En 1854, el gobierno norteamericano propuso a los Suquamish, tribu indígena de la costa noroeste, la compra de buena parte de sus tierras. El episodio poco tendría de memorable si no fuese por el discurso que Seattle, el viejo jefe, pronunció en respuesta. Cada una de sus frases se ha convertido en un proverbio del movimiento ecologista, se ha visto reproducida en carteles o camisetas, glosada en libros de enorme éxito editorial y aclamada por iglesias progresistas americanas como palabra de un quinto evangelio:
El presidente, en Washington, nos avisa que quiere comprar nuestra tierra. Pero, ¿cómo podéis comprar o vender el cielo, la tierra? Esa idea nos es extraña. Si no poseemos la frescura del aire o el destello del agua, ¿cómo podéis comprarlo?... ¿Enseñaréis a vuestros hijos lo que hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre? Lo que le ocurre a la tierra les ocurre a todos los hijos de la tierra... Eso sabemos: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. Todas las cosas están conectadas como la sangre que nos une a todos. El hombre no teje la red de la vida, es sólo una hebra suya...
El jefe Seattle supo mejor que nadie sintetizar ese abismo que separa dos modos de relación con el medio ambiente: el diálogo y el equilibrio característico de los pueblos autóctonos, la conquista y la dilapidación emprendidas por la sociedad occidental. Hay un solo inconveniente en ese quinto evangelio: es apócrifo.
El indio ecológico
El discurso de Seattle –de cuyas variantes y contexto se puede aprender bastante en el libro Answering Chief Seattle , de Albert Furtwangler – fue escrito en 1970 por un guionista de cine, Ted Perry, para un documental ecologista convenientemente titulado Home . En 1854, sí, el gobierno estadounidense hizo su propuesta de compra, y el jefe Seattle su discurso; pero todo lo que de él queda es un resumen publicado muy posteriormente, en el número de 29 de octubre de 1887 del Seattle Sunday Star , por un tal Henry A. Smith, que había estado presente en la ocasión, y que, muy impresionado por las palabras y la presencia del viejo orador, tomó algunas notas. Lo que dice Seattle-Smith se parece muy poco a lo que dice Seattle-Perry. En algunos puntos importantes dice exactamente lo contrario. Como todos los autores de apócrifos, Perry no creó de la nada: interpoló sus propias palabras en el viejo discurso; o mejor dicho, considerando la proporción, interpoló algunas frases truncadas de aquél en un texto totalmente nuevo. Eficaz escritor, pero no etnólogo ni geógrafo, cometió algunos errores de detalle –el más comentado, poner elegías a los bisontes muertos en boca de un jefe indígena de la costa noroeste, al que los bisontes no debían evocarle gran cosa– y sobre todo ordenó el discurso en torno de una ontología que para el orador tenía probablemente muy poco sentido: la Tierra es una madre común de todos los seres, y así los ríos, los bosques, los antílopes o las águilas son nuestros hermanos; Dios es un padre común, lo que hace de indios y blancos hermanos también. En la versión Smith, el jefe Seattle elogia la oferta gubernamental, que le parece razonable ya que, derrotados y reducidos a un puñado, los indios no tienen ya derechos ni necesitan de mucho lugar. Nada de madre tierra, de fraternidad universal o gran red que conecta a los seres, o de Dios común:
¡Vuestro Dios no es nuestro Dios! ¡Vuestro Dios ama a vuestro pueblo y odia al mío! Él abraza con sus fuertes brazos protectores al rostro pálido y lo lleva de la mano como un padre lleva a un hijo pequeño. Pero ha olvidado a sus hijos rojos, si es que realmente son suyos. Nuestro dios, el Gran Espíritu, parece habernos desamparado también... somos dos razas diferentes con orígenes distintos y destinos distintos. Hay poco en común entre nosotros.
Eso sí; el jefe Seattle advierte que todo es pasajero, y que así el tiempo de vuestra decadencia puede estar lejos, pero llegará, con certeza, porque incluso el hombre blanco cuyo dios habló y anduvo con él como un amigo al lado de su amigo no puede estar exento del común destino. Podemos ser hermanos después de todo.
