Revista de Occidente

Hacer concepto. Meditaciones del Quijote y filosofía española

por Francisco José Martín

Revista de Occidente nº 288, mayo 2005

Hazer concepto . Y más de lo que importa más. [...] Haze concepto el sabio de todo, aunque con distinción caba donde ai fondo y reparo; y piensa tal vez que ai más de lo que piensa, de suerte que llega la reflexión adonde no llegó la aprehensión. Baltasar Gracián

Meditaciones del Quijote es un libro en exceso interpretado. Además del propio requerimiento hermenéutico del texto, a esta sobreinterpretación ha contribuido, sin duda, sobre todo en lo que se refiere al exceso, su configuración estructural y su carácter inconcluso, amén de su misma presentación como muestra y emblema de un vasto proyecto editorial que, en cuanto tal, no tuvo seguimiento. Han sido sus promesas de continuación incumplidas, el vacío que abre y extiende su inconclusión y la apertura que brinda hacia un horizonte nuevo de filosofar lo que ha movido a su alrededor un ejercicio crítico de tan considerables proporciones. Los repertorios bibliográficos del orteguismo y las distintas actualizaciones de los mismos dan prueba fehaciente de la magnitud de esta atención crítica. Y sin embargo, esta mole interpretativa no ha logrado disipar la insatisfacción y el desconcierto que suelen invadir al lector al concluir su lectura. Es un texto que, en su claridad expositiva, huye de nosotros, se nos escapa, se nos esconde; parece como si no acabáramos nunca de llegar a él y estuviera siempre más allá, como el bosque que le sirve de metáfora. Es un texto que, en su elegancia estilística, mantiene siempre una distancia entre el lector y el sentido, un residuo de ilegibilidad, como una sombra proyectada por la luz de su imperativo metafórico. De su lectura queda siempre la sospecha de una sustracción en curso y la ilusión de una completud negada.

Un libro incompleto, pues, que se nos presenta con la firme promesa de lo que le falta. De lo que le falta en tanto que unidad de significación y sentido ( Meditaciones del Quijote ) y de lo que le falta en tanto que parte de un proyecto editorial más amplio y de más compleja articulación (Meditaciones). Meditaciones del Quijote consta de tres partes bien diferenciadas (el Prólogo, significativamente titulado «Lector...», la Meditación Preliminar y la Meditación Primera, a su vez subtitulada «Breve tratado de la novela»), y anuncia, o promete, dos Meditaciones más (respectivamente tituladas «¿Cómo Miguel de Cervantes solía ver el mundo?» y «El alcionismo en Cervantes») que hubieran debido publicarse en volumen aparte y hubieran completado así la serie de Meditaciones dedicada al Quijote . A esta incompletud del libro hay que añadir, además, como se decía, la del proyecto general de las Meditaciones o Salvaciones, pues también ésta arroja una sombra inquebrantable sobre el texto. En la contraportada de la primera edición de Meditaciones del Quijote se ofrece el plan del proyecto general en una lista ordenada de diez Meditaciones, plan indudablemente fijado por Ortega, pero que encuentra entre sus apuntes y notas de trabajo de la época variantes significativas –sobre todo con relación al orden por conferir al proyecto– que deben ser adecuadamente atendidas, pues, en efecto, el plan publicado sólo fija los títulos y el orden de un compromiso con el lector. El sentido de todo ello, del libro y del proyecto, queda por tanto problematizado entre lo efectivamente dado y lo dado sólo como anuncio o promesa.

Buena parte de la crítica que se ha ocupado del caso ha afrontado este problema desde un positivo intento por completar el vacío de sentido dejado por Ortega, o, de otro modo, por iluminar esas sombras del texto imputables a su mismo carácter incompleto. Subyace, claro está, en este intento crítico una comprensión negativa del problema planteado. Es la puesta en marcha de una hermenéutica de relleno en la que se añade reflexión sobre el texto a reflexión alrededor del texto, y viceversa, levantando en el tiempo un andamiaje interpretativo fuertemente especulativo desde el que se apuntala la estructura del texto orteguiano y la configuración de una plataforma canónica de lectura. Poco habituados a transitar por los escollos filológicos, los profesionales de la filosofía han ido levantando una magnífica sobreinterpretación que ha acabado por incrustarse en el texto orteguiano aumentando su rigidez en el intento continuado por fijar su sentido.

Bien es verdad que si se hubiera atendido más a la efectiva textualidad de la obra buena parte de esa sobreinterpretación no habría tenido razón de ser ni hubiera podido justificar su presencia. Meditaciones del Quijote tiene, claro está, la forma y estructura que le dio Ortega. Ni su carácter incompleto, ni el vacío que abre ni las sombras que proyecta pueden cuestionar ese orden textual. Ahora bien, esto no significa que no se pueda tratar ese orden problemáticamente, es decir, que no se pueda/deba trasladar al nivel textual de la obra la problematicidad inherente al vacío y a las sombras antes aludidas. Lo problemático en este caso es, en efecto, el texto. Bien claro lo dejó Inman Fox en su edición de Meditaciones sobre la l iteratura y el arte , donde pretendía reconstruir el proyecto general e las Meditaciones orteguianas. Antes de Fox, la crítica, incluso la crítica de carácter más especulativo, había puesto ya de manifiesto que tanto el Prólogo cuanto la Meditación Preliminar eran textos cuyo alcance iba más allá de la serie de las meditaciones cervantinas, y que debían considerarse, además, como textos generales referidos al entero proyecto editorial de las Meditaciones.

