Revista de Occidente

La constitucionalización del proceso de integración en Europa

por Francisco Rubio Llorente

Revista de Occidente nº 284, enero 2005

Introducción

La incorporación de España al proceso de integración europea se ha encauzado hasta el presente a través del artículo 93 de la Constitución, cuyo texto, que no hace referencia explícita alguna a dicho proceso, se inspira en la redacción que en 1978 tenía el artículo 24 de la Constitución alemana, un modelo utilizado también por otros Estados. Desde entonces acá, ha corrido sin embargo mucha agua bajos los puentes. El progreso de la integración económica, la enérgica afirmación que el Tribunal de Justicia ha hecho del efecto directo del derecho europeo y de su primacía sobre las normas internas de cualquier rango, y desde hace ya doce años, la inclusión de las Comunidades originarias en el seno de una Unión Europea de ámbito mucho más amplio y más ambiciosos objetivos, han originado cambios probablemente irreversibles en la estructura y el funcionamiento de los Estados miembros. Estos cambios, que es difícil entender como simple consecuencia de la atribución «a organizaciones o instituciones internacionales del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución», han modificado ya tácitamente la nuestra, como las del resto de nuestros socios; al menos las de aquellos que, en razón de la fecha de su incorporación a la Europa unida, no habían ya elaborado o reformado las suyas antes de esa incorporación.

Aun si se acepta que cabe hablar de «mutación» cuando la modificación de la Constitución no es simplemente producto de un cambio en la interpretación de sus preceptos, esa categoría, acuñada para explicar otros fenómenos, se acomoda mal a una transformación que se debe a la aplicación de normas que forman parte de otro ordenamiento y que alcanza las proporciones gigantescas que tiene ya la originada en las Constituciones de los Estados miembros incorporados a la Unión antes de que fuesen previsibles las consecuencias constitucionales de tal incorporación. Si esa modificación tácita no ha de ser entendida como una renuncia a la idea de Constitución, o como un abandono vergonzante de la soberanía nacional, es indispensable que el poder constituyente la haga explícita como obra suya. Esto es, reformar formalmente el texto constitucional a fin de conseguir que lo que es inevitable aceptar para construir una Europa unida sea efectivamente producto de una opción deliberada y expresa de los pueblos de Europa, que sólo así estarán por lo demás en condiciones de determinar cuáles son los límites que en cada momento desean imponer al proceso de integración.

Así lo han hecho ya cinco de los seis Estados fundadores, y de forma destacada Francia y Alemania, cuyas Constituciones fueron profundamente reformadas en 1992. Mi convicción sobre la necesidad de reformar la Constitución en este punto viene de muy atrás y ha sido expuesta en muchas ocasiones. Creo firmemente que el cambio es necesario por razones, por así decir, estrictamente internas, para dotar de fundamento constitucional a la potestad de los jueces de inaplicar leyes españolas perfectamente válidas y tratar de mantener el equilibrio que la Constitución consagra, tanto entre los distintos órganos centrales del Estado, como entre éstos y los de las Comunidades Autónomas. Pero mi convicción viene también de razones «europeas», pues pienso que las reformas constitucionales que reflejen la naturaleza específica de los Estados miembros de la Unión son precisamente el instrumento adecuado para constitucionalizar el orden jurídico-político de la Unión, para hacer posible la existencia de una auténtica Constitución europea.

La necesidad de europeizar las Constituciones nacionales

Nuestro país, como todos los que forman parte de la Unión, se encuentra abocado a la difícil tarea de cohonestar dos órdenes jurídico- políticos, estrechamente imbricados, pero no reducidos todavía a la unidad: el orden constitucional interno, basado en la soberanía nacional, cuyo titular es el pueblo español, y el orden de la Unión Europea, a la que los Estados miembros atribuyen competencias para alcanzar sus objetivos comunes y cuya existencia implica, en consecuencia, una limitación de la soberanía de los Estados.

