Tocqueville parece haber sido naturalizado norteamericano hace más de un siglo y medio: su obra forma parte del patrimonio nacional, y permanentemente se descubren en ella los secretos del origen y la promesa de la grandeza perenne de la Unión.
Un autor «clásico»
Desde hace más de un siglo, en las universidades norteamericanas La democracia en América es un clásico. Claro, si entendemos por clásicos esos libros que todo adulto culto siempre pretende haber leído y «releer» con admiración renovada, a pesar de que, por lo general, se ahorra el aburrimiento de lecturas tan áridas. La multitud de libros de texto que cita a Tocqueville (una cincuentena) y de cursos por Internet dedicados a su obra revelan la inflación reciente de la enseñanza de Tocqueville. La demanda académica sobrepasa el marco de las universidades, tal como lo ha mostrado en 1995 la iniciativa de la cadena ciudadana C-Span, que difundió un kit de programas y documentos pedagógicos sobre La democracia dirigido a los adolescentes. Fuertemente mediatizada por una caravana que circuló por el territorio norteamericano, la operación estuvo acompañada por un concurso de poemas, ensayos y caricaturas sobre Tocqueville.
Esta pedagogía «activa» consiguió que jóvenes muy diversos se apropiasen de un texto que, sin embargo, tiene fama de difícil. Pero Tocqueville también es un autor clásico puesto que, incesantemente, se apela a su autoridad para legitimar las posiciones políticas más diversas. Su gusto por la máxima convierte su obra en una reserva inagotable de citas sonoras para iniciar o terminar un discurso. El orador se engrandece al ponerse bajo un patronazgo eminente, y su argumento se ve reconfortado desde el momento en que se adosa a una tradición ya bicentenaria de pensamiento político.
Clinton, por ejemplo, citó a Tocqueville en su Discurso sobre el estado de la Unión ( State of the Union Address ) del 24 de enero de 1995. Había sido precedido, no obstante, por Newt Gingrich, presidente republicano de la Cámara de los Representantes, quien en su discurso de apertura de la sesión legislativa del 4 de enero también había recurrido a Tocqueville. Los Congressional records muestran que esta práctica de la cita legitimadora es constante: 45 referencias durante el 104 congreso, 27 de ellas por republicanos (1995-1996); 50 referencias durante el 105 congreso (1997-1998); 28 durante el 106 congreso (1999-2000); 33 en el 107 (2001-2002); 18 durante el 108 (2003 hasta enero de 2004). Los temas de estos discursos son de una extrema variedad: historia, economía y fiscalidad, cuestiones sociales (la educación, la escolaridad, la religión, la familia), etc. A veces las citas no tienen demasiada relación con el tema. Es sorprendente, por ejemplo, que Newt Gingrich crea encontrar en Tocqueville una autoridad en favor de la baja de impuestos cuando Tocqueville se preocupaba por no ser incluido entre los partidarios de un Estado mínimo y austero. Aún más, la más célebre de las citas norteamericanas de Tocqueville es apócrifa: se repite que «Norteamérica es grande porque Norteamérica es buena. Cuando Norteamérica deje de ser buena, dejará de ser grande». La fórmula fue extraída de un libro de 1941 sobre la religión y el sueño norteamericano; once años más tarde Eisenhower la atribuye a un gran pensador francés; luego, se la reencuentra atribuida a Tocqueville por Reagan en 1982, por Clinton en 1994 y 1995, por Buchanan en el momento de anunciar su postulación en 1996... De discurso en discurso, el nombre de Tocqueville, como el de un Salomón de la democracia, sirve para ennoblecer un adagio de la sabiduría colectiva.
La cita es tan falsa como esclarecedora: más visiblemente que las auténticas, apunta a confortar la identidad norteamericana, hecha de valores morales y de una promesa inicial a la cual la nación debe fidelidad, bajo pena de muerte. La referencia a Tocqueville profetiza «el destino manifiesto» de la Unión norteamericana, que la admiración de los europeos parece hacer más «manifiesta» todavía. Esta americanización de Tocqueville puede sorprendernos puesto que Tocqueville se preocupaba por el juicio del público norteamericano pero no escribía prioritariamente para él. Su objetivo era extraer de la experiencia política norteamericana una lección para los europeos, es decir, para sociedades que salían, o saldrían, del absolutismo. Tocqueville quiso ser el pensador de la transición democrática, y sólo este objetivo permite comprender el vínculo entre todas sus obras. La democracia en América ofrece a los europeos una imagen posible de su futuro. El Antiguo Régimen y la Revolución , para el cual el título La democracia en Francia había sido considerado, trata de los remanentes de la tradición absolutista en la Europa continental y de la dificultad para instalar una democracia liberal. La recepción de Tocqueville en Europa desde 1835 se caracteriza por la meditación sobre el arte de acomodar las democracias al espejo que ofrece la experiencia norteamericana. Tanto es así que no se lee a Tocqueville más que en los períodos en que Europa mira hacia los Estados Unidos: hasta alrededor de 1880 y después de la segunda guerra mundial.
