Ocasión y circunstancia de un aniversario
El 18 de octubre de 1955 moría Ortega en Madrid. Es inevitable que la Revista de Occidente dedique a su fundador un recuerdo justo en el número que llega al público en el mes de la efeméride. Se completa así un primer homenaje que desde estas páginas se inició en el número de mayo, dedicado a comentar, al hilo de la otra gran conmemoración del año cinco, «El Cervantes de Ortega»; y se hace puente con el que llegará con el próximo número de mayo de 2006.
La mecánica del calendario parece imponernos la ocasión para ocuparnos de Ortega, pero ese automatismo social tendrá dos significados muy distintos según que el autor pertenezca o no a nuestra circunstancia. Pues no nos engañemos. En éste y en cualquier otro aniversario o conmemoración siempre se trata de nosotros mismos y no del objeto que lo desencadena. No ignorar esto es la única manera de ser generosos e inteligentes, en el caso que nos ocupa, con Ortega y su legado. ¿Está vivo Ortega en nuestra circunstancia de 2005? Habrá respuestas para todos los gustos, pero, sin duda, unas resultarán más ajustadas a realidad que otras. De lo que no cabe duda es que el medio siglo es simbólica y materialmente una cantidad redonda de años para detenerse, echar una mirada hacia atrás y sopesar lo que sobre-vive de una filosofía que se vio a sí misma como rigurosamente circunstancial en la faz de su tiempo. La tarea se vuelve más urgente si reparamos en que, por motivos que aquí no podemos esclarecer, ni siquiera mencionar, la presencia de Ortega en «nuestra» circunstancia, insisto, su mera presencia, sigue siendo compleja, llena de claroscuros y abierta a debate. Como ejemplo espumado del día, véase el contraste que ofrecen los dos artículos que publica «Babelia» ( El País , 17-IX- 2005) comentando la aparición del volumen tercero de la nueva edición de Obras completas . Que se trata de un gran escritor, ensayista o intelectual apenas lo discute nadie en su sano juicio. Que se trate de un «verdadero» filósofo, referencia necesaria para seguir pensando en lengua española..., que sea nuestro clásico en filosofía es, sin embargo, algo que me consta seguirá debatiéndose en los próximos meses. Mejor así. Quizá sea el momento de echar cuentas y no pasar de puntillas sobre el significado que para la inteligencia que se expresa en lengua española tiene el legado orteguiano.
Quizá haya que revisar el expediente en que se nombra a Ortega «clásico» formal, pero a condición de desconectarlo de nuestra realidad, «clásico prematuro» según la expresión que Rodríguez Huéscar acuñó con precisión irónica
Fue en 1983, con motivo del centenario del nacimiento de Ortega, cuando el mencionado Rodríguez Huéscar se planteó la cuestión de la «clasicidad» de su maestro. Muchas de las preguntas y debates que se suscitaron entonces volverán a ser recuperados. Pero creo que las fechas imponen su lógica selecta e implacable. Entonces fue la ocasión para el recuerdo, la evocación de la vida que había comenzado cien años atrás. Aún vivían las personas que habían conocido a Ortega y con-vivido su vida, si se me permite la expresión. De ahí que el monográfico que publicó Revista de Occidente (mayo de 1983) dirigido por Soledad Ortega se titulara significativamente Ortega vivo y estuviera dedicado a reunir recuerdos «antes de que la posibilidad de dejar constancia escrita de testimonios de primera mano desaparezca definitivamente», como decía la hija del filósofo en el «Propósito» con que introducía el número.
Paradoja: el comienzo de una vida dispara el recuerdo, la mirada hacia el pasado. Acaso la evocación de su final haya de servir para calibrar el futuro de Ortega en nuestro propio futuro, por tanto, su proyección, en definitiva y para decirlo con una palabra muy orteguiana, su vigencia. ¿Está Ortega vigente? ¿Es puro formalismo y oportunismo ocuparse de él, celebrar un congreso internacional consignado a reflexionar sobre su recepción, reuniones académicas, publicaciones, etc.? La respuesta habrá de demorarse a que haya terminado el curso que ahora comienza y quepa hacer balance. Pero me atreveré a formular una hipótesis.
La celebración del centenario del nacimiento de Ortega en 1983 coincidió con la culminación de la transición política, que los historiadores suelen identificar con el triunfo electoral del PSOE en 1982. Esa coincidencia marca el estilo del acontecimiento: evocación del hombre y restitución de su memoria, sobre todo en su dimensión pública. El Ortega republicano y liberal, celebrado por la monarquía y el socialismo gobernante. Fue un necesario punto y aparte en las viejas polémicas sobre el orteguismo católico, los tópicos y falsedades que convertían al filósofo, a despecho de lo que escribió, en un conservador con veleidades cripto-fascistas, o en el ensayista de estilo que no llegó a filosofar o que, si lo hizo, fue a remolque de alguna filosofía alemana que había fagocitado.
