A lo largo de la década de 1990, México se ha venido afianzando como uno de los países con más presencia en la escena internacional de las artes plásticas. Debido a la resonancia del trabajo de artistas como Gabriel Orozco o Francis Alÿs, y a exposicionescomo Made in Mexico en The Institute of Contemporary Art de Boston o Alibis en el Witte de With en Rotterdam, México ha ocupado un lugar preferente en la agenda de los connaisseurs del arte contemporáneo. Tal es la obviedad de esta situación que en su edición de 2005 la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid (ARCO) lo ha convertido en su país invitado (hecho, por cierto, nada desdeñable dado que México es el primer país iberoamericano invitado a ARCO, si descartamos la edición de 1997, un popurrí dedicado a «Latinoamérica» en su conjunto). Para muchos, el espaldarazo internacional a este proceso de consolidación de México como actualidad artística lo representó la discutida exposición Mexico City: An Exhibition About the Exchange Rates Of Bodies and Values , que se presentó en 2002 en el reputado centro de arte P.S.1 de Nueva York. La muestra, comisariada por Klaus Biesenbach, reunía a muchos de los artistas más sobresalientes de la década de los 90 en México y contaba con el marchamo de autenticidad teórica que proveían los textos de Cuauhtémoc Medina y Guillermo Santamarina, destacados críticos y comisarios locales. En opinión de Medina, los artistas mexicanos pasaron con esta exposición a jugar en las «grandes ligas» del arte actual (declaraciones durante el III Simposio Internacional de Teoría sobre Arte Contemporáneo, México D.F., febrero de 2004).
Esta percepción, compartida tanto dentro como fuera de México, de que en los últimos diez años se ha ganado visibilidad en los circuitos artísticos debe considerarse a la luz de varios factores. Por una parte, para explicar esta situación debe tenerse en mente la apertura que provocó la generalizada suscripción, bien o mal entendida, de presupuestos animados por el pensamiento postmoderno y multicultural que se da a lo largo de los años 80. Desde entonces, tanto el mercado como las instituciones artísticas comenzaron a dar una cabida más que anecdótica a expresiones que hasta entonces habían quedado en la periferia del gusto europeo y neoyorquino. Para Europa y Estados Unidos, Latinoamérica empezó a contar, y esto se vio refrendado en ambiciosas exposicionescomo Le Sud est notre Nord. L'art en Amérique Latine 1911-1968 en 1992 en el Centre Georges Pompidou de París, o Latin American Artists of the Twentieth Century en 1993 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. México ya había tenido su momento de reconocimiento estelar en 1990 en esta ciudad con la magna Mexico: Splendors of Thirty Centuries en el Metropolitan Museum. Un segundo aspecto que hará posible la inclusión y el auge dentro de los canales institucionalizados del arte hecho en México recientemente es la homogeneización (o «globalización», si recurrimos al abusado término) de los vocabularios plásticos a nivel internacional. A lo largo de los años 90, las estrategias del arte contemporáneo en distintos puntos del mundo se hicieron cada vez más similares, esto debido, entre otras cosas, a la cada vez más frecuente educación internacional de los artistas, a la divulgación y número sin precedentes de publicaciones sobre arte y a la itinerancia internacional de exposiciones. De nuevo, dos exposiciones apuntalaron en su día esta tesis. Hoy quizás sean vistas la una como exótica, la otra como reiterativa, pero en cualquier caso ambas polémicas: Les Magiciens de la Terre en el Pompidou en 1989 y Cocido y crudo en el Museo
Nacional Centro de Arte Reina Sofia de Madrid en 1994 venían a sostener que el arte de nuestros días, aunque diverso, es esencialmente homogéneo en sus estrategias. Más aún, estas muestras daban a entender con profusión de ejemplos que la ubicación geográfica ya no bastaba para distinguir las prácticas artísticas contemporáneas. Por paradójico que pueda parecer, los artistas mexicanos se hicieron más visibles en la medida en que su vocabulario plástico era menos localista.