El Prólogo presentaba el proyecto general y la Meditación Preliminar ofrecía, programáticamente, el método. Así pues, de las tres partes de Meditaciones del Quijote , sólo la Meditación Primera sería una meditación cervantina. Digo sería, y no es, porque el descubrimiento y publicación de unos inéditos orteguianos por parte de Paulino Garagorri permitió a Fox reconstruir en la edición citada buena parte de una pretendida meditación barojiana. Y el resultado fue sorprendente, pues desvelaba el misterio de la Meditación Primera de Meditaciones del Quijote : este texto era en su origen una meditación barojiana (o parte de ella, pues no tenemos constancia definitiva de la forma u orden que tuviera intención de dar Ortega a estos textos), titulada para la ocasión como «La agonía de la novela». Su redacción es anterior a la de las otras dos partes de Meditaciones del Quijote (Fox la fecha con extrema pericia en 1912), una anterioridad temporal poco importante en sí, si no fuera porque señala también una anterioridad en el orden y desarrollo del pensamiento orteguiano, y explica, además, de modo simple, ese salto o distancia al que tanto se ha referido la crítica, esa suerte de quiebra entre el discurso de la Meditación Primera y el de los dos ensayos que la preceden en el orden textual. Una quiebra que, ejemplificada, sobre todo, en la oscilación semántica del héroe, deja en el lector un poso de amargo desconcierto. A la decisión de reconvertir y transformar una meditación barojiana en la Meditación Primera de Meditaciones del Quijote hizo seguir Ortega una revisión del texto en la que introdujo algunos cambios, siendo los más significativos la inclusión del apartado «Novelas ejemplares» y la modificación del título, que pasó a ser ahora «Breve tratado de la novela». Desde este horizonte filológico se explica muy bien, por tanto, por qué se habla tan poco de Cervantes y del Quijote en estas Meditaciones del Quijote . Desde esta consideración genética de la textualidad de la obra queda claro que de las tres partes del libro ninguna correspondía al impulso de una auténtica meditación cervantina. Ortega apostó fuerte y lo fió todo al doble anuncio de una promesa que no mantuvo (la continuación del libro) y de un compromiso con el lector que dejó desatendido (la continuación del proyecto).

Meditaciones del Quijote , en efecto, «medita» poco sobre el objeto que su título menta (aunque Ortega avanza una justificación, pero lo hace en el Prólogo, es decir, en el nivel general del proyecto de las Meditaciones). Da de ello alguna breve indicación, tan certera como sugestiva, siembra alusiones y deja huellas en un camino que no encuentra continuación, y fía todo, o casi, con singular optimismo, a la promesa incumplida del livre à venir . Sorprende que cierta crítica siga desatendiendo este horizonte abierto desde la crítica genética y la consideración filológica de los textos y siga empeñada en hacer luz en un orden de problemas cuya raíz principal se encuentra, acaso, no tanto en el texto orteguiano cuanto en la erudición sobreinterpretativa que lo envuelve. Es, sin embargo, una línea de investigación muerta. Su pervivencia y continuidad no puede ser más que la parábola de su declinación. Su claridad reenvía a una distancia del texto, a una esencial lejanía que acaba desplegándose como una forma de nueva opacidad sobrevenida al texto. Es un velo preciado, tanto por la consistencia del tejido como por la sutileza de sus filigranas. Pero no hay ya vuelta atrás posible. Importa el valor del texto, no la contextura de sus interpretaciones.

El horizonte ganado desde la problematización crítica del texto no tiene vuelta de hoja. Sólo desde aquí, desde este nuevo horizonte, tiene hoy sentido interrogar al texto. Es cierto que a crítica debe potenciar la obra, pero en este potenciamiento lo que o debe hacer nunca la buena crítica es olvidarse del texto. No setrata, pues, de completar un sentido apenas apuntado por Ortega, de asegurar y de dar firmeza a lo que Ortega fio al futuro vacilante de una promesa, sino, más bien, de transitar la inseguridad de sentido que ofrece la obra para poder habitarla con mejor sentido. ¿De qué habla, pues, este libro? ¿Y cómo lo hace? ¿Cuál es su argumento? ¿Cuál su género? ¿En qué consiste su estilo? ¿Qué papel juegan en él Cervantes y su obra magna? Responder adecuadamente a estas preguntas exige desandar los caminos de la sobreinterpretación para volver a la humildad de la obra, al nivel problemático de la textualidad de la obra, y sólo desde allí, ganado el pleno sentido de esta nueva problematicidad, volver a intentar la escalada de las interpretaciones. Pero se requiere una conquista del ejercicio filológico como inherente al auténtico filosofar, no como algo previo o separado, sino como parte misma de él, esencial y fundante, pues no puede haber amor a la sabiduría ( philo-sophia ) que valga si no empieza siendo amor a la palabra ( philo-logia ). Amor a la palabra es lo que despliega Ortega en Meditaciones del Quijote , un amor a la palabra y una voluntad de estilo poco comunes en la escritura filosófica. ¿Bastará, para explicarlos, el recurso a ese residuo modernista que se atribuye a la escritura del joven Ortega? ¿Bastarán el análisis lingüístico del texto y de sus figuras retóricas? Lo realizado en este sentido confirma su interés y utilidad, y sirve, sobre todo, para filiar la variedad y la riqueza de elementos que pone en juego la escritura orteguiana. Describe bien, pero no explica. Y es que hay también una filología corta que se encierra en el tecnicismo y rehuye remontar el vuelo del pensamiento.

Y sin embargo, la buena filología gusta del vértigo del pensamiento –así lo entendió Nietzsche, y después, siguiendo la horma de sus huellas, el propio Ortega en su memorable intercambio epistolar con Curtius. ¿Cuál es, pues, el estatuto de la metáfora en Meditaciones del Quijote ? ¿Y qué relación tiene con el concepto? ¿En qué consiste el estilo orteguiano? ¿Qué relación hay entre Meditaciones del Quijote y el Quijote ? ¿Y entre Ortega y Cervantes? ¿Es sólo cuestión de estilo? De las tres partes diferenciadas en que se presenta la positividad del texto orteguiano (un prólogo y dos meditaciones distintas), la Meditación Preliminar ocupa un lugar central, tanto en la disposición espacial del libro como en la arquitectura ideológica del conjunto.