Los lugares comunes que en los años cuarenta puso en circulación el pensamiento nacional-católico sobre la obra de Ortega fueron repetidos –si se quiere con el signo cambiado– por el progresismo de los setenta, que comenzó a dar signos de fatiga a finales de los ochenta. Todo eso, a mi juicio, termina en los noventa acaso por la confluencia de dos circunstancias, una interna, relacionada con el hecho de que el trabajo hecho durante la conmemoración comienza a dar sus frutos y, sobre todo, una externa: el cambio de clima filosófico en Occidente, relacionado con el desprestigio de las dos grandes escolásticas que habían dominado el mundo académico occidental: las filosofías analíticas y las marxianas. La vuelta de las corrientes filosóficas en las que se había formado Ortega a primer plano contribuyó a hacer que el mundo universitario español, carente de inspiración propia, fuera más poroso a la filosofía orteguiana. Fue, en principio, un «cambio de marcha» en la filosofía española (para decirlo con la expresión de Ferrater) cuyos efectos se empezaron a ver inequívocamente a comienzos de este siglo.
La pregunta por la vigencia del legado orteguiano presenta dos dimensiones. Una indiscutible, la que alude al proceso de modernización que vive España a lo largo del siglo XX , orientado en parte por las metáforas y el relato del propio Ortega: Europa como horizonte, el liberalismo como «verdad de destino», templado por políticas de inspiración de lo que llamamos hoy «socialdemócrata», pluralismo político, descentralización y estructura regional del Estado, creación de minorías profesionales y culturales que den altura a la vida colectiva española, etc. La parte de ese legado que, a mi juicio, corresponde discutir ahora, en el instante que nos depara el medio siglo transcurrido desde su muerte, es la de su filosofía, el alcance y relevancia para nosotros mismos y nuestro mundo de un pensar que se concibió pegado a su propia circunstancia histórica. ¿Qué nos susurran o gritan las palabras de Meditaciones del Quijote, El tema de nuestro tiempo, ¿Qué es filosofía? , los ocho volúmenes del Espectador, Apuntes sobre el pensamiento, La idea de principio en Leibniz o Una meditación sobre Europa, en fin esos volúmenes de Obras completas que ahora se reeditan en una edición que aspira a ser definitiva, digna de un clásico del pensamiento?
De lo que se trata, para decirlo con el hermoso nombre que dio Eugenio Trías a una conferencia dada en la Fundación Ortega y publicada posteriormente en estas mismas páginas ( Revista de Occidente , mayo 2001), de lo que se trata, dice, es de pensar en compañía de Ortega y Gasset . Porque, añade, y así comienza a responder a la cuestión que creo hemos de plantearnos en 2005, «es, entre los clásicos en lengua española, el que más nos atañe y compromete». Y expone a continuación lo que constituye el principio inspirador que me parece el adecuado para presidir las futuras meditaciones en torno al evento del cincuentenario: «Se trata de pensar con ellos [nuestros clásicos]... pensar desde la amistad... Tal es la grandeza hermenéutica que puede llevarse a cabo en relación al legado dejado como verdadera prenda de amor. Tal es la tarea recreadora que el intérprete (amistoso) puede llevar a cabo con el ausente. Podemos, de este modo, comunicarnos con figuras clásicas de otras generaciones (un término este muy ligado a la filosofía de Ortega y a su gran sensibilidad respecto a los fenómenos históricos, o a la razón histórica )».
Comencemos, pues, la tarea y preguntemos cuál es el nombre que conviene más a la filosofía de Ortega: ¿razón vital o razón histórica?
Una pregunta y dos «navegaciones»
El debate sobre si la filosofía de Ortega es tal, esto es, «sistemática» en algún sentido relevante, más allá de su formato y apariencia ensayísticos, se podría enfocar partiendo de algunas consideraciones.
Primera: que no hay materialmente una obra que contenga lo que de alguna forma indiscutible podríamos llamar el «sistema » de Ortega; segunda: que el significado de lo sistemático en filosofía no es unívoco, sobre todo después de la crisis de la razón moderna acontecida en el siglo XX ; tercera: que puede haber una sistematicidad en el preguntar que, acaso, no se construya como «sistema» en el responder.
Creo que no es forzar las cosas ordenar la filosofía de Ortega en su práctica totalidad tomando como «referencia sistemática» la pregunta por el filosofar mismo. Como luego veremos, la pregunta está implícita en la primera parte, «Lector...», de Meditaciones del Quijote , subyace al problema central que se discute en El tema de nuestro tiempo y se formula conscientemente en el título del curso de 1929 ¿Qué es filosofía? Todavía se prolonga la reflexión sobre la condición de la filosofía en escritos posteriores a los cursos de los años treinta, como La idea de principio en Leibniz u Origen y epílogo de la filosofía, sobre los que nada podremos decir aquí.