Ahora bien, éstas son condiciones externas y muy genéricas que permiten dilucidar qué ha hecho posible que el arte mexicano desfile en masse en la pasarela internacional. Sin embargo, por muy ineluctables que puedan ser, no son lo suficientemente precisas para comprender cómo surge y cuál es la naturaleza del arte mexicano de los años 90. En última instancia, estos dos argumentos no nos permiten adentrarnos en las condiciones específicas en las que se gestó. Para paliar esto, en lo que sigue se apunta cómo se establece una nueva pauta artística en México y se sugiere localizar la producción y difusión de las artes plásticas desde la perspectiva de las transformaciones sociales y económicas que tienen lugar en este país en las últimas décadas.
El arte neoconceptual contra los rescoldos de la identidad simbólica mexicana
En 1988 el Museo de Arte Carrillo Gil presentaba la exposición Ruptura, 1952-1965 , que designaba un importante momento de transición en el arte mexicano de la segunda mitad del siglo XX . Bajo el grupo de la Ruptura (un nombre que hoy se ha convertido equívocamente en moneda común para referirse a unos artistas que en realidad no conformaban un grupo consolidado en torno a un ideario común y, más que romper, airearon la escena artística mexicana) se reunía a un conjunto formado fundamentalmente por pintores que, primero, no habrían secundado los dictados plásticos e institucionales de la Escuela mexicana de pintura, aquella que heredaba el discurso nacionalista y el talante político del muralismo de las décadas de los 20 y 30 aunque ya convertido plenamente en arte oficial, y que, después, se habrían hecho con la hegemonía en la escena artística local. Entre 1952, cuando se inaugura la Galería Prisse, y 1966, cuando tiene lugar en el Palacio de Bellas Artes de México D.F. la muestra Confrontación 66 , la actividad de una pluralidad heteróclita de artistas, entre los que se cuentan Vlady, Alberto Gironella, Pedro Coronel, Vicente Rojo, Lilia Carrillo y José Luis Cuevas, abrió el debate y familiarizó a los mexicanos con las técnicas de la abstracción y del expresionismo abstracto en boga en Estados Unidos hacía ya algunos años. No debe pasarse por alto que este enfrentamiento artístico se da en el contexto de la guerra fría y tiene un obvio tinte político, poniendo de un lado el genio individual y la libertad de expresión frente al arte estatalista colmado de proclamas socialistas de la Escuela mexicana de pintura. Es llamativo que en los últimos quince años del siglo XX las artes plásticas en México hayan estado animadas, salvando las distancias, claro está, por una confrontación similar a la que marcó el agotamiento de la Escuela mexicana de pintura. Desde mediados de la década de los 80 se consolidó un grupo de pintores que tamizó el imaginario simbólico mexicano, aquel que se había fijado y divulgado durante el periodo de hegemonía del muralismo, a través de unos códigos cercanos al pop y a veces rayanos en el expresionismo.
Acertadamente o no, bajo el rubro «neomexicanismo» se reunió a unos artistas que interpretaban en clave muy personal los motivos iconográficos que habían servido incuestionadamente como señas de la identidad mexicana: desde las esculturas prehispánicas al charro pasando por el escudo nacional o la virgen de Guadalupe. En sintonía con las tendencias internacionales, donde la pintura dominaba la escena comercial del arte tras las experiencias conceptuales y performanceras de los años 70, el neomexicanismo fue bien recibido, como lo había sido el neoexpresionismo alemán o neoyorquino y la transvanguardia italiana. Sin embargo, una marca distintiva y recurrente de los trabajos de artistas como Germán Venegas, Eloy Tarcisio, Javier de la Garza o Nahum B. Zenil fue su preocupación fundamental por la identidad, ya sea cultural, personal o sexual.
