Revista de Occidente

La metamorfosis del viajero a Oriente

por Patricia Almarcegui

Revista de Occidente nº 280, septiembre 2004

La mirada del viajero le ha permitido establecer la relación con el mundo exterior, y esa relación ha modificado su identidad. Viajar es establecer una conexión entre el mundo exterior y la identidad del que se traslada. Al repasar la historia de la mirada del viajero advertimos que su transformación influyó de manera determinante en la práctica del viaje. San Agustín había señalado que los motores del futuro viajero medieval, la curiositas y la concupiscentia oculorum (deseo de los ojos), eran vicios ligados al orgullo del hombre. Santo Tomás legitimó las bases del espíritu experimental moderno y separó la curiosidad mala, relacionada con la inestabilidad, de la buena, relacionada con la estabilidad y la studiositas . La curiositas devino studiositas y el mundo quedó libre de ser estudiado por el viajero. Dos siglos más tarde, Francis Bacon asentó definitivamente las bases del empirismo y lo dignificó al defender que los sentidos constituían el vínculo natural entre mente humana y naturaleza. Frente al viajero de la Alta Edad Media, que buscaba los lugares relacionados con Dios, el viajero moderno descubrió que la esfera terrestre estaba reservada al hombre y se le abría como un gran campo de investigación. Una vez legitimada la experiencia individual, se organizó un tipo de viaje crítico y empírico en el que el viajero se interrogaba por las causas de los fenómenos que percibía. De la liberación de los sentidos se pasó a la experimentación, y de ésta, a la actitud crítica con que se contemplaba el espacio recorrido. El viajero proyectaba sus conocimientos en el país visitado y comprobaba con la mirada que lo que había leído coincidía con lo que percibía en su visita. Sólo la comprobación in situ confirmaba los conocimientos adquiridos antes de la partida. La mirada engendraba conocimiento. La observación creaba presente; el acto de testimoniar reproducía la simultaneidad del hecho de ver un objeto. Gracias a la mirada el hombre podía rehacer el pasado. Ya no se escribía sobre hechos fabulosos, sino que se admitían los límites del propio punto de vista y la parcialidad de la experiencia.

Más tarde la observación, que había supuesto la correspondencia natural entre espíritu y naturaleza, se convirtió en un canal directo para el alma. La subjetividad de lo vivido pasó a ser garantía de verdad y el ideal de describirla exigió una reflexión que anteriormente no había existido. Se había llegado al siglo XIX .

Una vez en el XX , la mirada del viajero continuó transformándose. En las descripciones de los itinerarios a Oriente volvieron a manifestarse las aportaciones culturales de cada época. Al margen del debate que lo ha definido como categoría y que ha problematizado la acepción del término como punto cardinal, Oriente fue y es un destino que se identifica con el islam (Rodinson, 1980; Djaït, 1990; Hentsch, 1988).

Entre 1934 y 1939, la suiza Annemarie Schwarzenbach realizó cuatro viajes a Irán. Tod in Persien (1995) es el fruto de sus tres primeras visitas. «En efecto, de errancia trata este libro, y su tema es la falta de esperanza [...] Lo inhumano linda con lo que está por encima de lo humano», como la «grandeza exasperante» de Asia: «No es ni siquiera hostil. Sólo demasiado grande» (Schwarzenbach, 1995). El viaje comienza casi como un engaño. Como en la época romántica, Oriente parece elegido por la autora por la nostalgia que implica lo lejano. Sin embargo, Irán es para ella un espacio de itinerancia. Errante, se abandona a la experiencia del viaje, permitiendo que sus característicos elementos de movilidad influyan en ella, abierta al encuentro con el Otro y el reconocimiento de sí misma, de su extrañamiento, en el encuentro con Oriente (Wolfzettel, 2003). De este modo, todo lo que le es ajeno, inenarrable , y que está provocado por Irán, se hace presente: «Ya estamos acostumbrados a la condición que nos es propia en este país: no somos libres ni por un instante, no somos nosotros mismos , lo ajeno se apodera de nosotros y nos aleja de nuestro propio corazón. Al comienzo, entregados al grandioso paisaje, a sus magníficos colores y formas puras [...] experimentamos los modos de vida exóticos con curiosidad, luego con resistencia; pero en algún momento, y sin que sepamos cómo, esa resistencia nos abandona» (Schwarzenbach, 1995). Es extraño que la misma viajera reconozca sus primeras impresiones de exotismo, para después dejarse perder en la «grandeza exasperante de Asia». Perdida en su inconmensurabilidad, no recuerda el estado que provoca la diferencia entre la naturaleza y su condición humana, como le hubiera gustado al viajero romántico. Lo que ahora importa es cómo la visión del paisaje coincide con la pérdida del yo de la viajera. Ante la grandeza sobrehumana del entorno, Schwarzenbach se diluye en él, desaparece en su significante. Persia se convierte en el espacio de la disolución, Oriente es el lugar posible para disolverse.

