Para los antiguos, los lugares, los topoi , de los que derivaron los tópicos, designaban las rúbricas bajo las cuales podían clasificarse los argumentos. Era un procedimiento retórico que consistía en agrupar el material argumentativo o dialéctico de forma que se pudiera encontrar fácilmente. De ahí la definición de los lugares como depósitos de argumentos, o de la memoria. Según Aristóteles escribe en su Retórica , para acordarse de las cosas basta reconocer el lugar en que se hallan. Se entiende el lugar pues como un elemento que favorece la asociación de ideas, y también como una forma de adiestrarse en el recuerdo. Para los memorialistas se trata de una mnemónica real, un procedimiento que les permite asociar a un espacio una experiencia propia, vivida en el pasado y actualizada en el acto de recordarse en ella o a través de ella. Éste fue, finalmente, el procedimiento utilizado por el Narrador innominado de En busca del tiempo perdido , descrito al comienzo de su obra. Cuando, agobiado por el insomnio, su mente quería evocar Combray y apenas recordaba, y a trozos, la casa de su infancia, el edificio aislado de todo lo demás, recortado en medio de las tinieblas. Sus esfuerzos por recordar el pasado a plena luz del día resultaban inútiles:
«Es trabajo perdido que tratemos de evocarlo, inútiles todos los esfuerzos de nuestra inteligencia. Está oculto fuera de su dominio y de su alcance, en algún objeto material que ni siquiera sospechamos. Y ese objeto, depende del azar que lo encontremos antes de morir o que no lo encontremos». (Carlos Castilla del Pino se referirá a esos objetos como «tiradores de la memoria».)
El Narrador había renunciado a poder revivir su vida en Combray hasta que un día de invierno su madre le ofreció, al verlo llegar de la calle con el semblante frío, una taza de té: primero se negó, pero después cambió de idea y acabó aceptándola. Su madre mandó traer además algunas de esas pequeñas magdalenas con forma de vieira – coquilles Saint Jacques las llaman y ahora son tan célebres como los riñones con mantequilla que se prepara Stephen Dedalus para desayunar, una mañana cualquiera de junio, en Dublín. El Narrador moja distraídamente la magdalena en su taza de té y todo cambia en su interior al habitarlo una especie de epifanía fugaz: «había dejado de sentirme mediocre, contingente, mortal»... El caso es que acababa de reconocer el sabor del trocito de magdalena que le ofrecía su tía Léonie los domingos por la mañana, cuando él iba a darle los buenos días a su habitación y la encontraba desayunando en la cama, etc. El inmenso edificio del recuerdo se había puesto en marcha para Proust.
Literariamente, el recurso de desencadenar el recuerdo mediante sabores, objetos, ruidos, espacios... ya había sido utilizado por los escritores, pero sólo en estado embrionario: ninguno da Marcel Proust en À la recherche du temps perdu . Nosotros (la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona) pusimos a trabajar esta idea en torno a dos ciudades, Madrid y Barcelona, que han constituido, en la historia moderna y contemporánea de España, dos centros neurálgicos de su desarrollo político, económico y cultural, pero también dos depósitos incalculables de memorias individuales, adheridas a un barrio, una calle, un colegio, un café... Se ha escrito de ambas ciudades desde muchas perspectivas, a menudo demasiado politizadas –como es costumbre funesta en este país–, pero que yo sepa apenas se ha tratado, en nuestros estudios literarios, la función de la ciudad como espacio de la memoria personal. Sí, en cambio, se la ha considerado en su función de memoria impersonal (que es la propia de la novela) o colectiva por la razón que acabo de mencionar (el concepto de «memoria colectiva» es fácilmente manipulable: el traslado de lo personal a lo colectivo, hablando de memoria, no es más que una figura del lenguaje). Este dossier es pues una invitación al estudio del memorialismo en las dos ciudades: tal vez un mejor conocimiento de la vida cotidiana adherida a las dos grandes ciudades, con tantas cosas en común, ayudaría a limar la hostilidad política y el subjetivismo.
Félix de Azúa agrupó tres atractivos artículos en torno a este tema «Madrid-Barcelona» en su libro Lecturas compulsivas (Anagrama, 1998): de forma infrecuente, dice, Barcelona ha desarrollado una literatura suficiente como para componer una historia bastante completa de la ciudad. Eso –sostiene Azúa con mucha lógica– es lo propio de cualquier capital europea, pero no lo es de una ciudad que ha podido desarrollarse económicamente y cuya insignificancia política ha sido, sin embargo, mayúscula. Caso de Barcelona.