Coincidiendo en 1990 en Nueva York con la mastodóntica exposición México: treinta siglos de esplendor , Alberto Ruy-Sánchez, en un típico y notable equívoco predictivo, escribía en el catálogo de la exposición Nuevos momentos del arte mexicano: «Es de prever... que estemos asistiendo ahora al nacimiento del tercer gran momento artístico mexicano de este siglo marcado inicialmente por la pintura: el primero es el “nacionalismo” de los años veinte y treinta, en sus múltiples formas del mural al caballete, que impuso su tono durante
la primera mitad del siglo; el segundo es el arte de “la ruptura” que surgió al final de los años 50, que de la acción a la parodia figurativa sigue vivo; el tercero es este nuevo “fundamentalismo fantástico”... que comienza a insinuarse y a definirse desde los ochenta, aunque tal vez tendrá su esplendor y su carácter definitivo al cambio de siglo» («Nuevos momentos en el arte mexicano: el Fundamentalismo Fantástico», Parallel Project/Turner, 1990). La apuesta de esta muestra, auspiciada por tres de las galerías más importantes de México (Galería de Arte Mexicano, Galería Actual Arte Mexicano y OMR) y reuniendo en la mitad de su nómina a artistas neomexicanistas consolidados, erró de plano, ya que éstos no sólo no iban a brillar con el cambio de siglo, sino que la escena artística nacional estaría copada por un trabajo radicalmente distinto, un trabajo que abrevaba en el arte conceptual de los 70.
Aunque siempre se corre el riesgo de ser reduccionistas al seleccionar un término para agrupar trabajos de artistas dispares (aún más recurriendo al prefijo «neo»), el hablar de «neoconceptual» para calificar el arte mexicano de los años 90 no es totalmente desacertado en tanto que en esos años se retomarán generalizadamente a nivel internacional estrategias propias o cercanas al arte conceptual, que daban prioridad a la acción, a la documentación en vídeo o fotografía, a los medios mínimos de expresión, todo con la finalidad de favorecer y magnificar la transmisión de significado.
Se da, no obstante, una crucial diferencia entre los objetivos que orientaban al arte conceptual en los 70 en México y el de su recuperación en los 90: ahora no hay ánimo alguno de poner en cuestión las instituciones artísticas o su funcionamiento con un arte escurridizo a los dictados del mercado o a sus receptores tradicionales.
Lo cierto es que ni las galerías ni las instituciones públicas mexicanas eran conscientes de que se avecinaba esta nueva ola, ni mucho menos estaban listas para darle cabida y promoverla. Así que, salvando contadas exposiciones, como D.F. Art from Mexico City en el Blue Star Art Space en San Antonio, Texas; Marcas , en la Galería Arte Contemporáneo de ciudad de México, o La ilusión perenne de un principio vulnerable: Otro arte mexicano, en el Design Center de Pasadena, todas realizadas en 1991 y presentando a creadores que aún no eran considerados como representativos, como Francis Alÿs, Melanie Smith, Silvia Gruner, Thomas Glassford, Pablo Vargas Lugo, Abraham Cruzvillegas o Gabriel Orozco, no puede decirse que las instituciones artísticas catapultaran su trabajo.
De este modo, los artistas, continuando una estrategia iniciada en los 80, cuando se abrieron espacios independientes como El Archivero, La Agencia o La Quiñonera, crearon sus propios lugares de exhibición, que también lo eran de discusión e indagación. Los dos más destacados de principios de los 90 que canalizaron las nuevas tendencias neoconceptuales eran espacios alternativos y un tanto fortuitos: La Panadería y Temístocles 44, ambos autogestionados por algunos de los artistas que más tarde pasarían a ser parte del establishment del arte neoconceptual. De otro lado, dos escenarios de discusión, el Foro Internacional de Arte Contemporáneo (FITAC), que entre 1992 y 1997 acogió en la ciudad de Guadalajara conferencias y discusiones de destacados personajes implicados en el arte contemporáneo, y la publicación Curare , dirigida por el comisario y crítico de origen israelí Olivier Debroise y aún hoy activa bajo la orientación de José Luis Barrios, fueron dos importantes espacios para la recepción y divulgación de las ideas más recientes respecto a la práctica artística internacional. Hay también que destacar salas como Ex Teresa Arte Actual, que, aunque desde su inauguración en 1993 ha dependido directamente de la administración pública, ha sido de los lugares más arriesgados en la producción de arte no objetual y, algunos años después, en 2000, el Laboratorio de Arte Alameda, que con la clarividencia del comisario Príamo Lozada ha realizado propuestas desatendidas por otras instituciones, privadas o públicas. De igual modo, ha sido muy importante el papel de varios críticos y comisarios, adalides en la defensa y presencia internacional del neoconceptual mexicano, entre ellos Guillermo Santamarina, María Guerra, Osvaldo Sánchez, Ery Cámara y Cuauhtémoc Medina, nombres hoy indisociables del arte mexicano contemporáneo.
