Señoras y señores, en lo que a mí respecta, lo dicho en los discursos anteriores sería más que suficiente para justificar este solemne acto. Si me han parecido satisfactorios es porque en cierto modo apuntan hacia el futuro y porque cualquiera puede identificarse con ellos. Me debió de aconsejar el mismísimo diablo el día en que, llevado por la delirante certeza de poder decir algo acerca del tema, acepté la tarea que se me encomendó de hablar aquí sobre lo que es la cultura. El amago de una sonrisa irónica que observo en las caras de las conferenciantes que me han precedido no me augura nada bueno, pues se les nota ansiosas por saber qué voy a decir acerca de lo que puede ser la cultura. Podría haberlo previsto. De ahí que empiece hablando de cuatro aspectos que me dejan perplejo. Uno de ellos –y ustedes ya han hecho alusión a él en sus palabras de introducción, realmente conmovedoras– es que siempre tengo dificultades para hablar sobre un tema que no es ajeno a mi disciplina. Hablar de cultura delante de unos científicos de la cultura en principio me deja sin respiración. No lo digo en tono peyorativo ni irónico, pero siempre que me han preguntado «¿qué es la sociología?» o «¿qué es la germanística?», les he dicho a mis alumnos y alumnas, para darles una orientación: «Lo que hacen los germanistas es la germanística y lo que hacen los sociólogos es la sociología». Del mismo modo, en esta ocasión también podría decirse que la ciencia de la cultura es lo que hacen los científicos de la cultura; y eso nos lleva a la segunda perplejidad. Me he preparado a base de estudiar los programas de los cursos más recientes, y en realidad no he encontrado ningún tema digno de mención que no aparezca en ellos, ¡salvo uno! De él hablaré más adelante; espero no olvidarme, pero de momento no quiero decir nada.
Historia de la literatura, opinión pública, historia de la infancia, cuentos, familia... Es de agradecer que ustedes hayan documentado todo ello con un material históricamente demostrable, es decir, no sólo mediante suposiciones, lo cual nos remite ya al tema en cuestión: Todos los grandes conceptos históricos , como dijo en una ocasión Nietzsche, son indefinibles . Todo lo que realmente ocurre en la vida social es, por definición, no del todo comprensible, y eso podría ser un indicio de que en los movimientos de búsqueda cultural son precisamente esa diversidad, esos procesos abiertos y esas aproximaciones los que definen lo que es hoy la cultura.
El tercer aspecto que me produce perplejidad es el siguiente: ¿cuál es el objeto de la ciencia de la cultura? Naturalmente, la cultura. Pero ¿qué es eso? ¿Y qué formas de expresión tiene? ¿Hasta dónde estamos autorizados a llegar cuando remitimos el concepto de cultura a lo que podemos hacer como científicos, es decir, al modo de abordar metódicamente una cuestión y exponerla de manera argumentada? ¿Cuánto podemos ampliar el concepto de cultura? El cuarto motivo de perplejidad quizá sea que esta conferencia estaba anunciada como un «discurso festivo», cuando en realidad hoy en día a la cultura, y a todo lo relacionado con ella, no le va nada bien. Habría que hacer, pues, más bien un discurso fúnebre, no uno festivo, porque algo que está en vías de desaparición y que quizá debiera ser apoyado, podría verse aún más reforzado en un discurso de esta clase.
De ahí que me vea obligado a hacer meras aproximaciones, preguntas abiertas. Lo que les puedo ofrecer son reflexiones extraídas de mi propia experiencia, pero no son posturas firmes, y mucho menos definiciones «clare et distincte», que es lo que reclamaba Descartes como característico de las argumentaciones. Intentaré exponerlas sobre una base que me lleve al tema que nos ocupa. He hojeado gratamente el número 13 de la revista Haute Culture –que a ustedes les resultará familiar– y he visto que Rainer Stollmann dice lo siguiente (se trata de una especie de muleta que me servirá de apoyo para iniciar esta conferencia): «En relación con el aumento de alumnos en esta disciplina, se me plantea la cuestión de si el hecho de que la cultura sea un bestseller se debe a que en realidad ha desaparecido, y a que la gente lo percibe y por eso se ocupa (o se quiere ocupar) tanto de ella.» Y Ralf Rummel, con el que usted, Rainer Stollmann, discute en la revista, dice, refiriéndose al parecer a la formación de profesionales de la cadena privada de televisión RTL: «Yo más bien creo que la cultura está tan hinchada, que en ella tiene cabida casi todo.» Y Rainer Stollmann precisa: «A lo que me refiero al hablar de la desaparición de la cultura es, por una parte, a la pérdida de lo político y, por otra, a la pérdida de las formas de vida y formas culturales. Creo que es un proceso del que somos conscientes y que por eso surge cierta necesidad de ocuparse de la cultura.» Tomaré esto como punto de partida de mis reflexiones.
