Revista de Occidente

Cultura al margen: inmigración, lengua e identidad

por Francisco A. Marcos Marín

Revista de Occidente nº 287, abril 2005

El profesor desciende las escaleras del metro madrileño cuando algo le llama poderosamente la atención: reconoce a la persona que tiene ante sí una manta con una variada muestra de calcetines. Discretamente se da la vuelta, entra por otro lado y, al llegar a casa, llama a su alumno de doctorado al móvil: «Muhammad, ¿podemos vernos mañana en algún momento en el despacho?». Al día siguiente, tras informarse de la marcha de la tesis, excelente según todos los indicios, se atreve a intervenir de modo personal: «Usted sabe que, con su currículo, sus publicaciones y su experiencia, podría tener un buen puesto de profesor en Marruecos, en casi cualquier universidad. Perdone que me meta en sus cosas, pero usted necesita tiempo para investigar y no puede estar buscándose la vida de cualquier modo ni en cualquier sitio.» A estas alturas, Muhammad ya no se sorprende de que todo se sepa, así que opta por contestar directamente: «Prefiero vender calcetines en el metro de Madrid a trabajar de profesor en Marruecos.»

En este caso la historia contentó a los que aman los finales felices; pero la mayoría de las veces no sucede así. El fenómeno de la inmigración, una apariencia para quienes la contemplan desde fuera, es, para quienes la viven desde dentro, una experiencia, la del pan amargo del exilio. Más allá de que haya o no cambio cultural grande, el desarraigo pesa y altera los comportamientos de los emigrantes, porque los deja fuera de la norma en la que vivieron hasta entonces.

La emigración supone, desde dentro, una vida distinta, anormal, su normalización sólo es posible tras un ejercicio de conversión a la norma nueva, cuando uno se normaliza con el país de llegada, un país al que realmente no se llega hasta mucho tiempo después, si es que se logra, porque, en principio, y en muchos casos siempre, lo único que se hace es traspasar los márgenes, quedarse en la marginalidad. Pesan más las otras fronteras que las políticas. Emigrar implica sustituir normas: una lengua o una variedad de la lengua por otra, una ropa por otra, un tipo de casa por otro, una escuela por otra, una situación ante la ley por otra, una comida y una bebida por otra. Todo ello en mayor o menor grado, hasta la tercera generación, en la que ya se ha producido el resultado final, la asimilación. Desde el punto de vista lingüístico, única competencia que se pretende en estas páginas, así ha ocurrido siempre. Sería, en consecuencia, lo esperable.

Algo ha cambiado, sin embargo, algo que toca directamente una capacidad humana cuyo valor, en relación con la norma, es esencial: la planificación. Mejor, el modelo de planificación. Tómese un modelo tradicional de asimilación, la escuela argentina o la escuela norteamericana de finales del siglo XIX y principios del siglo XX : una lengua, un país, un himno, una bandera. Niños, y niñas, de muy diversas procedencias reciben allí su paso por lo que, con Beatriz Sarlo, llamamos la máquina cultural. Junto con la traducción, los dos más poderosos mecanismos de homologación cultural, apoyados por toda la energía de una educación fuertemente autoritaria. La niña que no se adapta a las nuevas normas escolares, empezando por la lengua, es rapada completamente. Maestras dedicadas en cuerpo y alma a sus alumnas no dudan en utilizar una represión que hoy puede parecer, con razón, abyecta. Lo hacen totalmente convencidas del bien que supone para esas niñas de las que son responsables y a las que, no se olvide, quieren. Excluirse de la norma es caer en la marginalidad. Muchos de los hablantes hispanos de los estados del Suroeste de EE.UU. perdieron el uso del español como consecuencia de la normalización escolar, sin necesidad de ninguna planificación de English only, sencillamente porque se trataba de la diferencia entre una vida de peón, marginal, o una vida plena de ciudadano con todas las puertas abiertas. La reactivación de la lengua española en el Suroeste, situaciones excepcionales aparte, ha venido en muchos casos de la mano de los anglos, conscientes de una nueva situación económica en el mundo hispanohablante y de que se vende en la lengua del comprador.

Los excesos, se sabe, provocan reacciones pendulares. De la rigidez escolar se ha pasado a la pérdida de la norma escolar. Una maestra que cortara el pelo a una niña, nativa o inmigrante, por no expresarse bien, sufriría hoy día sanciones gravísimas y nadie, desde luego, le daría una medalla. En cambio un niño de origen magrebí puede decirle a su maestra que él no acepta que una mujer le diga lo que tiene que hacer, y no pasa nada. La madre, llamada por la maestra, le dirá, a lo más, que tampoco a ella le obedece en la casa y que así son los hombres. Véase la diferencia, el niño nativo puede desobedecer igual, pero no porque la maestra sea mujer. Lo que está en juego es un patrón cultural.

El otro y el mismo

«El flujo persistente de inmigrantes hispanos amenaza con dividir los Estados Unidos en dos pueblos, dos culturas y dos lenguas. Frente a otros grupos de inmigrantes del pasado, los mexicanos y otros latinos no se han asimilado a la cultura norteamericana dominante, y han creado, en cambio, sus propios enclaves políticos y lingüísticos –desde Los Ángeles a Miami– rechazando los valores anglo-protestantes sobre los que se construye el sueño americano».

