Revista de Occidente

Vitalidad de la deshumanización del arte

por Jorge Urrutia

Revista de Occidente nº 300, Mayo 2006

Para César Antonio Molina, con quien encontré un ejemplar de la primera edición de La deshumanización del arte en una librería de Río de Janeiro.

En 1925, hace ahora por lo tanto poco más de ochenta años, apareció en las ediciones de la Revista de Occidente un libro de José Ortega y Gasset, tamaño 17,5 por 12,5 centímetros, en cuya cubierta, con letras verdes, leíase «La Deshumanización del Arte». Luego, en tipo menor y tinta negra, decía «e Ideas sobre la Novela». El volumen, de sólo 170 páginas y el nada desdeñable precio, para la época, de cinco pesetas, se había impreso en la imprenta Caro Raggio, de la madrileña calle de Mendizábal, y dejaba tan sólo para el índice el descubrimiento de un tercer y más breve texto: «El arte en presente y en pretérito», dedicado a la Exposición de Artistas Ibéricos.

No deja de resultar sorprendente que las treinta y nueve páginas que ocupa La deshumanización del arte en una edición moderna [ 1 ] obtuvieran tanto éxito y tan pronto entre los intelectuales españoles e, incluso, levantasen alguna polémica. Es verdad que el prestigio del que ya disfrutaba José Ortega y Gasset hizo que no pasaran desapercibidas, pero también lo es que ejercieron en el pensamiento literario de la época mucha mayor influencia que otros textos, tanto del filósofo como de otros autores, hasta el punto de que se ha dicho que La deshumanización del arte constituye el mejor manifiesto de la vanguardia artística española, aunque nunca hubiese pretendido serlo. Con los años, eso sí, pareció imponerse el convencimiento de que Ortega acertó en el diagnóstico y falló en el pronóstico, lo que acrecentaría la idea de su valor de manifiesto.

Sin duda se prescindió en las discusiones de los dos otros ensayos que acompañaron La deshumanización del arte en el volumen de la primera edición porque eran conocidos. «Ideas sobre la novela», en el que había más pronóstico —puesto que daba por cerrada la vida de la narrativa tal como se había conocido hasta el siglo XX —, se publicó entre diciembre de 1924 y enero de 1925 en el diario El Sol . «El arte en presente y en pretérito» apareció, en el mismo periódico, en dos partes, los días 26 y 27 de junio de 1925.

En un extremo de las discusiones sobre el libro se situaron quienes consideraban las teorías orteguianas como método válido para el análisis del nuevo arte y en el lado opuesto los que juzgaban sus ideas como imprecisas, poco claras y discutibles. Pero Ortega sólo había buscado describir un fenómeno y ni siquiera llegaba a elogiar alguna obra específica del arte nuevo, lo que también —como veremos— se le criticó y explica alguna particularidad de su teoría. Las ideas de La deshumanización del arte tampoco eran totalmente desconocidas, incluso algunos de sus temas ya habían sido tratados por el propio Ortega y Gasset en artículos de Revista de Occidente o El Sol (como los titulados «Mallarmé» [ 2 ] o «Sobre el punto de vista en las artes» [ 3 ] y otros), pero, aunque aquel diario publicara los cuatro primeros apartados en enero y febrero de 1924, aparecían ahora diez totalmente nuevos; era, pues, una obra prácticamente inédita. Guillermo de Torre, cuando aún no ha leído sino los cuatro artículos aparecidos en El Sol , ya que Literaturas europeas de vanguardia es del mismo año 1925 [ 4 ] , escribe elegantemente que en sus páginas «hemos encontrado la reproducción o, mejor, la vertebración orgánica y aun la corroboración de varias ideas y numerosos puntos de vista que llenan el plano teórico de las vanguardias y que, por nuestra parte, venimos a lo largo de este libro exponiendo y desarrollando aquí y acullá». Sin duda Guillermo de Torre entiende que Ortega se sube a un carro en marcha («quizá su aportación sea algo tardía», dice en otro momento) y obviando a quienes, antes que él, ya habían reflexionado sobre el fenómeno.