Una centralidad que muestra su preeminencia en el equilibrio interno de las tres partes del texto. Desatender este equilibrio es hurtar a la lectura un elemento esencial. La Meditación Preliminar, a su vez, tiene también un elemento central que la atraviesa y la vertebra y le sirve para desplegar el tejido argumental y sus elementos componentes. Es la metáfora del bosque. Es ésta una metáfora preeminente, porque es primera y eminente, inaugural y primigenia, fundacional y fundamental. El despliegue metafórico permite levantar el andamiaje del texto y construir una estructura comprensiva del bosque en tanto que objeto de conocimiento, aunque pronto queda claro que ese bosque es una metáfora de la realidad y su estructura comprensiva (profundidad/superficie, patente/ latente, mundo/trasmundo, impresión/concepto, perspectiva, circunstancia, etc.) un método de conocimiento. Método de conocimiento que estructura y vertebra una teoría del bosque y, por consiguiente, a través de la potencia de la metáfora, también de la realidad y de la verdad. Hay, sin embargo, en toda esta parte inicial de la Meditación Preliminar un indudable carácter de provisionalidad: la metáfora funda un discurso inaugural de la filosofía, pero no se constituye como elemento autosuficiente del desarrollo filosófico. Ésta es, para Ortega, tarea del concepto.

El bosque es también metáfora del libro, y, por tanto, puede aplicarse convenientemente su configuración y su despliegue metódico al Quijote . Es éste una «selva ideal», «el libro-escorzo por excelencia». El lector se interna entre sus páginas como el caminante en la espesura. No basta ver, hay que saber mirar. Épocas ha habido, dice Ortega, que no han sabido reconocer la «profundidad» del Quijote . Y ello –dice– porque sólo ante el «leer pensativo», ante el leer que es intelligere ofrece el Quijote su «sentido profundo». No se conquista su verdad por la fuerza, sino a través del «culto meditativo » ( alétheia ). No es don, sino recompensa. No hay rendición ni entrega gratuita del objeto, sino paciente ejercicio de intelección y esfuerzo continuado por ver más allá de las apariencias, por salvarlas en la estructura relacional que las soporta y las pone en relación con el universo. No basta, pues, querer, hay que saber querer.

También el lector es un héroe: no un héroe trágico, como Don Quijote, sino un héroe de la cotidianidad mundana (la lección del límite y de la limitación ha dejado ya su impronta). ¿Por qué el Quijote ? ¿Por qué precisamente en la apertura de estas meditaciones orteguianas? ¿Como último coletazo del III Centenario y como ajuste de cuentas con la reflexión esencialista sobre España fraguada alrededor de aquél? ¿O como reacción al sentimiento trágico unamuniano, como suele advertir un lugar común de la crítica? ¿Por qué el Quijote ?

Al final del Prólogo «Lector...» declara Ortega la «preocupación patriótica» que anima a estos ensayos (no sólo a Meditaciones del Quijote sino al entero proyecto general de las Meditaciones). Queda así circunscrito su marco teórico de referencia: el «problema de España». Y como se verá enseguida, se trata de la forma moderna del «problema de España», es decir, de su doble versión regeneracionista y noventayochista. Como Azorín, como Larra, sobre todo como el Larra rescatado por Azorín, también Ortega se pregunta «Dios mío, ¿qué es España?», pregunta que abre el último apartado de la Meditación Preliminar en un cierre impresionante de la misma titulado precisamente «La crítica como patriotismo». Apunta Ortega la voluntad afirmativa de su crítica: se trata no sólo de negar la «España caduca» sino de hacer «experimentos de nueva España». Como decir: construir entre ruinas. La Restauración –esa época incapaz de descubrir el sentido profundo del Quijote – constituye la circunstancia orteguiana y ante ella se sitúa nuestro autor con evidente actitud reformista. Exagera, sin duda, en la caracterización que hace de ella («panorama de fantasmas»), pero su exageración funciona como recurso de la negación de la «España oficial», a la sazón blanco principal de la crítica áspera de Vieja y nueva política (la afinidad y comunión de intenciones entre Meditaciones del Quijote y Vieja y nueva política queda manifiesta en la amplia cita de este último texto que recoge la Meditación Preliminar en su apartado número 5, precisamente el que se refiere a la caracterización crítica de la Restauración). No basta con negar («la negación aislada es una impiedad», en evidente crítica al noventayochismo), es preciso construir una alternativa positiva («edificar una nueva afirmación»).

Meditaciones del Quijote trata, pues, también del «problema de España». Busca una solución. También España es como el bosque. Pero históricamente se ha reparado sólo en las superficies. La española es una cultura impresionista y sensual, a la que falta –dice Ortega– el trabajo paciente del concepto: esa capacidad antes aludida de poner las cosas en relación («cosa con cosa y todo a nosotros»), de tejer una tupida red relacional capaz de hacer de cada cosa un centro del universo. En esto consisten las salvaciones: someter las cosas de todo orden a la labor tenaz del concepto, para que, de este modo, puedan quedar integradas en la estructura del mundo. Ser es ser en relación. Y el mundo, una estructura montada sobre el universo. Es el aislamiento lo que condena las cosas, su vida separada y al margen; la relación, en cambio, las trae siempre, las lleva consigo incluso cuando no están, pues una cosa puesta en relación habla también de todas las demás. Porque ser es, en efecto, ser en relación. Y esto es precisamente lo que hace el amor según célebre sentencia platónica ( Banquete , 202 e) recogida puntualmente en el Prólogo «Lector...», y por eso Ortega definirá la meditación como un «ejercicio erótico» y el concepto como un «rito amoroso». Repara, pues, el concepto una carencia endémica e histórica y, consiguientemente, ofrece una solución al «problema de España».

Salvar las cosas es buscar su sentido. Pero el sentido no lo confiere la cosa misma sino el haz de relaciones que la acoge en la configuración del mundo. Se trata, pues, de «sentido cultural». Frente a la cultura «fronteriza», «salvaje», «sin ayer», «sin progresión», «sin seguridad», ejemplificada por Ortega en los cuadros de Goya, emblemas, en cierto modo, de esa España que él pretende «salvar» (poner en relación), se alza en Meditaciones del Quijote el ideal de la cultura como seguridad («lo firme frente a lo vacilante», «lo fijo frente a lo huidero», «lo claro frente a lo oscuro»). Es una página muy conocida y citada: «Cultura –dice– no es la vida toda, sino sólo el momento de seguridad, de firmeza, de claridad. E inventan el concepto como instrumento, no para sustituir la espontaneidad vital, sino para asegurarla». Aquí están ya dados todos los elementos que van a permitir el despliegue sucesivo de la razón vital: la relación problemática entre la cultura y la vida y el papel asegurador del concepto. Éste, a través del esfuerzo de integración en la red relacional, cumple la función de «a-segurar» lo que, de otro modo, en su soledad y aislamiento, se desvanecería como el humo. Se trata, pues, de hacer concepto . Y España es lo que más importa, por tanto: hacer concepto de España .