Muy bien, ¿y qué? Aunque lo apócrifo del discurso de Seattle-Perry haya sido suficientemente difundido en la prensa y en Internet, aunque los adversarios del ecologismo en los EEUU lo hayan esgrimido con malicia, aunque el propio Perry parezca arrepentido de su hazaña y se muestre adverso al papel excesivo que la invención de la historia se reserva en la historia sin más (Perry es ahora profesor en Vermont), aunque algunas de las páginas-web que difunden la versión Perry tengan el cuidado de advertir a sus lectores de toda esta trama, es muy improbable que frases como las citadas al inicio dejen de ser divulgadas, y de ejercer su función de quinto evangelio. Los textos fundacionales del cristianismo –cuya lejanía temporal de la fuente es, por cierto, más considerable que la que separa el discurso de Seattle de su primera versión escrita –ya fueron puestos en evidencia del mismo modo, con un escándalo que los años han apagado, y siguen siendo aceptados por muchos como verdad, y por muchos otros como fundamento de toda verdad posible. La historia no es propiedad de los historiadores; la verdad histórica no agota la verdad; o por decirlo de otro modo, un buen apócrifo nunca consigue ser totalmente falso.
El discurso apócrifo de Seattle es el enésimo eslabón de una larga cadena de encuentros discutibles en que el hombre occidental ha oído lo que esperaba oír del hombre natural . Natural, primero –como en el ensayo de Montaigne sobre los caníbales Tupinambá – por ajeno a los artificios y las perversiones de la historia y la política; natural, después, y con densidad aún mayor, por fundido con la propia tierra, como lo pide nuestra nostalgia de la unidad perdida. El inconveniente de todas esas proclamas ha sido siempre el mismo: desconocemos el discurso original. Sólo nos queda un texto indirecto en que sospechamos que el buen salvaje ha sido usado como un espejo: nos muestra, vestido de Otro, ese Yo que preferiríamos ser. Hoy en día, cuando la palabra Naturaleza aparece, por fin, en labios de portavoces indígenas con los que cabría aclarar esa duda, sabemos que ya es demasiado tarde: ahora ellos saben lo que queremos oír, y lo dicen con nuestros conceptos, en nuestra lengua. En general, desconocemos la suya, y la homilía ecológica se ha convertido en moneda fuerte en las transacciones políticas entre los pueblos autóctonos y la sociedad global: tiene el mérito de atribuir a los indios una identidad al mismo tiempo diferencial y positiva, y no se renuncia así como así a un conjuro tan poderoso.
Economías alternativas
Antes de descartar sumariamente al indio ecológico, habría que examinar con cuidado varias incógnitas importantes. La primera se refiere a la relación que los pueblos autóctonos mantenían, antes de su inserción forzada en el complejo colonial euroamericano, con eso que llamamos naturaleza. Las investigaciones a ese respecto han sido abundantes, y ricas en resultados no tan fáciles de interpretar.
En los estudios de ecología cultural –no necesariamente identificados con los propósitos del ecologismo ético-político– esa convivencia se reduce a limitación. Las formas culturales y sociales son el producto de la adaptación a la finitud de los recursos: a la pobreza de los suelos agrícolas, o a la escasez de proteínas, por ejemplo. La naturaleza es una madre, sí, mas una madre dura que obliga a sus hijos a sujetarse a un duro régimen, a no ser que consigan liberarse de ella mediante nuevas técnicas de explotación. La carrera contra la escasez es tan disputada en la selva como lo ha sido en paisajes más áridos y el indio ecológico es, simplemente, un luchador mal armado, abrumado por un medio natural que ultrapasa sus fuerzas. Pero ese pesimismo del materialismo ecológico se ha visto progresivamente cercado por estudios detallados que muestran que poblaciones indígenas recientes dedican muy pocas horas de su tiempo a esa desesperada lucha por la vida –reservando el resto a actividades no productivas– y mantienen la explotación del medio ambiente muy por debajo de sus posibilidades agrícolas o cazadoras. Aparentemente, el trabajo denodado tiene más sentido como causa de la escasez natural que como respuesta a esta.