Es el comienzo del artículo de Samuel P. Huntington «El reto hispano». Ni que decir tiene que provocó duras reacciones en Estados Unidos, dentro y fuera de la comunidad hispana, y en España. Sin embargo, podría perfectamente dársele esta otra lectura: «El flujo persistente de inmigrantes magrebíes amenaza con dividir España en dos pueblos, dos culturas y dos lenguas. Frente a otros grupos de inmigrantes, los marroquíes y otros árabes no se han asimilado a la cultura española dominante». Es cierto que todavía no hay enclaves políticos y lingüísticos magrebíes en España (sí los hay alemanes o británicos en la costa mediterránea, con alcaldes de esas nacionalidades, pero no se ven como una amenaza). Es cierto también que, en medio, se ha producido la barbarie del 11-M, con sus secuelas; pero ningún análisis serio permite concluir que la población musulmana de España esté a favor del terrorismo. Puede que no haya habido tampoco un cambio en la actitud de los españoles.

Lo que hay, para cualquier observador, es un cambio en la expresión de sentimientos que ya estaban allí y que ahora encuentran algún tipo de justificación, sin entrar de momento en su falsedad. Quizás parezca que las diferencias entre un hispano y un anglo en los EE.UU. no son tantas como las que existen entre un magrebí y un español; pero sí las hay para Huntington y para quienes piensan, como él, que «América [o sea, los EE.UU.] fue creada por colonizadores de los siglos XVII y XVIII que eran predominantemente blancos, británicos y protestantes. Sus valores, instituciones y cultura constituyeron los cimientos y dieron forma al desarrollo de los Estados Unidos en los siglos siguientes. Definieron América [o sea, los EE.UU.] en términos de raza, etnicidad, cultura y religión.

Luego, en el siglo XVIII , tuvieron también que definir América [o sea, los EE.UU.] ideológicamente para justificar la independencia de su madre patria, que era también blanca, británica y protestante.» No hay que excluir que mucha de la indignación que provoca el artículo es porque a los lectores hispanos no les gusta que se ponga en duda su pertenencia a la raza blanca. Es innecesario entrar en la discusión de si doscientos años antes ya había una América «europea», porque sólo se conseguiría cambiar de coordenadas y el problema seguiría siendo el mismo: dos grupos separados se ven en un mismo peligro, la absorción por el otro y la pérdida de su identidad. Es curioso, porque bastaría con retroceder mil años para ver claramente que ninguna de las identidades en pugna existían entonces o, lo que es lo mismo, que esas dos identidades modernas son el resultado de procesos de integración y asimilación (la conjunción copulativa es importante) ocurridos a lo largo de los últimos diez siglos o menos incluso. Lo que se quiere decir es, sencillamente, que las lenguas y las otras instituciones humanas mudan. Es una verdad tan evidente como poco tenida en cuenta, porque ataca la conciencia de grupo, que racismo y nacionalismo expresan en su grado máximo.

La invención de la historia

Los inventores de la historia crean mitos que permanecen como imágenes y son muy difíciles de desarraigar. Américo Castro dedicó la mayor parte de su vida a deshacer el mito de que había españoles antes de los Reyes Católicos, lo que no quiere decir que no se estuviera construyendo España, sino simplemente que España no es Hispania, la unidad geográfica que sirvió de marco al fallido proceso de constitución de lo que, con Luis de Camoens, podría llamarse Hespaña. Séneca no era español, los visigodos no eran españoles, Maimónides o Averroes no lo eran. El término (de origen ultrapirenaico por cierto) existe, pero su contenido es distinto.

Cuando Alfonso X pone en boca de Alfonso VIII, antes de la batalla de las Navas de Tolosa, la frase «todos nos somos españoles», para referirse a los guerreros de los reinos peninsulares, no tiene una conciencia de España como la de Fernando V, sino la de la unidad geográfica de la Hispania romana y el ideal de la reconstrucción de un territorio cristiano. Lo que quiere decir es «dentro de este grupo de cristianos, nosotros somos los que, además, vivimos en este trozo de tierra, de manera que somos los más afectados por estos enemigos musulmanes». Dicho de otro modo, el contenido de la palabra español en el siglo XIII era muy distinto del que tomó desde finales del XV , porque la realidad y, sobre todo, la manera de concebirla, eran radicalmente diferentes.

A pesar de Américo Castro, insistamos en ello, esta postura dio origen a un nuevo mito, el de la idílica convivencia de cristianos, moros y judíos. Basta con leer bien las páginas que el maestro dedica al sepulcro de Fernando III el Santo para entender que ése no era su propósito, sino este otro: el único modo de evitar la contienda es aceptar y respetar la diversidad; el rey, es decir, la ley, es quien armoniza a súbditos desiguales, pero la desigualdad existe.