Una razón más para profundizar en el equilibrio cultural tenso e inestable en que se mantienen las dos ciudades en el conjunto de España. Cuando se trata de dicha tensión el asunto debería ser prioritario, pues encierra componentes teñidos de rivalidad que, desgraciadamente, acaban por hacer estériles muchas empresas, como recuerda Felip Cid en las últimas páginas de sus Memòries inútils (2000): «En el seno de una comunidad como la nuestra, impregnada de exigencias de integración a ultranza, que fatigan la supervivencia, no queda otro remedio que impermeabilizar el espíritu. Recorrer las soledades de la tarde, las interminables oscuridades de la noche y las esperanzas con las pálidas luces del alba. Al¡ lado de los tuyos, muy tuyos, de los libros y de la conformidad existencial».
En efecto, diría que eso es lo que ha ocurrido. El memorialismo catalán ha desarrollado una concepción del individualismo más bien ensimismada (tomo la idea del excelente ensayo de Jon Juaristi, El bucle melancólico ), por no decir abiertamente perdedora y desengañada, mostrando su independencia de la urdimbre ideológica en que se formó y sufriendo de un modo o de otro por ello: Josep Maria de Sagarra, Josep Pla, Gaziel , Carlos Barral, Salvador Pániker, Antonio Rabinad, Felip Cid... Pero también hay que decir que parte de ese memorialismo catalán, considerado de forma global, se ha vertebrado en torno a la experiencia beligerante del victimismo, de la nostalgia irreversible de ser Cataluña una nación sin Estado: Carles Soldevila, Oriol Bohigas, Maria Aurèlia Capmany, Teresa Pàmies, Carles Fontseré... «No se puede vivir del recuerdo de los agravios pasados», escribe Salvador Pániker en su Primer testamento (1985) esforzándose por neutralizar tanta entropía (la expresión es suya). Poder se puede vivir en el caos, otra cosa es las consecuencias que produce. El breve ensayo de Tzvetan Todorov Les abus de la mémoire (1995) ya llamaba la atención acerca de ese peligro efectivo.
Enfrentamientos ancestrales motivados por un odio anciano, reseco, que se renueva permanentemente porque responde a un estímulo visceral: la necesidad de ser reconocido como miembro de una comunidad puede manifestarse positivamente –por lo que aquella comunidad es o significa–, o negativamente –lo que no es, o contra quién va. La identidad, en definitiva, puede ser, en lo esencial, activa o reactiva y ahí está a veces la memoria entendida como agravio lacerante, ocupando un espacio que no le corresponde, impidiendo la vida, haciendo inviable la suma de voluntades... Barcelona contra Madrid. ETA contra España. Nacionales contra republicanos. Carlistas contra cristinos. Liberales contra conservadores. Fernandinos contra afrancesados. Serena de Arriba contra Serena de Abajo. Góngora contra Quevedo. Fabra contra Alcover. Pla contra Rodoreda. Católicos contra reformistas. Pijos contra charnegos. Vascos contra maquetos. Canarios contra godos. Nacionalistas contra no nacionalistas. El Barça contra el Real Madrid... Sumar voluntades es una tarea política y moral imposible de sobrellevar. A ningún ser humano nacido en el Estado español puede pedírsele que la cargue sobre los hombros porque el griterío del entorno es ensordecedor. Así somos y ésta es nuestra forma de trabajo: donde pueda restarse, que no se sume.
La suerte, a fecha de hoy, ya está echada. Pensar en las dos ciudades, Madrid y Barcelona, como dos espacios sensibles, generadores de actitudes y sentimientos, influyentes (el texto de Sabino Méndez, «Hotel Tierra», es un brillante ejercicio autobiográfico que clama por el entendimiento común). Dos espacios con dinámicas e influencias muy distintas, como ponen de manifiesto los magníficos trabajos de Jordi Amat (Unidad de Estudios Biográficos) y Manuel Alberca (Universidad de Málaga) encarando la alternancia de su protagonismo intelectual. Al profesor Alberca hay que agradecerle el esfuerzo de haber leído a los autores catalanes en su lengua. Es una muestra de rigor que no debo pasar por alto, aunque el desdeñoso catalanismo imperante nunca se lo valorará. Gracias, en fin, a todos los colaboradores, a todas las miradas (la mirada americana del editor y escritor Blas Matamoro, la irónica y franca de Mercedes Cebrián y el recuerdo de su paso por Barcelona al poeta y memorialista Antonio Martínez Sarrión). Gracias por el esfuerzo que han hecho.