A falta de una teoría sólida y generalmente aceptada, cuya elaboración es improbable en el actual estadio de desarrollo de la Unión, esta tarea sólo puede ser abordada, tanto desde ésta como desde los Estados, mediante soluciones puramente pragmáticas y fórmulas retóricas de significado incierto. El Tratado Constitucional de la Unión (artículo I-5) proclama así el respeto de ésta a «la igualdad de los Estados miembros y a su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo que respecta a la autonomía local y regional», así como a «las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad nacional». Este respeto, cuya garantía reposa en último término en la participación de los gobiernos en las decisiones de la Unión y que, en consecuencia, es tanto menos seguro cuanto mayor es el ámbito abierto a la decisión por mayoría, simple o cualificada, no basta sin embargo para dar respuesta al problema que los Estados han de resolver y que se plantea, por así decir, en tres planos distintos. Uno, el plano fundamental de la concepción misma del Estado; los otros, los planos ontológicamente inferiores, aunque de mayor relevancia práctica, de la estructura del ordenamiento jurídico y de la organización del poder. El problema fundamental es, claro está, el de determinar cuál es el límite infranqueable, si existe, más allá del cual no cabe ir sin que el Estado deje de existir como tal. Los otros problemas, que sólo por relación con él se pueden decir menores, vienen de las exigencias de la práctica y están muy estrechamente conectados entre sí. El que plantea la primacía del derecho europeo sobre el derecho interno y la alteración profunda que la integración en la Unión produce en el equilibrio constitucional entre los distintos poderes del Estado: el equilibrio entre gobierno y Parlamento, e incluso entre la jurisdicción constitucional y la ordinaria, de una parte; el equilibrio entre los poderes centrales y los poderes territoriales, de la otra.

El problema fundamental es un problema político, el problema político central de la integración, cabría decir, no un problema estrictamente jurídico. Aunque es un problema vivo, no cabe ignorar el esfuerzo que algunos Estados han hecho para aproximarse a una solución, afirmando que las cesiones de soberanía, que explícitamente aceptan, tienen límites infranqueables. Una afirmación que se ha incorporado al propio texto constitucional y que ha sido subrayada mediante decisiones judiciales, de las que ofrecen buen ejemplo algunas sentencias del Tribunal Constitucional Federal alemán o del Consejo Constitucional francés. No intento ocuparme aquí de él, ni está en el deseo de resolverlo la razón que me lleva a creer en la necesidad de reformar nuestra Constitución en este punto de la «apertura a Europa», aunque, como después diré, también creo que esa reforma ha de llevarse a cabo en términos que ayuden a su solución. Mis argumentos se mueven en el plano más bajo de las exigencias de la práctica.

En España, como en el resto de los países miembros, la integración europea comporta una limitación de la libertad de acción del Estado, al que impone pautas de actuación que a veces chocan con autorizaciones constitucionales explícitas. Piénsese, por ejemplo, en las menguadas posibilidades que nuestros gobernantes tienen actualmente de «reservar al sector público recursos o servicios esenciales...», como prevé el artículo 128.2 de la Constitución, o de «planificar la actividad económica general», como dice el artículo 131.1. Pero aparte de esa limitación de unas posibilidades que nunca fueron muy grandes, la integración implica una reducción del poder de los distintos órganos del Estado, que se proyecta de manera muy desigual sobre éstos, alterando así el equilibrio institucional previsto en la Constitución. Afecta más a las Cortes que al gobierno y más a las Comunidades Autónomas que a las instancias centrales. El gobierno participa en la elaboración de reglamentos y directivas comunitarias, en tanto que las Cortes, que no tienen intervención alguna en la creación de esas normas, han de aceptar que sus propias leyes se vean desplazadas por los reglamentos y se ven forzadas a transponer unas directivas, que cada vez dejan menor margen de libertad al legislador estatal. Las Comunidades Autónomas, de otra parte, titulares en muchas ocasiones de la competencia exclusiva sobre las materias que caen dentro del ámbito de la Comunidad Europea, carecen de facultades para contribuir a fijar la posición del Estado español en negociaciones de las que resultan decisiones, que sin embargo han de poner en práctica, aunque, de otra parte, no sean ellas, sino el Estado en su conjunto el que responde del eventual incumplimiento de tal obligación. Formalmente, como el Tribunal Constitucional ha dicho muchas veces, la integración en Europa no altera el orden interno de competencias; materialmente, en la práctica, no cabe ignorar que se ha producido una alteración que, hasta el presente, se ha intentado corregir con medidas reglamentarias o legales de efectos muy limitados.