En torno a este texto y a su coetáneo La rebelión de las masas , leído como diagnóstico de la crisis europea sobrevenida con el «fin de siglo» –identificada desde Nietzsche como insurgencia del nihilismo – Ortega iniciaría una «segunda navegación», metáfora que acuña en el prólogo balance que escribe en 1932 con ocasión de una edición de sus Obras que reunía todo lo publicado hasta la fecha. Más que secuenciar la filosofía en «etapas» o fases conceptualmente separadas como hacen algunos autores (Ferrater Mora, Morón Arroyo, Cerezo et alia ), prefiero establecer dos épocas no unidas dialécticamente, al verlas separadas por una cesura o diferencia de nivel. Una «primera navegación» en la que Ortega ensaya una filosofía centrada en la diferencia vida/cultura, pensada desde la categoría central del sujeto, pensado a la manera kantiana, y orientado hacia una antropología filosófica capaz de ampliar el sujeto idealista de la razón pura. Dicho sujeto sería el hombre como una totalidad no escindida en cuerpo y espíritu o sensibilidad y razón.
La «segunda navegación» se iniciaría cuando Ortega cae en la cuenta de que dicha búsqueda no escapa al error idealista al buscar fundamentar sobre una realidad cósica o substancial. A mi juicio, la verdadera superación del idealismo que Ortega se da como programa ya en la «primera navegación» no se inicia eficazmente hasta las lecciones finales de ¿Qué es filosofía? Dicha superación está vinculada al abandono del programa «antropológico» de los años veinte, abandono que supondría: disolución de la entidad «hombre» en la «realidad radical» vida humana de cada cual ; y la redefinición del modelo de la «razón vital» en términos de «razón histórica» o, si se prefiere, «razón viviente histórica». En lo que sigue, argumentaré insuficientemente este planteamiento.
Hacia el nuevo territorio de la vida humana como realidad radical
La pregunta que guió la investigación orteguiana fue, como hemos dicho, la pregunta por el significado de la filosofía. La respuesta que dio en su primera obra, Meditaciones del Quijote, ve la filosofía como interpretación y creación de objetos culturales desde el problema de las relaciones vida/cultura. La filosofía debe aportar a la cultura su centro de gravedad en forma de teoría del conocimiento y la norma de acción para la vida en forma de filosofía práctica: filosofar es «salvar la circunstancia» puesto que la vida se presenta como una realidad insuficiente que precisa de la cultura.
Ésta es concebida como la tarea de interpretación de la vida y al hombre como un ser que tiene una «misión de claridad sobre la tierra»: «Esta misión no le ha sido revelada por un Dios ni le es impuesta desde fuera por nadie ni por nada. La lleva dentro de sí, es la raíz misma de su constitución» (I, 357. Remitimos todas las citas de Ortega a Obras completas , Madrid, Revista de Occidente en Alianza, 1983. El número romano indica el volumen y el árabe la página). Ortega rechaza de su inmediato pasado filosófico su fe en que los principios de la cultura nacen de la razón misma, sin que tengan que someterse a la jurisdicción de la vida, entendida ésta como el poder creador, espontáneo del hombre. Se trataba de que lo generado y fijado en formas socioculturales estables no ahogue la res naturans de lo humano.
Y es a esta tensión entre la «cultura emergente» y la «cultura establecida» a donde traslada Ortega sus análisis en los años veinte. En El tema de nuestro tiempo , se replantea la oposición vida / cultura, buscando una síntesis que supere las limitaciones que cada parte inducía en la otra. Así, ante el problema del conocimiento, se trata de absorber la oposición entre racionalismo y relativismo en una especie de perspectivismo «realista»; y en el de la acción moral, de superar la norma estereotipada y abstracta, sea desde una ética del deber puro que ignora los sentimientos, sea desde un utilitarismo calculador que no deja lugar al esfuerzo creador. Frente a ambas posturas, Ortega afirma un nuevo imperativo, el de «lealtad consigo mismo» (cf. «El doble imperativo», III, 169).