El mayor problema que, a mi parecer, presenta el libro es que Ortega nunca llega a definir qué entiende por arte nuevo, sino que lo da por generalmente admitido, con una posición más de cronista que crítica o filosófica: «Lo importante es que existe en el mundo el hecho indubitable de una nueva sensibilidad estética». A partir de ello y de las características de esa nueva estética, quedarían clasificadas las gentes entre quienes poseen esa sensibilidad y aquellos que carecen de ella.

Más que un planteamiento consistente, Ortega muestra aquí una intuición espléndida, aunque la idea no fuese del todo original. Subraya una diferencia que considera básica, desde el punto de vista del receptor, entre la nueva y la vieja poética artística. Antes —explica— el público podía no gustar de una obra (ya fuera poema, drama o lienzo), pero la comprendía («precisamente porque lo entendían no les gustaba»); en el arte nuevo, en cambio, «no se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende ». Desde luego, Ortega no entra a explicar los motivos de esa separación social porque, como luego veremos, aunque cite uno de los primeros libros de sociología del arte, no se interesa por la materia.

En 1921, el futuro gran director de cine y maestro de Luis Buñuel, Jean Epstein, había escrito: «Il y a deux clases de gens: ceux qui comprennent et les autres. Aucune république n'y fera rien. La physiologie crée une minorité de sensibilités aristocratiques et tout un peuple d'organismes vulgaires» [ 5 ] . . Esta separación de la gente entre aquellos que comprenden y los otros, separación irresoluble socialmente porque es la psicología la que crea una minoría de sensibilidades aristocráticas distintas de la masa, justifica en la teoría de Epstein la posibilidad de un arte independiente de la sentimentalidad que los espíritus primarios proyectan irremisiblemente sobre él. La coincidencia entre Ortega y Gasset y Epstein responde muy probablemente a una idea compartida entre los creadores y pensadores de la época, aunque el libro del segundo tuviera un eco indudable en las revistas de los primeros años veinte. Federico García Lorca lo cita en alguna conferencia, como tuve ocasión de indicar en otro lugar [ 6 ] .

La nueva sensibilidad estética a la que refiere Ortega parece ser el «Esprit nouveau» que preconizaba Guillaume Apollinaire y que dio título a una revista de Amédée Ozenfant y el arquitecto Le Corbusier, consagrada a la literatura, la pintura, el urbanismo, la arquitectura, la estética e, incluso, el deporte, en la que, precisamente, Jean Epstein dio a conocer ensayos importantes. En 1925 Le Corbusier construyó el llamado Pabellón del Esprit Nouveau para la Exposición Internacional de las Artes Modernas Decorativas e Industriales.

Apollinaire, en «L'Esprit nouveau et les poètes», una conferencia escrita en 1912, pero sólo leída el 26 de noviembre de 1917 por Pierre Bertin en el teatro parisino del Vieux-Colombier, aseguraba que los poetas modernos son ante todo los poetas de una verdad siempre nueva y consideraba la nueva poesía en relación estrecha con todas las demás artes. El espíritu moderno defendido por Ortega coincide en mucho, pues, con el espíritu nuevo de Apollinaire que ha teñido por convencimiento a los artistas de la vanguardia.

Es el propio Guillermo de Torre quien relaciona indirectamente La deshumanización del arte orteguiana con el libro La poésie d'aujourd'hui un nouvel état d'intelligence (La poesía de hoy, un nuevo estado de inteligencia), de Jean Epstein. Éste, aunque centrándose en la literatura, hace unas consideraciones que estima válidas para todo el arte de vanguardia y, especialmente, relaciona poesía y cine. No deja de llamar la atención que Ortega no se refiera para nada al cine, cuando era el gran descubrimiento artístico del momento, puesto que La deshumanización del arte , aunque surja de una reflexión en torno a Debussy y la impopularidad de la nueva música, busca generalizarse. Una de las características de la vanguardia es que, por primera vez, todas las prácticas artísticas respiran al unísono.

En 1921, en el mes de marzo, publicó Ortega en el diario El Sol dos artículos titulados «Incitaciones. Musicalia» I y II, que pasaron al tercer libro de El Espectador con el simple nombre de «Musicalia». Se iniciaban con este párrafo: «El público de los conciertos sigue aplaudiendo frenéticamente a Mendelssohn y continúa siseando a Debussy. La nueva música, y sobre todo la que es nueva en más hondo sentido, la nueva música francesa, carece de popularidad» [ 7 ] .