En realidad, hoy el uso inflacionista del concepto «cultura» remite a una interpretación errónea del mismo, por lo que nos vemos obligados a plantear cuál es su auténtico significado. Quizá se pueda incluso decir que la cultura se ha convertido en una especie de concepto bochornoso , como si hubiera que encubrir o tal vez poner en clave algo que, en el ámbito de la realidad oculta, se puede mantener intacto siempre y cuando al menos sea nombrable. La cultura empresarial, la cultura de la pobreza, la cultura de la polémica... Muchas de estas cosas llevan la etiqueta de «cultura», y ahora además tienen interdeterminaciones, o sea, determinaciones locales interculturales, es decir: la interrelación de todos los deseos de ocupación imperial de la cultura.
Para mí constituye una experiencia interesante echar la vista atrás, hacia la historia de principios del siglo XX y de finales del siglo XIX , y advertir esfuerzos similares en torno al concepto de cultura. En esa época, podrán encontrar a mucha gente procedente de los sectores académicos procupada por la ciencia de la cultura: Heinrich Rickert, Wilhelm Dilthey, Wilhelm Windelband. Todos ellos procuran delimitar metódicamente las ciencias nomónicas, es decir, las ciencias basadas en la ley, las ciencias de la naturaleza, de las denominadas ciencias idiográficas. Y Max Weber habla de la importancia cultural de todos los fenómenos sociales de esta época. ¿Acaso el uso inflacionista de la cultura es hoy el presagio de una posible calamidad social que crece bajo ella y se mantiene oculta gracias a la magia cultural de la palabra?
Oculta de tal modo que las personas, mediante un enorme despliegue de actividad cultural, intentan mantenerse alejadas de los principales conflictos y contradicciones de la sociedad. ¿Es esto posible? Porque precisamente en las revoluciones sociales, como las que ocurrieron poco antes de la I Guerra Mundial –es decir, en la primera década del siglo pasado– y como las que nos volvemos a encontrar hoy, cosas completamente distintas y a veces hasta irreconciliables se revisten de aquello que aún otorga la dignidad de un aura cultural incluso a los intereses más diáfanos; la cultura o el concepto de cultura se han convertido en una forma de práctica mágica . Se hechiza lo que tiene capacidad de hechizar otorgándole un título, poniéndole un nombre. Si por ejemplo se habla de cultura empresarial, el lucro deja de ser algo mezquino, para convertirse en fenómeno cultural de máxima categoría.
¿Quién va a negarle inquietud cultural, que aquí se asocia con mucho dinero, a una empresa que realmente trabaja por la cultura empresarial, que piensa día y noche en ella? ¿Quién va a negarle eso al Deutsche Bank, que ha expuesto en los pisos de su rascacielos a diferentes artistas jóvenes, entre ellos algunos desconocidos, y no sólo a Joseph Beuys (que ahora ha adquirido ya el rango de clásico)? Y ustedes mismos habrán intentado en todos los aspectos, literalmente en todos , controlar mediante componendas culturales los afectos orientados a cosas mal consideradas o incluso tabúes. La cultura quiebra los afectos. La cultura, tal como la ha descrito Norbert Elias, es un elemento de control de los afectos, también en el caso de quienes se abastecen del concepto de cultura. Cuando los empresarios de la publicidad –con uno de los famosos teóricos del ramo he tenido hace poco un debate público– niegan la diferencia entre cultura, arte y publicidad están haciendo un conjuro. Así, por ejemplo, en una discusión no me fue posible convencer a mi interlocutor de que entre cultura, arte y publicidad existen diferencias en cuanto a autenticidad, grados de manipulación, aspecto externo de las formas de expresión y lo relacionado con los intereses. Según él, la buena publicidad es arte y, naturalmente, el arte es cultura.
Cuando las cosas y las situaciones se pueden asociar a la palabra «cultura», desaparece la banalidad y la finitud. Lo muerto, lo aborrecible y lo feo pierden algo de peso terrenal. La oposición interna, eso que define la idiosincrasia de la persona, invierte su sentido a través de las connotaciones culturales. En el Frankfurter Rundschau del 23 de noviembre de 1996, leo el artículo titulado «No debemos ignorar por más tiempo la muerte del acervo cultural». En él se lee lo siguiente: «Con la desaparición de la influencia de las Iglesias y de las instituciones encaminadas a dar sentido a la vida surge, en el umbral de la sociedad informatizada, una gigantesca laguna en la asimilación anímica de las etapas umbral de la vida.» En el fondo, al hablar de etapas umbral, se está aplicando la filosofía a la vida cotidiana: muchos conceptos venerables con los que trabaja la ciencia, que en otro tiempo tuvieron su patria en la alta filosofía, han ido a engrosar el léxico periodístico. «Cuando hablo de “etapas umbral de la vida” me estoy refiriendo al nacimiento, la adolescencia, las separaciones y la muerte. Ya en el actual estado deficitario de la cultura del luto aparecen las primeras consecuencias de la retirada de las certezas en estos campos. Los rasgos arcaicos del ser humano se presentan en las crisis y en los momentos de despedida, por ejemplo ante la muerte de una persona, en todo su salvajismo desenfrenado – de ahí la cultura – y producen un pánico cerval a los vivos. ¿Quién conciliará en el futuro ese arcaísmo con la moderna vida mundana? ¿Quién preparará los rituales y las formas simbólicas de los ritos de transición como ayudas sociales? He aquí otro desafío que se les plantea a los ritos funerarios.» Las épocas de transición necesitan de diferentes ayudas. El autor del texto anterior es un asesor, director de una funeraria, que propone sacar a la luz pública lo que él denomina las tres Bes: begleiten, bestatten, bilden . Acompañar, enterrar y educar: todo esto no es tan absurdo como parece. Si lo he citado no es por afán de ridiculizar, sino porque esta curiosa metáfora de la cultura es utilizada para todo aquello que carece de una definición exacta. Desde luego, el luto es un ritual colectivo antiquísimo que ha visto destruido precisamente su carácter colectivo. Y por supuesto, los rituales de enterramiento son un elemento común a las grandes civilizaciones.
