¿Cómo vive un artista en nuestra sociedad?
Con este interrogante tan abrupto –y que, a su vez, genera otro: ¿puede vivir un artista una existencia mínimamente humana, sin hacer concesiones de ningún género?– quiero sugerir varias reflexiones. Lo que voy a decir a continuación tendrá un carácter mucho más genérico que un discurso pensado para alabar las cualidades del artista cuya exposición se inaugura hoy.
Existe un tipo de personas –y las habrá siempre– que dedican su vida a la creación artística. ¿Qué hacen? Intentan, según unos principios internos, y a menudo también externos, crear algo que tenga un valor artístico, o mejor dicho, algo que viven como necesidad, tanto artística como humana. Hace 75 años que nuestra sociedad y nuestra cultura han perdido los principales valores que las sustentaban. Quien decide lo que es, o debería ser, verdaderamente valioso en la creación artística, es una minoría –en este caso una minoría poderosa. El creador se ve, hoy más que nunca, abandonado a su propio ser: ¿qué sentido tiene lo que hace?, ¿para quién lo hace?
Dos tipos de artistas superan esta cuestión de fondo sin sufrir consecuencia alguna.
Por una parte aquel que, dotado de una vitalidad fuera de lo normal, es capaz de mantener una productividad prácticamente ininterrumpida. Su impulso creativo está, por lo general, unido a un eufórico egocentrismo que le permite sentir y creer que todo lo que hace interesa a todo el mundo, concierne a todo el mundo. Esta posición afirmativa, que desplaza toda posible autocrítica destructiva, le permite, por una parte, seguir aumentando su creatividad, y por otra, estar seguro de conseguir un éxito a medio o largo plazo, por el hecho de comportarse tal y como la sociedad quiere que se comporte. Y el estar tan seguro de sí mismo implica que el público no tenga opción a la duda.
Este tipo de artista responde exactamente al ideal de nuestra sociedad de consumo, no sólo por la cantidad de obra que fabrica y «distribuye», sino porque además se presta a la negociación. Y al final, cuando llega a ser «famoso», adquiere todos los atributos del ídolo. Se le puede admirar, contemplar y, si se quiere, incluso adorar...
Este modelo de artista coincide casi a la perfección –siempre que tenga un mínimo talento– con lo que esa sociedad, que todavía compra y seguirá comprando arte, espera de él. Es la tipología del artista creado por el Romanticismo del siglo XIX burgués y que seguimos defendiendo como pretexto intelectual, para demostrar que la cultura tampoco está tan desatendida como se cree en nuestra época.
El segundo tipo de artista –aquel que en su trabajo trata de encontrar una respuesta o, incluso, sublima el conflicto que genera en él ese interrogante de fondo– trata de avanzar sin ayuda del público, tan sólo desde su soledad interior y, por lo general, también exterior. Es el artista introvertido, cuyo arte sólo existe en primer término para él, para su propia realización –en el sentido más profundo del término–, sin el sabor amargo de la necesidad de reafirmarse y que le permite mantener su propia autonomía frente al juicio de la sociedad. En el momento en el que surjan conflictos entre su posición y la de la sociedad, se recluirá en sus propias convicciones y en su energía interna.
No necesita malgastar su productividad inflacionaria. Trabaja de un modo constante y pausado. Pasa desapercibido. Pero esa minoría de la sociedad que entiende, o pretende entender, algo de arte, no ha logrado liberarse del todo del pensamiento consumista. Por ello se puede dar una situación paradójica. Ese tipo de marginado introvertido puede llegar a ser descubierto, hacerse famoso y ser elegido como objeto de colección, venta o todo aquello a lo que quiera prestarse. El cambio es factible porque este tipo de artista representa con su obra el ideal de la «pureza del arte», todavía vivo en ese segmento de la sociedad aficionado al arte. Pureza que se traduce en una entrega total a aquello que considera verdadero y sustancialmente válido.
Puede darse el caso –y no es inusual– de que sus obras se vendan o negocien incluso mejor que las de sus colegas hiperproductivos y negociadores, y si esto no se da en vida del artista, después de su muerte se activarán rápidamente las redes del consumo de sus obras. Véase el ejemplo de Nicolas de Staël y de otros muchos.