Al contrario, en Estados Unidos casi nunca se lee a Tocqueville con ánimo comparativo. Pese a algunos trabajos notables, no se busca en su obra comprender la experiencia norteamericana por comparación con la historia de Europa. Los libros históricos de Tocqueville ( Recuerdos de la revolución de 1848 , El Antiguo Régimen y la Revolución ) suscitan poco interés fuera del círculo de los especialistas; la lectura norteamericana de Tocqueville es una lectura descontextualizada; el norteamericano se contempla como en un espejo en el libro francés de Tocqueville o más tarde en el libro inglésde Bryce ( The American Commonwealth , 1881); aprende a comprenderse a sí mismo como si fuera otro, como si fuera un extranjero. Pero la mirada del otro no está allí más que para dar fe de la objetividad del juicio, y para que la distancia cultural permita desentrañar mejor las líneas principales de la experiencia norteamericana.
Para el gran público, Tocqueville no es interesante como pensador francés, dotado de una historia particular e inteligible por su situación en un debate francés. O más bien, su cualidad de francés y de aristócrata sólo importa puesto que aumenta el valor de sus elogios: el aristócrata convertido por la grandeza norteamericana, el francés venido de la gran nación revolucionaria que encuentra una revolución hermana, donde lee, se cree, el final de la historia. De esta forma, Tocqueville es utilizado como el testigo privilegiado de una translatio studii et imperii del viejo continente al nuevo.
Forma parte del «french heritage» , es decir de las bondades de la inmigración francesa, junto con los québecois , el marqués de La Fayette, el mayor Charles Pierre L'Enfant, urbanista de Washington, y Bartholdi, el escultor de la estatua de la libertad. Para el historiador, paradójicamente, el interés mayor de la lectura de la obra de Tocqueville en los Estados Unidos no reside en lo que puede enseñarnos acerca de los intercambios culturales entre los dos continentes sino en lo que revela de la imagen problemática que los norteamericanos tienen de ellos mismos desde hace 150 años.
La recepción de Tocqueville en Estados Unidos en el siglo XIX parece ilustrar lo que él mismo dice del patriotismo sombrío norteamericano. Publicada allí en 1838, precedida por un largo prefacio de John Canfield Spencer –abogado whig y representante del estado de Nueva York– La democracia en América ofrece una visión de los Estados Unidos serena y elogiosa que contrasta con los juicios desdeñosos de los viajeros ingleses. Aun así el ex presidente John Quincy Adams acusa a Tocqueville de ser demasiado severo. En efecto, Adams le escribe el 12 de junio de 1837 para defenderse, con algo de razón, de la acusación de haber practicado el spoilt system . El error será corregido en la sexta edición. El episodio es menos significativo que el trabajo de recomposición de una imagen de sí mismos que el libro de Tocqueville provoca en sus interlocutores norteamericanos. Tocqueville había frecuentado sobre todo el ambiente whig y la exactitud de la obra se resintió por esta información parcial. Los whigs desconocían el carácter cada vez menos igualitario de la Norteamérica de los años treinta. No es menos cierto que una gran distancia separa lo que la elite de Boston quería mostrar a Tocqueville y la imagen que él les devuelve de sí mismos.
Spencer remarca que «lectores de las opiniones más diversas verán que frecuentemente está de acuerdo con ambas partes, y que con la misma frecuencia disiente de ellas». De esta forma, Tocqueville participa de la renovación del pensamiento político norteamericano, ayudándole a reflexionar sobre las formas de acomodarse a la democracia. Al menos en 1835. Pues Tocqueville es más lúcido sobre los riesgos de ruptura de la Unión que sus propios interlocutores. Desde el principio, Tocqueville notó el carácter imborrable del error de la esclavitud; después de 1850 se preocupó por la supervivencia de la tradición liberal en un país donde una inmigración constante ponía en peligro la cultura originaria: violencia, demagogia, imperialismo, hacen de la Norteamérica desde los años 1850 «una fuerza irregular y peligrosa». «Pronto no serán más ustedes mismos», escribe melancólicamente. Un europeo podía presentir mejor que otros que Norteamérica entraba en tiempos de revolución y de enfrentamiento de clases y razas.