No es seguro, en modo alguno, que baste con dotar de base constitucional a estas medidas, o a otras muchas que cabría añadir, para eliminar las distorsiones que trae aparejadas la integración en Europa, pero tampoco cabe negar que esas medidas serán más eficaces y más inexcusables si se inscriben en la Constitución los principios que las inspiran y los objetivos que han de perseguir y que, además, hay medidas que sólo en el plano constitucional cabe adoptar. Los ejemplos foráneos de reformas de este género son abundantes y bien conocidos.

La oportunidad de la reforma, sin embargo, no viene sólo de la necesidad de corregir el desequilibrio institucional. Con igual o mayor fuerza la aconseja la necesidad de dotar de base constitucional al deber que nuestros tribunales tienen de asegurar la primacía del derecho europeo sobre el puramente interno. Un deber que les obliga a inaplicar las normas españolas, «cualquiera que fuese su rango», cuando están en contradicción con normas europeas anteriores en el tiempo, y que por tanto parece prima facie incompatible con su sujeción al imperio de la ley. Una sujeción que es absoluta en lo que toca a la Constitución misma y que, en lo que respecta a las normas de rango legal, está atenuada sólo por la facultad que la propia Constitución (artículo 163) les concede de cuestionar su constitucionalidad ante el Tribunal Constitucional.

En lo que respecta a la primacía de las normas europeas sobre las constitucionales, esta contradicción inherente a la doble condición de juez europeo y juez nacional, aunque teóricamente insoluble, sería prácticamente improbable cuando entre en vigor el Tratado Constitucional Europeo, si se interpreta rigurosamente el artículo II-113, que, siguiendo inexplicablemente el modelo de la Convención Europea de los Derechos Humanos, atribuye a los consagrados en la Carta el carácter de mínimos. Como el ámbito en el que la colisión entre normas europeas y normas constitucionales puede producirse es, sobre todo, el de los Derechos Fundamentales, si acoge esa interpretación estricta, el juez nacional debería aplicar siempre su propia Constitución cuando la protección que ésta ofrece sea mayor. Pero el riesgo de que una interpretación así quiebre la uniformidad en la aplicación del derecho europeo llevará seguramente a sustituirla por alguna otra menos rigurosa, con lo que las posibilidades de contradicción entre derecho europeo y Constituciones nacionales seguirá siendo la misma que hoy tenemos.

Con independencia de ello, tampoco cabe ignorar la trascendencia práctica de las eventuales contradicciones entre las normas europeas y las internas de rango legal. Como, de acuerdo a la doctrina Simmenthal, el juez «europeo» ha de inaplicar la norma nacional sin cuestionarla previamente ante el Tribunal Constitucional, la sujeción a la ley desaparece, o se transforma en una sujeción a dos sistemas normativos imprecisamente articulados. Una situación que, entre otros defectos, tiene el de privar al justiciable de remedios eficaces frente a la negativa del juez nacional a aplicar la norma europea cuando debiera hacerlo, y en sentido contrario, permite la inaplicación de la norma interna a partir de interpretaciones absurdas de la norma europea. Ejemplos de lo uno y de lo otro pueden encontrarse en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional. De lo primero, la STC 45/1996, entre otras; de lo segundo, la reciente 58/2004, con la que quizás se inicia la senda plausible, pero en cierto sentido contradictoria, que ha llevado a la jurisdicción constitucional de Alemania y de Italia a considerar inconstitucional la aplicación defectuosa del derecho europeo.

