Caudillos y populistas parecerían ser con frecuencia los principales protagonistas de la historia política latinoamericana. Los términos han vuelto nuevamente a copar el vocabulario de los analistas de la región después de la llegada al poder en Venezuela de Hugo Chávez, a quien Tomás Eloy Martínez identificara con ambos: «caudillo populista». El triunfo presidencial de Evo Morales en Bolivia y la posibilidad de una victoria de Ollanta Humala en el Perú alimentaron la falsa impresión de que una «ola populista » –de «izquierda»– se estaba apoderando del continente. Las figuras de unos y otros evocan el llamado «populismo clásico», identificado con el liderazgo de Juan Domingo Perón. En las década de 1990, cuando se puso también en boga, la expresión estuvo acompañada del prefijo «neo»: se llamó entonces «neopopulistas» a los presidentes Carlos Menem en Argentina o Alberto Fujimori en el Perú. ¿Qué tan útiles son tales conceptos? ¿Sirven para describir de alguna forma la política latinoamericana? Como manifestaciones políticas, ¿cuáles son las causas de su ocurrencia? ¿Será cierto que toda la política regional puede reducirse a esas categorías simples?
Habría que comenzar por algunas aclaraciones. Caudillismo y populismo –o caudillos y populistas– no son palabras sinónimas, aunque compartan algunos rasgos comunes. Como Alan Knight ha advertido, el término «caudillo» –utilizado por los mismos actores contemporáneos– tiene una rica historia semántica y su significado varía de país en país. En la Argentina –inmortalizados en el Facundo de Sarmiento–, caudillos son los jefes políticos de provincias, mientras que en otros países el término se deja para los grandes líderes nacionales. Historiadores y científicos sociales han querido darle a la palabra valores conceptuales, atados a comportamientos políticos generalizables. Según John Lynch, los caudillos fueron típicamente líderes surgidos de las guerras de la independencia, de origen regional, con vinculaciones hacendiles o estancieras, sin clara visión sobre sus respectivas nacionalidades, capaces de movilizar a sectores populares, y que gozaron o perdieron el poder como resultado de actos de fuerza. Les identifica ante todo su condición guerrera y militar, la característica también de los caudillos que surgieron de la Revolución mexicana. El «populismo» ha sido –más que el caudillismo– un concepto manejado por científicos sociales para referirse a fenómenos políticos del siglo XX –como el ya mencionado de Perón en la Argentina o Getulio Vargas en Brasil–.
El populismo tiende además a tener connotaciones peyorativas, aunque ha habido esfuerzos recientes, como el de Ernesto Laclau, de reivindicarlo por sus condiciones sociales incluyentes. El término ha dado lugar a una intensa discusión académica. Kurt Weyland lo ha definido como «una estrategia política a través de la cual un líder personalista busca o ejerce el poder gubernamental basado en el apoyo directo, no mediado, no institucionalizado de grandes masas de seguidores sin organizar». Estas características serían compartidas por los «neopopulistas», pero quienes se distinguirían por haber adoptado políticas económicas favorables al libre mercado, a diferencia de los populistas «clásicos», amigos de las nacionalizaciones, del intervencionismo estatal y de la retórica anti-imperialista. A pesar de sus diferencias y vaguedades conceptuales, caudillismo y populismo tienen en común su desprecio por el constitucionalismo liberal, base fundamental de las democracias modernas. Laureano Vallenilla Lanz –el sociólogo venezolano que escribió una de las defensas intelectuales más notables del caudillismo en la segunda década del siglo veinte– hizo su apología sin verguenza: haber pretendido «sustituir el prestigio personal del Caudillo, única institución posible en nuestro pueblo..., con el prestigio impersonal de la Ley ... fue el colmo de la imprevisión y del empirismo ». Según Vallenilla, los intentos de someter a líderes como el general Páez «al imperio de la Constitución» se equivocaban al no darse cuenta «de que el poder personal del Caudillo era la verdadera constitución efectiva del país». Traducido por los fascistas, el libro de Vallenilla Lanz – Cesarismo democrático – sigue siendo una extraordinaria justificación teórica de las dictaduras que se cobijan bajo el manto de «democracias populares». Una crítica temprana a los movimientos populistas, reivindicativa al tiempo de la democracia liberal y representativa, fue el libro de Germán Arciniegas Entre la libertad y el miedo (1953). Arciniegas no habló de populismo sino de «neocaudillismo», que encontraba entonces inspiración en la Argentina de Perón. Sus orígenes podían ser populares –apelaban ciertamente al pueblo, movilizado contra las «oligarquías » con discursos demagógicos. Pero el resultado era siempre la negación de las libertades, la tiranía. Caudillismo y populismo podrían interpretarse, pues, como expresiones políticas contrarias a los desarrollos de la democracia liberal. Importa advertir sobre los abusos de ambos conceptos. La tendencia entre algunos historiadores de interpretar la historia del siglo XIX latinoamericano a través de los «caudillos» simplifica una realidad mucho más compleja. No hubo además un «caudillo típico», ni todos los líderes políticos se amoldan a las descripciones de Lynch. El énfasis en los caudillos ha significado la subvaloración de todos los esfuerzos institucionales que, desde los comienzos de la república, buscaron establecer gobiernos representativos en la región. La inestabilidad política no fue además una característica exclusiva de Latinoamérica.
Hubo, claro está, serios problemas para consolidar instituciones democráticas bajo el constitucionalismo liberal después de la independencia. El ensayo de J. Samuel Valenzuela es un buen punto de partida para revisar la discusión sobre los orígenes del caudillismo, así como para apreciar, a través de la excepcional experiencia chilena, los importantes desarrollos institucionales del siglo XIX . En muy diferentes circunstancias, el problema de la sucesión del poder antes y después de la revolución mexicana estuvo atado al tema del caudillaje. José Antonio Aguilar ofrece un amplio panorama histórico de la evolución institucional que hoy les estaría permitiendo resistir a los mexicanos «el embrujo del caudillo». Tampoco el populismo ha sido una manifestación única de Latinoamérica. Ni hoy puede decirse que se trate de un fenómeno generalizado. Sin embargo, es innegable que persisten movimientos políticos que comparten muchas de sus características. «Venezuela sí que vive una ola populista», observó recientemente el expresidente uruguayo Julio María Sanguinetti, quien identificó en el presidente Chávez «todos los moldes del populismo histórico ». El ensayo de Carlos Malamud, al examinar el legado peronista, nos permite entender mejor sus manifestaciones contemporáneas, mientras Ibsen Martínez advierte sobre cómo las riquezas del Estado petrolero han «sembrado» el populismo en Venezuela. Los cuatro ensayos que siguen examinan diversos aspectos de conceptos a veces confusos, y de expresiones políticas no suficientemente comprendidas. En conjunto, son de especial relevancia para entender algunas de las barreras que ha tenido, y sigue teniendo, la consolidación de la democracia liberal en la América Latina.