Pero, ¿cómo se mantiene y vive el artista que no es ni tan vital, ni tan ególatra, ni tan poco crítico consigo mismo, y que sigue produciendo eufóricamente y sin interrupción, ni es tampoco el típico artista introvertido, convencido de su soledad y con una obra absolutamente fuera de la influencia del entorno social, y que va desarrollándose como un árbol de la vida? Ese artista que, absolutamente sensibilizado hacia el entorno, sufre en y por la sociedad en la que vive pero no quiere renunciar a su labor artística.
Quiero decir, al margen de todos los posibles criterios de valoración, que ésta es la tipología del artista actual. Está claro que el hecho de plantearse la cuestión de fondo una y otra vez interrumpirá sus fases de trabajo –eufóricas o calmadas– con mucha mayor frecuencia que en los otros dos modelos comentados.
Habrá periodos, puede haberlos, tiene que haberlos, en los que no será muy productivo (también en el sentido de «poder vender») o no podrá concentrarse en su trabajo.
Desde este ángulo se puede afirmar que la existencia artística es en nuestra época un existencia basada en la interacción humana. El artista debe contar con una sociedad que no vea ante todo en él un productor de mercancías comprables o vendibles, sino que entienda su existencia como una «necesidad», algo necesario en el sentido más estricto del término. Aceptar esta afirmación representa un contraste esencial frente a la alienación de las personas en nuestra sociedad actual, sobre todo la de aquellos que trabajan más duramente. Y a partir de esta afirmación necesaria, la sociedad debe deducir las consecuencias correspondientes, tanto para sí misma como para el artista, y solidarizarse con la inversión de su propia imagen.
Esto significaría que deberíamos conseguir apoyar, tanto material como humanamente, la existencia de los artistas, asegurándoles unos mínimos existenciales –por lo menos al nivel de los de un conserje de colegio.
¿Qué nos aporta que ese tipo de artista idolatrado y arribista venda y viva por todo lo alto? ¿O que se concedan becas, premios y similares? Esto no nos libera de la responsabilidad de apoyar solidariamente a todo el colectivo de artistas auténticos cuyo trabajo no les garantiza ni el nivel más bajo de existencia, dentro de una sociedad marcada por el bienestar. Y en esta situación son precisamente ellos los que nos demuestran ese contraste que se erige en recordatorio del problema central en el mundo de hoy: la existencia cada vez mayor de pobreza frente a la concentración de la riqueza en una minoría.
(Palabras pronunciadas el 4 de mayo de 1974 con motivo de la inauguración de una exposición de Beat y Annemarie Würgler en Erlach.)
Cambios en el concepto del tiempo en música
La música es el arte del tiempo, un arte que mantiene una relación artística ideal con el fenómeno tiempo.
Al célebre filósofo alemán Georg Picht debemos la convincente y detallada demostración de que la buena música refleja siempre, con todo detalle y en todas las épocas, la representación humana del tiempo. No puede ser de otra manera, por la sencilla razón de que está constituida en todos sus parámetros de fenómenos relacionados con el tiempo. Picht dice:
«La posición de la música en el universo se determina a partir de su representación del tiempo. No sólo representa el tiempo a través del elemento rítmico, sino también a través del material sonoro, porque los sonidos son elementos de sucesiones sonoras, entre las que se establece una tensión que determina a la vez los procesos del movimiento. Cada tono aislado se define por la frecuencia de sus vibraciones y por su duración. Es, por tanto, un fenómeno puramente temporal. Entendemos la música sólo si sabemos qué es y cómo es la noción de tiempo, y a su vez entenderemos lo que es el tiempo si entendemos la música... Si la tesis de que la música es representación del tiempo es correcta, se deduce que cada obra conseguida musicalmente responde, más o menos, a una también conseguida explicación conceptual del tiempo...
»Si definimos la música como representación del tiempo, afirmamos que es capaz de proyectar en su espacio sonoro la universalidad, donde se encuentran todos los posibles...
»No es, como se suele pensar de manera uni lateral , la expresión de la intimidad del ser en conflicto con un mundo exterior que le es ajeno, pero tampoco es, tal como afirma la teoría contraria, la representación de una objetividad pura de relaciones formales determinadas matemáticamente en el tiempo. Más bien es el reflejo del tiempo como medio universal en el que confluyen dos esferas, la intimidad de la percepción subjetiva y la objetividad de la percepción del mundo exterior. La capacidad de la música de reflejar el tiempo le permite superar la fisura entre subjetividad y objetividad, remitiendo a la ancestral Entfremdung (distancia/enjenación)»( Grundlinien einer Philosophie der Musik , en Wahreit Wernunft Verantwortung , Philosophische, Studien, Stuttgart).