Tampoco parece que el primitivo ecológico haya estado tan mal equipado, y cada vez hay más evidencias de que, cualquiera que haya sido el pacto que él haya establecido con la naturaleza, no se ha debido a una fatal irrelevancia humana. La arqueología amazónica, por ejemplo, ha desmentido que el mundo indígena fuese una red de grupos minúsculos disueltos en el medio. La demografía rala y la atomización como norma son posteriores al ingreso del hombre blanco y a sus efectos deletéreos directos o indirectos. El «desierto verde» es en buena parte un producto de la conquista, y por el contrario hay, para la era precolombina, datos ciertos de una ocupación humana de la Amazonia más densa que la que se puede encontrar aún en la actualidad. Esa ocupación se basaba en la alta productividad del cultivo del maíz, recurría a un buen uso de las inundaciones periódicas del valle amazónico o a notables ingenios como el uso agrícola de islas flotantes. Pero, lo que es más interesante, dejaba aun así espacio para el incremento de la biodiversidad. La llamada «terra preta de índio» , uno de los suelos más productivos del valle amazónico, se identifica con las áreas de larga ocupación aborigen y alberga una tasa de biodiversidad mayor que áreas propiamente más cercanas a la virginidad.
Investigaciones etnológicas ya clásicas, como las de Darrell Posey entre los Kayapó, o las de Philippe Descola entre los Ashuar, han inventariado una serie de prácticas que permiten imaginar cómo ese resultado podría haber sido obtenido: creación de islas artificiales de diversidad, un plantío a veces no totalmente consciente (como el que se da por la costumbre de enterrar al paso, con el pie, las simientes de plantas dignas de interés que se encuentran en el camino), el cuidado de sembrar a la orilla del río árboles importantes en la dieta de los peces. O un coleccionismo in vivo , como el de las horticultoras Ashuar que, lejos de limitarse a plantar la mandioca o el chile más productivos, se afanan en el cultivo de especies y variedades seleccionadas por una enorme gama de criterios: tiempos de maduración diferentes, adaptación a la falta o al exceso de agua, textura, color del fruto o de las hojas... Aquella generosidad de una selva donde –así decían las versiones edénicas– bastaba alargar la mano para encontrar todo lo necesario para la subsistencia, se hace más verosímil cuando percibimos que la supuesta selva virgen es más bien un jardín. Incluso prácticas como la del uso extensivo del fuego, que durante mucho tiempo se esgrimieron como pruebas del carácter rudimentario y destructivo de la agronomía indígena, se han revelado, en la Amazonia o en los Estados Unidos, como ejemplos de un manejo probablemente sabio y sin duda acertado. En la selva amazónica, los fuegos abren claros que permiten el auge de plantas cohibidas por la sombra de los grandes árboles, y que quiebran la extensión imperial de una sola especie. En los parques norteamericanos ya vacíos de indios y protegidos radicalmente del fuego por los servicios forestales, la misma prudencia indígena vino a ser probada, a contrario, cuando los bosques fueron víctimas de grandes incendios casuales en que la biomasa acumulada durante años sirvió de combustible a una destrucción fatal, antes evitada por quemas periódicas en la estación justa. Cierto es que las prácticas indígenas no siempre han llevado a resultados tan halagüeños. Shepard Krech III, en su libro The Ecological Indian , traza un complejo panorama de casos dudosos, basado en una larguísima bibliografía. Probablemente la tesis de la extinción de la megafauna del pleistoceno a manos de pueblos cazadores no pasa de un relato ideológico, que ha exagerado y generalizado escasos datos sobre cacerías masivas, y ha desestimado otros factores, por ejemplo los climáticos. Pero es probable que el sistema de regadío de los Hohokan, mal que pese a su sofisticación –o por causa de ella– haya contribuido poderosamente a la salinización y la desertificación de amplias regiones de Arizona, y que el hundimiento de la civilización urbana maya (cuyos grandiosos centros ceremoniales estaban ya desiertos a la llegada de los españoles) se haya debido a la quiebra de límites ecológicos. Más cercana a nuestra experiencia histórica y ocupando un lugar de gran peso simbólico, la extinción de los bisontes norteamericanos fue obviamente un resultado de la invasión blanca, y en su recta final, incluso, un medio consciente para aniquilar indirectamente a la población indígena; pero parece claro que un tipo de caza abusiva –en la que, conducidos en estampida hacia un despeñadero, centenares de bisontes eran sacrificados para aprovechar sólo algunas piezas, o en que los bisontes eran muertos para no usar más que su lengua y la piel de su joroba– no era desconocida entre los grupos indígenas que comerciaban con los blancos ni, lo que es más importante, entre los cazadores que aún no habían tratado con esos nuevos mercaderes. De castores o ciervos puede decirse lo mismo: prácticas ponderadas de caza, que respetaban mínimos de reproducción, se alternaban de un grupo a otro, o dentro de un mismo grupo, con modos de explotación predatorios y poco preocupados con sus límites.