Sin embargo, paradójicamente, la similitud entre la experiencia norteamericana y las experiencias europeas –que Tocqueville tanto teme– hará que el interés de los norteamericanos por su obra disminuya en el período entre la guerra civil y los años 1940. La industrialización, los conflictos de clase, la centralización conducen a historiadores progresistas como Frederick Jackson Turner y Charles Beard a construir la historia norteamericana sobre el modelo europeo. No pudiendo ya describir a Estados Unidos como el país del consenso ni como el de una democracia asentada sobre individuos independientes, se mira hacia Europa; y, por lo tanto, se lee menos a este pensador demasiado «norteamericano» que es Tocqueville.
El pensador del carácter nacional norteamericano
El retorno de Tocqueville, tanto en Estados Unidos como en Europa, es posterior a la segunda guerra mundial. El desarrollo de los estudios eruditos, iniciados por el gran trabajo de George W. Pierson, Tocqueville and Beaumont in America (1938), es su condición más que su causa. Tocqueville aparece en los años 1950 como el héroe del mundo occidental libre y como el pensador del carácter nacional norteamericano.
El héroe del mundo occidental: Tocqueville contra Marx, es la guerra fría en el plano de las ideas. Una página alcanzaría para asegurar su gloria: el paralelo de 1835 entre los Estados Unidos democráticos y la Rusia despótica, destinados a repartirse el dominio del mundo. Este paralelo no había impactado a los lectores del siglo XIX más que por la fuerza de la expresión. El recuerdo de la brutalidad de los cosacos ocupando París a la caída de Napoleón y la sorpresa provocada en los años 1830 por el rápido auge comercial de los Estados Unidos reducían esta poderosa visión de la geopolítica a la modestia de un lugar común. La guerra fría confiere al paralelo un alcance que se cree «profético». Gracias a Tocqueville, el choque de los dos bloques toma la majestad de una fatalidad de la historia y se presta a la multiplicación de las profecías sobre el porvenir del mundo. El duelo tiene sus formas políticas: Eisenhower, primer presidente que lo cita, reivindica a Tocqueville en un discurso del 4 de abril de 1959 mientras que en Pravda Kruschev se burla de las «elucubraciones de ese reaccionario francés del siglo pasado». El duelo tiene también sus formas académicas o más bien su forma canónica en el paralelo entre Tocqueville y Marx que condensa la exégesis de Tocqueville durante los años 50. Ello es así más en Europa que en Estados Unidos por la simple razón de que Marx no tenía allí un lugar tan central en el debate intelectual como el que tenía en el Viejo Continente.
Más que el adversario de Marx, en Estados Unidos Tocqueville es el pensador del carácter nacional norteamericano. Numerosos estudios de historiadores, sociólogos y politólogos le fueron consagrados. El libro de Louis Hartz The Liberal Tradition in America (1955), cuya importancia no podría ser exagerada, sirvió de eje al debate. Ese libro llevaba como epígrafe una cita de Tocqueville: «Los americanos tienen una gran ventaja, ... que han nacido libres, en vez de haber llegado a serlo». Una vez más, lamentablemente, la cita es apócrifa aunque fiel al espíritu de algunos pasajes de la obra de Tocqueville. El error, repetido en obras posteriores y sólo enmendado en ediciones tardías, no es nimio. Tocqueville había escrito que la ventaja de los Estados Unidos era que «han nacido iguales en vez de llegar a serlo». Pero en los Estados Unidos es la Liberty Bell la que anuncia el nacimiento de la nación, no la Equality Bell . No es desdeñable que, desde el epígrafe, Tocqueville aparezca como garante de la originaria libertad norteamericana. El libro de Hartz sostiene que la ausencia de Antiguo Régimen explica las características específicas de la cultura política norteamericana: la feliz síntesis entre la religión cristiana y el espíritu de la Ilustración, la inexistencia de una cultura revolucionaria y de la lucha de clases.
