En español la palabra «sentido» tiene relación con el significado («significación cabal de una proposición o cláusula», reza el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia); pero también con sensación (frescura, por ejemplo), sensibilidad y sentimiento («cada una de las aptitudes que tiene el alma de percibir, por medio de determinados órganos corporales, las impresiones de los objetos externos»). Además, es perífrasis y homónimo de dirección (curso, circulación y flujo) y la dirección es inseparable del río.
«Los sentidos del agua» contiene en su enunciado la complejidad y ambigüedad propias del agua («un cuerpo formado por la combinación de un volumen de oxígeno y dos de hidrógeno, líquido, incoloro y verdoso en grandes masas, que refracta la luz, disuelve muchas sustancias, se solidifica por el frío, se evapora por el calor y, más o menos puro, forma la lluvia, las fuentes, los ríos y los mares»).
Ya en la misma definición del signo «agua» (el signo se comporta como una ola, Hjelmslev), se percibe como un elemento proteico: no en vano Proteo, dios del mar, asumía distintas formas; incluso la «de agua que en el agua se perdía» (Borges), multiforme (sólido, líquido y gaseoso) e informe, capaz de adoptar la forma de aquello que lo contiene.
Para la medicina griega, los elementos eran la base de los humores y de los temperamentos: al agua le correspondía el tipo flemático. Los elementos o forman matrimonio o combaten entre sí (Bachelard). El agua siempre vence al fuego y basta un poco de agua para que la tierra se transforme en barro. Heráclito sostuvo que «para las almas es muerte convertirse en agua; para el agua es muerte convertirse en tierra, pero de la tierra nace el agua y del agua el alma».
En las cosmologías siempre están representados los cuatro elementos y la relación entre ellos. La que existe, en concreto, entre la tierra y el agua hace nacer toda una tipología: aguas subterráneas, aguas superficiales, aguas profundas y aguas primordiales, amén de aquellas que tienen carácter divino.
Ese elemento vital es, como se sabe, lo primero en todas las civilizaciones. En el primer capítulo del Génesis («haya un firmamento en medio de las aguas, que las esté separando unas de otras»), en la Teogonía de Hesíodo, en Tales de Mileto, en la Ilíada (donde Océano es «la progenie de todas las cosas», como lo es también para Virgilio); en el Corán («todo lo que vive en la tierra fue creado por el agua», XXXI,30), en las civilizaciones egipcias, aztecas, en el Tao, el agua es origen de la vida. Acaso por ello es un elemento femenino, desde el nacimiento de Venus a «Mamá Qocha», en la cosmología inca, pasando por los productos de belleza que justamente hidratan, el agua es un elemento dulce y suave que acuna, mece y adormece. Algunos, Jung entre ellos, han relacionado madre y mar. El mar ha creado a la mujer acuática, Melusina u Ondina. Acuáticas son sirenas, náyades, nereidas, ninfas (Camusena, Egeria, ninfa de las fuentes de Roma...). También la mujer acuática ha sido al mismo tiempo imagen del deseo y del horror hasta llegar al mito de la femme fatale .
En el ochocientos, Kapp dividió la historia del mundo en una fase «potámica» –fluvial– que floreció entre el Tigris y el Eúfrates, una época «talásica», la de la civilización de mares internos como el Mediterráneo (Antigüedad romana y Medioevo mediterráneo) y, en fin, la civilización «oceánica» que surge tras el descubrimiento de América. De este modo, las civilizaciones dependían de que su eje fuera un río, un mar interior o un océano.
Habrá ríos sagrados (Ganges), ríos de la memoria, pero también del olvido, como el Leteo (presente en la palabra aletheia, verdad), donde se liquidan los recuerdos, ríos de la muerte. Habrá leyendas sobre los «salvados de las aguas», como Rómulo, como Moisés o como Habis, nieto de Gargoris; mitos del espejo como Narciso, hijo del río Cefiso, que confunde su imagen con la ninfa de las fuentes, y habrá espejismos en el desierto.
El agua es también un gran espacio semiótico idóneo para las metáforas –que más que figuras retóricas son innovaciones semánticas. Así, para María Zambrano «la palabra es agua»; para Goethe «el alma del hombre se parece al agua» y Brodski nos dirá desde Venecia, lugar del agua alta, que «el agua es tiempo».
Para la circulación del agua, para su fluir y su suministro, se han construido pozos en el desierto, el «artificio de Juanelo» en el Tajo o los acueductos sublimes de los que nos habla Italo Calvino: «la monumentalidad más maciza y duradera de aquello que es fluido y pasajero, inasible y diáfano».
La magnificenza romana se observa sobre todo en las obras hidráulicas incluso en la Cloaca Máxima, «...allí donde –dice Piranesi – parece haber menor necesidad de magnificencia ya que se trataba de algo oculto a los ojos de todos...». No debe sorprender que al Papa se le llame pontífice (ni que al demonio se le represente como constructor de puentes, los «puentes del diablo»).
Obsesionado por el movimiento (y la medida) de las aguas Leonardo Da Vinci llegó a afirmar que en cualquier parte de su longitud un río da paso en igual tiempo a la misma cantidad de agua, cualquiera sean su anchura, profundidad, inclinación o tortuosidad. También mantuvo que «un río de profundidad uniforme tendrá un curso más rápido en la sección más estrecha que en la ancha».
Al mismo tiempo, ciertas aguas son una amenaza. Tritones, dragones que habitan en el mar como Leviatán, desastres como los naufragios, el Tifón de Conrad, el Descenso al Maelström de E. A. Poe, y sobre todo el diluvio que, nos cuenta Gombrich, dibujó Leonardo, el diluvio de Noé y el de Macondo, los tsunamis ... Fenómenos que han producido el sentimiento, el sentido y la sensibilidad de lo sublime, tal como lo concebía el propio Kant: «El océano sin límites, rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparados con su fuerza. Pero un aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos en lugar seguro, y llamamos justamente sublimes a los objetos que elevan las facultades del alma por encima de su nivel ordinario».
Pero hay también «aguas sin espuma» (Poe), aguas viscosas, sucias, grasientas, oscuras, que producen otro efecto, el de la repugnancia o el asco. Y también se diseñan escenarios apocalípticos en torno a la escasez del agua, a la desertización, e incluso se anuncian en su nombre guerras que en el siglo XXI sustituirían a las del petróleo.
A este número de Revista de Occidente se le pueden aplicar las palabras de José Ortega y Gasset recogidas más adelante: «El agua tiene el poder mágico de mezclar las cosas».