Sólo que aquí todo suena un poco raro porque está expuesto de una manera absolutamente fría y apuntando a una comunidad de intereses; las tres Bes, como él dice, se proponen sólo hacer publicidad de su empresa.
Pero, si los entierros necesitan de ayuda, ¿qué no necesitarán los «bienes culturales» para salir de su letargo? La crítica cultural dialéctica se centraba en el desenmascaramiento del verdadero carácter de la cultura; lo que queda documentado en el «bien», en el patrimonio cultural, llevaba ya el sello de la falta de autenticidad de la mercancía. Al convertir la industria cultural en objeto de su crítica, Adorno, Benjamin, Horkheimer y Marcuse critican lo muerto de la cultura, lo objetivo, el carácter de mercancía de la cultura, del mismo modo que Marx habla de la mercancía como trabajo muerto,en otro tiempo vivo.
Primero quisiera describir esa cultura en su dimensión crítica, para luego intentar establecer una relación de actualidad con aquello que, a mi parecer, podría ser hoy la cultura y la crítica cultural. Esta crítica cultural, en lo que atañe a la significación dialéctica de las imágenes objetivadas, está doblemente orientada hacia un necesario desciframiento. Por una parte, hacia el núcleo temporal de lo que aquí se da por inmortalizado. El desenmascaramiento y el desciframiento del núcleo temporal de la verdad, incluso en el arte y la cultura que llevan el lastre de la sospecha de eternidad, son elementos esenciales de la crítica de Benjamin y Adorno. Un desenmascaramiento evidente de ese núcleo temporal de la verdad jamás significa una mera adscripción sociológica a los intereses y a los estratos sociales; lo que se objetiva en el núcleo temporal de la verdad es el contenido final emancipatorio de una época, al cual también aspiran las personas, pues es su camino hacia la utopía. En este sentido, tanto Benjamin como Adorno citan una frase de Stendhal: el arte es una promesse de bonheur , una promesa de felicidad. La promesa tiene más contenido que la realidad.
Basándome en este concepto de la cultura, quisiera afirmar que la cultura no es una simple etiqueta de la realidad, sino que, con arreglo a su contenido de verdad y de sustancia, sigue designando algo paradójico, caprichoso, resistente y anticipatorio que hace saltar la realidad. Y en las imágenes acertadas, es decir, veraces de la producción cultural, Adorno y Benjamin están de acuerdo en ver en el fondo un entrelazamiento interno del progreso y la barbarie, de lo verdadero y lo falso. (La cultura es, citando para variar a Spinoza, «index sui et falsi», también un signo de lo falso.) De progreso se puede hablar en el sentido de que aquí la coincidencia entre las obras de arte y el contexto de la cultura refleja un estado de la sociedad que es el de la libertad y la justicia, y que no ha de entenderse sólo como fantasía y ensoñación, sino como anticipación mental de un orden social. Pero no sólo el poder de la palabra, que promete una comunidad fraternal, indica el contenido de verdad de la composición musical, tal y como aparece en el coro final de la oda de Schiller de la Novena Sinfonía, sino que ello depende más bien de la estructura compositiva del equilibrio dialéctico entre lo general y lo particular. Según Adorno, toda obra de arte es veraz sobre todo si plasma lo particular y lo general en una forma específica y acertada de combinaciones no violentas ; de ahí que en determinadas situaciones sociales las obras de arte tengan que reorganizarse para responder a su antiguo contenido de verdad. Voy a ilustrar lo dicho con el ejemplo de Histoire du soldat, de Strawinsky, en el que se basa Adorno. Éste dice que en su escueta y chocante estructura camelística la obra expresa la relación entre progreso y barbarie. El progreso y la barbarie están hoy en día tan enmarañados en la cultura de masas, que una historia de guerras y soldados sólo recupera la intimidad del sufrimiento individual mediante una ascesis bárbara; la vuelta de lo no bárbaro , es decir, de lo humano, ya sólo se puede proclamar como protesta contra el progreso de los medios técnicos; de ahí esa ascesis técnico-compositiva de la música, que rebaja la carnicería histórica y el fragor de la batalla a un tono de música de cámara.