Esta situación, que aunque defectuosa ha permitido el progreso de la integración, es producto de las construcciones, muy laxas y de más valor pragmático que teórico, sobre las que se ha apoyado hasta el presente la primacía del derecho europeo sobre el puramente interno. Por ejemplo, la de la superioridad del Tratado sobre la ley y/o la de que, al aceptar en el Acta de adhesión todo el acervo comunitario, el Estado español aceptó también el principio de la primacía del derecho europeo, que no figura en los Tratados, pero que había sido establecido ya por la jurisprudencia de Luxemburgo en decisiones bien conocidas. La debilidad teórica y los riesgos potenciales de estas construcciones, que además de los defectos señalados tienen el de no preservar ámbito alguno, ni siquiera el de los Derechos Fundamentales, en el que el «legislador» comunitario no pueda entrar en el ejercicio de sus competencias propias, serían en sí mismas razones suficientes para impulsar una reforma constitucional que permitiera prescindir de ellas. Pero sucede, además, que han dejado de ser utilizables frente al Tratado

Constitucional Europeo, en el que (Parte primera, artículo 6) el principio de primacía deja de ser simple doctrina jurisprudencial para convertirse en norma convencional explícita y rotunda. Se hace difícil entender que, al aceptar esta estipulación, el Estado español se esté limitando a atribuir a una organización internacional el ejercicio de competencias derivadas de la actual Constitución. Pero del problema específico que suscita el Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa me ocuparé después, pues naturalmente no es el deseo de resolver este problema concreto el que me ha llevado a pensar, desde hace ya mucho, como antes señalaba, que es necesario apoyar nuestra integración en Europa en bases más firmes que las que hoy ofrece nuestra Constitución.

La necesidad de constitucionalizar la Unión

Las razones de orden interno son las ya dichas, pero no son estas razones derivadas de nuestro propio sistema constitucional las únicas que justifican a mi juicio la necesidad de la reforma. A ellas se suma otra, a mi parecer muy poderosa, que viene de las peculiaridades del proyecto de construcción de una Europa unida. Es perfectamente razonable la aspiración de dotar a la Unión Europea de una Constitución, pero como la Unión es hoy, y seguirá siendo en el futuro previsible, una realidad muy distinta de los Estados Unidos de América, el proceso de constitucionalización ha de seguir aquí un camino diferente al que allí se siguió, que es admirable, pero no por ello un modelo de validez universal. El intento de seguirlo apenas logra pasar de las apariencias y, pese a la decisión de designarla con la misma denominación, la Convención que elaboró el Proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa ha sido algo bien diferente de la Convención de Filadelfia.

Sin desconocer el mérito de su obra, su esfuerzo no ha bastado, ni podía bastar, para cambiar en Constitución lo que formalmente es Tratado, si por Constitución se entiende la Carta Fundamental de una comunidad política que determina esencialmente el sentimiento de identidad de quienes la componen.

Para abordar con realismo la ingente tarea de dotar de una Constitución a esta Unión de Estados y de pueblos, conviene tener siempre presente el objetivo perseguido. Aunque la Unión se propone ser cada vez más estrecha, su finalidad no es la abolición de lo diverso, sino la unión en la diversidad. Los europeos estamos aún agrupados en pueblos distintos, políticamente organizados en Estados diversos, y la finalidad que perseguimos es la de seguir estando así, aunque reduciendo progresivamente la distancia que nos separa. En esa perspectiva, la lógica lleva a la conclusión de que los esfuerzos que en común hagamos tendrán muy reducido alcance si no van acompañados de los que por su cuenta haga cada uno de nuestros pueblos, a través de los respectivos Estados. Constituciones en el sentido pleno del término son sólo, hoy por hoy, las Constituciones nacionales y, en consecuencia, sobre ellas ha de erigirse la deseada Constitución europea. Sólo así se logrará llevar a la conciencia de los ciudadanos la convicción de que la pertenencia a la Unión es un modo de ser del propio Estado.