El indio ecologista
Ese equilibrio ambiental que pese a todo lo dicho parece ser la tónica de muchas economías indígenas ¿sería un resultado intencional? ¿O sólo un accidente recubierto de ideales a posteriori? ¿Habría algo más que una diferencia de grado o de tiempo entre ese contrato natural, por usar la fórmula de Michel Serres, y la depredación propia de las sociedades modernas? A muchos de esos partidarios de la libre iniciativa y la expansión a los que a pesar de todo halaga sentirse agentes de un destino irrevocable les gustaría decir que no, que el indio ecológico es una de esas falacias retrógradas que nos ha legado el romanticismo. Probablemente se equivocan por muy poco. Por mucho que la benevolencia ecologista y sus conceptos clave –empezando por la Naturaleza– sean préstamos recientes en el discurso o en la lengua, encontraremos con frecuencia en el mundo indígena construcciones intelectuales y normas que les equivalen. ¿Religión, cosmología, sistema simbólico? Llamémoslo como queramos, cabe ahí un conocimiento muy detallado del medio ambiente y de sus condiciones. Tabúes de caza o pesca y restricciones de acceso a determinadas áreas pueden equivaler a una gestión de recursos. A falta de legislación ambientalista, el chamanismo puede ser entendido como un saber regulador de esas relaciones. Muchas sociedades indígenas, es verdad, imaginan los animales surgiendo de las entrañas de la tierra, como de una fuente potencialmente ilimitada. En la Amazonia es frecuente oir hablar de corrales subterráneos en que algún dueño místico cría los pecaríes, los tapires o los ciervos que después caerán bajo las flechas o las balas de los cazadores, pero siempre gracias a una negociación que corre a cargo del chamán. Pero toda esa ganadería subterránea o sobrenatural no puede desarrollarse sin un stock de almas humanas que pasan a vivificarla, y es esa mercancía la contrapartida que el chamán tiene para ofrecer. Los muertos, antes o después, alimentan a los vivos en una cosmic food web muy afín a la del pensamiento ecológico, aunque basada en otra ontología. Los dominios que nuestro humanismo separa en forma de naturaleza y humanidad pueden ser entendidos de hecho como una sociedad global, no ya esa sociedad utópica-consanguínea del texto de Perry, sino una sociedad que identifica en la escala del universo las mismas relaciones ambiguas pero indispensables que rigen la vida social humana, incluyendo la alianza, el intercambio de dones y sustancias, la predación. Mucho menos preocupadas que la nuestra por la regulación internacional del comercio, las sociedades autóctonas reconocen la existencia de un comercio vital que fluye del suelo al cielo, y en el que se impone algún tipo de orden.