Me voy a basar a continuación en las reflexiones básicas planteadas por Georg Picht.
La música es una representación inmediata del tiempo, tal y como lo percibe el hombre. Y es el arte la forma de expresión humana que posee esta condición en su forma más pura.
Strawinsky ya sugirió esta idea hace cuarenta años en su famoso escrito Poética musical . Y también lo hicieron numerosos teóricos de la música –tenemos que retroceder mucho en el tiempo para encontrar los primeros escritos en la Antigüedad clásica, especialmente de Platón y Aristóteles. No es por tanto una idea nueva, pero sin embargo se ha relacionado demasiado poco con lo que llamamos «cambios de estilo» en la música. Pero es cierto que el aficionado a la música –y reconozco que un buen porcentaje de músicos también– defiende de una manera abierta o siente un deseo oculto de que perduren –o al menos de que si cambian, lo hagan sólo de un modo imperceptible– los queridos estilos de la música clásica en las composiciones actuales. Aquí concuerda perfectamente con su actitud la célebre frase en el momento de la visión inalcanzable: «¡Oh, permanece así, eres tan bella!»
De esta actitud resulta que toda variación respecto a su propia visión de la música, una vez asimilada, se recibe con una notable desconfianza. Cada revolución de estilo en el ámbito de la música ha provocado, y provoca, más o menos violentas protestas. Con frecuencia se ve en ello un prescindir innecesario de lo habitual, lo heredado y lo probado, cuando no una irresponsable y petulante destrucción del legado cultural. Algo así como: si los compositores no buscaran siempre de un modo tan terco y malévolo, y a cualquier precio, la extravagancia de la novedad, hubiésemos podido dejar todo como estaba. Ésta es más o menos la opinión del aficionado medio y el de no pocos músicos profesionales.
Algo más tolerante, pero no más convincente, es la idea de que «Hemos llegado a la modernidad, pero todo tiene un fin, así ocurrió con la música romántica. Tenemos que conformarnos con los experimentos que realizan, con su mejor voluntad, los compositores actuales...»
En esta actitud puede comprobarse que las transformaciones más relevantes que han hecho avanzar a la música resultaron de una modificación en la conciencia humana.
Mantener la conciencia viva es una condición previa al desarrollo de la auténtica capacidad creativa del hombre. Me centro aquí en un único pero fundamental componente de la imagen actual del mundo y trato de explicar los cambios en la percepción del tiempo porque –como se ha venido viendo– la música es el arte que más próximo se encuentra a dicha dimensión.
Existen otras variables que aquí no voy a tratar, pero que inciden igualmente en el compositor, tales como la teoría de la relatividad, la matemática moderna, la física, la nueva imagen del hombre que nos aportan la psicología y la medicina, la nueva experiencia del tiempo y del espacio, la rapidez del teléfono, la radio y la televisión, que permiten una simultaneidad de emisión y recepción, y otros muchos aspectos más. Con lo cual, es más que probable que a la vez que se producen estos cambios en el mundo, los propios fundamentos de la música también se modifiquen.
No quiero sin embargo predicar «Tiene que ser así y no de otro modo», tal como hizo Schönberg con su conciencia mesiánica, o como afirmó con gran lucidez Anton Webern en sus conferencias «El camino hacia la nueva música»: el dodecafonismo sería el resultado del proceso histórico-musical de los últimos trescientos años.
Hoy en día no se puede hablar de una alternativa entre música tonal y atonal, dodecafonismo o tonalidad ampliada. Son ya conceptos inválidos, que han pasado a la historia, pese al pensamiento tan obstinado como inteligente de Ernest Ansermet.
Hemos entrado en la época de la pluralidad y la relatividad. El haber hallado diversos sistemas musicales no implica que uno sea verdadero y otro falso, sino que existen múltiples aspectos parciales de una verdad suprema, todavía no lograda.
No tengo la menor duda de que, desde una perspectiva futura, todas estas nuevas opciones parecerán más próximas unas de otras y adoptarán, además, un perfil de conjunto más firme que nos permita entender mejor la imagen del mundo y la conciencia del tiempo.