En definitiva, Ortega busca dar voz a una nueva sensibilidad en la que los valores de la vida emergente afirmen su derecho tanto como los de la cultura. Pero dicho giro hacia la vida, lejos de ser solución, encierra un conjunto de espinosos problemas. Por seguir sólo uno de los hilos, el de la oposición entre racionalismo y relativismo, nos encontramos con que el primero encorseta la vida, condenando como «irracionales» –tanto como decir que los declara «apátridas»– a un buen número de fenómenos vitales. El amor y el mundo de los sentimientos, las preferencias estéticas, el conocimiento del otro, no tienen cabida en la rígida compartimentación del hombre propuesta por un racionalismo que niega todo derecho de razón a la subjetividad individual. Pero el relativismo, esto es, la disolución de la verdad en un marasmo de puntos de vista significa renunciar a aquello que constituye el nervio de la ciencia occidental desde Grecia: la captación de lo real como dotado de universalidad y sometido a régimen de necesidad. Lo que Ortega denomina «problema de nuestro tiempo» es «la escisión ejecutada en nuestra persona. De un lado queda todo lo que vital y concretamente somos, nuestra realidad palpitante e histórica. De otro, ese núcleo racional que nos capacita para alcanzar la verdad, pero que, en cambio, no vive, espectro irreal que se desliza inmutable a través del tiempo ajeno a las vicisitudes que son síntoma de la vitalidad» (III, 158). La citada escisión entre razón y sentimiento, espíritu y espontaneidad, en suma, vida y cultura, viene de lejos. En su lucha contra el kantismo, Ortega se fija el programa de revocar el edicto según el cual la ciencia de la naturaleza es el único modelo de teoría posible. Se discute que la razón haya trazado, de una vez por todas, los límites objetivos del conocimiento, que la línea de demarcación sea la establecida por Kant y sus seguidores; pero no que la razón intente establecer límites, pues esa tarea –propia de una filosofía que se asume crítica– es irrenunciable y, naturalmente, Ortega retiene esta conquista del pasado filosófico. No es el concepto sino el sentido lo propio de una filosofía que aspira a no dejar fuera nada de lo específicamente humano, fundado en la libertad: la subjetividad y la historia. En la lección I de ¿Qué es filosofía? [QF] declara que es necesario ir más allá de la definición que identifica lo humano con lo racional. «Por eso preferimos decir [...] que hombre es todo ser viviente que piensa con sentido y que por ello podemos nosotros entenderlo» (VII, 285).
Pero a este nivel filosófico sólo llegará Ortega después de haber buscado y descartado, en consonancia con el problema de la escisión entre el sujeto viviente y el sujeto de cultura, una ciencia sistemática del hombre formada por: – una psicología analítica, de método fenomenológico como ya se ha dicho, encargada de describir la conciencia en su integridad sin despreciar ni privilegiar ninguna de las manifestaciones que en ella se dan, describiéndolas fielmente, sin partir de ningún modelo a priori que prejuzgue su estructura o funcionamiento. Se trata de investigar al hombre como un todo en el que convergen sus capacidades mentales: pensamiento, deseo, sentimiento y estimación, insertas en un cuerpo con el que aquellas tienen intercambios que también es necesario estudiar. Vitalidad, alma, espíritu es el primer ensayo de esta psicología analítica, al que siguen trabajos sobre el amor ( Psicología del hombre interesante , Amor en Stendhal ), la manifestación de la subjetividad en el cuerpo ( Sobre la expresión, fenómeno cósmico ), la atención y la relación entre el pensamiento y la estimación ( Corazón y cabeza ), etc. Todos estos trabajos obedecen a un único propósito que él mismo ha formulado programáticamente en Ni vitalismo ni racionalismo : ampliar el concepto de razón para establecer su consistencia en relación con la vida humana; – una ciencia histórica, entendida como «hermenéutica o interpretación de las vidas ajenas» (III, 291) y de las formas culturales que en el tiempo y el espacio ha ido decantando el hombre. Esta ciencia histórica es más amplia que la historia convencional, pues no deja fuera ningún ámbito cultural. Así, Ortega defiende unas «ciencias históricas» en las que la etnología y lo que luego se llamará «antropología sociocultural» son parte integrante decisiva, hasta el punto de que no se le escapa a Ortega que «el progreso de la etnología ha ocasionado [...] una transformación radical en nuestra idea de la cultura [...] El singular de la cultura se ha pluralizado, y al pluralizarse ha perdido su empaque normativo y trascendente... » (III, 296).
Tenemos que, puesto entre paréntesis el carácter absoluto de nuestra propia cultura, ésta pierde su capacidad para descalificar a las culturas «otras» como «bárbaras» o «salvajes». Observación que conduce a la misma cuestión que le salió al paso cuando intentó flexibilizar el racionalismo, ahora bajo la forma -de plena actualidad- de «relativismo cultural». En el mismo artículo al que pertenecen las citas anteriores – Las Atlántidas– se confronta con dos de los máximos valedores del relativismo cultural, Spengler y Frobenius, polémica de plena actualidad en estos tiempos de de-construcción y multiculturalismo. El error que cometen estos autores radica en creer que el descubrimiento de la pluralidad de ámbitos culturales invalida la pretensión de universalidad de la historia. Toda interpretación histórica es subjetivamente universal. En el interior de su propio horizonte toda cultura es un universo. El problema surge en la cultura europea que cree tener razones objetivas para ser ella la historia universal. En la segunda mitad del XIX «la historia cayó en manos de los progresistas liberales, de los darwinistas y de los marxistas. Ahora bien, estas tres castas de pensadores coinciden en creer que la estructura esencial de la vida humana ha sido siempre idéntica» (III, 308).Una concepción determinista y progresista de la historia era incompatible con el hecho de la pluralidad de formas culturales que la etnología mostraba como algo incuestionable. Quedaba fuera de duda que la cultura europea no tenía títulos para considerarse «la Cultura» con mayúsculas, pero permanecía intacta la cuestión de la pretensión de universalidad –la idea de universalidad como horizonte– que es la forma específica en que el europeo vive su propia cultura. El error de Spengler reside en no darse cuenta de que «mostrar la relatividad de las culturas» es faena de pretensiones universales.