Ciertamente, los indios no han sido ecologistas avant la lettre . La naturaleza es un concepto euroamericano que se traduce mal a otras lenguas; un concepto, por lo demás, que toma su forma actual precisamente cuando el desarrollo económico convierte bosques y fieras en un recuerdo lejano, apto para la delectación estética y para la nostalgia. Poco interés podría haber en proteger una naturaleza demasiado presente, poderosa y autónoma. Entre los habitantes del jardín amazónico no faltan cazadores que matan cuanto pueden, sin diferenciar tamaños o épocas de cría o de puesta, que tratan a sus presas muertas con una ejemplar descortesía, y que utilizan otros recursos con la misma falta de ceremonia. El envidiado «equilibrio» con la naturaleza no es necesariamente resultado de una ética conservacionista; en ciertos casos, puede proceder de un modo de vida consumista (en su propia escala) y predatorio al extremo. Pero sobre todo –ahí está la diferencia– generalizado. Para deshacer esa paradoja basta recordar que el desequilibrio ecológico moderno procede de una diferenciación ética entre el mundo humano y el natural; éste último debe ser consumido en bien del primero, que debe ser preservado a ultranza. Todo se destina, o al menos eso se pretende, a salvar y mejorar las vidas humanas, alargarlas, multiplicarlas y aumentar su eficiencia; la propia preservación de la naturaleza puede tener aquí su función, supeditada y limitada por objetivos humanistas. La particularidad de las sociedades indígenas no estaría en la conservación de la naturaleza, sino en su disposición para extender el consumo, simétricamente, a un lado y otro de esa frontera que nosotros hemos trazado para nuestro supuesto beneficio. La convivencia de los modos autóctonos de vida con una alta biodiversidad ha sido posible, en muchos casos, en virtud de una demografía baja, que no deberíamos entender como un dato natural: procede más bien de un inmenso gasto de tiempo y recursos humanos en rituales, guerras o modos de producción que anteponen el rendimiento social o simbólico a la eficiencia inmediata o a la acumulación de gente y riqueza. Los indios pierden el tiempo sin remordimiento, no son tan avaros como nosotros con su vida y su salud, no están tan obcecados como nosotros en amurallarse contra la enfermedad, la muerte, la podredumbre, esas miserias tan naturales. Si las sociedades autóctonas han encontrado modos de relación con la naturaleza que no se reducen a una disipación más o menos rápida, más o menos absoluta, ha sido porque el mismo concepto de naturaleza les falta.
Los límites de lo humano
Volvamos a la alocución del jefe Seattle con la que comenzamos estas páginas y, ya que nunca tendremos acceso a una versión Seattle-Seattle, fijémonos mejor en la versión Seattle-Smith de 1887, la más antigua que nos queda. Su fidelidad puede también ponerse en duda. Si la versión Perry nos presenta al indio como un fiel hijo de la naturaleza, la versión Smith pone en escena un personaje no menos arquetípico: un indio estoico que sabe del fin próximo de su pueblo y se enfrenta a él noblemente. Smith puede haber puesto mucho de sí en el texto, resumiendo lo que podía pensarse en un momento en que la conquista del oeste había culminado y la desaparición de los pueblos indígenas se daba como segura.
A cambio de las tiernas máximas de Perry, Smith nos ofrece algo más sobrecogedor: lo que Seattle dice esta vez es que no existe una naturaleza vacía de humanidad. Cada valle o colina, e incluso las rocas «que parecen mudas y muertas» vibran con la memoria de quienes allí vivieron. Los hombres que ocuparon aquellas tierras las siguen ocupando después de muertos:
Por la noche, cuando las calles de vuestras ciudades están calladas y las pensáis desiertas, en ellas se agolpan las huestes de quienes otrora las llenaron, y que aman aún esta bella tierra.