Sin embargo, hasta finales de los 90 no puede hablarse de la consolidación institucional del neoconceptual. Será precisamente Osvaldo Sánchez quien desde la dirección del Carrillo Gil presente sistemáticamente el arte neoconceptual internacional en México e institucionalice a los artistas locales con muestras individuales en 1999 (entre ellos Carlos Amorales, Minerva Cuevas, Yoshua Okón y Eduardo Abaroa) y la exposición Arte contemporáneo de México en el Museo Carrillo Gil en 2000, donde están muchos de los artistas más representativos de los años 90: Betsabée Romero, Boris Viskin, Daniela Rossell, Francis Alÿs, Grupo Semefo, Melanie Smith, Miguel Calderón, Pablo Vargas Lugo, Silvia Gruner y Diego Toledo. Cabe notar que en la muestra predominaba el arte objeto, el net art, la instalación, el vídeo y la fotografía; aunque también hubiese pintores como Mónica Castillo, Yishai Jusidman o Francisco Castro Leñero.
Éstos son algunos de los factores que hicieron posible la aparición y mantuvieron la presencia de un arte de tintes conceptuales en México, pero hay quienes ironizan (y habría que ver hasta qué punto se trata o no de una hipérbole) que en realidad lo que hacen los creadores mexicanos actuales no es otra cosa que aprovechar la estela de visibilidad que generó Gabriel Orozco a principios de los años 90 (Artemio en Letras Libres , febrero de 2003). Ésta no es, ni mucho menos, la explicación del auge mencionado, pero en absoluto es un disparate si se reflexiona sobre lo que significa el trabajo de Orozco para el arte mexicano de los 90. Orozco maneja con soltura varios soportes plásticos (entre ellos la instalación, la fotografía o la escultura) con los que redescubre para el arte la cotidianidad.
El lenguaje que utiliza es una especie de lingua franca comprensible, y ahí radica gran parte de su éxito en los circuitos menores y mayores del arte contemporáneo (no en balde ha expuesto en el Georges Pompidou, el MoMA, el Museo Tamayo o el Palacio de Cristal). Orozco estudió en México, pero también en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes: hizo ida y vuelta en su proceso de formación, sin dejar de tener interlocutores solventes en su país natal. En este sentido, Gabriel Orozco no es sólo una auténtica punta de lanza, sino la metáfora que ilustra la implantación de las estrategias neoconceptuales en México. Su caso revela el peso de artistas que se forman fuera y vuelven a México (como Yishai Jusidman o Silvia Gruner) o de extranjeros que realizan su trabajo en este país (como Francis Alÿs, Melanie Smith, Thomas Glassford o Santiago Sierra). Es la apertura de estos canales que conectan a artistas, métodos y preocupaciones que están fuera y dentro de México lo que caracteriza al arte mexicano de los años 90. Es ése el caldo de cultivo donde arraigan las estrategias por las que hoy conocemos al arte de ese país. Irónicamente, el artista Abraham Cruzvillegas se refiere a este grupo de artistas como a la «segunda generación de gringos nacidos en México» («Tratado de Libre Comer» en Moi et ma circonstance , Musée des Beaux-Arts, Montreal, 2000), por ser creadores que suscriben un vocabulario «contaminado» e internacionalizado que, dejando de lado el tema recurrente de la identidad mexicana, se pone como referencia al vecino del Norte, metonimia del mundo artístico en su conjunto. Como veremos en seguida, Estados Unidos no será sólo una fantasmagórica referencia artística.