Siguiendo esta idea, yo sugerí hace ya algunos años, cuando se negociaba el Tratado de Amsterdam, la conveniencia de que el propio Tratado de la Unión incorporase una fórmula que los distintos Estados se comprometerían a adoptar para la reforma de sus Constituciones nacionales. Pero no es esto lo que ahora propugno. Sólo trato de exponer mi convicción de que la reforma de la Constitución en este punto es necesaria, no sólo por razones de orden interno, sino también por otras que atienden al interés de la construcción europea. Que siendo parte de ella, es necesario en definitiva que nuestro Estado, como han hecho otros, incluya en su propia Constitución lo que es ya un componente de su propia esencia.

Los Tratados europeos como instrumentos de reforma constitucional

Las reformas necesarias para adecuar la Constitución española a la naturaleza que hoy tiene nuestro Estado como Estado «integrado», miembro de una Unión de la que difícilmente podría salir, aunque formalmente tenga la capacidad de hacerlo, habrán de tener un contenido muy amplio si intentan corregir en lo posible los desequilibrios institucionales inducidos por la incorporación a la Unión. Dejo ahora de lado este contenido más amplio para reducirme a la reforma de la norma de engarce entre nuestro ordenamiento, basado en la supremacía de la Constitución, y el ordenamiento de la Unión, basado en la supremacía jurídica del Tratado; al precepto que debería sustituir al actual artículo 93. La idea central de tal reforma debería ser, a mi juicio, la de que el mejor modo de resolver esta cuestión, ahora y hacia el futuro, es la de exigir que la autorización de las Cortes se conceda por el mismo quorum reforzado que el artículo 167 requiere para la reforma constitucional.

Seguir el procedimiento previsto para ésta, aunque prescindiendo de la Comisión paritaria Congreso-Senado, que en este caso no podría desempeñar función alguna. La aplicación de este procedimiento permitiría que el mismo precepto constitucional previese la imposibilidad de cuestionar la constitucionalidad de los Tratados así ratificados, o el derecho derivado de ellos, por un motivo que no fuese precisamente el de su incompatibilidad con alguna de las normas para cuya reforma es necesario acudir al procedimiento del artículo 168. Algo muy semejante, en definitiva, a lo que se hizo en Alemania con la reforma del artículo 23 de su Constitución. Resumo a continuación las razones que me llevan a esta conclusión.

Es fácil comprender que la concordancia entre un Tratado que implica limitaciones a la soberanía nacional y las Constituciones que se fundamentan en la existencia de ésta ha de ser siempre problemática. Cuando la divergencia entre Tratado y Constitución no puede salvarse recurriendo a interpretaciones más o menos malabaristas, no cabe sino renunciar al Tratado o reformar la Constitución, como prevé el artículo 95 de la nuestra, del que hasta ahora se ha hecho uso una sola vez, con motivo precisamente del Tratado de la Unión, del Tratado de Maastricht. Este único caso de aplicación de dicho precepto constitucional basta, sin embargo, para evidenciar su absoluta insuficiencia.

La inadecuación del sistema previsto en el artículo 95 viene, en primer lugar, del hecho de que deja en manos del órgano consultante la determinación de cuáles son las estipulaciones convencionales que el Tribunal Constitucional ha de contrastar con la Constitución. En aquella ocasión, la consulta se centró en el artículo 8 B, apdo. 1, del Tratado de la Comunidad Económica Europea, modificado por el artículo G del Tratado de la Unión, que concedía a los ciudadanos europeos residentes en un país que no fuera el de su nacionalidad el derecho a ser elegidos en las elecciones locales. Un derecho importante, sin duda, pero que, al menos en España, afecta poco a la soberanía nacional. Menos desde luego que muchas otras estipulaciones del mismo Tratado, por ejemplo la que llevó a la creación de la moneda única. Al verse obligado a responder a una pregunta así delimitada, el Tribunal Constitucional no tuvo posibilidad alguna de analizar en su integridad el texto del Tratado para averiguar si había o no en él otras estipulaciones que exigiesen la previa reforma de la Constitución. Cabría decir que, aunque es imposible que el Tribunal Constitucional actúe de oficio, en estos casos como en todos, la limitación en el conocimiento del caso que viene de la formulación de la pregunta desaparecería si ésta se formulase en términos generales, referida a la totalidad del Tratado. Así lo viene haciendo, por ejemplo, el presidente de la República Francesa al solicitar el dictamen del Consejo Constitucional sobre la compatibilidad con la Constitución de los sucesivos Tratados de la Unión Europea, el de Maastricht, el de Amsterdam y el TCE. El remedio sería, sin embargo, peor que la enfermedad, pues esa consulta global obligaría al Tribunal a discernir por sí mismo los argumentos a favor y en contra de la constitucionalidad de cada una de las estipulaciones convencionales, aisladamente y en su conjunto. A actuar como órgano político, no como órgano jurisdiccional.