Quiero demostrar, además, cómo la noción tradicional del tiempo, definida fundamentalmente por Kant, se refleja claramente en la música clásica y, ampliando el escenario, en toda la música tonal. El concepto kantiano del tiempo remite directamente a Platón y se formula como «la eternidad».
(Conferencia, hasta hoy inédita, pronunciada en Lenzerheide, Graubünden, con motivo del estreno de ASCeNSUS, julio 1969.)
Liberar lo emergente de la tradición: la relación con el legado histórico
Se me ha colgado últimamente la etiqueta de universalista musical, lo cual considero exagerado si se refiere a mi viva relación con la tradición. En realidad la relación que mantengo con las obras célebres de la historia de la música es claramente ambivalente.
Mi padre me transmitió una visión jerárquica y basada en una valoración subjetiva de la historia de la música. Era un apasionado de Heinrich Schütz (fue investigador y editor de la obra de Schütz), pero también de Bruckner. De modo complementario, sentía verdadera aversión por Brahms, también en parte por Wagner o Mahler, y en cambio un enorme respeto por Wolf y Verdi. Pude conocer e incluso temer su visión del pasado. Entonces no la lograba calificar como del todo uni lateral . Sólo coincidia plenamente con él respecto a Mozart, Bach y Schubert.
Entre mis compositores preferidos había hecho ya algunos descubrimientos propios. En mi época del colegio preparé una representación, que nunca llegaría a realizarse, de L'Incoronazione di Popea , para la que solicité prestada la partitura original a la Biblioteca
Universitaria de Basilea. Al inicio de mis estudios musicales, durante los cuales mi profesor Willy Burckhardt me hizo conocer en música antigua sobre todo a Han Leo Hassler y a Leonhard Lechner, descubrí la obra de Perotinus y la escuela de Notre-Dame y tengo que reconocer que el Organum quadruplum , Sederunt principes me produjo una enorme impresión. Escuché luego en la Tonhalle de Zurich una adaptación para orquesta de un compositor del mismo Zurich, que no me gustó nada y decidí entonces hacer una versión instrumental propia. Fue mi primera obra para orquesta. Tengo que reconocer, sin exagerar nada, que este encuentro con la música de Notre Dame, junto a la obra madura de Strawinsky, dieron en mí impulso a la creación artística. Fue precisamente esa música no tonal, ni siquiera modal, carente de un sistema armónico que determine su construcción formal, la que me hizo alejarme de la composición sin soporte tonal, no como por puntillosidad, sino como acción liberadora dirigida a conquistar una realidad musical mucho más amplia. Inmediatamente después, gracias a Erich Schmid, Webern entró en mi horizonte de conocimiento.
¿Cómo se explica mi actitud ambivalente hacia la música antigua? Ya desde pequeño viví la herencia histórica como algo que amaba y admiraba, pero también como un pesado lastre. No sólo me parecía admirable sino también un poco agobiante, y en cualquier caso, difícilmente transferible al modelo de pensamiento musical que entonces defendía como modelo utópico. Recuerdo cómo un día, durante un largo paseo por el bosque, sentí un verdadero sobresalto reflexionando hasta el final sobre este tema y cómo tomé entonces la decisión de no memorizar en adelante ningun tipo de música... lo cual he conseguido llevar a cabo con asombroso éxito hasta el presente.
Ambivalencia: huida radical y profunda del querido pasado sonoro. Una decisión así –sobre todo en la juventud– no se toma nunca desde una posición sólida. Muy al contrario, se trata de un inmenso esfuerzo de represión.
Ambivalencia: el eterno retorno a los compositores más queridos, a sus obras más admiradas.¡ Para mí, componer es a priori un acto de liberación, siempre proyectado al futuro. Soy incapaz de imaginar un inicio compositivo de «segunda mano». Las obras que compuse relacionadas con Willy Burckhardt las entiendo más como ejercicios compositivos que como verdaderas composiciones. Tuve el ambicioso proyecto de inventar mis propias técnicas y procedimientos compositivos y de renovarlos en cada obra. Pero como entonces me encontraba en un terreno históricamente inseguro, es decir, vivía en un entorno provinciano, donde los avances de comienzos de los 50 llegaban con cinco o seis años de retraso, resultó que mis «descubrimientos» no eran tan innovadores como pensaba.