Las revisiones etnográficas de finales del XIX alteraron la percepción del viajero a partir del primer tercio del siglo XX . Malinowsky y sobre todo Leiris señalaron que había que modificar la mirada para dotarla de penetración etnográfica. Veinte años más tarde Lévi-Strauss proclamó el fin del viaje. Ya no existían lugares no transitados, ni posibles encuentros con el Otro. La aventura no era algo al servicio del etnógrafo, era su servidumbre. La única posibilidad para la descripción de la mirada del viajero era la memoria y el olvido. Un orden más abierto le permitía al antropólogo francés situarse frente a la anterior experiencia del viaje. De este modo, dejaba que el viaje fluyera en fragmentos, una forma mucho más apropiada, pero también más injusta, de representar el orden de las imágenes que se sucedían en la memoria. Y permitía que fuera el olvido el que las seleccionara, para recordar los hechos más cercanos a su experiencia.

Hace ya tiempo que el fin del viaje proclamado por Lévi-Strauss ha derivado en la ficción del viaje. Esto significa que tan relevante es el interés de las propias representaciones, es decir, la literatura de viajes, como el viaje en cuanto objeto de las representaciones culturales. Otro elemento evidente es la desaparición de la alteridad. Desde la época ilustrada el Otro ha servido para definir la identidad del viajero. Ahora se celebra su desaparición; tampoco en el viaje se puede aprehender al Otro.

En 1967, Colin Thubron publicó Mirrow to Damascus . Había recorrido Siria durante varios meses. Su obra delataba la imposibilidad de conocer los países visitados ni a sus habitantes. Apenas era posible tener una pequeña información de ellos: «Y puesto que el mismo viajero pertenece a una civilización cambiante, su libro refleja un gusto y una sensibilidad que también está en proceso de transición. Dicho con otras palabras: escribir libros de viajes es informar a una cultura de otra» (Thubron, 1967). El viajero británico era consciente de que su percepción de Oriente no representaba una realidad absoluta. De la apropiación del espacio característica de los viajeros del XVIII se había pasado en el XIX a su imaginación, y de allí a su expropiación. El viajero no sólo no tenía nada que ver con lo que visitaba, sino que estaba obligado a hablar de esa condición. Además, el gusto y la sensibilidad del viajero se encontraban en permanente proceso de transición. De la apropiación de Oriente llevada a cabo en los dos siglos anteriores, se había pasado a reconocer que este espacio sólo podía representarse a partir de la expropiación.

Ha sido la visión de Oriente de los viajeros del XIX la que ha suscitado un mayor interés. Los viajeros de este siglo mostraron una imagen cargada de estereotipos, heredados de una tradición anterior, que estudiaría en primer lugar Edward W. Said (1978). Algunos críticos la interpretaron a partir de la condición de poder que proyectaban los viajeros en el Otro, un análisis que había que tener en cuenta, sobre todo por el revisionismo que entrañaba. Sin embargo, existen otras formas de interpretar esas visiones. Estudiar las imágenes de Oriente como elementos que permiten conocer los deseos y las fantasías del viajero es una de las más interesantes.

Como si se tratara de un espejo que nos devolviera una imagen invertida, el viajero mostraba en sus visiones la imagen opuesta que lo definía, imagen formada por sus miedos, ansiedades y deseos. Oriente se convirtió en el espacio de los deseos, como tal un lugar vacío en el que construirse a sí mismo. El viajero elaboró sus ansiedades en una geografía que acogía la construcción de su mirada, de todo lo que no encontraba en su contexto habitual y que pertenecía al terreno de sus deseos. Como página en blanco, ese destino representó una ausencia desde la cual crearse e imaginarse. Poco a poco el viajero, que en el siglo anterior había interpretado Oriente a partir de sus referentes, es decir, lo que ya poseía, los proyectó mostrando lo que desearía poseer. Oriente fue deseado y, por ello, se constituyó como incompleto e irrealizable, pues remitía a una alteridad. De esta manera, por una extraña paradoja, cuanto más se intentó dar forma a este deseo, más se alejaron las representaciones del Oriente real. Y deseos e imágenes, construcciones de la imaginación, se evidenciaron como incompletos y ausentes.