La cultura designa, pues, la contradicción con la realidad. Lo verdadero no es todavía lo real; he aquí el contenido esencial de la cultura . A través de la cultura, verdad y mentira se vuelven diferenciables . Cuando la verdad y la mentira ya no se pueden distinguir con claridad, cesa toda cultura, y también todo arte auténtico. La diferenciación entre verdad y mentira, entre la apariencia estética como promesa de verdad y libertad y el engaño, la manipulación artística de la publicidad mercantil, es esencial para el concepto de cultura que yo defiendo. La facultad del juicio estético de Kant, el libro a él dedicado es el más auténticamente político de sus tres grandes Críticas, exige de quien contempla una obra de arte que se adhiera a él, ya que existe algo así como un sensus communis , un sentido especial para las condiciones comunes de la convivencia de los seres dotados de razón, un sentido cultural que manejamos siempre que hablamos de cultura.
Así pues, para finalizar lo dicho en este contexto crítico, toda la crítica cultural tradicional parte del supuesto de que el arte es un producto cosificado que ha de descomponerse en procesos. Las estructuras vienen ya dadas, lo cual otorga a la crítica cultural su culminación política como principal crítica de la cosificación. Por mi parte, se podría decir que en esta cultura hay estructuras autoritarias que han de ser desmontadas para que, en la relación de los individuos con tales producciones culturales, se extraiga el contenido de verdad per se como una especie de fantasía sobre lo que aún está por llegar.
Pero ¿qué ocurre si vivimos en una situación social revolucionaria en la que las estructuras fijas ya no constituyen la realidad objetiva, y en la que una especie de realidad consolidada obliga a una progresiva disolución? ¿Qué sucede si tenemos que arreglárnoslas en un entorno social en el que todo amenaza con desaparecer, donde surgen constantemente nuevas formas de arbitrariedad, y donde hoy quizá se piense y se tenga por verdadera una cosa y mañana la contraria?
Hace más de cuarenta años, siendo asistente de Habermas en un seminario de Filosofía de la Universidad de Heidelberg, recuerdo haber tenido varias discusiones acerca de Hegel hasta muy entrada la noche con dos astutos positivistas (Hans Albert y Paul Feyerabend). Fueron unas discusiones angustiosas, al menos ese recuerdo me ha quedado en la memoria, en las que nada era válido si no seguía los principios sobre la argumentación de la lógica aristotélica: tertium non datur . Una afirmación es verdadera o falsa; no hay una tercera posibilidad. Los dos repetían que la contradicción dialéctica no puede existir; ya en los años ochenta vi con extrañeza cómo uno de mis interlocutores, y todo su entorno intelectual, empezó a elaborar una teoría anarquista del conocimiento, que superaba a la dialéctica en posibilidades abiertas de interpretación, al menos en cuanto a la coexistencia de contradicciones. A este tipo de personas se les puede llamar conversos de la teoría de la ciencia; con el mismo calor y el mismo apasionamiento con que antes rendían tributo a la lógica formal, ahora rechazan por improductiva cualquier argumentación concluyente y cualquier búsqueda productiva en el sistema organizativo de los textos. Por desgracia esta forma de arbitrariedad, este anything goes, echa por tierra lo que con tanto esfuerzo construyeron Adorno, Horkheimer, Marcuse y Benjamin. El tertium datur dialéctico tiene como fundamento la negación; pensar en paradojas, en constelaciones caóticas y en ambivalencias es entrar en el ámbito nebuloso de lo incierto y lo arbitrario.
De ahí que esta crítica cultural dialéctica no haya sido superada, como tampoco lo está el concepto de cultura que presupone. Naturalmente, estamos obligados a seguir reflexionando sobre dónde comienza la realidad como cultura . Hoy para mí cualquier ciencia de la cultura que no tenga en cuenta la economía es una abstracción; el interesante programa de actos organizado por esta Universidad –que al principio he elogiado– no contiene la menor referencia a la economía . Sencillamente no existe. No he visto anunciada ninguna conferencia sobre este tema. Puede que me equivoque, aunque lo he buscado expresamente. ¿Significa ello que para esta forma de acceso a la ciencia de la cultura la economía es irrelevante? ¿Significa que de entrada ésta es contemplada en su dimensión de realidad, tal y como siempre ha sido definida por la cultura alemana? ¿Como lo resistente y lo bruto o, en el mejor de los casos, como el tosco exterior de la cultura? ¿Se considera a ésta, en cambio, como perteneciente a un rango muy superior, como una interioridad protegida por el poder con unos objetos privilegiados que están más próximos a las personas que la frialdad de la economía?