Lejos de ser la etnología la palabra que funda el relativismo cultural es la que inicia el camino hacia una auténtica razón universal en tanto que no deja ya fuera ninguno de los ámbitos culturales que la vida humana ha producido en el espacio y en el tiempo. Pero este modelo de razón no puede ser el de la razón físico-matemática, sino el de la razón histórica: «La historia, al reconocer la relatividad de las formas humanas, inicia una forma exenta de relatividad. Que esta forma aparezca dentro de una cultura determinada y sea una manera de ver el mundo surgida en el hombre occidental no impide su carácter absoluto. El descubrimiento de una verdad, es siempre un suceso con fecha y localidad precisas. Pero la verdad descubierta es ubicua y ucrónica. La historia es razón histórica, por tanto, un esfuerzo y un instrumento para superar la variabilidad de la materia histórica...» (III, 313). Lo que quedaba por aclarar era precisamente qué tipo de razón tendría que ser esa razón histórica. No sirve la razón naturalista, la razón pura. Se trata de ampliar la determinación del concepto por la comprensión del sentido .
Pero el programa centrado en «la ciencia del conocimiento del hombre» se revela incapaz de resolver dificultades como las siguientes:
a) La etnología y el sentido histórico plantean a la psicología descriptiva la siguiente dificultad: desde las categorías de ésta, que estudian al hombre como una estructura abstracta, no hay salida a la vida colectiva, a la dimensión social de la vida humana, indispensable para entender la cultura de un pueblo como totalidad de sentido. Dicho de otro modo, las dos disciplinas –la psicológica y la etno-histórica– carecen de un eje de articulación o sistematización. Mientras que la primera describe estructuras psíquicas genéricas que tienen la pretensión de valer para cualquier hombre, la segunda se dedica a exponer formas culturales dispares, cambiantes e inconmensurables.
b) Mientras que piense en que hay que dar con una ciencia para resolver el problema del sentido de la vida humana, no podrá escapar Ortega a la aporía que subyace a toda ciencia del hombre: que lo verdaderamente universal del ser humano es que es un único, una intimidad irrepetible, impredecible en cuanto objeto, por ser su condición la libertad. Combinar el respeto a ese carácter de absoluta singularidad con un tratamiento metódico que permita hablar en términos universales es lo que Ortega logró con su salto desde el programa «científico» de los años veinte al programa «metafísico» de los años treinta. Pero téngase en cuenta que con este cambio radical de perspectiva desaparece el hombre como objeto de investigación. Hemos pasado de considerar el problema que es el hombre a ocuparnos del problema que tiene el hombre: su vida .
En QF la respuesta a la pregunta por el ser de la filosofía alcanza un nivel de radicalidad que es el que autoriza a hablar de una «segunda navegación» que se despliega en los cursos universitarios de los años treinta Unas lecciones de metafísica o En torno a Galileo y en escritos como Historia como sistema o Ideas y creencias, etc. En efecto, aprendemos ahí que lejos del positivismo imperante en el pensamiento del siglo XIX , la filosofía es una actividad que consiste en ocuparse teoréticamente con los «datos radicales del universo», esto es, indubitables, evidentes, sin supuestos. La tarea es constatar la insuficiencia de las respuestas anteriores, especialmente de la última, la que dio el idealismo, identificando como dato radical el ego cogito cartesiano. Descartes interpreta que el pensamiento descubierto como condición del ser de las cosas del mundo es una realidad substante, siendo así que, si se hubiera mantenido atento a lo que el cogito evidencia, habría tenido que concluir que el pensamiento tiene, de suyo, una consistencia relacional: es un serpara y no un ser-en-sí . Esta reflexión le conduce finalmente a descubrir que el dato radical que se manifiesta es el de la coexistencia del sujeto de conocimiento con las cosas, siendo esa coexistencia no mera unión de dos entes preexistentes, sino un tipo de realidad sui generis , metafísicamente anterior e independiente de sus dos componentes: sujeto o yo / mundo o circunstancia, los cuales son ingredientes de esa primera realidad: mi vida o la vida de cada cual.