No se afirma una realidad, se propone un objetivo. La convivencia de las tres castas, por usar el término de don Américo, fue, por lo menos, tensa, en un lado y en otro. Maimónides tuvo que convertirse al islam y exiliarse, volvió al judaísmo en Egipto, fue de nuevo perseguido y su vida fue cualquier cosa menos personalmente tranquila. Usarlo como símbolo de tolerancia es no entender su mensaje, que no es sino una crítica a la realidad exterior.Quienes lloran con Boabdil o se sienten herederos de los granadinos expulsados han perdido sencillamente la conciencia de su identidad histórica, porque los andaluces de hoy, como demuestran sus rasgos lingüísticos, bien estudiados por Antonio Llorente, Gregorio Salvador o Diego Catalán, son los descendientes de los leoneses, los castellanos o los aragoneses, no de los andalusíes, ni de los granadinos, que tampoco es lo mismo (en la Granada árabe sólo se hablaba de al-Andalus para referirse al pasado, el presente era otra cosa.) Quienes además se sienten herederos de musulmanes obligados a cristianizarse cometen una más grave ofensa contra la memoria de sus ascendientes, cuyo principal elemento de unión y de lucha contra el musulmán era precisamente su fe cristiana. Hacen buena la frase de Horacio: Nos numerus sumus, et fruges consumere nati. ¿Los que hace dos mil años entendían esa frase eran españoles? Parece que no, serían hispanorromanos, romanice, de donde viene «romance».

El otro lado de la medalla procede del hispanismo árabe: a fuerza de crear el mito de al-Andalus, han conseguido que el imaginario colectivo musulmán se imagine España como una tierra musulmana que hay que recuperar para conseguir la salvación de sus habitantes del único modo posible, dentro del islam. Lejos de mí la idea de que un Hussain Mones o un Mahmud Ali Makki pudieran sentirse próximos a Bin Laden; pero los pueblos se mueven por vagos ideales, no por meditadas lecturas de sesudos ensayos. Por otra parte, las sociedades cambian porque quienes las componen piensan y actúan de otra manera, según sus necesidades. En los Estados Unidos de principios del siglo XX hacía falta mano de obra para las comunicaciones, sobre todo los ferrocarriles, y para la agricultura. Se envió personal a México para reclutar esos trabajadores.

Cuando, en los años cuarenta, el desarrollo de la agricultura estacional requirió la presencia de braceros mexicanos se puso en pie el proyecto llamado precisamente Bracero, que se ocupaba de una inmigración mexicana organizada. La actitud hacia estos trabajadores era muy diversa de la actual. Entre Ciudad Juárez y El Paso se tiende el puente de Santa Fe, símbolo hoy de separación, pero entonces, en cambio, punto de ingreso en los EE.UU. de obreros mexicanos a los que esperaban atractivas ofertas de trabajo. Los norteamericanos, por supuesto, no trataban de pagar ninguna supuesta deuda histórica de la anexión de buena parte del territorio de la Nueva España un siglo antes; simplemente tenían trabajo y necesitaban mano de obra. Los mexicanos necesitaban trabajo y dinero, no iban de reconquista. Las gentes se habían reajustado naturalmente, sin necesidad de que nadie les reinventara una historia que nunca ocurrió y que, por tanto, no podía tener errores, fuera de la inanidad, por supuesto.

Esos supuestos argumentos históricos requieren muchas veces su poquito de sal. Los territorios de la Nueva España que los norteamericanos se incorporaron el 2 de febrero de 1848 por el tratado firmado en la localidad de Guadalupe Hidalgo, hoy parte de la delegación Gustavo A. Madero, en la ciudad de México, habían pertenecido al México independiente únicamente veintiocho años y muchos de ellos de manera sólo oficial. Habían sido parte de los reinos de España durante los trescientos años anteriores a la independencia y muchos de los descendientes de esos habitantes de entonces se consideran descendientes de españoles, con lo que, a su vez, reconstruyen y mitifican su propia historia, porque, evidentemente, la independencia de México es una realidad histórica, que ningún voluntarismo puede suprimir. No hay ninguna España a la que puedan adscribirse los neomexicanos que se ven como españoles y que sólo lo son diacrónicamente, porque su sincronía es sencillamente estadounidense.

De paso, y por lo que importa para la construcción de los Estados Unidos y sus necesidades demográficas, conviene recordar que desde entonces el río llamado Grande o Bravo en una u otra orilla, marca la frontera tejana y que México perdió más de la mitad del antiguo territorio de la Nueva España, unos dos millones trescientos mil kilómetros cuadrados, el equivalente de la superficie conjunta de Portugal, España, Francia, el Reino Unido, Alemania, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Hungría, Suiza, Croacia e Italia, que se reparten hoy entre los estados de California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México, Texas y parte de Colorado y Wyoming. Ni que decir tiene que esperar su reconquista mexicana es, como mínimo, un sueño para la mayoría de los habitantes de esos estados, y en el peor de los casos una pesadilla, como la de Marruecos Norte para los políticos andaluces que se permiten hablar, en cambio, de Andalucía Sur.

La cultura lingüística

El desconocimiento de la historia, junto con esa voluntad de vivir desviviéndose, lleva a hacer planteamientos una vez más voluntaristas, que se separan de la realidad y están condenados al fracaso. Antes de hablar de realidades que tocan al español conviene quizás reflexionar sobre mundos próximos, aunque sea brevemente.