Oriente se transformó en el espacio posible para la construcción de la identidad del viajero en función de sus deseos. Ayudado también por la ficción del relato, se convirtió en protagonista de los acontecimientos. Las dificultades del viaje, provocadas en su mayoría por la naturaleza, sobre todo el desierto y sus largas travesías, lo erigieron en héroe. En la fatalidad de estos espacios acechaba la tragedia. Oriente apareció transformado en escenario o espectáculo. Interminables descripciones rodeaban al viajero y ponían de manifiesto que ese destino representaba el escenario donde poder crear una determinada imagen de uno mismo.

Otras veces, fueron las ropas árabes que adoptó el viajero durante su itinerario las que mostraron sus deseos. El cambio del aspecto exterior indicaba el conocimiento claro de la separación que existía entre Oriente y el contexto de origen. Esas indumentarias se adoptaban para evitar el traumatismo que implicaba el encuentro. Pero, sobre todo en el caso del viajero romántico (Loti, Flaubert, Burton...) frente al ilustrado (Niebuhr, Browne, Sonnini, Horneman, Ali Bey...), esta alteración exterior supuso la necesidad de crear una nueva identidad al margen de los valores culturales habituales. Esto significó una trasgresión simbólica con la que se renunciaba a uno mismo para hacerse otro .

En estas condiciones, la naturaleza apareció paulatinamente como un interlocutor del viajero, que, en sus descripciones, plasmaba su situación interior. En la inmensidad del mar y el cielo, el paisaje flotaba, desaparecía, desprovisto de naturaleza humana. El viajero se perdía y dejaba de ver su presencia en aquél como algo necesario. Al mismo tiempo, hallaba en la naturaleza un interlocutor donde encontrar la ausencia a la que remitía su imaginario. A veces, en la búsqueda de sus deseos, Oriente excedía lo simbólico y el viajero no veía ninguna relación entre el objeto de su búsqueda y el encuentro con este espacio. Así apareció la desilusión provocada por la nostalgia y la melancolía. No hallar en Oriente las irrealidades de los deseos inundó el viaje de una profunda tristeza. Cuando por fin se llegaba al lugar al que pertenecían las imágenes deseadas, se descubrió que éstas no existían, y no podían hacerlo porque pertenecían al espacio de la ausencia del imaginario.

En 1894, Pierre Loti viajó a Egipto. Fruto de este itinerario fue su libro La mort de Philae . Al describir el Sinaí mostró su visión más melancólica de Oriente: «Una melancolía de fuentes ancestrales y lejanas se alegra con el atractivo del vacío, una sensación de haber estado, una tentación de huir, algo como un terror instintivo que obliga a desandar el camino a las bestias de los países fértiles, cuando ven las regiones donde planea la muerte» (Loti, 1908). Esta melancolía remitía al pasado, categoría alejada de la contemporaneidad del viajero. El dolor se producía al no haber compartido la experiencia en el tiempo con el lugar visitado y sentir la pena de un espacio perdido.

Una gran parte de todos esos elementos utilizados para describir el Oriente se materializaron en la escritura por medio de imágenes.

El tiempo del viaje se reproducía a través del espacio, y éste mediante imágenes que se sucedían sin orden cronológico, acogiéndose más el espacio del sueño que al de la realidad, y se asemejaban más al fluir de la memoria, sometida al espacio y la impresión que reproducía, que a una disposición temporal.

Entre 1845 y 1853, el pintor y escritor Eugène Fromentin viajó repetidas veces a Argelia. En su obra Un été dans le Sahara (1857) describió mediante imágenes sensoriales el cielo: «Un cielo siempre parecido al silencio y, de costa a costa, los tranquilos horizontes.

En el centro, una especie de ciudad perdida [...] una especie de impasibilidad que parece haber descendido del cielo sobre las cosas, y de las cosas haber pasado a los rostros» (Fromentin, 1857). En su fluir, las imágenes parecían elaborarse y remitir a sí mismas; para hablar de Oriente, para reproducirlo, hacía falta volver al propio orden de la formación de sus imágenes.

Al mismo tiempo, la pretensión de éstas, ser pura mirada / imagen, entrañaba el riesgo de plegarse a una mera dramatización de lo real. Las descripciones se transformaron en grandes planos fijos, alejadas de la acción identificada habitualmente con la narrativa. Y si de nuevo fueron las imágenes las que intentaron plasmar los deseos, tal y como se conformaron, fueron alejándose del viajero. Adquirieron entonces un poder deformante, ajeno a la realidad; por lo que podían ser recompuestas de forma artificial, mágicamente.