En esas páginas, que Guillermo de Torre también destaca, Ortega, por un lado, asegura que «el gran público odia siempre lo nuevo por el mero hecho de serlo» y, por otro, afirma que cierto tipo de arte es necesariamente impopular, debido a «una actitud espiritual radicalmente opuesta a la del vulgo». De modo que parece existir una condición inherente al gran arte, al menos aquel que más le importa, y es su imposible popularidad. Ésta es una idea retomada en La deshumanización del arte cuando afirma que «Todo el arte joven es impopular, y no por caso y accidente, sino en virtud de un destino esencial».

Aunque pudiera existir un concepto de arte radicalmente ligado a una aristocracia intelectual, incluso aunque sea posible admitir que en la propia esencialidad artística radique la exigencia de unos conocimientos, unos intereses y unas preocupaciones nada comunes (como, por otra parte, sucede con cualquier ocupación extremadamente especializada), lo que parece importar cuando Ortega y Gasset escribe es la conciencia de una ruptura entre obra artística y público que parece haberse ya impuesto. Es decir, si siempre el arte ha tenido un componente de novedad de difícil comprensión, el artista ha procurado por lo general tender puentes con los receptores sin obligarles, salvo excepciones, a cruzar necesariamente a nado la torrentera.

En algún momento los artistas se despreocuparon de los puentes y prescindieron del interés por ser comprendidos, decididos a escribir sólo para iniciados. La imagen del puente cortado es del propio Ortega cuando, en La deshumanización del arte, escribe que «Con las cosas representadas en el cuadro nuevo es imposible la convivencia: al extirparles su aspecto de realidad vivida, el pintor ha cortado el puente y quemado las naves que podían transportarnos a nuestro mundo habitual». El arte nuevo, el arte que no busca un nivel de comprensión receptora fácil, obliga, indudablemente, a encarar un modo distinto de relación con la actividad de recepción de la obra. Es preciso, pues, hacer algunas observaciones históricas que pudieran resultar reveladoras.

Ortega y Gasset parece fechar el divorcio del artista y el público común en un momento entre el Romanticismo y las vanguardias. Lo interpreta como la desaparición del realismo sentimental y el aumento de la incidencia en lo intelectual. El ensayo «Sobre el punto de vista en las artes», de 1924, al tratar del cubismo de Cézanne, se refiere a una pintura que «ha llegado al mínimum de objetividad exterior» y «sólo pinta ideas», porque «los ojos, en vez de absorber las cosas, se convierten en proyectores de paisajes y faunas íntimas. Antes eran sumideros del mundo real; ahora, surtidores de irrealidad» [ 8 ] .

En «Musicalia» leemos que «Música y poesía del Romanticismo han sido una inacabable confesión en que cada artista nos refería con notable impudor sus sentimientos de ciudadano particular». Idea que, en La deshumanización del arte , se retoma al afirmar que «El Romanticismo ha sido por excelencia el estilo popular. Primogénito de la democracia, fue tratado con el mayor mimo por la masa ». Pero el arte nuevo no sería ya para la masa, porque el arte evoluciona hacia una purificación y tiende a eliminar todo lo que no sea exclusivamente estético.

Explica Ortega y Gasset, de nuevo desde un punto de vista histórico: «Cuando oímos la romanza en fa , de Beethoven, u otra música típicamente romántica, solemos gozar de ella concentrados hacia dentro. Vueltos, por decirlo así, de espaldas a lo que acontece allá en el violín, atendemos al flujo de emociones que suscita en nosotros. No nos interesa la música por sí misma, sino su repercusión mecánica en nosotros [...]. En cierto modo, pues, gozamos, no de la música, sino de nosotros mismos». Pero no sucedería igual en el caso de la música nueva. «La música de Debussy o de Strawinsky nos invita a una actitud contraria. En vez de atender al eco sentimental de ella en nosotros, ponemos el oído y toda nuestra fijeza en los sonidos mismos, en el suceso encantador que se está realmente verificando allá en la orquesta. [...] Esta música es algo externo a nosotros: es un objeto distante, perfectamente localizado fuera de nuestro yo y ante el cual nos sentimos puros contempladores. Gozamos la nueva música en concentración hacia fuera. Es ella lo que nos interesa, no su resonancia en nosotros».