El concepto de circunstancia supone, a estas alturas, una crítica insoslayable al positivismo residual de la generación finisecular, pero es una crítica creativa, o mejor, afirmativa de una decidida voluntad por recomponer la escisión abierta entre la cultura y la vida. Frente a ese «medio» todopoderoso que desencadena la «lucha por la vida» y ante el que el individuo sólo puede adaptarse o perecer, Ortega opone el concepto de circunstancia. La dificultad de encontrar una salida reformista a los ideales revolucionarios (repárese, por ejemplo, en el caso de Azorín) queda así salvada. El doble movimiento de vaivén que se establece entre el individuo y su circunstancia abre un proceso dinámico de mutua interacción y reforma, y posibilita una eficacia y una libertad a la acción del sujeto que antes, en el horizonte abierto por el determinismo darwinista, le eran negadas. España es una circunstancia, por tanto, objeto de reforma. El problema consiste en cómo situarse ante ella. Porque la circunstancia es circum-stantia y a su través entra el individuo en conexión con el universo.

Hacer concepto es ya hacer filosofía, porque ésta es «ciencia general del amor», el ímpetu mayor hacia una «omnímoda conexión», según reza el Prólogo «Lector...», es decir, donde se cumple en máximo grado el «imperativo de la comprensión». La circunstancia española inmediata no es, en la consideración de Ortega, filosófica, sino literaria (no en vano, como hemos visto, debe iniciar su discurso filosófico desde lo metafórico). Son Baroja y Azorín la forma intelectual de la circunstancia española. Su obra, nacida y crecida a la intemperie de la crisis nihilista, configura un «pensar de España» al que le falta la claridad del concepto. Ortega es hijo de todo ello, pero hijo que se subleva. Y debe empezar precisamente por «reabsorber» su propia circunstancia, y esto pasa necesariamente por un ajuste de cuentas con Azorín y Baroja. Duro ajuste de cuentas, sí, pero en él ambos quedan salvados, pues de salvar la circunstancia se trataba. Nótese que no «salva» a Unamuno, a quien, en correspondencia privada, consideraba un «caso perdido». Unamuno le irrita, y contra él reaccionará con dureza en repetidas ocasiones, pero no le concede el «culto meditativo» ni le brinda una «salvación». Alguna consecuencia habría que sacar de ello. Quizá haya sido una suerte de deformación profesional por parte de los profesionales de la filosofía lo que ha llevado a privilegiar la relación Ortega-Unamuno sobre otras aparentemente más «literarias».

Se olvida el detalle antes aludido y no suele considerarse que el mismo año que apareció Vida de Don Quijote y Sancho también vio la luz La ruta de Don Quijote (obra que Ortega recibe muy positivamente, según consta en sus cartas desde Alemania). Y es bastante probable que esa imprecisa referencia a la Tradición, cerrándole en Meditaciones del Quijote las puertas de la España nueva, en la que la crítica ha querido reconocer la silueta de Unamuno, sea, más propiamente, una referencia a ese mismo Azorín que, desde El político a Lecturas españolas , estaba reescribiendo la tradición con el fin de dar una plataforma cultural al reformismo maurista. Era un fin político en el que la literatura –sin dejar de serlo– se ofrecía también como medio.

Andrés Hurtado, como Fernando Ossorio y Antonio Azorín, protagonistas emblemáticos de la narrativa de Baroja y Azorín, y, por consiguiente, figuras cardinales de la circunstancia orteguiana, son, en propiedad, anti-héroes. En ellos culmina la representación literaria del dominio de la realidad sobre los ideales. Son el fracaso de los ideales. Nada pueden contra el poder opresivo del medio. Representan la escisión radical entre la razón y la voluntad y la imposibilidad misma de su recomposición en el horizonte nihilista de la crisis de fin de siglo. Dan forma a la representación de la España doliente, enferma, postrada. Y contra ella se levantará Ortega. Contra ella, sí, pero desde ella («la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre», sentenciará lapidariamente el Prólogo «Lector...»). El fracaso del noventayochismo es lección ejemplar para Ortega. Quizá la más importante: el raciovitalismo es el intento de sutura de esta escisión de la cultura finisecular. Las fuentes germánicas del mismo, debido a la misma deformación profesional antes aludida, han dejado en la sombra esa raíz española, azoriniano-barojiana, que sólo andando el tiempo habría de descubrirse como eminentemente europea. La circunstancia orteguiana escatará en Meditaciones del Quijote un tipo de heroicidad que se propone como crítica del heroísmo romántico: es la heroicidad de lo cotidiano. Ser héroe es saber contar con las circunstancias. Y es requisito de la reforma. Y es requisito también de una filosofía que se propone salvar las circunstancias.¿Cómo recomponer la separación entre razón y voluntad, entre realidad y pensamiento? Advierte Ortega, en recomendación cuasi-programática, que «al destronar la razón, cuidemos de ponerla en su lugar» (aún queda para llegar a aquella formulación precisa de El tema de nuestro tiempo según la cual «La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital», pero el camino ha quedado iniciado de forma segura e inequívoca). ¿Cómo se pasa de esta circunstancia inmediata de Azorín y Baroja a Cervantes? ¿No marca precisamente este paso el itinerario de la reabsorción orteguiana de la propia circunstancia? ¿Qué puede ofrecer la magna obra cervantina a la salvación de España?