En definitiva, la imagen de Oriente del viajero ya no se situaba, como en el XVIII , detrás, a la búsqueda de lo ya conocido, sino hacia delante, muy por delante, en el lugar que marcaba el teatro y la tragedia, Oriente. Un espacio en el que construir una identidad que nunca tendrá lugar, porque no existe el lugar que le conceda su espacio.

Sin embargo, esta visión conformada por los románticos tuvo sus antecedentes en las imágenes de Oriente que habían organizado los viajeros del XVIII . El viaje a este destino alteró la identidad del viajero ilustrado, reafirmando su propio código cultural. El encuentro con Oriente fue necesario, pues permitió aproximarle a algunas particularidades ignoradas hasta entonces, y que podían ser interpretadas como carencias o necesidades de la sociedad de la que se provenía y, por tanto, leídas como una crítica a la sociedad de origen. De esta forma, el Otro se manifestaba de nuevo como una alteridad constitutiva que complementaba a la persona que viajaba.

Durante la época ilustrada, Oriente se erigió como uno de los destinos principales de los viajeros del XVIII . Las razones de esta elección fueron múltiples. En primer lugar, debido a la proximidad del Imperio otomano, que compartió espacios comunes con Europa.

La creación de esta potencia hizo que se modificasen las relaciones entre los europeos y los países musulmanes. Por un lado, su aparición como estructura política unificada le obligó a constituirse como un interlocutor válido de Europa y, por otro, sus productos se convirtieron en un objetivo comercial del continente. El interés también se produjo por la búsqueda en el islam de las vinculaciones con la cultura de los viajeros. Para vencer el extrañamiento del Otro, había que indagar en lo que esta religión tenía en común con la propia cultura. El islam importaba en la medida en que ponía a Europa en contacto consigo misma. De este modo, se buscó su relación con la filosofía griega y, sobre todo, con el cristianismo.

Los descubrimientos de civilizaciones diferentes y lejanas obligaron a repensar los conceptos de la propia civilización; estos encuentros transformaron lo ajeno y extraño en primitivo. Una civilización que se creía única se encontró en medio de otras culturas y comenzó a interesarse por las vinculaciones que había tenido con culturas del pasado. Sin embargo ello significaba ver el otro lugar en clave de pasado, puesto que si se buscaban elementos de origen comunes, el espacio visitado se mostraba en un tiempo anterior. Los destinos visitados se transformaron en objetos estáticos vinculados a tiempos remotos. El viajero ilustrado no se enfrentaba con un Otro, sino con un yo anterior; lo que le supuso un reencuentro con su historicidad. Y son quizás las ideas sobre el viaje expuestas en la introducción del libro de viaje a Oriente más relevante del XVIII y el XIX , el del ideólogo Constantin-François Volney, las que mejor relacionan el reencuentro de una civilización con su propio pasado: «Había leído y entendido que de todos los medios para ilustrar el espíritu y formar el juicio, el más eficaz era el de viajar [...]. Algunas ideas me hicieron decidirme por Asia, Siria y sobre todo Egipto [...]. Es en estos lugares, me dije, donde han nacido la mayor parte de las opiniones que nos gobiernan [...] por lo que es interesante conocerlos [...], en una palabra, juzgar por su estado presente cuál fue su estado en los tiempos pasados [la cursiva es mía] (Volney, 1788).

Otra razón de este interés fue la relevancia que el islam concedió a la escritura en árabe. La educación se consideró durante la Ilustración uno de los valores más destacados, y una religión que contemplara en sus presupuestos la defensa de la escritura tenía que interesar más que otras religiones, puesto que vinculaba un hecho religioso con otro cultural.

Desde una perspectiva histórica de las religiones, el islam aparecía también como una religión más evolucionada que el cristianismo; pues, como culto monoteísta, se había desarrollado en un periodo posterior. Esto la convertía en más sencilla y racional. Conceptos como la hospitalidad, la sencillez y la austeridad fueron especialmente destacados por los viajeros europeos.