En el Portugal del siglo XVIII , el Marqués de Pombal tomó una decisión que tuvo consecuencias lingüísticas graves para el Brasil e, indirectamente, para el portugués brasileño. En 1758 prohibió, mediante una legislación específica, el Diretório dos Índios, que en el Brasil se usara cualquier lengua que no fuera el portugués. El decreto iba dirigido contra la língua geral, sistema lingüístico de base tupí que servía de modo generalizado, de ahí su nombre, para la comunicación en el territorio brasileño y que había sido impulsada de modo decidido por los jesuitas. De acuerdo con la política lingüística de los Austrias, la evangelización se llevaba a cabo en la lengua de los indios, como testimonian los numerosos catecismos, dentro de una actividad escolarizadora vinculada a un complejo proceso de modernización y preservación de la identidad. Aunque en el Brasil esta línea quedó interrumpida, en el Paraguay ha permitido que el guaraní (el otro miembro de la familia tupí-guaraní) permanezca como lengua viva y en situación de perfecta vigencia, caso excepcional en todo el continente.

La fuerza del portugués como lengua monopolizadora en el Brasil fue tan grande que no sólo se impuso sobre las lenguas indias, sino también sobre las de los millones de africanos llevados como esclavos y sus descendientes. Se mantuvo durante las inmigraciones alemanas, italianas y polacas del siglo XIX . La imposición de la conciencia cultural monolingüe llega al extremo de que hablantes de alemán de las regiones del sur, que forman comunidades homogéneas y que son técnicamente bilingües, se consideraron hasta hace muy poco tiempo (y muchos todavía hoy) monolingües portugueses, como si su otra lengua, su lengua materna, de hecho, no existiera o fuera, mejor, un simple accidente familiar, que careciera de incidencia en la vida colectiva, en la comunidad nacional brasileña, canarinha y lusohablante. Puede discutirse cuanto se quiera la condición de progresista o retrógrado de don Sebastião José Carvalho e Melo, que defendía los ideales liberales que triunfaron en la Revolución francesa y que condujeron a la minorización de las hablas dialectales y lenguas regionales. El fenómeno se extendió por todos los países de cultura occidental y sigue siendo hoy uno de los elementos de la falta de entendimiento entre monolingües y plurilingües occidentales. En el imaginario colectivo de muchos países la idea del plurilingüismo está unida a la fragmentación, la desunión y la dispersión. Parece que de nada sirviera explicar que la mayoría de los Estados del mundo son plurilingües y que serlo, aunque tenga un costo, supone una ventaja en otros terrenos.

Cuando se piensa en la inmigración española, las consideraciones lingüístico-culturales tienen una doble vertiente. No sólo se trata de la lengua de los llegados, también hay que tener en cuenta las comunidades a las que se adscriben. No está de más recordar la respuesta del capitán del F.C. Barcelona, el internacional Puyol, a su presidente, cuando Laporta afirmó que había que conseguir que los nuevos jugadores del Barcelona, especialmente los grandes fichajes, se comunicaran en catalán. La pragmática respuesta del defensa fue que lo que importaba era que jugaran bien al fútbol. Lo mismo sucede con los que recogen peras, limpian las calles o procesan la basura. Primum vivere, deinde philosophare.

Mucha gente se sorprende cuando se le dice que habla un dialecto, pero la variación es connatural a las lenguas. Lo que se entiende por hablar bien una lengua no depende de un lugar, sino de una educación, depende también de una norma, y en este sentido la escuela es fundamental. La norma es sencillamente un consenso, el resultado de un acuerdo, muchas veces tácito, otras veces codificado, entonces se habla de una norma prescriptiva e, incluso, coercitiva, si su incumplimiento lleva implícita alguna sanción. La norma lingüística tiene siempre una parte prescriptiva, pero no es la Academia, como cree mucha gente, quien prescribe, sino el uso de la sociedad, que generalmente viene determinado por la escuela. En la cultura anglosajona, los medios de comunicación han tenido la carga fundamental de esa labor prescriptiva, fuera de la escuela, y lo mismo ha ocurrido en muchos países de América Latina, pero menos en España. Conscientes de ello los medios de comunicación se procuran, desde hace tiempo, sus libros de estilo, que no son sino conjuntos de normas, que van desde las estructuras gramaticales al uso de los gentilicios, los giros sintácticos erróneos, los valores léxicos confundidos o los préstamos evitables. La escuela ha perdido, en España al menos, su función tradicional de fijación de una norma, generalmente por medio de un canon de lecturas obligatorias, unos ejercicios de composición según modelos determinados y la definición de unos clásicos, unas autoridades del idioma a las que había que imitar. Es necesario saberlo, porque explica parte de la indefensión de los maestros y profesores, especialmente aquellos que no enseñan materias lingüísticas o literarias y que han perdido el respaldo social. Hace veinte años una falta de ortografía en un examen de matemáticas implicaba un suspenso; hoy muchos profesores de matemáticas, o de las autodenominadas ciencias, discuten incluso la conveniencia de exigir unos niveles de escritura normativa aceptables. Conviene recordar que ciencia es aquello que se aprende activamente, frente a sabiduría, que es lo que ya se ha adquirido tras el aprendizaje. La gramática es, por lo menos, tan ciencia como la matemática, si no más, puesto que su proceso de aprendizaje nunca termina. Ojalá este tipo de reflexiones sirviera para diluir un debate que a veces es simplemente grotesco.