No quiero creerlo; pero si así fuera, significaría que hay unas tradiciones fatales que se imponen inconscientemente, dando lugar a peligrosos desdoblamientos: frío hacia fuera, calor hacia dentro . La frialdad de la opinión pública y de la sociedad se enfrentan directamente a las relaciones de proximidad de la cultura, como sostenía Thomas Mann en su «Consideraciones de un apolítico»; esta separación entre las relaciones políticas y económicas y la ciencia de la cultura tiene como consecuencia que hoy no podamos tener acceso a una nueva definición de la cultura. Herbert Marcuse lo dijo una vez en Eros y civilización , en el capítulo acerca de la contradicción entre Eros y Thanatos. «La visión de una cultura sin represión, tal y como la hemos desarrollado a partir de una idea marginal de la mitología y de la filosofía, tiende a una nueva relación entre los instintos y la razón. La moral cultural es superada y reemplazada por la armonización entre libertad instintiva y orden: libres de la tiranía de la razón represiva, los instintos tienden a unas relaciones existenciales libres y duraderas. Crean» (y esto es para Marcuse un nuevo concepto de cultura) «un nuevo principio de realidad. En las ideas de Schiller sobre un “Estado estético” se concreta la visión de una cultura libre de represión sobre la base de una civilización madura. A partir de aquí, la organización de los instintos se convierte en un problema social» (en la terminología de Schiller, en un problema político), «como ocurre también en la psicología de Freud. Conceptos psicoanalíticos como sublimación, identificación, introyección y similares no sólo tienen un contenido psicológico, sino también social: Desembocan» (he aquí el aspecto decisivo para Marcuse) «en un sistema de disposiciones, leyes, instituciones,cosas y costumbres que al individuo le salen al paso como unidades objetivas.»
En otras palabras, Marcuse formula aquí un concepto de cultura que centra las consideraciones sobre la ciencia de la cultura en la cuestión de una dialéctica entre las producciones culturales y las instituciones sociales. ¿Cómo se pueden crear instituciones que posibiliten una conducta instintiva satisfactoria de las personas, lo que en términos freudianos se puede designar como felicidad , algo que no incrementa el malestar de la cultura ? ¿Acaso la cultura está integrada en unos contextos definidos por el entramado del poder social y los vínculos de las conductas humanas, en los que las personas con determinados rasgos distintivos de procedencia, raza y orientación religiosa quedan tal vez fuera del estatus social, y las organizaciones y las instituciones ofrecen definiciones claras de amistad y enemistad? ¿Cuál es entonces el estado de la cultura con el que hoy nos encontramos? Tanto Goethe como Kant tenían un concepto de la cultura basado en unas características inconfundibles: liberación, dignidad, consideración de la humanidad a partir de la propia persona, hospitalidad, es decir, trato con el extraño. ¿Cómo son las instituciones que corresponden a estos principios? ¿A partir de qué cultura podríamos formular hoy legítimamente un concepto de cultura?
Me remontaré al sentido originario de la cultura. «Colere», el concepto de cultura en sentido moderno, fue formulado por vez primera por Cicerón; en las conversaciones que mantenía en su casa de campo en Tusculum, hablaba de «cultura animi» y la diferenciaba de la «agricultura» . Cultura animi tiene un amplio significado; en mi traducción significa formación del alma, del espíritu y de los sentidos. Cultura animi es un proceso de producción, no de distribución de lo dado. En su sentido originario cultura significa transformación, modificación, humanización de las relaciones en bruto. Así entendida, la cultura habría que examinarla ahora a la luz de determinadas evoluciones y situaciones sociales, en las que las autointerpretaciones culturales tienen lugar dentro de unas instituciones que contribuyen a la formación de la identidad de las personas, a la reanimación de su comunicación en las relaciones laborales, al ensanchamiento de su facultad de autonomía y de juicio. Es decir, allí donde realmente se conservan en sus relaciones vitales concretas. Estoy convencido de que a la larga será inevitable que desarrollemos unas nuevas éticas profesionales . Las éticas profesionales antiguas, ya sean las de los médicos, los abogados, los empresarios, los profesores universitarios o los especialistas de la producción, están superadas. Ya no son sólidas porque las normas de las tradiciones antiguas han dejado de ser obligatorias y todavía no existen normas nuevas con un grado de obligación equivalente al antiguo. Emile Durkheim ha calificado este estado de la cultura como de anomia. De tal estado hay que partir hoy. El estado de anomia significa que aún siguen existiendo las viejas normas y las obligaciones tradicionales, pero forzosamente han perdido naturalidad; y este mundo éticamente inestable lo percibe instintivamente sobre todo la gente joven. Hay muchos jóvenes que se comprometen con movimientos de búsqueda cultural de nuevas formas de identidad y de una autoconciencia que dé sentido a otros modos y estilos de vida.