Probablemente hay aquí una relación con lo que más tarde será el perspectivismo orteguiano: todo es cuestión de cómo se focaliza el interés; pero en La deshumanización del arte no llega a plantear así el problema. Interesa más dilucidar las diferencias en la recepción desde las posiciones del creador, pero la fecha de aparición de esas diferencias, de la crisis de la comprensión, nunca se propone. José Ortega y Gasset la deja flotando en un largo periodo que cubre el Romanticismo a las vanguardias, desde Beethoven a Cézanne, pasando por Debussy.

La deshumanización del arte se inicia, según he dicho, con una reflexión sobre Debussy. Éste es un músico estrechamente ligado al simbolismo, no a las vanguardias. Musicó poemas de Baudelaire y de Verlaine y, sobre todo, escribió la partitura para una ópera extraída del más famoso drama simbolita, Pelléas et Mélisande , de Maurice Maeterlink [ 9 ] . Lo que en el libro de Ortega se denomina «arte nuevo», no es sino una nebulosa de límites indefinidos hasta tal punto que no se acaba de comprender cómo pudo La deshumanización del arte pasar por un manifiesto vanguardista. Ello no significa que no hubiera presupuestos compartidos por la vanguardia y el simbolismo, y prueba de ello, en el caso español, es la importancia de Juan Ramón Jiménez para la poética de nuestras vanguardias literarias.

Al negar que el valor de una obra de arte se mida «por su capacidad de arrebatar, de penetrar violentamente en los sujetos», lo que Jean Epstein denominaba el carácter sentimental, Ortega no puede sino considerar que el arte nuevo se dirige a «una minoría especialmente dotada». Sin duda Juan Ramón Jiménez coincide con él cuando habla de la minoría en su famosa dedicatoria «A la minoría siempre», porque esta posición elitista, que llama más la atención porque va a ser en gran parte coetánea de las primeras manifestaciones de un arte decididamente comprometido, va a fundamentar una importante producción artística del primer tercio del siglo XX e, incluso, de su primera mitad.

En otro ensayo, «Mallarmé», el filósofo parece distinguir la minoría en virtud de que sepa descubrir lo aludido por el poeta sin haberlo nombrado. Es sabido que Stéphane Mallarmé, en la famosa encuesta de Jules Huret sobre la evolución literaria, declaró que, frente a los parnasianos, quienes presentan las cosas directamente, encuentra preferible tan sólo evocarlas. «Nombrar un objeto —dice— es suprimir los tres cuartos del goce del poema que se consigue por la dicha de adivinar poco a poco; sugerirlo, este es el sueño» [ 10 ] .. Ortega concluye que la poesía únicamente puede ser eso, ocultación y sugerencia. «El nombre directo denomina una realidad, y la poesía es, ante todo, una valerosa fuga, una ardua evitación de realidades» [ 11 ] . Incluso llega a establecer una definición: «La poesía es eufemismo —eludir el nombre cotidiano de las cosas» [ 12 ] .

Esta frase fue comentada por Ramón de Garciasol en Una pregunta mal hecha ¿Qué es la poesía? , un ensayo de 1954. Se trata de un texto olvidado, pero obliga a reconsiderar lo que una crítica generalmente ignara ha escrito de la poesía de postguerra y de su realismo. «En la definición orteguiana —dice— está implícita la sustitución» [ 13 ] , y en poesía no se elude con el silencio, sino con palabras. Ello explica el uso del símbolo que, es sabido, defendía Mallarmé, pero también, como advierte Garciasol, «las diversas y posibles maneras de poesía».

En esta idea de la alusión y la elusión de la palabra pudiera parecer que hay una contradicción con lo que diría Juan Ramón Jiménez en un famoso poema de Eternidades :

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

...Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Vuelve a venir al pelo el ensayo de Ramón de Garciasol cuando afirma que «Al cómo de la sustitución y al qué por qué, realizados, se llama poema, y no hay forma de explicar cómo se hace un poema, porque no se puede explicar lo que no existe aún ». De ahí que Juan Ramón Jiménez inicie su libro con un breve poema tan esclarecedor como éste:

No sé con qué decirlo,

porque aún no está hecha

mi palabra.