En estas condiciones, puede ocurrir que la escuela tenga ya un problema lingüístico previo, el de una comunidad monolingüe o bilingüe. Los inmigrantes, históricamente, en todas las sociedades, se inclinan por la lengua común del país al que llegan, por la sencilla y comprensible razón de que es la que les garantiza la movilidad a otra parte del territorio, si las cosas no les van tan bien como quisieran y piensan que un nuevo traslado puede mejorar su situación.

La gran masa de inmigrantes no llega por razones culturales, llega buscando una mejora de su situación económica y social. El dinero es un valor preferente. Mientras permanecen en el margen de la sociedad de llegada les importan muy poco unas discusiones que, si las conocieran, no dudarían en calificar de bizantinas. Volviendo a la situación lingüística de los inmigrantes en España, desde su perspectiva se puede establecer una primera división, sólo aparentemente sencilla, entre los hispanohablantes y los que no conocen el español. El error de suponer que hablar la misma lengua implica compartir una misma base cultural ha propiciado el desbarajuste educativo de los últimos años, en los que se ha pasado de un niño inmigrante por clase a una mayoría de niños foráneos en el aula. Los sistemas y los niveles educativos de los países hispanohablantes son tan diversos como sus características geográficas y, además, dentro de ellos también se producen las mismas diferencias de dialectos sociales, de edad, geográficos, que en España.

Ni hay un español de España ni un español de América; hay variedades, más o menos próximas en más o menos aspectos, más o menos alejadas en otros, hay sistemas escolares distintos y niveles de desarrollo cultural y educativo diferentes. Suponer que un niño de trece años que habla español puede ir directamente a la clase de los niños españoles de su edad es, en muchos casos, propiciar el fracaso del recién llegado y perjudicar a sus compañeros, porque se introduce un elemento que hace descender el promedio de conocimientos, ni más ni menos. Cuando, además, el niño habla una lengua distinta, tampoco basta esa consideración para atribuirle un lugar u otro en el reparto escolar. Una lengua es, primordialmente, una expresión de un conocimiento cultural del mundo. Pocas cosas han hecho tanto daño como defender a ultranza que las lenguas son simples sistemas de comunicación, como el código Morse, si se quiere, modificado por las situaciones comunicativas. Por medio de la lengua se categoriza el universo, los seres humanos no tienen otro medio de hacerlo.

Lo primordial de la lengua es la conceptualización. Si los seres humanos pensaran sin lenguas no se sabría, es cierto, porque la lengua también es comunicación, pero lo primero es esa conceptualización lingüística del mundo, ese esfuerzo de abstracción en el que, además de la inteligencia de los escolares, influyen factores culturales en sentido muy amplio, que incluye los recursos económicos de la familia. Un mundo con libros o sin libros, con música o sin música, con o sin viajes, con o sin relaciones con el resto de la sociedad o con el otro sexo, abierto o cerrado, libre o cautivo. La solución más sencilla, probada con notable eficacia por las sociedades más experimentadas en la recepción de inmigrantes, como la canadiense, es recibir a los niños en escuelas transitorias de adaptación, lugares por los que pasen lo más rápida y sensatamente posible y que amortigüen el golpe de los tremendos cambios que muchos han sufrido. Concebidos como centros de información , recepción, introducción y clasificación escolar, con la función también de acomodar a quienes lleguen en medio del curso académico, estas escuelas intermedias son lo más opuesto a los guetos que se puede pensar, porque su horizonte es precisamente el contrario del gueto, es el abierto de la integración en la escuela general y obligatoria.

Sólo los reverentes temores de la ignorancia impiden tomar una decisión que, además, es mucho más barata que multiplicar el número, siempre insuficiente, de profesores de apoyo, que tampoco cubren todas las edades de la escolaridad obligatoria. Para aceptarlo hay que entender, por supuesto, que no basta con otra lengua, que hay que aprender una norma, una norma social de la que la lengua es parte importante, pero sólo parte.

El proceso del aprendizaje

Prescíndase, para este propósito, de la diferencia entre niños escolarizados antes de su llegada en escuelas similares de sus países, con acceso a Internet, por ejemplo, y los que proceden de ambientes mucho peor dotados técnicamente. También pueden ponerse momentáneamente a un lado los casos de quienes ya conozcan el español en alguna de sus variedades, aunque con una advertencia previa. Todavía quedan en España restos de una mentalidad obsoleta por la cual se considera que un acento distinto al que se juzga modélico supone un peor conocimiento de una lengua. Ese acento modélico, para muchos, ha sido el de Valladolid, a pesar de que allí se dice «Valladoliz», por ejemplo, por no entrar en usos sintácticos, como el leísmo y el laísmo, o léxicos, como el de «quedar», claramente fuera de la norma. Es un error, cultural y estadístico. Los hablantes con la zeta suponen el 5 por 100 de la población global del español, algo más los que usan vosotros en plural, pero muy lejos de un ustedes generalizado, que es normal en buena parte de España.

En resumen, cualquier acento que sea normal en un territorio (no necesariamente un país) de lengua española es también normal y aceptable en España. Los educadores deben ser educados en esta verdad, para no perder el tiempo intentado alterar la pronunciación de los escolares hondureños, peruanos, ecuatorianos o rioplatenses, como ya no cambian la de gaditanos o canarios.