Llevar a cabo un análisis del mundo actual es igual de ambicioso que intentar definir qué es la cultura. Si no intentamos definir la crisis conceptual del mundo actual, andaremos a tientas. ¿Cuáles son los procesos de erosión con que nos encontramos hoy en día? No se trata ya sólo del cambio que sufrió en 1989 la Europa del Este; lo que ha eliminado un foco de crisis mundial, la continuidad del sistema de poder dual que amenazaba a la humanidad, sistema en el que nos educamos y fabricamos unas reglas de interpretación fáciles de comprender, al mismo tiempo ha dado lugar a que los focos de crisis se hayan multiplicado en los últimos siete u ocho años. Por ejemplo, la reunificación no tiene nada que ver con la crisis fundamental del sistema de trabajo y de la sociedad laboral. La agudiza, pero no es su causa. Y sabemos que hoy, al hablar de cultura, debemos incluir al creciente número de aquellos que no sólo son separados de la cultura y de los viejos «bienes culturales», sino que a la larga son alejados del sistema social del trabajo y, también por tanto, a la larga del reconocimiento público. Éste es un aspecto que para mí tiene importancia cultural, y modifica la pregunta acerca de lo que entendemos por cultura.
Otro aspecto a tener en cuenta sería el siguiente: Actualmente lo que domina es la ideología, en el antiguo sentido de conciencia objetivamente falsa que Marx le daba al término. Pero los objetivos, que influyen tanto en las instituciones sociales como en los individuos, introducen también un factor de verdad y de realidad. A una escala hasta ahora apenas imaginable, la racionalidad de la economía industrial (es decir, la obsesión de racionalizar las empresas individuales) ha absorbido todo lo que antes se entendía por bienestar del pueblo, por economía política, que en cierto modo era la «economía de toda la casa». Los costes que originan al conjunto de la sociedad determinadas decisiones de racionalización afectan al pundonor y el orgullo de la producción limitada de la empresa (o al presupuesto, desde el punto de vista de los gobiernos). Esto mismo pueden aplicarlo ustedes sin problemas a la universidad; también pueden verlo en la empresa de servicios o en la industria, así como en los colegios. Ninguna de estas mónadas del sistema se preocupa –desde un punto de vista cultural, ético, religioso o siquiera humanitario– de quién asume la reducción de costes.
Esto se puede expresar también de otra manera: A medida que la empresa absorbe el balance de cuentas del conjunto de la sociedad, cada vez hay más ámbitos sometidos a la ideología; es como si la sociedad se compusiera de empresas individuales, o de la suma de individuos particulares, y esta ideología provoca que lo que en Schiller y en la tradición de la crítica cultural dialéctica va ligado a la cultura –a saber, la preocupación por el bienestar de la comunidad – sea completamente ignorado.
No obstante, la pregunta clave acerca de la cultura moderna es la siguiente: ¿En qué medida puedo yo, puede una institución o pueden las circunstancias contribuir a que la comunidad no se vea perjudicada? Porque en una comunidad dañada los individuos tampoco pueden configurar su vida sin sufrir daños. La cuestión central de la cultura de hoy la contemplo bajo las actuales circunstancias de la «conditio humana»; qué podemos aportar nosotros, qué responsabilidad puede asumir cada uno de nosotros de una manera muy personal, de modo que exista un delicado equilibrio entre lo particular y lo general, entendiendo lo general desde una perspectiva filosófica, no sólo como una dimensión a la que se subordina lo particular, sino haciendo que de lo particular surja una generalidad satisfactoria; esto atañe a la densidad de la comunicación entre las personas, pero también afecta decisivamente al bienestar de la comunidad. Contemplar la cultura sin tener en cuenta las distorsiones de la realidad sería para mí un acto de barbarie.
Quiero recordarles que Pierre Bourdieu ha intentado hace poco en Francia romper esa apariencia, esa apariencia objetiva, con su actividad pública, y lo ha hecho con un ejemplo que quizá no sea especialmente afortunado, pero que desde luego da en el clavo de la cuestión. Bourdieu habla de los «Pensées Tietmeyer». Como sabrán, Tietmeyer es el presidente del Bundesbank. En Le Monde le hicieron una entrevista en la que decía que «atravesamos una situación social y cultural en la que lo único que importa es crear en todas partes condiciones favorables para las inversiones». Ésta es, en cierto modo, la norma cultural suprema; con semejante franqueza se expresa el más alto funcionario del dinero en nuestro país. Sus palabras significan que la cultura está completamente sometida a la lógica del capital y del mercado. Al margen de esto, no existe ninguna lógica sociocultural. Y Bourdieu subraya con razón que todos los procesos dignos de llamarse humanos no discurren con arreglo al esquema de la economización. Y que la alineación de los individuos da lugar a que al final surjan inseguridades en los propios procesos económicos. Pero lo cierto es que por ahora este equilibrio alterado entre individuo y sociedad, entre lo particular y lo general, determina hasta tal punto lo que constituye el contexto de la cultura oficial, que precisamente por esa razón el trabajo cultural ha de interceder en favor de ese contexto. Éste marca tanto la situación social, que nadie quiere renunciar a atribuirse la etiqueta de «cultura». Si pretendemos desarrollar hoy un concepto de la cultura, es imprescindible que aceptemos la situación de nuestra época. Con ello no pretendo formular una argumentación pesimista sobre la cultura. Sólo quiero decir que habría que redefinir el concepto de cultura de varias maneras.