Hartz se explaya sobre el consenso original, y la felicidad de una Norteamérica que escapa a la historia llena del ruido y furia de los europeos. Una vez más, la gloria de Tocqueville es grande porque Norteamérica se desvía de Europa. Sobre los pasos del Tocqueville revisitado por Hartz, los sociólogos buscan la especificidad de la cultura norteamericana en la práctica del bargaining entre los grupos de interés, una práctica que asegura la tranquilidad pública e impide la hegemonía de una sola clase. El libro de Marvin Meyers The Jacksonian Persuasion (1956) resume para los historiadores la ortodoxia derivada de la obra de Tocqueville en un oxímoron célebre que presenta a los norteamericanos como «venturous conservatives» : conservadores por su reverencia a la tradición y por el apego a sus valores de origen; aventureros por su fe en el progreso y su confianza en la iniciativa de los individuos.
Tocqueville, denominador común en la división de los partidos
Desde los años 60, la obra de Tocqueville no ha podido escapar al conflicto de las interpretaciones. El éxito de Tocqueville, tanto en Francia como en Estados Unidos, se sostiene sin duda en la sutileza de una reflexión siempre abierta. En Estados Unidos, el espectro de las interpretaciones se ve aumentado por la dificultad de clasificar a Tocqueville dentro de las categorías políticas usuales, por su pertenencia a una tradición intelectual completamente distinta.
Las interpretaciones pueden dividirse entre aquellas que se construyen alrededor de la idea del interés y del mercado y las que lo hacen en torno de la idea de comunidad. Una importante corriente conservadora encontró la obra de Tocqueville útil para estigmatizar el Estado providencia y glorificar al individuo conquistador. En efecto, sobre todo en sus discursos políticos y en El Antiguo Régimen y la revolución, Tocqueville hace una crítica punzante al constructivismo que lo acerca a Edmund Burke.
El más célebre de los lectores anticonstructivistas de Tocqueville es Friedrich Hayek. Inmigrante austríaco, economista, premio Nobel en 1974, Hayek toma prestado del discurso de Tocqueville contra el socialismo, de 1848, el título de su primer libro célebre: La ruta de la servidumbre ( Road to Serfdom, 1944). Se sitúa en la línea de los liberales ingleses de los siglos XVII y XVIII , de Locke, de los moralistas escoceses y de Burke. De la tradición de pensamiento de la Europa continental, infectada por Descartes y Rousseau, no rescata más que a Kant, Constant, y sobre todo a Tocqueville, quien había sido digno de ser inglés. A Tocqueville le reconoce el mérito de haber denunciado la idea del derecho social y mostrado los efectos perversos de la utopía revolucionaria que pretende reconstruir todo a partir de la tabula rasa . A los ojos de Hayek, sin embargo, Tocqueville muestra algunas inconsistencias, como, por ejemplo, el haber dado un sentido enojosamente negativo a la palabra «individualismo».
Esto es lo que lo separa radicalmente de Tocqueville: para Hayek la libertad es un derecho individual, no se confunde ni con la participación política ni con la independencia nacional. La nación es la supervivencia de un tribalismo primitivo. Tocqueville es irremediablemente un «primitivo», apegado a la grandeza nacional, a la participación política como la forma de la buena vida para el hombre; «no hay nada menos independiente que un ciudadano libre».
En la estela de Hayek, toda una corriente de pensamiento utiliza particularmente los textos de Tocqueville sobre el pauperismo, que han sido recientemente reeditados en Chicago con un prefacio de Gertrude Himmelfarb, para llevar adelante un ataque contra el Estado providencia. Tal interpretación se apoya en una lectura atenta de La democracia en América que muestra en efecto que el interés es el principal motor de los hombres democráticos y que todo el arte de los gobernantes de la democracia consiste en convertir el interés particular en interés bien entendido. Las sociedades democráticas pueden sobrevivir sin virtud, si tienen ciudadanos disciplinados.