Para quienes no tienen el español como lengua materna, la primera realidad de la escuela debe ser la pronunciación y la primera estructura lingüística que se debe enseñar es la fonológica, es decir, la de las clases o categorías de los sonidos, para que aprendan a categorizar los sonidos en español. Si se comete el error de enseñarles a leer antes de que aprendan a distinguir las clases de sonidos, nunca serán capaces de pronunciar bien. Si son árabes no distinguirán la [p] de la [b], tendrán problemas entre [o, u], [i, e], como rasgos más llamativos. Si son chinos, confundirán para siempre las consonantes sordas y las sonoras, sencillamente porque el chino carece de consonantes sonoras dentro de sus esquemas de oposición, es decir, como valores fonológicos. Repítase cuanto haga falta: lo primero es la pronunciación y sólo cuando ésta se domina se debe empezar la lectura.

Otra verdad que también debería ser evidente es que la lengua de la escuela no es la de la calle. A la escuela no se va para aprender a hablar, sino para adquirir el conjunto de normas culturales del país, parte de las cuales abarcan los conocimientos propiamente gramaticales. Si la lengua es el sistema humano de categorizar el universo, la escuela sirve para ayudar en el proceso de categorización. Claro que está fallando en esto con los niños nativos, y no sólo en España, porque la obligatoriedad de la lectura era un ejercicio necesario para dar continuidad a las normas de la sociedad. Hay unos niveles de léxico a los que hay que llegar con determinadas edades, conocidos en español desde los lejanos estudios de García Hoz. Para alcanzarlos es imprescindible un trabajo dirigido, no basta con aprender la lengua banal de la comunicación. La escuela es la puerta al conocimiento ordenado del universo y la gramática, como decía ya Cervantes, la puerta a las demás ciencias. «Gramática», naturalmente, vale no sólo por regla gramatical, sino por conocimiento científico de la lengua, por reflexión sobre ella y su uso.

Aptitud y actitud en el aprendizaje de la lengua Cualquier ser humano normal, es decir, que no padezca problemas físicos (de expresión o audición) ni mentales (lesiones cerebrales), puede aprender normalmente una lengua cualquiera, independientemente de cuál sea su lengua materna. Unos tendrán más facilidad que otros, como son distintas las habilidades para el aprendizaje de la música, el dibujo o las matemáticas, pero la facultad lingüística central es la misma en todos los seres humanos y es además un rasgo específico de la especie, lo que vale como decir que, en ese sentido, es innata. Nadie nace con más facilidad para aprender una lengua que otra. Más que esa facilidad especial para el aprendizaje, que pueden tener excepcionalmente algunos individuos, lo que cuenta es la exposición a un ambiente lingüístico-cultural de la mayor riqueza y variedad posible. En ese ambiente es esencial la actitud de la familia y el entorno próximo, con el grave peligro de que se formen guetos o que ciertos individuos, generalmente las mujeres, sean forzados a marginarse por razones de la cultura de origen. Ni que decir tiene que esto debería verse como una vulneración de los derechos constitucionales e impedirse, pero las actitudes en los distintos países son bien distintas y los niveles de exigencia también. Así, se ha creado una diluida sensación de tolerancia hacia algunas comunidades, con resultados sorprendentes.

Uno de los más llamativos es el de los comedores escolares. En éstos se prepara un menú general, pero también otro para los alumnos musulmanes. En cambio, si un niño tiene una dieta, por razones médicas, por ejemplo si es celiaco, tiene que llevarse la comida desde su casa. No importa que haya más niños con dietas especiales que musulmanes; por razones que resultan difíciles de comprender, ése es el funcionamiento de los comedores. No es difícil prever que en el futuro inmediato se perderán muchas energías en conflictos entre padres y directores de centros escolares y que los tribunales acabarán dando la razón a los primeros. Por qué se hace un menú especial para los musulmanes y no se sirve pescado a los niños cristianos que evitan la carne los viernes es uno de esos misterios de la vida española que sólo un estudio del cretinismo social profundo desentrañará. Por supuesto, aquí no se propone que se prive a nadie de sus derechos, sólo que se estudien soluciones que mantengan el principio de igualdad.

Para salir de una referencia centrada en España y mantenerla en la lengua española es posible volver a los Estados Unidos. El cambio en el origen de la población inmigrante, según Huntington, ha tenido consecuencias determinantes sobre la población escolar y sus resultados. Se pone en inmediata correspondencia la tabla demográfica con la de la persistencia en la escuela de la población de estudiantes, hasta su graduación o estudios posteriores, con un resultado ciertamente pobre, como se aprecia; pero que no todos los analistas vinculan a la misma relación causa-efecto que el profesor de Harvard. El origen de los inmigrantes en los EE.UU. es actualmente menos homogéneo, y los mexicanos son uno de los factores de heterogeneidad, pero no sólo ellos, todo el esquema es muy diverso, porque los países de origen de inmigrantes de la primera tabla han desaparecido de la segunda. Si aparecieran todos los países en las dos tablas, se percibiría mejor esa variación. Con ello no se niega que el incremento de la población mexicana inmigrante es claramente muy superior al de otros orígenes, se insiste en que el cambio afecta a todos los grupos humanos.