Economía política de las artes plásticas en México
Decíamos más arriba que ARCO 2005 está dedicado a México, algo que parece justificarse por la visibilidad internacional de los artistas que trabajan en este país. Sin embargo, esta convocatoria es cuanto menos llamativa si se tiene en cuenta que ARCO es una feria comercial de arte, es decir, que reúne fundamentalmente a galerías que venden obra a coleccionistas, mientras que México es un país donde el motor del arte a lo largo de su historia ha sido el Estado, primordialmente fomentando su creación y, ocasionalmente, adquiriéndolo. Desde 1989 este monopolio en el fomento de las artes se ejerce a través del sistema de becas del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), sin duda el primer promotor de los jóvenes artistas. Sin embargo, las becas del FONCA pueden servir para apoyar momentáneamente un proyecto artístico, pero no para sostener una carrera. Es por ello paradójico que ARCO se interese por un país donde el mercado del arte es notablemente débil, ya que la iniciativa privada es bastante limitada: apenas pueden contarse una decena de galerías de arte contemporáneo realmente significativas en todo el país y las fundaciones privadas dedicadas al arte contemporáneo con un peso efectivo en la actualidad no van más allá del par. De tal modo que si no es el sector privado el que mantiene con vida al arte mexicano contemporáneo y, como veíamos, la sanción institucional al neoconceptual se produjo a finales de la década de los 90, ¿quién lo sustenta y cómo ha sido posible que México haya cobrado tanta relevancia en el mundo del arte?
Si se presta atención a lo que estaba pasando en esos mismos años, podemos reparar en que sólo sería comparable la entrada de los artistas mexicanos a la escena artística a la de los Young British Artists: Damien Hirst, Rachel Whiteread, Gary Hume, Sarah Lucas, Marc Quinn, etc. No obstante, hay una notable diferencia entre ambos casos, ya que estos últimos están apadrinados por la iniciativa privada y astuta de Charles Saatchi y su espacio de exposiciones londinense, quien no sólo amasó y divulgó hábilmente una colección de obras de estos artistas, sino que organizó y pagó en parte su exhibición en Estados Unidos para, finalmente, abrir hace dos años en Londres un museo donde presentar permanentemente al público los que se habían convertido ya en trabajos emblemáticos. Nada parecido ocurre con el arte mexicano, por lo que aún queda sin responder la pregunta de quién impulsa y ampara a estos artistas. Si no parece que haya sido el Estado el descubridor de estos artistas, ni tampoco las galerías locales, ¿entonces quién? ¿Tal vez nos encontramos frente a una generación de autónomos desarraigados del arte contemporáneo? ¿Nos hallamos ante la primera generación (no ya casos puntuales) de artistas errantes que ha respondido al modelo de producción y consumo tardocapitalista con una obra marcadamente conceptual, volátil, desmaterializada y fácilmente transportable a la Bienal que se preste y entendible donde quiera que se exhiba? ¿No será México un caso de lo que podría entenderse como un proceso de deslocalización de la producción artística?
Ésta no es una hipótesis descabellada si se atiende a las decisiones económicas tomadas por la clase política mexicana y a las consecuencias sociales y culturales que comportaron desde los años 80 hasta nuestros días. Desde esta perspectiva podemos atisbar cómo se readecua la práctica del arte contemporáneo en México dentro de los espacios sociales transformados por la economía.
El punto de partida desde el que se llega a la situación del México actual es la crisis del petróleo de 1973 y 1979. «Crisis» que, a diferencia de Europa y Estados Unidos, en México supusieron acariciar la idea de un despegue económico inusitado, ya que durante el mandato (1976-1982) del presidente José López Portillo se fantaseó con «administrar la abundancia» de los ingresos generados por los hidrocarburos, debido al hallazgo de grandes yacimientos muy productivos justo en ese periodo. Esto llevó a un alto endeudamiento en préstamos solicitados para invertir en la extracción de petróleo. Sin embargo, la drástica bajada del precio del crudo en 1981 trajo consigo una devaluación del peso, el aumento de la inflación y el incremento de la deuda externa, que pasó de 20 mil millones de dólares en 1972 a 90 mil millones en 1982 ( vid . Lorenzo Meyer et al., Una historia contemporánea de México , Océano, 2003).