Creo que José Ortega y Gasset nunca profundizó realmente el hecho poético, como tampoco llegó a apreciar los movimientos vanguardistas, lo que le reprochará Guillermo de Torre. Cuando en La deshumanización del arte afirma que «Las direcciones particulares del arte joven me interesan mediocremente, y salvando algunas excepciones, me interesa todavía menos cada obra en singular», demuestra que valora más la postura teórica que el producto artístico en sí [ 14 ] . En cuanto a la poesía, su teoría de la elusión la aproxima a la afectación. De hecho afirma: «Gran error creer que poesía es naturalidad: no lo ha sido nunca mientras fue poesía» [ 15 ] .

El hecho poético radica, precisamente, en la invención de la palabra y en su fuerza objetual. Invención no significa que no existiera antes en sus componentes fónicos, sino que surge en un mundo nuevo, en una realidad nueva que es la del poema y cargando, por ello, con valores imprevistos. El error de la crítica realista es pretender analizar las concomitancias entre las dos realidades, la exterior y la del poema y aplicar la lógica de la una a la otra. Sólo así se entiende que Ortega, en su ensayo sobre Mallarmé, llegue a escribir que «hay que esconder los vocablos porque así se ocultan, se evitan las cosas, que, como tales, son siempre horribles» [ 16 ] .

Aunque se refiera al público como individualidad o como masa y le preocupe, no podía creer José Ortega y Gasset en el estudio sociológico del arte, ya que los efectos sociales de la obra artística le parecían absolutamente extrínsecos. De esa posición formalista —puesta de moda en aquella época y enseguida muy combatida por el marxismo, hasta poner en crisis los movimientos vanguardistas a través, precisamente, del más importante de ellos, el surrealismo — sólo se hubiera podido salir distinguiendo la práctica artística y ésta de su producto, la obra, y ambos del efecto de su consumo. Ortega no se detiene en ello y, aunque nos pone en la posición de fijarnos en los problemas sociales de la producción, da un salto y localiza el carácter primero de lo que él llama «arte nuevo»—según hemos ya visto— en cómo divide la población entre los que lo entienden y los incapaces de hacerlo.

Al referirse al estudio sociológico del arte, Ortega cita a Jean-Marie Guyau, autor de un libro que tuvo cierto eco al publicarse en 1887, poco antes de su muerte a los treinta y cinco años: El arte desde el punto de vista filosófico . Aunque existía una traducción española, probablemente Ortega acabara de tener en sus manos la reedición de 1923, en la Bibliothèque de Philosophie Contemporaine de la librería Félix Alcan. Según Guyau, el arte representa la vida y mantiene y manifiesta la unidad entre vida, sociedad, moralidad y religión; en cambio, el arte de los decadentes y los desequilibrados «es aquel en que esta unidad desaparece ante los juegos de imaginación y de estilo, ante el culto exclusivo de la forma» [ 17 ] .

Es evidente que los vanguardistas, y en cierto modo los simbolistas, niegan la relación directa del arte con la vida y la realidad, no porque deba perderse en invenciones, sino porque lo que importa es el modo de construir esa realidad. No interesa lo reflejado sino el objeto que lo refleja. Con un ejemplo brillante de Ortega y Gasset, si miramos un jardín a través de una ventana no vemos el vidrio porque, preocupados por el jardín, pasa nuestra mirada a su través. Pero —dice— «haciendo un esfuerzo, podemos desentendernos del jardín y, retrayendo el rayo ocular, detenerlo en el vidrio. [...] Del mismo modo, quien en la obra de arte busca el conmoverse con los destinos de Juan y María o de Tristán e Iseo y a ellos acomoda su percepción espiritual, no verá la obra de arte». En el primer caso convivimos, en el segundo contemplamos. El siglo XIX habría insistido en el reflejo de la vida de lo humano, de ahí su popularidad, no porque la masa entendiera los aspectos verdaderamente artísticos, sino porque compartía actos y sentimientos. Pero «la percepción de la realidad vivida y la percepción de la forma artística son, en principio, incompatibles», según Ortega.