A partir de los resultados obtenidos en QF, el problema de las relaciones entre razón y vida pasa a plantearse en el nivel teorético específico de una filosofía primera, más radical en su punto de vista sobre lo real y en su método que el de las ciencias. A través de la disección del error idealista –la entificación de la subjetividad, convertida así en un sujeto activo de representaciones, aislado del mundo– ha llegado Ortega a un nuevo nivel de realidad, el ya descrito como vida humana individual. Retengamos de él un rasgo decisivo para no malentender su significado: «vida humana como realidad radical» no significa que tenga algún privilegio ontológico capaz de fundamentar las demás realidades, como, por ejemplo, el Dios del tomismo o el sujeto kantiano, sino que es ámbito de manifestación y surgimiento de todo fenómeno. Todo dato aparece y se manifiesta en y para una vida humana. Esto y no otra cosa es lo que podemos controlar si somos respetuosos con la exigencia fenomenológica de no dar por verdadero sino aquello de lo que tenemos evidencia.
De lo dicho se infiere que la ciencia del hombre que buscara Ortega en los años veinte se ha transformado en una metafísica de la vida humana. Éste es el salto a mi juicio que autoriza a hablar con toda propiedad de una segunda navegación. Creo que Ortega cometió una especie de error estratégico al no asumir críticamente el paso de una filosofía más ingenuamente vitalista a otra mejor armada conceptualmente, en donde el concepto de vida humana termina de adquirir todas las garantías de ser un concepto de genuina filosofía primera y no un término naturalista ascendido impropiamente de categoría.
En resumen, no tiene ya sentido buscar ciencias fundamentadoras, análisis que a través de remisiones desde las estructuras corporales o sentientes y de «remisiones de remisiones» busquen el dato primigenio que dé fundamento y legitimidad al conocimiento del mundo. Ahora se trata de describir esa nueva realidad, la vida. Nueva porque la contemplamos no como fenómeno o hecho biológico, psíquico o espiritual, sino como realidad absoluta acerca de la que no prejuzgamos qué es, sino que nos contentamos con describirla dejando en suspenso su carácter ejecutivo.
La consistencia histórica de la vida humana
La primera descripción de esa nueva realidad metafísica la lleva a cabo Ortega en las dos lecciones finales de QF. En la décima leemos: «Vivir es lo que hacemos y nos pasa –desde pensar o soñar o conmovernos hasta jugar a la bolsa o ganar batallas. Pero, bien entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diéramos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa extraña realidad, única, que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo –donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual [...] Vivir es por lo pronto una revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o ver que se es, un enterarse...» (VII, 414-415).
De este modo Ortega replantea el problema de las relaciones entre vida y filosofía. De ser enemigas, pasan a estar en íntima relación, en cierto modo a ser parte de una misma realidad y a necesitarse, aunque sigan conservando su carácter de realidades opuestas, según su modo de ser: la vida, ingenua y creyente; la filosofía, dubitativa y crítica. De ahí que oponga implícitamente el lugar común «primero es vivir y luego filosofar» al aserto fichteano asumido aún en la lección IV, «filosofar es no vivir». De hecho, primero es la vida en cuanto que es la realidad radical que contiene todas las demás realidades radicadas. Pero Ortega desea dejar claro que la filosofía como tal no está en lucha con la vida, no es su enemiga.
Sólo la filosofía idealista, que intenta suplantar a la vida y reformarla de acuerdo con sus dictámenes, está enfrentada a la vida. De ahí la verdad histórica de la posición de Fichte y el acierto de Unamuno, en quien está pensando Ortega cuando identifica que la filosofía moderna toda es antivital. En esto le da la razón al rector de Salamanca. Pero en cambio intenta polemizar en algo esencial: es posible una razón moderna no idealista.
En la lección X de QF se cumple la promesa, adelantada en la lección IV, cuando se planteó el problema de las relaciones entre vida y filosofía. Allí apuntó que más tarde nos enseñaría «en qué sentido esencial y nuevo la filosofía, al menos mi filosofía, incluye también la vida». Y, en efecto, después de postular que la vida humana constituye una estructura de realidad en donde interactúan un yo y el mundo, añade: «el vivir en su raíz y entraña mismas consiste en un saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo» (VII, 415).
Ese comprender-se equivale al hueco por donde se desliza en la vida humana la exigencia del sentido, posibilitado a su vez por el hecho de ser el humano el animal que habla. Ortega ha dejado desde el principio del curso arrumbado el lugar común de la interpretación escolástica del hombre como animal rationale . Pero le basta con demostrar que la vida humana está sometida a la exigencia de que el yo necesita pensar para vivir, donde «pensar» sólo significa caer en la cuenta de que las cosas que me encuentro y las acciones que acometo reclaman un sentido.