El siguiente presidente, Miguel de la Madrid (1982-1988), se encontró no con la tarea de «administrar la abundancia» sino con la de intentar sacar al país de una situación de profunda crisis económica; elocuentes son las devaluaciones del peso de 153 por 100 en 1982 y de 141 por 100 en 1983. En 1986 México entra en el GATT, y para 1988 el salario real de los mexicanos era un 40 por 100 inferior al de 1980. Ramas enteras de la producción dedicadas al mercado interno casi desaparecieron, aumentó la economía informal y sólo el 35 por 100 de la fuerza de trabajo estaba empleada en el sector moderno de la economía (Meyer et al., ibidem ). Todo esto se tradujo en un altísimo costo social, que repercutió claramente en las elecciones presidenciales de 1988. El candidato gubernamental Carlos Salinas de Gortari se enfrentó a una oposición alimentada por el descontento social a causa de la caída del nivel de vida. Un grupo disidente de izquierdas del partido que había detentado el gobierno durante 59 años consecutivos, el Partido Revolucionario Institucional, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, estuvo a punto de ganar las elecciones. Sin embargo, una inexplicable «falla» del sistema de cómputo retrasó conocer el resultado de los comicios varios días, lo que tintó el recuento de fraudulento.
Cuando finalmente se dio a conocer, el resultado proclamaba a Salinas de Gortari vencedor con el porcentaje mínimo requerido: 50,71 por 100 de los votos. Salinas llevó a cabo unas profundas reformas económicas de orientación neo-liberal (privatización de la banca, venta de empresas estatales, firma de un tratado de libre comercio con EE.UU. y Canadá que entraría en vigor el último año de su presidencia, 1994). Salinas manejó un alegre discurso de modernización y prosperidad económica que no correspondió con lo que acontecería tras concluir su mandato. El 1 de enero de 1994 se produce el alzamiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en el paupérrimo estado sureño de Chiapas. Los combates entre el ejército y los insurgentes fueron mínimos, pero no así la repercusión mediática ni el descrédito del gobierno mexicano a nivel internacional al publicitarse la desprotección y el abandono de la población indígena del país. Humillante situación para el legado de Salinas: de un lado México entra en el club económico de los países del primer mundo con el TLCAN y a su vez se revela en las antípodas de la modernidad con la mitad de la población, especialmente la indígena, malviviendo en el umbral de la pobreza cuando no en la pobreza extrema. El desfondamiento del proyecto salinista es total si a esto se suma que a pocos meses de celebrarse las elecciones presidenciales de 1994 fue asesinado en circunstancias más que oscuras el candidato del partido en el gobierno, Luis Donaldo Colosio, a lo que hay que añadir la crisis económica de diciembre de 1994, con una nueva devaluación del peso, más el arresto en 1995 de Raúl Salinas, el hermano del ex presidente, por la autoría intelectual del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, secretario del PRI, y la posesión inexplicable de cuantiosas cuentas en Suiza más el consiguiente exilio de Salinas en Irlanda. Sin embargo, a pesar de este maremágnum económico y político, los presidentes Ernesto Zedillo (1994-2000) y Vicente Fox (2000), el primer presidente que no proviene de las filas del PRI en 71 años, continuarán la política de liberalización económica emprendida por Salinas.