Pero además de defectuoso el sistema es inútil para lograr la finalidad que lo justifica. Como es obvio, esa finalidad es la de asegurar que, una vez ratificado, el Tratado es inatacable desde el punto de vista de la constitucionalidad y, en consecuencia, desaparece el riesgo de que el Estado se vea en la imposibilidad de cumplir las obligaciones que ha asumido porque un juez le prohíbe hacerlo. Para que así sea, es imprescindible, sin embargo, que, tras su entrada en vigor, la constitucionalidad del Tratado no pueda ser puesta en cuestión, y eventualmente negada, por motivos que no se tuvieron en cuenta en el momento del control previo, sea porque entonces no se advirtieron, sea porque han aparecido después. Así sucede, naturalmente, en aquellos sistemas jurídicos en los que no existe control de constitucionalidad a posteriori y por eso este procedimiento de la consulta previa de los Tratados tiene pleno sentido en la Constitución francesa, de donde lo tomó la nuestra. Entre nosotros, por el contrario, si bien el pronunciamiento de inconstitucionalidad es definitivo, los pronunciamientos de no inconstitucionalidad no cierran el paso a impugnaciones futuras, de manera que la constitucionalidad del Tratado consultado puede ser cuestionada a todo lo largo de su vigencia por cualquier juez y con motivo de cualquiera de sus aplicaciones; por ejemplo, en razón de la posible contradicción con la Constitución Española de una norma de derecho derivado, impecablemente válida desde el punto de vista dentro del ordenamiento europeo. Ésta es la doctrina recogida explícitamente en el Fundamento Primero de la Declaración 1/1991, de 1 de julio de 1992, de la que ahora el Tribunal parece distanciarse.

En sistemas como el nuestro, con un potente control a posteriori , la única vía eficaz para preservar a los Tratados del riesgo de que se los declare inconstitucionales tras su entrada en vigor, especialmente aquellos Tratados que, como los de la Unión, crean un orden dinámico, es la de dotar a dichos Tratados de valor constitucional. Esa intuición es la que seguramente inspiró los dos sucesivos Dictámenes (850/91, de 20 de junio y 421/92, de 9 de abril) emitidos por el Consejo de Estado en esa misma ocasión. En ambos, el Consejo de Estado llega a la conclusión de que el artículo 93 de la Constitución permite que las Cortes autoricen la ratificación del Tratado, sin reforma constitucional previa, no porque no exista una notoria divergencia entre el nuevo artículo 8B del Tratado de la Comunidad Económica Europea y el artículo 13.2 de nuestra propia Constitución, sino por la buena y simple razón de que la ratificación del Tratado modificaría ese precepto constitucional.. A juicio del Alto Órgano Consultivo, con el artículo 93 «se rompe... la rigidez propia de los mecanismos de revisión constitucional», aunque tal ruptura no sea ilimitada, pues esa vía de revisión atípica no permitiría la ratificación de Tratados que afecten a cuestiones cuya reforma ha de ajustarse al procedimiento previsto en el artículo 168 de la Constitución. Tanto la idea de que la ratificación de los Tratados que sirven de instrumento a la integración europea debería hacerse por un procedimiento que permitiese al tiempo la reforma de la Constitución, como la de que ese procedimiento debe tener el mismo alcance que el previsto en el artículo 167 de la Constitución, son a mi juicio perfectamente plausibles, pero desgraciadamente la plausibilidad de las ideas no es prueba de su adecuación a la realidad. La idea de un ser perfecto no es prueba de su existencia, y la idea de que la Constitución perfecta para un Estado integrado en la Unión es aquella que permite su reforma a través de los Tratados «europeos» no autoriza a sostener que la vía prevista en el artículo 93 es, por eso mismo, un procedimiento atípico para la reforma constitucional, cuando por ninguno de los métodos de interpretación admisibles en derecho puede llegarse a esa conclusión. Así lo entendió el Tribunal Constitucional en la decisión antes citada. Como sin embargo, por todas las razones ya expuestas, el único modo de asegurar que los complejos Tratados de la Unión no entran en colisión con el texto de la Constitución es dotarlos de valor constitucional, lo que ha de hacerse, para expresarlo de manera provocadora, es modificar el artículo 93 para que efectivamente diga lo que el Consejo de Estado quiso leer en él, y en su redacción actual, como dijo el Tribunal Constitucional, manifiestamente no dice. Si esta modificación debe ser una sustitución del texto actual por otro que se refiera específicamente a la Unión Europea, o debe tratarse más bien de una adición que mantenga, para otros efectos y con otros fines, la transferencia de competencias a otras organizaciones internacionales, es cuestión en la que ahora no hay que entrar. Sí precisar, por si cupiese alguna duda, que el procedimiento para la ratificación de los Tratados «europeos» debería ser el previsto en el artículo 167 de la Constitución, de manera que seguiría siendo inexcusable la previa reforma de ésta cuando las estipulaciones del Tratado afectasen a materias cuya modificación requiere acudir al regulado en el artículo 168. Esta dualidad de procedimientos disponibles para la reforma constitucional no es tan lamentable como algunas recientes publicaciones podrían hacer pensar, e incluso más bien afortunada. Gracias a ella tenemos en