La entera serie de las Meditaciones orteguianas no responde a capricho: la articulación de sus títulos, en la varia modulación de sus diferencias, muestra una trabazón interna de indudable valor. Es el itinerario intelectual en proyecto de escritura de la «reabsorción», por parte de Ortega, de la circunstancia española. Su interrupción hay que buscarla, sobre todo, en la mutación que sobre las circunstancias introdujo la Gran Guerra. Difícil hablar de integración en un mundo dominado por la violencia de las trincheras; difícil conciliar, sobre todo de explicar, sin parecer sospechoso, la defensa de la cultura germánica y del concepto con la aliadofilia de sus compañeros de generación (recuérdese, a este propósito, cómo se inclinó la relación con Araquistáin en el seno de la redacción de la revista España ). La guerra urgía a una inmediatez en la que no cabían la parsimonia y el vuelo del culto meditativo. Y sin embargo, Ortega había empezado ya a distanciarse de aquella consideración neokantiana de la ciencia europea como valor absoluto. Aquella Europa en guerra no podía ser, desde luego, un modelo para la resolución del «problema de España». La Gran Guerra supondrá para Ortega la evidencia de una sospecha en la que ya monta Meditaciones del Quijote , sospecha que acabará abriendo un proceso de revisión crítica que le llevará a la formulación del raciovitalismo como determinación y respuesta a la crisis de la modernidad: el «problema de España» quedará así disuelto en un más amplio y complejo «problema de Europa».

El Quijote es el origen de la novela moderna («toda novela lleva dentro, como íntima filigrana, el Quijote »). En su origen sublime transparece la grandeza de Cervantes. Es la novela de Europa. De una Europa distinta, claro está, de la que acabó configurando el racionalismo cartesiano. Pero eso es, precisamente, lo que importa aquí y ahora. Cervantes representa una posibilidad europea de España, la más alta acaso: es la puerta grande de nuestra integración en el orden intelectual de lo europeo. Allí están ya Cervantes y su obra inmortal. Allí lo han llevado Schelling, Heine, Turgueniev... Bastaría, pues, penetrar las profundidades del Quijote para alcanzar Europa. Ortega no supo/pudo descubrir la dimensión europea de las novelas de Azorín y Baroja. A través de ellas, su circunstancia no comunicaba con esa ciencia alemana en la que él se había formado y a la que necesitaba someter a crítica y reconsideración.

Aquí se trata de hacer concepto, pero justo es reconocer que «El concepto no ha sido nunca nuestro elemento» y que «Representamos en el mapa moral de Europa el extremo predominio de la impresión». Es claro, y ha sido abundantemente repetido, que lo que Ortega afirma aquí es un ideal de integración («Integración» es precisamente el título del apartado correspondiente de la Meditación Preliminar). Pero en una situación de carencia y menesterosidad, como era, a su juicio, la circunstancia española, era preciso organizar el sensualismo impresionista con el cultivo de la meditación. Aquí ha faltado profundidad y, sin embargo, el Quijote es un libro profundo, acaso el «más profundo». Una paradoja que se traduce en un equívoco: el Quijote es «como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española». Sobre él sólo han derramado «breves iluminaciones» algunas «almas extranjeras», y, por lo que se refiere a lo nacional, ni nuestra afectada elocuencia ni nuestras «rebuscas eruditas» han logrado hacer luz en el «colosal equívoco». Ante la magna obra cervantina, el lector no sabe a qué atenerse: «¿Se burla Cervantes?», «¿De qué se burla este pobre alcabalero desde el fondo de una cárcel?». A diferencia de Shakespeare, falta en Cervantes, dice Ortega, la «línea de los conceptos» (así lo reconoce el propio Cervantes en el Prólogo del Quijote ). La magna obra niega al lector la evidencia de sus pautas interpretativas. Como el bosque. Como España. La conceptualización (hacer concepto) del estilo de Cervantes deviene así paso esencial en Meditaciones del Quijote .

Al Ortega de esta hora no le interesan ni Don Quijote ni Cervantes,¡ ni el personaje ni su creador, tal y como habían hecho, respectivamente, y contra los que escribe, Miguel de Unamuno y Francisco Navarro Ledesma en sendos estudios de 1905, a la sazón el año de los fastos conmemorativos del III Centenario de la obra cervantina. Le interesa el Quijote como libro. Y ello, porque la consideración aislada de las cosas es una impiedad que conlleva su inevitable condena («los errores a que ha llevado considerar aisladamente a Don Quijote son verdaderamente grotescos»). Y aquí se trata de todo lo contrario: salvar, poner en relación, hacer concepto. Le interesa a Ortega el «quijotismo del libro», expresión no exenta de ambigüedad, pero que, en la economía del texto orteguiano, quiere decir «estilo cervantino».

El Quijote es el libro profundo perdido en las profundidades de lo hispánico. En el apartado que cierra la Meditación Preliminar, programa metódico de las Meditaciones, Ortega desvela su interés por el estilo de Cervantes. Es Cervantes, dice, una «plenitud española» y, añade, «en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política». En este orden de cosas, si alguien desvelara el perfil del estilo cervantino, su íntima silueta, si alguien fuera capaz de ello, bastaría con prolongar sus líneas para llevar a cabo la ansiada regeneración y el experimento de una nueva España (con relativas filosofía, moral, ciencia y política). Ardua y levantada tarea ante la que Ortega se piensa, con mal disimulado pudor, como ese «nieto» tanto esperado por Cervantes que fuera «capaz de entenderle». Capaz de entender, por fin, su magna obra, el Quijote , y entendiendo ésta, entender también a Cervantes: porque el estilo es el hombre, no en su biografía, sino en la forma interna de su espíritu.

Amable condescendencia, sonrisa irónica y mirar melancólico desplegados con amplitud y sin reparos sobre las cosas del mundo constituyen los trazos principales del estilo de Cervantes. A ellos parece fiar Ortega la posibilidad de configurar para España un proyecto de regeneración justo y eficaz («justicia y eficacia» es el lema de Vieja y nueva política ). España debe desandar el camino de su decadencia secular para reencontrarse con el Quijote , y allí, en plena posesión del secreto de sus profundidades, reconciliada al fin consigo misma, alumbrar un nuevo inicio.

La filosofía que encierra el estilo de Cervantes tendría que ver con esa maniera indirecta y oblicua de acercarse a las cosas que se despliega modélicamente en el Quijote . No para poseer, no para imponer, sino para construir un orden de la realidad capaz de alojar en sí los ideales. No unos ideales concretos, sino su misma posibilidad. Incluso el fracaso de los ideales. Es ésta la forma de un «realismo trascendente», pues se coloca entre dos ámbitos distintos y distantes, pero no como divisoria o límite, sino como lugar de integración, como espacio de lo humano.