Las notas principales de la vida humana, expuestas en QF y en los cursos que le siguieron, serían las siguientes:
– En primer lugar, la vida humana se manifiesta como quehacer y acontecer, realidad que no acepta ser aprehendida bajo la categoría de substancia: la vida humana no es una cosa, sino algo que ocurre en el tiempo y en el espacio, y no tiene más entidad que ese su ir sucediendo-se. En segundo, la peculiaridad de este acontecer es el de ser transparente para sí mismo: quehacer que se da cuenta de sí. La vida es simultáneamente espectadora y espectáculo. En el yo reside la mirada del espectador, pero no hay que perder de vista que ese mismo yo está inmerso en el mundo. A él le ocurren las cosas, de ahí que sea también actor del drama de su vida. Ésta es la razón de que haya pensamiento, de que el hombre, entre otros quehaceres a los que se entrega en su vida, lleve a cabo ese que denominamos pensar y que no debe confundirse con el específico conocer. El primero es un universal «humano», el segundo una forma cultural. Hay culturas sin ciencia, pero no las hay sin un sistema de interpretaciones –mítica, religiosa, etc.– sobre el mundo.
– En segundo, la vida humana se revela como una estructura de correlación del yo con las cosas. El yo está junto a, actúa, padece las cosas; y éstas, a su vez, en pie de igualdad, responden, resisten, soportan al yo. El término que Ortega propone para fijar el modo de coexistencia entre cosas y yo es el de ejecutividad : la ejecutividad es propiedad constitutiva de la vida, no sólo del yo o del hombre. Las cosas son tan ejecutivas como el yo, hasta el punto de que en realidad y primariamente no son entes sino instancias o prágmatas. Es muy importante advertir que la realidad constitutiva (o subsistente) es la vida humana en cuanto presencia de ella a sí misma, siendo el yo y las cosas realidades de segundo grado, ingredientes de aquella: «si para entender esa presencia queremos usar instrumentalmente, metafóricamente la idea de sujeto –de alguien ante quien se presenta lo presente– diríamos que ese sujeto es no yo ni lo otro o mundo, sino la vida misma, mi vida» ( ¿Qué es conocimiento? p. 58. No incluido en OC).
– En tercer lugar, y después de insistir en la superioridad ontológica del todo sobre sus ingredientes, conviene reparar en el sentido que da Ortega al calificativo «radical» de la fórmula canónica: no que es un fundamento sino que la vida de cada cual es necesariamente ámbito de aparición o manifestación de cualquier otro dato o realidad, que lo serán radicados. Y lo que comparece es una realidad dinámica, en proceso, un quehacer y un encontrarse. En efecto, la vida, aunque sea «mía», ya está en marcha cuando, por decirlo así, yo me incorporo a ella. Ella desborda siempre mis planes, reflexiones, reconstrucciones y certezas. Es literalmente «ilimitada». Ahora bien, eso significa que el modo de ser de la vida humana no es el de autosuficiencia sino el de privación . De ahí toda una serie de caracterizaciones de la vida como drama, naufragio e indigencia. Si se le dan a estas notas el sentido metafísico que tienen –que la vida es un acontecer imprevisible, que la teoría no puede anclar en ninguna forma de existencia segura–, no se verá en ellas esa atmósfera pesimista y como existencialista que tanto irritaba a Ortega. La interpretación de la vida humana como realidad radical encaja a la perfección con la ética del esfuerzo deportivo, anterior a su formulación. Es el carácter indigente, libre y aventurado de una vida que se descubre ejecutándose in medias res , en mitad de un drama que ya ha comenzado, que sospechamos que continuará cuando ya no estemos, y en el que esperamos –seguramente esperamos y tememos a la vez– tener que asumir algún papel, el que da paso a una ética del esfuerzo –va de suyo desde el momento en que la vida es quehacer– «deportivo» porque no podemos contentarnos con la moral de la utilidad: es la insuficiencia de la vida la que demanda el regalo de nuestro quehacer libre, no pautado por la necesidad.
La vida es forzosidad en el quehacer. La libertad se revela como fechada y destinada. Siempre hay en ella algo de elección forzada por las circunstancias –que no se eligen. Finalmente se añade una nota que aclara y en cierto modo complica el carácter de «transparencia» de la vida como «darse cuenta»: la vida está siempre instalada sobre un sistema de convicciones. Este término alude al concepto de creencia como opuesto al de idea , pues ese «darse cuenta» es un «contar con» y no todavía un «reparar en» noético, que es lo propio de la actividad teorética.
La vida humana es la de cada quien y ese «quien» es un yo, no el compuesto «hombre». Hombre es ahora la cosa viviente a quien le acontece tener como modo de existencia «su vida». El científico natural o social se pregunta: ¿qué es el hombre?; el filósofo, ¿qué es ser hombre? En clave de razón vital, habría que preguntarse qué quiere decir « yo soy un hombre», pregunta que equivaldría a qué quiere decir que mi forma de existencia es «humana». Pues, como señala Ortega: «ser hombre significa, precisamente, estar siempre a punto de no serlo, ser viviente problema, absoluta y azarosa aventura o, como yo suelo decir, ser, por esencia, drama» (VII, 89).