En primer lugar, cuando hablamos de cultura, tenemos que saber con qué recipientes, formas y unidades viables contamos. La cultura siempre tiene que ver con la dialéctica entre cercanía y distancia. Cuando la distancia se vuelve demasiado grande y las personas se integran en anónimos sistemas de jerarquías de poder, como dice Weber, el colere se queda sin terreno productivo. A los procesos laborales de ese cultivo les falta la referencia material, la ampliación de los significados, la facultad empírica concreta. Pero tampoco surgen superficies de contacto proporcionadas por el trabajo cuando sólo se mantienen relaciones de proximidad monádicas en el individuo aislado. Hoy las desviaciones en uno y otro sentido son extremas. De ahí que exista un desajuste específico en esta dialéctica entre cercanía y distancia. Mientras que algunas unidades de trabajo y de vida son demasiado pequeñas, otras son demasiado grandes.
Excesivamente pequeñas para determinados procesos de la educación y el aprendizaje son hoy las estructuras familiares. Al disociarse, ya no se crean en ellas, de manera natural, las condiciones básicas de la formación personal y social. ¿Dónde se aprende hoy a compartir, cuando ya no existen hermanos? En las familias de parejas divorciadas las tareas se reparten, pero es un reparto que viene impuesto desde fuera. No hay una justicia niveladora que se adquiera como competencia propia de la civilización. ¿Dónde se aprende hoy la confianza? ¿Y la posibilidad confiada de volver atrás?
La erosión de la familia burguesa puede no ser algo que debamos lamentar; bastante culpa ha acumulado a lo largo de la historia, pero sus funciones no pueden desaparecer sin más. Es, pues, necesario que existan nuevas unidades viables en las que haya cierto equilibrio entre distancia y cercanía. ¿Cambiar radicalmente la escuela? ¿Hogares en los que convivan diferentes generaciones bajo el mismo techo?
He percibido que gran parte de los que estudian ciencias de la cultura son mujeres, y quiero aprovechar la ocasión para desarrollar otro aspecto. Creo que hoy la cultura está tan vinculada a esta dialéctica de la cercanía y la distancia, que el cambio que se ha producido en la relación entre los sexos tiene una importancia fundamental para la creación de nuevas normas culturales y de relaciones civilizadas. Y la tiene precisamente en el sentido de que las relaciones de proximidad o cercanía tradicionalmente han sido adscritas a la mujer, a la vida femenina. El cultivo de las relaciones de proximidad, la producción y el desarrollo de la nueva vida son inimaginables sin cercanía. Pero esta adscripción social por sí misma positiva es al mismo tiempo motivo de legitimación de dominación, pues insinúa la exclusión de todo lo que constituye la tendencia universalista en esta distancia. El universalismo, el control de los afectos, la capacidad para pensar y juzgar siguen estando adscritos al trabajo retribuido de los hombres.
Así pues, en todas las instituciones se ha producido una considerable alteración, que en realidad tiene algo que ver con la cercanía y la distancia. Si ustedes dicen, con un orgullo no injustificado, que en la especialidad de las ciencias de la cultura estudian sobre todo mujeres, eso confirma al mismo tiempo el prejuicio de que la cultura es una materia blanda, algo para mujeres. El calor, la proximidad y todo lo que hace que la vida merezca ser vivida es competencia de las mujeres. A los hombres les corresponde la vida hostil, la despiadada sociedad del riesgo; aunque, como es sabido, a menudo no corran ningún riesgo, son miembros naturales de la sociedad del riesgo. Esta escisión de la conciencia es para mí una ruptura cultural de primer orden. Hace algún tiempo, cuando estuve en Cuba, comprobé con asombro que las tres cuartas partes de los docentes de las universidades cubanas eran mujeres. La razón es la misma. La actividad educativa, la ciencia, el cuidado de los niños, etc., no son para un latino como es debido auténticas profesiones masculinas; como normalmente ya tiene bastante con luchar y mandar, eso prefiere dejárselo a las mujeres. Pero, por otra parte, vemos que las mujeres tienen éxito precisamente en profesiones duras, como el derecho o toda una serie de campos de estudio, así como la propia informática. De un tiempo a esta parte, encontramos un número significativo de mujeres en las cátedras de informática y de ciencias naturales. Sin duda, bajo cuerda y paso a paso, se está operando un cambio. Sin embargo, en algunas organizaciones, como los sindicatos y las iglesias, las estructuras patriarcales son casi inamovibles. Aquí ha cambiado poco. Cuando hablo de cultura, no puedo silenciar estos problemas, ya que definen una situación social en la que la proporción de cercanía y proximidad se encuentra dañada.