España base suficiente para construir, con sólido apoyo en las normas, una doctrina que lleve a resultados semejantes a los que en otros países se consiguen mucho más difícilmente apelando a veces a principios y categorías no estrictamente jurídicos. La conveniencia de esta doble vía, que antes había pasado por alto, y ahora creo evidente, es la que me ha llevado a la rectificación que a continuación explico.

El momento de la reforma

A partir de las ideas expuestas, en algunas conferencias recientes he sostenido la conveniencia de reformar la Constitución antes de proceder a la ratificación del Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa. De anticipar a la ratificación una reforma cuya necesidad había proclamado reiteradamente antes del Tratado, aunque éste la haya hecho más evidente. También el Consejo de Estado, en su Dictamen del pasado día 21 de octubre, expuso, con la prudencia que le es propia, las razones que podían llevar a pensar en la necesidad de esta reforma y sugirió al gobierno la conveniencia de que, antes de proceder a solicitar la autorización de las Cortes para ratificar el Tratado Constitucional de la Unión, hiciera uso del artículo 95 para pedir el juicio del Tribunal Constitucional sobre la compatibilidad o incompatibilidad de ese Tratado con nuestra Constitución. Siguiendo esta sugerencia, el gobierno se dirigió al Tribunal, que acaba de responder la consulta con su Declaración del 13 de Diciembre, en la que niega la necesidad de tal reforma.

Como el Tribunal Constitucional es el intérprete supremo de la Constitución, su decisión es la verdad jurídica que todos hemos de aceptar como incontestable. Otra cosa son naturalmente las razones que llevan a ella, abiertas como todo producto del intelecto a la crítica razonada. Son muchos los motivos que me llevan a no entrar en ella, aunque esos motivos no me impiden tampoco afirmar que las razones del Tribunal no sólo no me han hecho abandonar las mías, sino que más bien las han fortalecido. En todo caso, y autorizado en alguna medida por el uso que uno de los votos particulares hace de un artículo que publiqué en El País en el mes de julio del pasado año, sí quiero hacer algunas precisiones sobre una cuestión que, a la vista de la decisión del Tribunal, ha dejado de tener actualidad, pero que volverá a tenerla en el futuro, al acometer el programa de reformas constitucionales ya anunciado: el del procedimiento a seguir para reformar la Constitución en este punto.