No es (sólo) cuestión de contenidos, sino (sobre todo) de forma. La plenitud del Quijote señala un camino; el estilo cervantino, un modo de transitarlo. Y aquí se trata precisamente de eso. Del modo y de la manera. Del modo y manera de llevar a cabo la reforma en España. Del modo y manera de hacer filosofía en España. ¿Es éste el estilo de Ortega?

Cervantes, como el sabio graciano del epígrafe, hace concepto de todo. No de la totalidad, sino de cada una de sus partes en su prístina concreción e individualidad. Su novela ofrece la apertura a la pluralidad de las perspectivas en una suerte de polifonía que conjuga magistralmente la multiplicidad de las voces y la multiplicación de los ecos. Su secreto consiste precisamente en eso, en ofrecer, a través de un estilo, la maniera grande del perspectivismo. Sólo que hay una distancia entre el concepto que hace Cervantes de las cosas y el concepto que ofrece de ellas en su obra. Esa distancia es su secreto. Su estilo. Y llegar a él requiere hacer el camino de su experiencia. O recrearlo en una lectura que sea verdaderamente experiencia de vida.

Ortega acoge en el corazón de su discurso –aunque la enseñanza quizá le venga más de Nietzsche– la multiplicidad de las perspectivas y su carácter esencial en la conformación de la realidad: la perspectiva es «el ser definitivo del mundo». Hacer concepto quiere decir corresponder al «imperativo de la comprensión». Pero el concepto es siempre concepto de algo. De algo que se ha comprendido, es decir, puesto en relación dentro de la red relacional de un mundo que sólo se ofrece en perspectivas. ¿No es el concepto también una perspectiva? ¿Y qué pasa cuando no hay concepto? ¿Qué sucede cuando falta la filosofía? Es decir: ¿qué pasa cuando lo que hay es el «poblachón manchego» de los noventayochistas elevado a símbolo de España? Y sobre todo: ¿qué pasa cuando lo que hay es mengua filosófica y abundancia artística? ¿Y cómo se reabsorbe esa circunstancia? ¿Y el desequilibrio? Es decir: ¿cómo hacer filosofía en España? ¿Cómo? Meditaciones del Quijote intenta responder precisamente a esa reabsorción de la circunstancia española configurando un modo de hacer filosofía que se pretende inaugural y fundacional. De aquí arranca el ejercicio y desarrollo de la filosofía contemporánea en España. Es la base que permite la recepción productiva de las líneas dominantes del pensamiento europeo. La estructura que permite una inserción (salvación) igualmente productiva de las creaciones nacionales. Pero es un modo de hacer filosofía fronterizo con lo literario, y si hacia adelante abre, como hemos visto, una salida a la cultura europea, hacia atrás conecta, a través de la crítica de la novela finisecular, con la alargada sombra de Cervantes.

Se ha insistido mucho en la forma y estilo literarios de este texto. Ortega, muchos años después, en nota a pie de página de La idea de principio en Leibniz , habría de lamentarse de ello con cierta dosis de amargura. Es también ocasión de frecuente cita: «no se trata de algo que se da como filosofía y resulta ser literatura, sino por el contrario, de algo que se da como literatura y resulta ser filosofía». Sus detractores, según dice, le acusaban de no escribir «más que metáforas», y esto les bastaba para sentenciar que sus escritos «no eran filosofía». Hubiera podido, sin duda, defenderse mejor, aunque como defensa hay que reconocer que no está mal.

La metáfora constituye un elemento importante y no prescindible del filosofar orteguiano que se ofrece en Meditaciones del Quijote . La metáfora del bosque es, en este sentido, como hemos visto, inicial e iniciática. No es adorno del discurso, sino elemento fundamental y fundacional del discurso mismo.

A lo largo de este breve estudio nos hemos referido en repetidas ocasiones a Vieja y nueva política , un texto que anticipó de pocos meses la publicación de Meditaciones del Quijote y que constituye el programa político de esa reforma intelectual a la que Ortega se afanaba por encontrar una salida. Vieja y nueva política constituye la teoría política relativa a la filosofía de Meditaciones del Quijote . Conviene ahora, a este punto, traer a colación otro texto de 1914, el famoso «Ensayo de estética a manera de prólogo», hermano gemelo de los anteriores, con los que comparte un mismo horizonte y con los que cierra el triángulo de la acción intelectual orteguiana de esa época (filosofía-política-estética). Nótese, aunque sólo sea como anécdota, que este texto apareció como prólogo a El pasajero , de José Moreno Villa, un libro de poesía tan atractivo y tan característico de una posible «poesía del 14» (en su doble intento de alejamiento de la poesía finisecular y de apertura a un simbolismo de nuevo cuño) como desafortunado y olvidado (a lo que hubo de contribuir, sin duda, la sombra que sobre él proyectó el brillo del desmesurado prólogo de Ortega).

En «Ensayo de estética a manera de prólogo» aparece definida la figura del artista con las mismas características que Ortega había atribuido al héroe en la Meditación Primera de Meditaciones del Quijote : el artista, como el héroe, aspira a/quiere «ser él mismo». Y poco más adelante, en la sección tercera, anuncia Ortega una «nueva manera de pensar» exenta de la preocupación subjetivista del idealismo alemán (coronada en Fichte) y crítica con el racionalismo cientificista del neokantismo. La raíz fenomenológica de esta nueva manera de pensar es palmaria y ha sido suficientemente puesta de manifiesto por la crítica. El arte queda comprendido no como un «subterráneo de la vida interior», como quería la comprensión romántica del mismo, sino como «método» capaz de presentarnos (en su representación) el carácter ejecutivo de las cosas. Las cosas mismas en su ser-siendo, esto es, en cuanto que ejecutándose. Y es el carácter presentativo («absoluta presencia») de la representación artística lo que confiere, en la experiencia artística, una proximidad con el objeto que es inmediata e inmediada. El arte es «transparencia»: la transparencia de la absoluta presencia, la transparencia de sí.