Desde la diversidad al predominio

En 1960 la población nacida fuera de los Estados Unidos (considerados los cinco países de origen principales) tenía una diversidad relativa: en 2000 esa población nacida fuera de los Estados Unidos tenía un origen muy distinto.

Origen de la población de Estados Unidos nacida fuera del paísNótese que la discusión se centra en los hispanos, a pesar de las diferencias culturales mucho mayores con indios, filipinos y chinos. Por cierto, éstas no impiden los magníficos resultados escolares de indios y chinos. Búsquense, en consecuencia, los resultados escolares, en la tabla correspondiente:

Educación de los méxico-americanos por generación (1989-90)En 2000 el 86,6 por 100 de los nacidos en América se graduó en la high school . De los no nativos, los africanos alcanzaron el 94,9 por 100, los asiáticos el 83,8 por 100, los latinoamericanos en general el 49,6 por 100 y los mexicanos el 33,8 por 100. Parece que los latinos, en general, tienen menor interés o menores posibilidades de terminar su educación preuniversitaria. Aunque Huntington no lo hace, posiblemente ni se le ocurre, hay que relacionar este resultado con una muy posible valoración menor de la escuela como medio para conseguir el éxito y no sólo como una consecuencia del más reducido mundo en el que se mueven los hispanos en los EE.UU. Es posible que haya una valoración del dinero por el trabajo inmediato y también una mayor tensión por las remesas de dólares que salen hacia México, para mantener a las familias que han quedado allá. En lo que concierne a la educación universitaria, la brecha es mucho mayor, particularmente, además, en estados como Texas, en los que el porcentaje de hispanos es muy grande y su relativa ausencia de la universidad más llamativa. Con todo, hay detalles que no se dicen y deben tomarse en serio también: Mario Molina, de origen mexicano, profesor en el MIT, ganó el Premio Nobel de Química en 1995. Es el único hispanohablante nativo que lo ha conseguido.

Directamente relacionado con la escuela está el problema lingüístico, que muestra un aspecto fundamental, el de la actitud, tanto de la población que llega como de la que recibe. Huntington se queja de que los Estados Unidos sean cada vez más bilingües y de que esa actitud de mantenimiento de la lengua por los hispanos contraste con la asimilación lingüística de otros grupos. Para empezar, esa asimilación es relativa: las comunidades chinas mantienen muchos de sus aspectos lingüístico-culturales cerrados y exclusivos; pero ése no es el punto. Lo fundamental es que la mayoría del mundo es plurilingüe, del mismo modo que no es blancacaucásica.

La contigüidad con México y la permeabilidad de los contactos (como la proximidad a Cuba) es lo que hace que los hispanohablantes mantengan una permanente sensación de lengua viva, un recurso continuo de regreso a las fuentes de la lengua. No ocurría del mismo modo en generaciones anteriores, simplemente porque las comunicaciones eran mucho peores. Hay radio y televisión en español en toda la nación, hablar por teléfono con México está al alcance diario de la mayoría de los méxico-americanos y el español tiene una cultura oral. Desgraciadamente, no importa tanto que la proporción de periódicos o de libros en español no vaya en consonancia, porque el interés por los libros corre parejo al interés por la escuela. Se lee menos y se va menos a la escuela.

La acusación de que los inmigrantes hispanos no tienen interés por aprender el inglés es directamente falsa. Hay un matiz, sin embargo, que afecta a la valoración de la educación bilingüe. Si se compara con el total de los inmigrantes, de los que un 32 por 100 es partidario de que algunas clases de la escuela pública se den en las lenguas maternas de los alumnos, el 45 por 100 de los mexicanos partidario de esa fórmula representa un fuerte incremento. Casi el 90 por 100 de los inmigrantes, en general, está convencido de que el inglés es imprescindible para tener un buen trabajo y más del 65 por 100 considera que es natural que los inmigrantes aprendan inglés. Pero, frente al 37 por 100 de los inmigrantes que afirman tener un buen conocimiento del inglés a su llegada a los EE.UU., sólo un 7 por 100 de los mexicanos declaran tener ese nivel.

La difícil pregunta, por tanto, es si debe preferirse la educación bilingüe o la inmersión lingüística. La percepción de los inmigrantes (un 35 por 100 no se atreve a opinar en este punto) es que la escuela norteamericana hace bien su papel de enseñar inglés a sus hijos (un 37 por 100), pero hay un 27 por 100 menos satisfecho, que es un porcentaje alto. Hay dos datos interesantes: el primero es que la educación bilingüe no impide lograr un adecuado conocimiento del inglés. El segundo es algo más complejo y concierne a la inmersión. Si se combinan los resultados escolares y el conocimiento lingüístico, parece que gana terreno entre los educadores el rechazo a la inmersión sin paliativos, mientras que se favorece una inmersión controlada o protegida, es decir, una educación lingüística que conserve un tiempo la realidad del bilingüismo y desarrolle una transición. No es exactamente el modelo canadiense comentado arriba, pero se acerca o, incluso, puede tender a él. No se olvide, para acabar de comprender la situación, que la financiación de las escuelas es municipal en los EE.UU., con diversas ayudas compensatorias, generalmente en función de ciertos programas de interés para el Estado o el gobierno federal, muy diferente del esquema español, por tanto, y más sujeta a las presiones de las comunidades, conscientes de su papel financiador.