Cuando un artista se preocupa especialmente por lo artístico de su obra, atiende, siguiendo el ejemplo anterior, a la mejor calidad del vidrio, entonces se afirma que tiene voluntad de estilo. Y dice el filósofo: «estilizar es deformar lo real, desrealizar. Estilización implica deshumanización». La traslación semántica parece un poco forzada pero, como suele suceder en los escritos de Ortega, es brillante y atractiva. Le sirve para afirmar la deshumanización como característica esencial del arte verdadero y, claro es, del arte nuevo.

Entender el arte sería para José Ortega y Gasset, también y por eso mismo, considerarlo sin trascendencia, alejarlo del patetismo, prescribir de él toda sentimentalidad y toda anécdota. Escribe: «en este proceso se llegará a un punto en que el contenido humano de la obra sea tan escaso que casi no se le vea». Ello no quiere decir que el arte nuevo prescinda de la realidad, sino que ésta no se impone sobre el espectador. El arte nuevo busca «construir algo que no sea copia de lo natural y que, sin embargo, posea alguna sustantividad». Se instaura así, como hemos visto, un nuevo tipo de relación con el arte. Es precisa «otra forma de trato por completo distinto del usual, vivir las cosas; hemos de crear e inventar actos inéditos que sean adecuados a aquellas figuras insólitas».

Guillermo de Torre no entendió bien lo que José Ortega y Gasset quiso decir y negó que pudiera haber un arte totalmente deshumanizado. Claro que —ya lo hemos visto— cuando escribe Literaturas europeas de vanguardia aún no había leído completa La deshumanización del arte . Años más tarde, Jorge Guillén, en «Lenguaje de poema, una generación», ensayo integrado en el libro Lenguaje y poesía , escribe que «un poema deshumano constituye una imposibilidad física y metafísica, y la fórmula la deshumanización del arte , acuñada por nuestro gran pensador Ortega y Gasset, sonó equívoca». El poeta no afirma que Ortega no considerase humano el arte, sino que fue mal interpretado el título. Sin embargo, continúa diciendo: « Deshumanización es concepto inadmisible, y los poetas de los años 20 podrían haberse querellado ante los Tribunales de Justicia a causa de los daños y perjuicios que el uso y abuso de aquel novedoso vocablo les infirió como supuesta clave para interpretar aquella poesía». Guillén extrae lo que podría parecer una mínima conclusión, casi un desarrollo de la palabra empleada: «Clave o llave que no abría ninguna puerta». Pero da a continuación un paso más que ya significa pasar del desacuerdo con el término «deshumanización », traído por Ortega, a negar la teoría del filósofo: «habiendo analizado y reflejado nuestro tiempo con tanta profundidad, no convenció esta vez Ortega, y eso que se hallaba tan sumergido en aquel ambiente de artes, letras y filosofías» [ 18 ] .

Ortega, al considerar el arte nuevo como deshumanizado y sin trascendencia resultaba equívoco, máxime cuando parecía conducirlo hacia el concepto de juego. Afirma, por ejemplo que «el artista de ahora nos invita a que contemplemos un arte que es una broma, que es, esencialmente, la burla de sí mismo». Esto tenía que resultar necesariamente escandaloso, al menos para la generación anterior. Pío Baroja parece contestarle de alguna manera en el «Prólogo casi doctrinal sobre la novela» de La nave de los locos cuando dice que «entre el mastodonte académico y el zángano dadaísta hay muchos ejemplares de fauna literaria que a uno le pueden parecer bien. No es obligatorio ser tan pesado como un paquidermo, ni tan ligero como una mosca».

Pero el concepto de juego y deporte, para Ortega, no era algo superficial, sino que se inscribía en una filosofía vitalista. En El tema de nuestro tiempo (1923) asegura que «Mientras Sócrates desconfiaba de lo espontáneo y lo miraba al través de las normas racionales, el hombre del presente desconfía de la razón y la juzga al través de la espontaneidad. No niega la razón, pero reprime y burla sus pretensiones de soberanía. [...] La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital [ 19 ] ».

Este vitalismo, que pudiera derivar de lejos de La decadencia de Occidente de Spengler, se relaciona estrechamente con el interés por el deporte que se despierta en la época y que acogerán los totalitarismos del momento. El ensayo «El origen deportivo del Estado» (1924) permite entender la posición de José Ortega y Gasset.