En el mencionado artículo («El referéndum superfluo y el necesario»), en el que criticaba el acuerdo suscrito al menos por cuatro grupos parlamentarios de convocar un referéndum coincidiendo aproximadamente con la fecha prevista para la firma del Tratado «constitucional», yo sostenía efectivamente la conveniencia de acometer la reforma de nuestra Constitución por la vía prevista en el artículo 168. Me basaba para ello en dos razones. Una puramente circunstancial: la de la coincidencia del término de la legislatura en curso con el de los trabajos de la Convención. Si la reforma se aprobaba en principio antes de la disolución de las Cortes, decía yo, las elegidas en marzo podrían aprobar definitivamente esa reforma y España estaría en condiciones de ratificar el Tratado ya con una Constitución reformada. La segunda de mis razones, de naturaleza muy distinta, intentaba complementar la anterior, con la consideración de que la ratificación del Tratado de la Unión, en virtud sobre todo de la consagración que en él se hace del principio de primacía del derecho europeo sobre el interno, incluido el constitucional, afectaba directamente al principio de supremacía de la Constitución, «inherente a la idea misma de Constitución como norma y explícito además en el artículo 9.1 y otros preceptos del propio texto constitucional.»

La primera de estas dos razones ha dejado de existir por el paso del tiempo y el cambio de circunstancias. Como ni lo uno ni lo otro afectan a la segunda de mis razones, mi conclusión debería mantenerse inalterada si siguiera creyendo que esa razón es válida en los términos en los que entonces la expuse. Lo cierto es, sin embargo, que sin haberla abandonado, la he desarrollado algo más y que este desarrollo me lleva, como digo en el apartado anterior, a una conclusión distinta. Sigo pensando, ahora como hace un año, que la aceptación de la primacía del derecho europeo afecta sustancialmente a la supremacía de la Constitución y, dicho sea con todos los respetos, me parece que yerran quienes se niegan a aceptar esta evidencia con el argumento de que primacía y supremacía son categorías que operan en planos distintos. Seguramente jerarquía y competencia son dos formas distintas de resolver las colisiones normativas, y es cierto que cabe distinguir el juicio sobre la aplicabilidad de las normas del que tiene por objeto su validez, pero cuando la norma desplazada por aplicación del principio de primacía es precisamente la norma suprema, la que opera como fundamento validez de todo el ordenamiento interno, el «desplazamiento» destruye también la supremacía. Una norma suprema no puede ser desplazada por ninguna otra sin dejar de serlo.

Para que la Constitución siga siéndolo es indispensable por eso que haya en ella al menos un reducto frente al que no cabe invocar la primacía del derecho europeo. Ese reducto desaparecería si la ratificación del Tratado constitucional de la Unión se hiciese por el procedimiento previsto en el artículo 168, pero se preserva si el procedimiento seguido para autorizar la ratificación es el del artículo 167, pues es claro que entonces quedan al margen de la primacía todas las normas constitucionales cuya reforma requiere el recurso al primero de estos procedimientos. En definitiva, aceptar la primacía, pero sólo en tanto ésta no afecta a lo que los franceses llaman «condiciones esenciales de ejercicio de la soberanía». Una exclusión que, por lo demás, se adecua perfectamente al respeto de la Unión hacia «las estructuras fundamentales, políticas y constitucionales de los Estados miembros» que proclama el artículo I-5 del Tratado. Es la necesidad de mantener la intangibilidad de esas estructuras fundamentales la que me ha llevado a la conclusión de que sería inadecuado ratificar el Tratado de la Unión mediante un procedimiento que lo situaría al nivel de éstas. Una intangibilidad que en la reciente decisión el Tribunal Constitucional intenta también preservar al recabar para sí la facultad de excluir la aplicabilidad del derecho europeo en el caso «inconcebible» de que éste vaya contra los Derechos Fundamentales u otros elementos esenciales de nuestra Constitución. Creo que efectivamente la tiene, pero para que no exista como simple producto del voluntarismo, es preciso dotarla del fundamento que la decisión en la que va inserta se esfuerza en negarle. Es necesario, dicho llanamente, reformar la Constitución.

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