La metáfora es, para Ortega, la «forma elemental» de esta transparencia. Y es, sobre todo, «un procedimiento y un resultado». Es un camino en el que se procede a la «desrealización» de los objetos y a su sucesiva unión en ese «lugar sentimental» del que parte el destello metafórico y acaba por conducir a la identificación de dos objetos separados (distantes y distintos). La metáfora permite una identificación nueva. En su novedad se justifica. El bosque es la realidad; el bosque es un libro, el Quijote ; el bosque es España. La metáfora es, pues, creadora, poiética , y con ella en sus manos siente el artista una potencia cuasi-divina, se siente un dios menor que desconoce la lógica oculta de su creación. A esta fuerza de la metáfora, a su potencia incontrastada y misteriosa, debía referirse Aristóteles cuando exigía como requisito irrenunciable del buen discurso el «dominio de la metáfora» ( Poética , 1459 a).

La metáfora es también una perspectiva y como tal se ofrece a la consideración del meditador, y es también, a la vez, sobre todo, creadora de nuevas perspectivas. Es pletórica y su empeño consiste en querer ser siempre más. Es, pues, voluntad metafórica, y su carácter heroico tiene que ver con el «heroísmo de la voluntad». Pero no salva, o, al menos, no salva en aras de esa seguridad que quería Ortega para la salvación. Es un destello fugaz, una iluminación subitánea. Gusta del riesgo y de la inseguridad. Vive en permanente peligro. Su fuerza está en su statu nascendi , pero su vida prolongada es sólo el lento deterioro que apunta hacia las metáforas muertas de la lengua cotidiana. Hay en ellas un brillo apagado que recuerda lejano la fuerza imponente de su gloriosa plenitud.

El concepto, en cambio, siendo también, como hemos visto, perspectiva, es la perspectiva de la red relacional de lo existente. El concepto a-segura y con-solida lo dado, lo salva, pero no es capaz de crear ex novo . El suyo es el «heroísmo de lo cotidiano». Y a su implantación y consolidación fía Ortega el éxito de sus ejercicios salvadores. Ortega es la voluntad de concepto. La tenaz voluntad de hacer concepto en España. Evidentemente, Ortega es deudor de un orden intelectual muy concreto: el neokantismo y la fenomenología aprendidos en Alemania y el positivismo residual presente en nuestro regeneracionismo finisecular. No hay en la tradición española filosofía que –en su opinión– haya valido la pena. Y si la ha habido es como si no la hubiera habido, porque, como afirma en Vieja y nueva política , en nuestra historia ha habido una suerte de «rompimiento» de la tradición, un corte que nos separa de ella y nos la devuelve inútil e ineficaz. Tal y como la comprende Ortega, la circunstancia intelectual española –la suya– no es filosófica, sino artística y literaria. Toda obra de arte que de verdad lo sea alberga dentro de sí una filosofía (aunque esto, claro está, no sea suficiente para hacer de ella una obra filosófica). Lo dijo, claro, pensando en el Quijote . Y también dijo que bastaba continuar las líneas del estilo de Cervantes para nacer a la posibilidad de una nueva España. ¿Las continuó acaso Ortega? ¿Es su estilo continuación del estilo cervantino?

Ortega tuvo la osadía y la arrogancia de querer empezar de cero. En filosofía, se entiende. Teniendo bien presente, eso sí, un modelo alto, como eran Cervantes y el Quijote . Y tuvo que empezar por –o fue llamado a– crear un lenguaje filosófico. La misma experiencia ofrecida por Cervantes era un ejemplo claro de la «inseguridad» del soporte literario para el pensamiento. Ortega buscaba, en cambio, un soporte seguro.

Pero aquí no había conceptos. O no había los que Ortega creía necesitar. Había, pues, que hacerlos. Y en el hacerlos se viste literariamente y se sirve de la fuerza creadora de la metáfora. El discurso orteguiano de Meditaciones del Quijote se funda y construye desde el despliegue de la metáfora (no otra es la función de la amplia descripción del bosque de La Herrería con que se abre la Meditación Preliminar), pero es un despliegue metafórico que no se construye como morada ideal del pensamiento, sino como lugar provisional del mismo, como búsqueda de los conceptos capaces de darle firmeza y seguridad (años después, en el contexto de la reclamación de la «reforma de la filosofía», hablará Ortega de un uso provisional de ciertos términos, estrechamente emparentados con la metáfora, en espera de los conceptos apropiados para nombrar la nueva realidad radical). Ortega busca un nivel de seguridad para el pensamiento capaz de ponerlo al reparo de la literatura. Sólo así sería posible construir una España nueva, al reparo de la sempiterna precariedad que había dominado la cultura española (sentía su propia circunstancia como un exceso de literatura y un defecto de reflexión, es decir, de concepto, y en la confluencia de este exceso y de este defecto cifraba el mal endémico de España). Por eso su discurso está siempre como abandonando el despliegue metafórico: la ocasión de la metáfora es espera de concepto. Éste es su auténtico estilo: el paso que va del destello metafórico a la claridad conceptual. Funda y fundamenta, pues, Meditaciones del Quijote la filosofía en España. Su misma posibilidad y desarrollo. Y en el hacerlo, se constituye no sólo como filosofía, sino (también) como filosofía española: el concepto de circunstancia imponía un vínculo que Ortega no podía traicionar. Sólo desde la plena conciencia de la circunstancia como límite y limitación podía darse el salto a la filosofía.

Ortega buscó denodadamente en los años que preceden a Meditaciones del Quijote una salida española a la filosofía a través de lo que él llamaba la «estética española» (véase, por ejemplo, «Adán en el paraíso», «La estética del enano Gregorio el Botero» o «Arte de este mundo y del otro»), o lo que es lo mismo, a través de esa «manera española de ver las cosas» tan vivamente presente en nuestras representaciones artísticas (Azorín, Baroja, Zuloaga, etc.). Meditaciones del Quijote cumple esa salida. Quizá no sea el «problema de España» un problema filosófico, desde luego no es como esos Grandes Problemas con que suele presentarse la Gran Filosofía, pero, en su modestia teórica, fue la puerta de ingreso de la cultura española en la modernidad filosófica. Entiéndase: en la modernidad dominante.