La vida se presenta en él como un doble esfuerzo, el relacionado con el trabajo y el voluntario. Éste es el que debe considerarse primario, aunque no sea imprescindible y resulte por ello superfluo. Visto de esta manera, el deporte resulta ser una actividad «seria e importante en la vida». De ahí extrae una primera conclusión: «en todo proceso vital, lo primario, el punto de partida, es una energía de sentido superfluo y libérrimo, lo mismo en la vida corporal que en la vida histórica» [ 20 ] . Hay, pues, una extrapolación del cuerpo a la historia y de ésta a lo fenomenológico y lo político: «Lo más necesario es superfluo, el que se contente con responder estrictamente a la necesidad que sobreviene será arrollado por ella» [ 21 ] .

Otras afirmaciones orteguianas sólo pueden comprenderse a partir de esas premisas, como cuando asegura que «Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas». O bien: «Si cabe decir que el arte salva al hombre, es sólo porque le salva de la seriedad de la vida».

Así mismo: «Todo el arte nuevo resulta comprensible y adquiere cierta dosis de grandeza cuando se le interpreta como un ensayo de crear puerilidad en un mundo viejo».

O, más interesante: «Al vaciarse el arte de patetismo humano queda sin trascendencia alguna —como sólo arte, sin más pretensión».

Pero el sentido de intrascendencia, que llama en 1924 deshumanización, estaba ya en el Ortega y Gasset de 1908 cuando, en un artículo sobre la novela El santo , de Antonio Fogazzaro, escribía: «No cabe duda de que la cultura radica por definición en una actividad suntuaria y que podría caracterizarse al hombre como el animal para quien es necesario lo superfluo» [ 22 ] .

La desfundamentación humanística del arte se explica por la noción de transparencia que, hoy día, desde el punto de vista poético, me parece lo fundamental del libro orteguiano. Sin duda está detrás de la ética estética del último Juan Ramón Jiménez (recuérdese el poema «La transparencia, Dios, la transparencia») y sigue siendo válida para explicar gran parte del arte moderno, especialmente la heredera del simbolismo.

Hay que entender la idea de deshumanización como transparencia. «Ver el jardín y ver el vidrio de la ventana son dos operaciones incompatibles», dice Ortega y Gasset. El arte de origen romántico se basa en el jardín, el arte moderno se asienta en el vidrio, porque es una peculiar transparencia que se establece en el estilo (hoy distinguiríamos y preferiríamos hablar de escritura), considerado como la relevancia del trabajo artístico por encima de su posibilidad referencial. El trabajo artístico está sin estar, se fija porque fija.

No es, pues, que el arte nuevo no sea humano, sino que deja de importar el patetismo de lo mostrado (la anécdota, lo vivible) para darle importancia a la construcción y a su estrategia. Por lo tanto, lo digno de valorarse del arte se aleja de lo fácilmente comprensible y exige, según Ortega y Gasset, una especial preparación, un aristocratismo estético.

Más allá de discutir sobre si el arte nuevo, desde ese punto de vista, no habría hecho sino exacerbar, por medio de una tendencia a la abstracción, la característica fundamental y constante de todo arte, sabemos que el horno de la historia no estaba para bollos y la rehumanización artística, entendida como contenidismo, llegó en seguida. Un joven, por otra parte muy ligado a los proyectos orteguianos, José Díaz Fernández, vino en cierta medida a responder en 1930 con su libro El nuevo romanticismo . Sin embargo, no había en el fondo contradicción. Al final de La deshumanización del arte se dice que pueden presentarse muchas objeciones al arte nuevo, pero en ese caso es necesario añadir algo más: «la insinuación de otro camino para el arte que no sea este deshumanizador ni reitere las vías usadas y abusadas».

El libro de Ortega sigue siendo clarividente en la comprensión de una estética e, incluso, permite acercarse al arte de cualquier época, pero José Díaz Fernández venía a proponer aquel otro camino. No es que una el arte a las conmociones sociales «de una manera anecdótica o alegórica. Ése sería el academicismo aborrecible de los cuadros de historia o de tesis. [...] Se trata de pintar las cualidades de la naturaleza o de la sociedad en relación con la sensibilidad contemporánea y con las radicales inclinaciones del alma moderna » [ 23 ] . Por eso toma el libro de Díaz Fernández para su título los dos términos antagónicos de La deshumanización del arte : «romanticismo» y «nuevo». Con ellos buscará llevarse a cabo una distinta práctica estética de la pretendida por las primeras vanguardias, que son, al fin y al cabo, las que José Ortega y Gasset buscaba explicar en La deshumanización del arte .