Hay que añadir un tercer elemento de alteración que en el futuro dará mucho que hablar. No hay razón para lamentarse de que ya no exista el Estado nacional de viejo cuño. Pero la visión de que una burocracia de la Unión Europea con un Parlamento completamente incapacitado para la cogestión decida los destinos de Europa, es para mí una especie de pesadilla. Las estructuras democráticas de la cogestión se ven socavadas porque las instancias intermedias desaparecen en esta dialéctica entre proximidad y distancia, sin que nosotros lo queramos ni podamos asociar a ello un enriquecimiento de nuestra vida social. Así surge una contradicción hasta ahora inédita en Europa: el Estado territorial patriarcal, el Estado nacional, está moribundo (como le habría gustado a Marx), pero sin que la sociedad se haya emancipado. Y esta situación resulta amenazante cuando los potenciales del monopolio de la violencia estatal son impuestos a la sociedad sin que surja lo que Marx entendía por una sociedad emancipada, es decir, una nación cultural, y en esta dimensión sin duda Marx se acerca más a Goethe,
Schiller y Herder –que hablan de esa nación cultural– que a otros muchos que durante años han utilizado el pensamiento marxista con fines legitimadores.
Para finalizar, permítanme plantear la pregunta implícita en cualquier consideración de la cultura: ¿Cuál es en realidad hoy la idea del hombre con que sueñan los poderosos? Sé que no es posible proyectar una imagen del hombre que no sea contradictoria. Pero la idea de cómo debería ser el hombre es también producto de los conflictos culturales que he intentado describir. La idea del hombre que defiende la ideología economicista predominante, es la del hombre universalmente disponible . Lo digo con precaución, porque en esta concepción del universo que propone Tietmeyer la flexiblidad desempeña un papel primordial. La flexibilidad del mercado es el centro organizador del hombre moderno. El hombre universalmente disponible es el que, en unas relaciones siempre cambiantes, es capaz de moverse constantemente y estar siempre disponible, sin raíces de ningún tipo, ni en la familia, ni en un pueblo, ni en una ciudad. Quien pierde el trabajo en Emden tiene que trasladarse lo más aprisa posible a la Selva Negra, si allí es más favorable la situación del mercado.
Esta idea del hombre universalmente disponible es una imagen que resucita un mito antiquísimo; el hombre está sujeto a un destino implacable y sin escapatoria. Las personas sólo se comportan con arreglo al sistema cuando, complacidos y con cara satisfecha, giran como satélites alrededor del sol del capital.
Esta imagen del hombre (del hombre completamente volcado al exterior) contradice todos los proyectos de la humanidad que se han desarrollado en la historia de la sociedad burguesa. Por ejemplo, la idea del hombre del Renacimiento, el uomo universale (en latín: homo universalis ), el hombre de formación polifacética, que sabe mucho de todo. Leonardo es el que mejor y más elocuentemente expresa la idea original del hombre del Renacimiento: escultor, pintor, pero naturalmente también anatomista –que tenía que robar los cadáveres para diseccionarlos–, así como diseñador en muchos campos (incluso inventó proyectiles y catapultas). Pero la formación universal se manipulaba también en las actividades externas.
En la época de Goethe, el hombre entendía desde el punto de vista filosófico como interiorización del mundo. Éste es el principio fundamental del idealismo alemán; no hay nada en el mundo exterior que no esté también en el sujeto. Sobre el «yo como principio de toda filosofía» hay un escrito programático del joven Schelling. «Yo» significa autonomía, facultad de juicio, consideración de la humanidad a partir de la propia persona. Liberarse del sentimiento de culpa propio de la juventud es el objetivo primordial de la autoilustración de este sujeto completamente volcado hacia la autodeterminación, tal y como exigía Kant.
Ahora tienen ante ustedes un mundo que es más rico que nunca y en el que, por primera vez, existe la posibilidad objetiva de desterrar el hambre y la miseria. Nunca ha habido tantas posibilidades de reducir las enfermedades; nunca ha sido tan alta la esperanza de vida de las personas. En Alemania hay hoy 5.000 centenarios, y dentro de diez años habrá 15.000. Puede que esto no signifique mucho, pero la esperanza de vida sigue aumentando, sobre todo entre las mujeres. En este contexto contradictorio, con una esperanza de vida más alta y una universalización del mercado, el hombre ocupa un lugar cada vez menos definido. Nunca en la historia ha habido una definición oficial tan exigua y limitada: la del hombre empequeñecido, privado de sus potenciales y de sus capacidades. Lo importante no es la formación, sino transformarse rápidamente, ser flexible, olvidarse de lo que se pensaba ayer. Oponerse decididamente a este disparate de un hombre manipulable, privado de toda autodeterminación y disponible en todos los aspectos, merecería llevar a cabo una amplia ofensiva cultural. Porque una ciencia de la cultura como la que con gran esfuerzo fomenta su Universidad, tiene que ser al mismo tiempo una ciencia para la cultura; el uso público de la razón científico-cultural llenaría un vacío y sin duda promovería el prestigio de esta ciencia en nuestro país.
* Versión revisada de una conferencia pronunciada por Oskar Negt el 29-11-1996, con motivo del décimo aniversario del curso sobre Ciencia de la Cultura de la Universidad de Bremen.