El temor al enfrentamiento

Las actitudes críticas o contrarias a la inmigración no son necesariamente muestras de racismo, al menos en el sentido clásico. Quizás sí valga aquí el concepto hispano de raza, como en el Día de la raza, que se celebra en muchos países latinoamericanos y que se basa en una idea de raza que es cultural, no étnica, más social que fisiológica, por tanto. Temer el enfrentamiento no siempre es temer al otro, también se temen las reacciones de los del lado de uno, que pueden perder el control y arrastrar al enfrentamiento. En España es el caso de El Ejido, puesto de manifiesto por Mikel Azurmendi, con una perspectiva valiente y diferente también. Comprender las reacciones humanas no significa compartirlas ni aprobarlas. Está en juego la supervivencia de una serie de valores culturales y el peligro muchas veces es que las sociedades receptoras no valoran del mismo modo elementos que teóricamente van en paralelo, como es el caso de la religión. Particularmente grave es el caso de España, que no ha conseguido resolver históricamente el anticlericalismo y sigue empeñada en planteamientos rancios, obsoletos, que no se dan en Francia o en Italia, donde esos artículos, libros o películas españoles y, lo que es peor, legislación, se ven como una muestra más del exotismo y del nefando Spain is different.

La única arma capaz de hacer frente a los enfrentamientos es el ejercicio de la libertad dentro de la ley, es decir, el respeto al ordenamiento jurídico. La diversidad es un rasgo del mundo de hoy que, por ello mismo, requiere tolerancia. La combinación de libertad, tolerancia y norma exige una educación, cuyo camino pasa por la escuela. La adquisición de una visión del mundo pasa por la lengua, cuya normalización lleva a la escuela de nuevo. Una sociedad libre exige un fuerte sistema educativo, en el que se compense la creatividad, libre, con la autoridad, con el canon. El modo de integrar a los hispanos en los EE.UU. o a los magrebíes en España es, en muchos aspectos, parecido, pasa por despertar en ellos el convencimiento de que finalizar los grados escolares es una ventaja en la propia vida y devuelve réditos. Una población poco o mal escolarizada no logra el éxito social. Puede que una imagen final, relacionada con cómo el inmigrante mide el éxito, lo muestre de modo más perceptible:

Casa en propiedad y renta de los méxico-americanos, por generaciones (1989-90)La propiedad de una casa (a diferencia de la de un auto) es un indicio de integración. El auto se compra para que lo vean los del origen, para la foto, es el símbolo del estatus y del triunfo para quienes quedaron del otro lado. La casa, por el contrario, es de uno, tiene una representación local, en los valores de la comunidad de residencia, ata a un lugar, a un modelo social, a un sistema de comportamiento y de relaciones sociales. El cuadro puede tener otra lectura: con rentas más bajas, hay un porcentaje relativamente grande de compra de casas. A su vez, estas condiciones de acceso a la vivienda motivan el acercamiento y la comunicación continua entre los méxico-americanos, que, ahora con sus casas en propiedad, pero baratas, siguen viviendo juntos, agrupándose en la defensa de su nuevo estatus. Como la escuela depende del barrio, por los criterios de proximidad y transporte, tendrá mayor población infantil y juvenil mexicana, con lo que la segunda generación seguirá en un mundo con fuerte presencia del español, dominante en muchas ocasiones. Ese tipo de escuelas, salvo excepciones, pierde recursos en relación con las de distritos más prósperos. Ciudades como San Antonio, en Texas, tienen diferencias evidentes entre escuelas del nordeste y del suroeste de la ciudad, en el origen de los alumnos, en la dotación y en las actividades. También influye en la movilidad de los maestros, que, en general, se van de los lugares donde tienen mayores dificultades, menores incentivos, menos respuesta de los padres y peores ambientes de trabajo.

Uno puede irse ahora a Colmenar Viejo, o a Villaverde, en la provincia de Madrid, para encontrarse con situaciones, si bien no idénticas, muy parecidas y una raíz común: la escuela no se considera un factor determinante del éxito en la vida. El inmigrante en España, además, tiene otro tipo de frustración, la de que, con frecuencia, realiza el mismo trabajo que en su lugar de origen: agricultura, construcción. No es lo que esperaba, la diferencia económica no es suficiente para compensarle, pero la solución tampoco está en la escuela, en su opinión. El patrón de la marginalidad se incrementa con el acceso a nuevos vicios, alcohol, drogas, relaciones sexuales en un marco muy diferente al del origen. Los hombres refuerzan sus esquemas de origen a costa de las mujeres, que tienen que romper dos barreras, una por cada sociedad. Es imprescindible conocer y comprender la complejidad de las situaciones y de los límites, para poder ayudar en el desarrollo de los inmigrantes, cuya persistencia en la marginación (ahí están los turcos de Alemania) crea graves tensiones sociales, hasta el enfrentamiento. Las palabras determinantes para salir de estos círculos viciosos son la educación y la cultura y sólo recobrarán su sentido pleno si se devuelve el prestigio a la escuela.

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