Las ideas de universalización que se sostuvieron en el XVIII como afirmación de una naturaleza común y la necesidad de proyectar el espíritu y las ideas de las Luces conllevaron también una relativización de lo humano. Se pensó que las especificidades culturales podían ser integradas en un todo y se asimilaron las características del Otro en la mejor sociedad posible, la europea. Un ejemplo significativo de todo ello lo constituyen las palabras de Ali Bey, Domingo Badía Leblich, durante su viaje a La Meca en 1805. Los ancestros de Mahoma son los mismos que los del viajero español: «Bien pronto el Dios de Moisés, de Josué, de Carlos IX, de Inocencio III y de Pizarro cubrió con sus alas protectoras las empresas de Muhammed» (Ali Bey, 1814).

En estas condiciones, el islam se presentó como semejante al cristianismo y ambas como manifestaciones de la religión en general, lo que provocó que en Europa se fuera configurando un concepto cultural del islam en su totalidad. Éste se interpretó bajo la perspectiva de la universalización de las religiones, y su denuncia pasó a ser una crítica de todos los cultos. En época ilustrada, la cultura coincidía con la verdad, y la religión no compartía estos presupuestos, pues sometía al hombre y lo determinaba. De este modo, cuando los viajeros ilustrados criticaban al islam estaban denunciando a la religión en general, siguiendo a los dos pensadores que más influyeron en las ideas de todos ellos: Voltaire, principalmentecon sus Essais sur les moeurs, y Montesquieu, con su Esprit des lois .

Uno de los rasgos que de forma unánime atribuyen a Oriente los viajeros ilustrados es el del despotismo . El discurso sobre el despotismo oriental era también un discurso sobre la monarquía absolutista y, por ello, también una denuncia contra los regímenes tiránicos en Europa. Fue Jean Bodin quien en su De republica libri sex (1586) señaló que los pueblos meridionales, expuestos a climas ardientes, se hallaban sometidos a la monarquía tiránica: el ejemplo de ello era el Gran Turco. Montesquieu heredó esta idea de la relación entre leyes naturales y gobiernos despóticos meridionales (Montesquieu, 1721), y Volney la reprodujo exactamente para describir el Imperio turco (Volney, 1788).

Otro estereotipo característico de Oriente fue el del deseo sexual , heredado en el XIX bajo los términos de voluptuosidad y lascivia . Se trata de un lugar común que ya ha sido ampliamente estudiado y que quizás tuvo su mejor representación en la pintura orientalista europea, de la que pasó a la fotografía y al cine. Sus antecedentes se encontraban de nuevo en Montesquieu, quien creía que los orientales estaban sometidos a este deseo debido al clima que soportaban.

Esta idea la heredaron viajeros ilustrados como Ali Bey (1814) y Chénier (1787), quienes pensaban que el clima invitaba a los orientales al libertinaje. En esta suerte de estética empírica natural que atribuía el deseo sexual al Otro, fue despojado de todo aquello que tenía que ver con el amor : el oriental parecía incapaz de amar. El origen de estos prejuicios se hallan también en Montesquieu, para quien el amor se extinguía rápido cuando existían tantos serrallos para ser satisfecho. Los viajeros encontraron en las razones climáticas una justificación admirable para la poligamia , que era una posibilidad para satisfacer el deseo determinado por el calor.

Finalmente, José Cadalso utilizó la descripción de la poligamia para criticar a la propia sociedad europea. La descripción de la imagen de Oriente ya no correspondía a un reflejo del viajero, sino que servía de forma directa para denunciar las costumbres europeas: «La poligamia entre nosotros está no sólo autorizada por el gobierno, sino mandada expresamente por la religión. Entre estos europeos, la religión la prohíbe y la tolera la pública costumbre» Cadalso, 1789).

La visión de Oriente del viajero contemporáneo puede ser estudiada a partir de estas ideas. Durante el siglo XIX , Oriente le permitió al viajero occidental conocer sus deseos y ansiedades, y representó un espacio vacío en el que crearse a sí mismo. En época ilustrada, tal imagen mostró las carencias de la sociedad de origen y una crítica al propio contexto. El Otro se manifestó en ambos siglos como una alteridad constitutiva que complementaba al viajero. En todas las épocas, incluido el siglo XX , Oriente fue el fruto de los elementos que le acompañaron en su historia y, por lo tanto, cada Oriente se construyó de un modo diferente. Recorrer el proceso por el que se fueron configurando sus estereotipos sería de innegable ayuda para desmontarlos o, al menos, dialogar con ellos. Y pondría finalmente en evidencia lo que ya se sabe desde hace tiempo, que Oriente es una frontera imaginaria construida más a partir de interrelaciones que de exclusiones, tal y como han demostrado sus viajeros.

BIBLIOGRAFÍA

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