Pero es que en el inicio «literario» del discurso orteguiano, en ese inicio que funda la posibilidad de la filosofía en España, en su estilo, en su modo y manera, está presente un modo y una manera de entender y practicar el ejercicio filosófico que hace de la metáfora el eje central del filosofar. Se trata de un pensar que es español porque va arrastrado en la «forma literaria» de nuestra lengua, pero que es, sobre todo, humanista y latino, pues sus categorías no son racionalistas sino pertenecientes al dominio que vertebran la «agudeza» y el «ingenio», como he tratado de mostrar en La tradición velada (Ortega y el pensamiento humanista) . Ortega no supo reconocer este modo de filosofar como operativo en los márgenes, o por debajo, de la línea dominante en la modernidad por el racionalismo cartesiano y el idealismo alemán. Y sin embargo estaba allí. Hubiera bastado continuar auténticamente alguna de esas líneas de fuerza del estilo cervantino para descubrirlo.

Noticia bibliográfica a modo de descargo

Desocupado lector: el estudio que acabáis de leer se quiere riguroso y acreditado, aunque haya prescindido de las notas al pie y no haya dado puntual referencia de sus numerosas citas. Contraviene un uso erudito que cumple, las más de las veces, el querer ganar los favores de la academia y los aplausos del gremio. Bien pudiera haberlo resuelto siguiendo los consejos de aquel amigo gracioso y bien entendido que comparece en el prólogo del Quijote para librar de las dificultades del momento a su insigne autor, si no fuera ello por el convencimiento que tengo de haberos favorecido la lectura y allanado el camino para llegar al final –puesto que hasta aquí habéis llegado. En nada rebajo la fuerza ni la verdad de lo que digo por no decir dónde se dice lo que digo dice el venerable Ortega, o por callar lo consabido de los escritos de sus muy doctos e ilustres intérpretes. No hay en ello menosprecio alguno; si acaso cierto cansancio de los géneros que fomentan la vanidad improductiva y la inútil complacencia. Mi palabra os doy que cuanto digo de lo que digo dicen corresponde fielmente a la palabra dada. Y pues así os digo debéisme creer, pues a cambio nada os pido. He de confesaros que en el camino de mi estudio he dejado indicaciones, si no suficientemente puntuales, sí lo bastante para que vuestra curiosidad pudiera localizarlas si a bien tuviere hacerlo. Mas como no hay nunca palabras absolutas, sino sólo imperfectas ediciones donde las palabras se ponen, cumplo en mi deber de comediante dándoos ahora fiel reseña de las ediciones que he procurado seguir en el curso de este mi discurso.

Para el texto de Meditaciones del Quijote se ha seguido la edición incluida en el tomo I de las Obras completas de J. Ortega y Gasset (Madrid, Santillana, 2004, pp. 745-825), que es, sin duda, la que presenta una fijación textual más rigurosa y ofrece un aparato de variantes de enorme utilidad. También se han tenido en cuenta las ediciones de Julián Marías (Madrid, Cátedra, 1990), Paulino Garagorri (Madrid, Alianza,1987) y José Luis Villacañas (Madrid, Biblioteca Nueva, 2004). Y hemos tenido presentes también algunas Notas de Trabajo que resultan de gran interés en relación al texto de Meditaciones del Quijote y al proyecto general de las Meditaciones; me refiero a «El estilo de una vida (Notas de trabajo de José Ortega y Gasset)» y a «Sobre Cervantes y El Quijote desde El Escorial (Notas de trabajo de José Ortega y Gasset)», ambas editadas por el buen hacer de José Luis Molinuevo y publicadas en Revista de Occidente , respectivamente en los núms. 132 (mayo 1992) y 156 (mayo 1994).

Para los textos orteguianos de Vieja y nueva política , «Ensayo de estética a manera de prólogo», El tema de nuestro tiempo y La idea de principio en Leibniz , se ha seguido la precedente edición de las Obras completas (Madrid, Alianza, 1983), respectivamente los tomos I (pp. 265-307), III (141- 242), VI (pp. 247-264) y VIII (pp. 59-356). Para los artículos «Adán en el paraíso», «La estética del enano Gregorio el Botero» y «Arte de este mundo y del otro» se ha tenido presente otra vez el tomo I de esta misma edición (pp. 473-493, 536-545 y 186-205, respectivamente).

Las cartas del joven Ortega escritas desde Alemania se encuentran en Cartas de un joven español (1891-1908) , edición de Soledad Ortega, Madrid, El Arquero, 1991.

El intento de reconstrucción del proyecto general de las Meditaciones orteguianas llevado a cabo por Inman Fox se cita aquí siempre elogiosamente, con admiración mal disimulada y una sana envidia hacia una labor que a nosotros también nos hubiera gustado poder llevar a cabo. Me refiero a J. Ortega y Gasset, Meditaciones sobre la literatura y el arte (La manera española de ver las cosas) , edición de Inman Fox, Madrid, Castalia, 1987. No es el regalo de su amistad lo que me fuerza a llamar vuestra atención sobre el ninguneo que sufre este trabajo, sino la fe que tengo en la seriedad de la investigación y en el rigor del estudio.

Los textos de Platón y de Aristóteles que aquí se citan siguen respectivamente las traducciones de Luis Gil (Madrid, Guadarrama, 1969) y Valentín García Yebra (Madrid, Gredos, 1974), pues la palabra dada hubo de ser vertida en los moldes de la española lengua.

El epígrafe de Baltasar Gracián que abre nuestro estudio corresponde al aforismo núm. 35 del Oráculo manual y arte de prudencia y sigue la magnífica edición de Emilio Blanco (Madrid, Cátedra, 1995). Sirve este epígrafe, lector juicioso y atento, para marcaros la pauta de un horizonte de lectura que desarrollé hace varios años en La tradición velada. Ortega y el pensamiento humanista (Madrid, Biblioteca Nueva, 1999), libro que tuvo entonces una favorable acogida crítica que acabó por abrirle las puertas de la consideración y del respeto. Algún Avellaneda le ha salido, lo cual, aunque no aproveche, en mi fuero interno me carga para dar pronto segundas partes.

El Prólogo del Quijote que se cita sigue la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico para el Centro de la Edición de los Clásicos Españoles (Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2004), conmemorativa del IV Centenario de la publicación de la I Parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra.

Y con esto, lector suave , dejo a vuestra consideración y entendimiento lo aquí escrito, confiando en que si habéis llegado hasta aquí sea al fin generoso vuestro juicio. Vale .

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