No obstante, el pensamiento de Tocqueville escapa a las simplificaciones del discurso conservador, pues cree que el «interés bien entendido» es insuficiente para asegurar la cohesión social si la religión no brinda a los ciudadanos el sentido del largo plazo y del deber, y si el poder público no ofrece una asistencia a todos aquellos a quienes las crisis inevitables en una sociedad industrial precipitan en la miseria. Aunque Tocqueville es lo bastante «norteamericano» como para dar legitimidad al principio del interés, es también demasiado francés como para no temer el «individualismo» que resultaría de una sociedad acaparada por completo por la preocupación del get money y del bienestar. Este temor ante el individualismo es hoy compartido en los Estados Unidos por los «comunitaristas», que temen que los ciudadanos norteamericanos hayan perdido el gusto por las asociaciones, que hayan renunciado a la práctica de la discusión o dejado de lado sus creencias. La amenaza de la desafección ciudadana dio lugar a un análisis célebre de Robert Bellah ( Habits of the Heart, Individualism and Commitment in American Life , Berkeley, University of California Press, 1985, y Bellah et al, The Good Society , New York, Knopf, 1991). Tanto en la derecha como en la izquierda, hoy es posible observar una cierta nostalgia de la Norteamérica de antaño, cuyo carácter religioso y comunitario –ya arcaico en 1831– había sido sobreestimado por Tocqueville, quien también lo había considerado, por momentos, asfixiante. La derecha teme el declive de la moralidad, de la familia y de las iglesias; la izquierda acusa al capitalismo de arruinar la solidaridad. A menudo, aquellos que Skocpol llamó los «románticos tocquevillianos», y que lloran ese mundo perdido, han sido objeto de burlas. Pero la lectura de Tocqueville alimenta bastante más que una forma de nostalgia: nutre una reflexión sobre las creencias y, en especial, sobre la cultura asociativa.
Un buen ejemplo de ello es el libro de Robert Putnam, Bowling Alone: the Collapse and Revival of American Comunity , New York, Simon and Schuster, 2000. El título, por sí mismo, dice claramente que, para el autor, el individualismo es más que un fenómeno estrictamente político; es una disposición social que se encuentra en todos los actos de la vida. Para Putnam, como para Tocqueville, la renovación deseable de la vida local o asociativa y la práctica de la deliberación son las condiciones de una vivificación del espacio público y de una política pública.
La obra de Tocqueville encuentra allí la finalidad que su autor había deseado, pues se trata de luchar contra la extinción de la política sin caer en la ilusión de un posible retorno al pasado. La nostalgia del mundo perdido y el sentimiento de pérdida de sentido no son exclusivamente políticos. Igual que sus contemporáneos, Tocqueville había tenido la convicción de que entraba en una era democrática en la cual las artes y las letras serían descuidadas. Profetiza la superioridad moral del régimen democrático a los ojos del Creador, pero deplora su mediocridad cultural. Esta aceptación resignada de la democracia se vuelve a encontrar en Henry Adams, o en Henry James, quien reconoce a Norteamérica el mérito de abrir a cada uno posibilidades de experiencia, pero en un mundo vacío de emociones estéticas. Es verdad que este déficit estético de los Estados Unidos bien podría superarse pues, como dice irónicamente James, «tendremos poco a poco todos los Tizianos e importaremos algunas catedrales». Esta posición inestable, entre la aceptación de la sociedad moderna y la distancia cultural, es la que adoptan a su vez los discípulos de Leo Strauss, cuyo aporte crítico a la interpretación de la obra de Tocqueville es, desde hace algunos años, considerable.
De esta manera, Tocqueville no es tanto para los norteamericanos un mediador con la cultura europea sino más bien un espejo en el que escudriñar la distancia entre lo que fueron y aquello en lo que se han transformado. La lectura erudita, que resalta el desmembramiento de Toqueville «entre dos mundos» (Francia y Norteamérica, el viejo y el nuevo, para retomar el título de la reciente obra de S. Wolin), tiene poco eco en la enorme masa de lecturas de Tocqueville, que se atribuyen la finalidad exclusiva de interrogar la identidad de los Estados Unidos o de la democracia, lo que a menudo en Estados Unidos parece la misma cosa. Para los norteamericanos, Tocqueville es a la vez un ciudadano de la Unión y, eternamente, su contemporáneo. «Qué diría Tocqueville», «qué aconsejaría si viviese hoy», se preguntan los norteamericanos el 11 de septiembre, durante la guerra contra Irak, etc. Cada generación encuentra así en la obra de Tocqueville argumentos para sus decisiones.
El mérito de la obra de Tocqueville es el de prestarse a interpretaciones múltiples, y situarse a distancia de las elecciones partidistas. Una distancia que se explica por la precoz experiencia francesa de la atomización de la sociedad y del desencantamiento del mundo. También se podría decir que Tocqueville introduce en el pensamiento norteamericano una forma de la cultura política europea aunque lo haga por un camino muy indirecto y a pesar de suslectores.