Sin perder de vista las singularidades del devenir económico de México, cabe notar que en el periodo que se ha considerado hay un proceso de fondo fundamental, el de la reconversión industrial de los años 70 y 80. Un proceso que tuvo lugar a nivel internacional y que también repercutió en México, llevando a un paulatino abandono de la economía basada en la producción industrial y agraria para favorecer el sector servicios y las tecnologías de la comunicación. En este sentido, se vio reforzado el sector servicios o terciario. Sin embargo, antes de que tuviera lugar este proceso de reordenación económica, en México arraigó un formato de producción mixta que respondía a las necesidades de su vecino del Norte, Estados Unidos. Se trata de la maquiladora, planta donde se ensamblan productos (desde coches a pantalones) cuyas materias primas provienen de terceros países. Este programa iniciado en 1965, que buscaba paliar el desempleo causado por la cancelación del proyecto «bracero», que acogía a trabajadores temporales mexicanos en EE.UU. durante los periodos de cosecha, gozaba de una exención fiscal y arancelaria inusual, lo que sumado al bajo precio de la mano de obra y a la debilidad del peso hizo que muchas empresas estadounidenses dejaran de producir en su país para trasladarse a México. Las maquiladoras son así empresas establecidas en México que responden a las necesidades de consumo de otro país y que apenas repercuten en las arcas del Estado; además se estima que sólo el 3 ó 4 por 100 de los materiales utilizados por ellas son mexicanos ( vid . Laurence Pantin, «Mexique, la genèse des “maquiladoras”», Les Echos , 9 de junio de 2004). A pesar de emplear a más de un millón de trabajadores, su impacto en el tejido productivo y económico mexicano es muy bajo tras casi cincuenta años en funcionamiento.
Pues bien, si la maquiladora se inscribe en la drástica reorientación de la economía de la segunda mitad del siglo XX , quedando a medio camino entre el sector servicios y la producción industrial tradicional, puede decirse que la tarea del artista contemporáneo también ha pasado por un proceso de «terciarización». El perfil del artista de la década de los 90 corresponde más que al de un productor de bienes al de un «prestador de servicios» (monta talleres, ofrece conferencias, trabaja por pedidos, etc.) El artista mexicano ya no funciona elaborando obra que responda a las necesidades inmediatas de su entorno y, por tanto, reforzando una estructura artística local. Ahora los artistas trabajan en un formato que les permite responder prioritariamente a peticiones hechas desde Austin, Castellón o São Paulo. Los artistas funcionan así como las maquiladoras, ensamblando materiales e imágenes que provienen de realidades ajenas (ya sean chips de Taiwan o fotografías de Mali) que se venden en el mercado pudiente estadounidense o europeo.
En este proceso de creación transnacional, los artistas llevan a cabo desplazamientos de códigos que son continuamente recontextualizados y resignificados, donde la interacción con espacios reales en las obras devienen ficciones y la ejecución de ficciones constituyen espacios de vivencias reales. En este sentido, el solapamiento entre la realidad social y la realidad virtual del arte revela en última instancia la evanescencia de la producción artística contemporánea.
Sin embargo, este plegarse y desplegarse sobre la realidad no es extraño a México, donde es común (desde mucho antes de Baudrillard y sus simulacros) que la realidad devenga ficción y que la ficción se haga realidad. Ello sin fricción alguna. El lacerante caso de los asesinatos de las mujeres de Ciudad Juárez no deja de ser para la mayoría de los mexicanos una ficción mediática y burocrática, mientras que el Subcomandante Marcos mueve a miles de personas desde su existencia virtual e iconográfica. Desde este ángulo, algunos de los trabajos de artistas mexicanos contemporáneos, como A propósito… (1997), una videograbación donde Joshua Okón y Miguel Calderón perpetran el robo de un autorradio, no es sino una impostura artística de la realidad. Gustavo Artigas y su proyecto The rules of the game (2000), donde pone a prueba el que dos equipos de baloncesto estadounidense y dos de fútbol sala mexicanos jueguen a la vez en una misma cancha en la frontera entre México y Estados Unidos, o Mejor Vida Corp (1998) de Minerva Cuevas, una parodia ciberespacial del funcionamiento de una gran empresa que se dedica a hacer el bien en lugar de beneficios (emitiendo gratuitamente credenciales de estudiantes con las que se obtienen descuentos en las entradas de los museos o redactando cartas de recomendación), apuntan a injerencias de ficciones artísticas en la realidad. Por su parte, en Flames maquiladora (2002), Carlos Amorales invita al público a coser botas de boxeo simulando así ser trabajadores de una maquiladora; pero en lugar de actuar para la parodia Amorales los ha puesto a trabajar para el mundo del arte. ¿Les suena?