Aunque las tierras sean vendidas –y ésta es la reivindicación más clara de su discurso– debe permitirse a los indios que visiten las tumbas de sus antepasados. Hay que respetar a los fantasmas. Si alguien hubiese querido extraer un ideario ecologista de la versión Seattle-Smith en lugar de sustituirla por otra, podría perfectamente haberlo hecho: sería, es verdad, un ecologismo diferente, a la vez más y menos antrópico, centrado en la noción de que no hay un sujeto único en el universo. La sociedad civil de los vivos tiende a aniquilarse en su propia glotonería, y cualquier memento de que no está sola en el planeta puede valer por un manifiesto ecológico. Ese concepto nuestro de humanidad, que tendemos a ver como una ampliación generosa de lealtades más estrechas, locales o nacionales, puede ser también, si lo comparamos con las nociones amerindias, una restricción tacaña de una humanidad mucho más amplia, que comprende al conjunto de los seres, dueños de acción e intención y, por así decirlo, personas jurídicas plenas en una constitución universal. Somos gente –eso dicen, sí, los mitos amerindios – entre otras gentes: árboles, rocas, fantasmas, animales o ríos son parientes, amables o detestables pero al fin parientes, cada cual con su derecho de herencia. Es fácil sonreír ante una noción como esa, que evoca los supuestos disparates de la ecología profunda: declaraciones universales de derechos de animales o plantas, o parlamentos interespecíficos. Pero no es tan fácil sonreír ante uno de sus principales corolarios: que, sean cuales sean nuestras posibilidades de encontrar nuevas fuentes de energía o nuevas materias primas, hay una limitación ecológica mucho más seria que es el quantum de humanidad. ¿Podría ser la humanidad un recurso escaso que nos hemos obcecado en monopolizar? Al menos, algo de eso parece indicar la historia reciente. Cada avance del humanismo se ha visto acompañado –perro fiel, aunque importuno – por restricciones de hecho o de derecho de la humanidad efectiva. La democracia no se libra del racismo, el progreso no se libra de sus atrasados, ni la globalización de sus excluidos. El muro ético levantado entre seres humanos y cosas siempre acaba segregando a demasiada gente, por muy lejos que sea empujado: el noble propósito de explotar a la naturaleza y no a nuestros semejantes parece cada vez más un sofisma envejecido. Incluso para los más afortunados no siempre está claro que una vida cada vez más larga y menos animal sea un buen negocio.
Es cierto que el discurso del desarrollo es universalista, y postula su extensión más allá de cualquier muro. Algún día llegaremos a ser plenos, todos. Pero las promesas del desarrollismo son ya más añejas que las del socialismo (una de sus versiones) y en cuanto a su verificabilidad, no llevan gran ventaja a las cosmologías indígenas o a la ecología profunda. Si no nos hacen sonreír no es porque sean más sensatas, sino porque han perdido la gracia.
Poblaciones tradicionales
El jefe Seattle, viejo y ya cristiano, murió no mucho después de pronunciar su discurso. Ciento cincuenta años después, una serie de movimientos y proyectos, que se podrían albergar bajo el rótulo común de etno-ecologismo, se apoyan en la noción de tradición, o más exactamente de poblaciones tradicionales. Las organizaciones internacionales acogen y promueven el concepto, ya transformado en doctrina oficial. Pueblos autóctonos o minorías étnicas o culturales de los cuatro rincones de la tierra son vistos como depositarios de saberes tradicionales respecto a su medio ambiente, y como alternativas éticas y técnicas al modelo económico moderno.
La propuesta es noble, pero en muchos sentidos ambigua. El desarrollo sostenible se suele presentar como un desarrollo in partibus infidelium , un desarrollo a la medida de parcelas de la humanidad –extensísimas– a las que nunca podría llegar ese desarrollo sin adjetivos que se contabiliza en altas tasas de consumo, confort y seguridad. Si es improbable que la suerte sonría por igual a todos los habitantes de un planeta limitado, será un consuelo que los desfavorecidos puedan encontrar un nicho aceptable reviviendo las técnicas y los valores de sus antepasados. No faltará quien se subleve ante este compromiso desigual, y reclame justicia: a fin de cuentas, a pueblos que han penado amargamente el progreso moderno no les costaría mucho seguir manteniendo viva la llama de la revolución con una miseria exasperada y sin paliativos. Pero aun cuando los aceptemos, los paños calientes del desarrollo sostenible de los desheredados no son tan fáciles de aplicar. Para empezar, la tradición –con sus saberes y sus valores– no es un flujo automático que se perpetúa hasta que la modernidad la sustituya. El colonialismo ha derrochado esfuerzos por doquier para cercenar esa tradición, con no poco éxito: muchas veces, los saberes tradicionales se encuentran más fácilmente en la memoria que en la práctica. Pero además, esos saberes tradicionales se crearon y transmitieron en un contexto que ya no existe, que es improbable que vuelva a existir, y que incluía entre otras cosas una saludable distancia de nuestra cosmología y de nuestra ética. Por muy sistémica que quiera ser, la etnoecología no suele tener en cuenta la parte maldita de los viejos sistemas. Un motivo más para hermanar culturas indígenas y naturaleza: nuestro amor por ellas siempre surge como nostalgia.
