y un espíritu abierto a la sorpresa, a la espera de que Etiopía sea una especie de espejo que nos devuelva el reflejo de nosotros mismos. De ahí el interés que para España tiene la cooperación cultural con Etiopía, algo sobre lo que habla Víctor Fernández, que desde 2006 dirige un proyecto arqueológico en los restos monumentales de las misiones jesuitas ibéricas en el centro del país, demostrando así que el presente y el pasado pueden darse la mano más allá de las fronteras que impone el tiempo a la realidad.
Con este dossier dedicado a Etiopía, Revista de Occidente ha querido ofrecer un puente de reflexión sobre este milenario país que avive el interés del lector a transitar por un camino que lleva hasta esas tierras, que antaño fueron remotas pero que hoy están relativamente cercanas, a unas pocas horas de vuelo. En este sentido, no hemos hecho nada nuevo. Ha sido un esfuerzo singular, protagonizado por personas que de un modo u otro han vivido o viven la experiencia cotidiana de una nación fascinante y compleja, expuesta a las vicisitudes de la geografía, de la religión, de la cultura y la historia. El origen de este empeño fue casual. Las conversaciones trabadas durante un viaje a Etiopía llevaron a tratar de ofrecer al lector una aproximación sensata y respetuosa con una realidad distante que será para muchos un descubrimiento. Este empeño ha sido abordado desde múltiples perspectivas: la fotografía, la vanguardia cultural, la poesía, la historia y la política. Podrían haberse abordado muchos más temas, es verdad. Etiopía ofrece un repertorio inagotable de sugerencias. Digamos que se ha hecho lo que se ha podido. Pero en cualquier caso se ha conseguido algo que hasta ahora era inédito en esta revista: brindar al lector una oportunidad para el descubrimiento de Etiopía. El puente ya está levantado, ahora sólo resta afrontar el reto de cruzarlo y asumir como dejó escrito Henri de Monfreid, otro de los malditos que huyeron de Europa hacia aquella geografía menos inhóspita que la que dejaron atrás: «Estoy en la proa del navío para no ver nada de él, de su odiosa modernidad...Veo solamente como la proa surca este tapiz de seda azul entre los rizos de espuma blanca, igual que lo hacían los trirremes antiguos, y esta agua profunda es tan pura que parece sagrada».