Se advierte entonces que lo esencial es «yo» y lo adjetivo «hombre»: ser hombre es una cosa que me pasa a mí y que significa tener que resolver mi vida con «cosas» que llamamos cuerpo, alma, espíritu, tiempo, espacio, deseo, sentimiento, amor, imaginación,raciocinio, libertad, otros hombres y mujeres, la sociedad, útiles,técnicas, etc. En definitiva, el hombre es un único –para decirlo con el título del famoso libro de Stirner–: tal hombre: su intimidad,su yo en soledad, la única realidad que está fuera del mundo. De ese yo no hay descripción genérica, sólo biografía. Pero, ¿cuál es su consistencia? Sumariamente expuesta, el yo no es ni el cuerpo ni el alma o aparato psíquico de que todo hombre está provisto, sino«el punto de identidad o mismidad latente bajo la diversidad e inconexión aparente de los hechos que urden mi vida» (V, 413).
Precisemos que esta mismidad no es cobrada por el yo como idea o representación de sí mismo. No lo puede ser porque es una mismidad «haciéndose» –no hecha– en el trato con los otros y las cosas.
Hay primero un yo heredado y social que oculta y no deja prevalecer,de entrada, al yo auténtico. Éste está llegando a ser a través de sus actos de vida. Pero nunca termina de ser sino cuando la vida ya no tiene remedio. De ahí que el rasgo más determinante de ese yo sea su carácter de proyecto y vocación . Siendo la vida faena que se hace hacia adelante, el yo es lo que prefiere y discrimina, siempre en el ámbito limitado y forzado que denominamos «circunstancia». El pasado es el momento de identidad del yo y también de donde obtiene sus poderes. Pero en su constitución es más determinante el futuro, llegando Ortega a describir formalmente al yo como futurición . En efecto, el yo se va revelando en su diaria confrontación con el mundo, urgido por lo que «quiere ser» o, mejor, «tiene que ser». La vocación es un envío, una imposición de cuyo origen no cabe hablar porque salta desde el horizonte de lo evidenciable desde ese «trasmundo» que rodea el ámbito de aparición o manifestación de la vida humana; la vocación es una pretensión o aspiración a que la vida adquiera un determinado perfil. Y con mi vida, su inseparable circunstancia, es decir, el mundo real histórico en que vivo. De modo que la vocación me consigna a actuar en el mundo y a transformarlo en el sentido de esa vocación mía que exige ser ejecutada. La vocación implica un ethos en el sentido de exigencia moral.
Esta visión del yo como proyecto y vocación, no como mero sujeto de conocimiento y acción, termina por disolver la «naturaleza humana» de la filosofía tradicional en la vida humana como estructura de acontecimiento. Éste es el sentido que hay que dar a la provocadora tesis formulada en Historia como sistema «el hombre no tiene naturaleza... es falso hablar de la naturaleza humana [...] Lo único que el hombre tiene de ser, de “naturaleza”, es lo que ha sido. El pasado es el momento de identidad del hombre...» (VI, 24 y 39). Es decir, que el hombre como especie no tiene sino la identidad que le confiere la historia y como individuo la de su biografía. Algunos comentaristas han embotado el filo de la afirmación recurriendo al matiz siguiente: Ortega quiere decir que el hombre no es naturaleza, pero que la tiene, lo que reforzaría la segunda interpretación. Aunque es difícil negar que el ser humano tenga una estructura física y biológica que le condiciona, en efecto, ésta nunca le determina. En este sentido, parece inevitable abandonar la expresión «naturaleza humana» y quedarse con la de «condición humana», frecuente en los textos orteguianos, para señalar la condición de tener un cuerpo que es necesario mantener limpio, caliente, alimentado, etc. A la hora de reflexionar sobre la vida humana parece insalvable aceptar que ésta se ha constituido históricamente a través de las producciones humanas teóricas y prácticas a cuyo conjunto solemos llamar historia y que el hombre fue creando para responder a sus condiciones de existencia.
Ningún asunto humano puede escapar a sus determinaciones históricas. Comprender la vida es contar la historia de las formas en que la humanidad ha ido resolviendo el problema que le ha planteado el vivir. La historia es el sistema de las representaciones–en el sentido teatral de la palabra– dramáticas acontecidas.
Entonces, ¿cuál es el nombre que hace justicia a la filosofía de Ortega?
El despliegue de la segunda navegación, a partir de QF, se produce desde una razón vital anclada aún en un naturalismo idealizante, hacia una razón que no deja de ser vital o viviente pero que se caracteriza unívocamente como histórica, genealógica, temporal, hermenéutica, etimológica o, en fin, narrativa.
J. L. M.
El presente artículo se basa en una conferencia impartida en el Curso de Formación del Profesorado del MEC «Vigencia del pensamiento de Ortega» (UIMP, septiembre 2005).