Y además, ¿qué queremos decir con «sociedades tradicionales »? Sabemos a quién nos referimos; pero el término empaña demasiado su imagen. Los indios, en el noroeste de los Estados Unidos o en la Amazonia, están vivos, y como vivos cambian. El tradicionalismo, como bien sabemos, es una planta que se desarrolla mucho mejor sobre un suelo de tradiciones muertas. Aunque reservándose el derecho de caracterizar a los pueblos indígenas como naturales y tradicionales, el movimiento indígena se rebela cuando esa misma definición es enunciada por otros: no quiere ver sus reivindicaciones recortadas por tales criterios, y seguridad, confort o abundancia de bienes de consumo son aspiraciones corrientes que no se adecuan con facilidad a las dimensiones de lo sostenible. El resultado de todo ello puede ser que, como han pronosticado algunos agoreros, el desarrollo sostenible no se sostenga.
Sus éxitos pueden deberse a un flujo de subsidios, o a un régimen diferencial implantado por el activismo alternativo, algo así como los sistemas de comercio justo, o los sellos de corrección ecológica. En el peor de los casos, puede ser una fachada que se mantiene mientras pueda servir de señuelo a la asistencia convencional. ¿Habría por ello que cancelarlo? El desarrollo sostenible viene a ser, hoy en día, un equivalente de lo que en siglos pasados fue el cristianismo predicado a los paganos: un modelo civilizador moralmente legitimado pero ajeno a los objetivos mayoritarios de la cínica sociedad que lo difunde; una utopía que pretende encontrar en tierras exóticas una vigencia ya perdida en su lugar de origen; una identidad que las poblaciones conquistadas pueden adoptar para hacerse con un lugar en el campo político de sus conquistadores. No hay como creer al pie de la letra lo que pretenden los predicadores o sus neófitos; pero el escepticismo suele hablar en nombre de la codicia pura y simple, menos ambigua pero no por ello más sincera.
Al desarrollo sostenible –como ya le ocurrió a su antecesor, el cristianismo misionero– le pesa sobre todo ese estatuto de proyecto in partibus , de utopía cultivada en márgenes distantes. Puede cosechar algunas victorias ejemplares, manteniendo, difundiendo o recopilando técnicas, creando algunos oasis autónomos dentro de la marea global, o proponiendo alternativas que eventualmente puedan infiltrarse de la periferia hacia el núcleo. Pero mal futuro puede augurársele mientras las responsabilidades ecológicas se transfieran a la periferia sin sentar pie en los engranajes centrales del sistema.
La amalgama corriente de ecologismo y nativismo despierta sospechas fundadas entre quienes no son a la vez ecologistas y nativistas: es conveniente entender mejor al jefe Seattle y a sus nietos. Los diálogos interculturales son diálogos de sordos, o más exactamente diálogos a través del espejo. Son de todos modos diálogos, y no monólogos. El buen salvaje de los humanistas o los ilustrados era, sí, un europeo disfrazado de otro; pero un europeo que no existía antes del buen salvaje. Sería deseable que se pudiese decir algo semejante del Indio Ecológico. Es una descortesía, por decir poco, exigir a los nativos que se ajusten a la figura ideal que nos han inspirado: lo que verdaderamente importa es saber hasta qué punto el ciudadano global puede y quiere parecerse a ella.