NOTAS

  • [ 1 ] José Ortega y Gasset: La deshumanización del arte (edición de Luis de Llera)¸ Madrid, Biblioteca Nueva, 2005, por la que cito sin indicar página.
  • [ 2 ] Noviembre de 1923; recogido en Obras Completas , volumen IV, Madrid, Revista de Occidente, 1962: 481/484.
  • [ 3 ] Febrero de 1924; recogido en Obras Completas , volumen IV, Madrid, Revista de Occidente, 1962: 443/457.
  • [ 4 ] Madrid: Rafael Caro Raggio, editor. Existe una reedición moderna: Sevilla, Renacimiento, 2001.
  • [ 5 ] Jean Epstein: La poésie d'aujourd'hui un nouvel état d'intelligence , Paris, Éditions de la Sirène, 1921: 6. Al año siguiente, y en la misma editorial, Jean Epstein publicaría un libro harto curioso, La Lyrosophie , que defiende machadianamente el romanticismo de la razón y la razón del romanticismo.
  • [ 6 ] Véase Jorge Urrutia: «Federico García Lorca, Luis Buñuel y Jean Epstein, de la poesía al cine», en El Extramundi y los Papeles de Iria Flavia XXXI, otoño de 2002.
  • [ 7 ] Recogido el ensayo en Obras Completas , volumen II, Madrid, Taurus/Fundación José Ortega y Gasset, 2005: 365/374.
  • [ 8 ] «Sobre el punto de vista en las artes», citado, p. 455.
  • [ 9 ] De hecho, en uno de los textos aquí citados, Ortega viene a reconocer que Debussy no es autor del presente, al decir que «el público de los conciertos [...] continúa siseando a Debussy».
  • [ 10 ] «Nommer un objet, c'est supprimer les trois quarts de la jouissance du poème qui est faite du bonheur de deviner peu à peu ; le suggérer, voilà le rêve» . Jules Huret: Enquête sur l'évolution littéraire (ed. de Daniel Grojnowski), Paris, José Corti, 1999: 103.
  • [ 11 ] «Mallarmé», citado, p. 483.
  • [ 12 ] «Góngora. 1627-1927», en Obras Completas , volumen III, Madrid, Revista de Occidente, 1962: 580.
  • [ 13 ] Ramón de Garciasol: Una pregunta mal hecha ¿Qué es la poesía? ; Madrid, Col. Escálamo, 1954, p. 44 y, luego, 45. Ya destacó la importancia de ese librito F. Maldonado de Guevara en su artículo «Poesía, poema y poeta. A propósito de un libro de Ramón de Garciasol», en el Tomo II del Homenaje al Prof. Alarcos, Universidad de Valladolid, 1966: 301-313.
  • [ 14 ] En «Sobre el punto de vista en las artes», citado, p. 457, José Ortega y Gasset observa que, «hacia 1880 mientras los impresionistas fijaban en los lienzos puras sensaciones, los filósofos del extremo positivismo reducían la realidad universal a sensaciones puras».
  • [ 15 ] «Góngora. 1627-1927», citado, p. 581.
  • [ 16 ] «Mallarmé», citado, p. 484.
  • [ 17 ] M. Guyau: El arte desde el punto de vista sociológico , Madrid, Daniel Jorro, 1931: 37.
  • [ 18 ] Jorge Guillén: Lenguaje y poesía , Madrid, Alianza editorial, 1969: 191.
  • [ 19 ] «El tema de nuestro tiempo», en Obras Completas , tomo III, Madrid, Revista de Occidente, 1962: 179.
  • [ 20 ] «El origen deportivo del Estado», en Obras Completas , tomo II, Madrid, Taurus/Fundación Ortega y Gasset, 2005: 708.
  • [ 21 ] Idem, p. 709.
  • [ 22 ] «Sobre El Santo », en Obras Completas , tomo II, Madrid, Taurus/Fundación Ortega y Gasset, 2005: 23.
  • [ 23 ] José Díaz Fernández: El nuevo romanticismo, Madrid, Zeus, 1930.

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