Érase un viajero perdido en la ciudad, en su ciudad. Volvía de la guerra. Una guerra que, como siempre, había sido menos gloriosa de lo esperado. Humillado, vencido, dado por muerto, y además perdido. Todas las calles, todas las casas eran como la suya, pero ninguna era la suya. Ningún rostro le era totalmente extraño, pero no reconocía a nadie. Todos debían ser sus vecinos, pues todos sabían indicarle el camino de su casa: dos manzanas más allá, al final de la calle, allí a la vuelta de la esquina. Pero siempre en vano: era un hombre que no podía volver. Al fin, después de mucho tiempo de vagar, de ser un huésped clandestino en una casa, bien acogido pero inoportuno en otra, después de ser el amante de una noche de una mujer, de ayudar a otra, también sola, a dar a luz, después de ser adoptado por el matón del barrio –un matón decadente, enfermo y con dos mujeres borrachas que no sabían cocinar –, llegó por fin a su propio hogar sin saberlo, sólo para caer en la trampa de un asesino, un maníaco que guardaba carne humana en la nevera. Pero era su casa, y la esposa del monstruo era la suya: inconstante, pero no totalmente infiel, pues le ayudó a libertarse y le acompañó en la huida. La alegría duró poco: después de haber sobrevivido a la guerra y al laberinto, el hombre perdido murió en casa de un amigo, envenenado por un inocente pan.
Esta pesadilla del hombre perdido es un mito de los Yaminawa, que habitan en la Alta Amazonía, en regiones fronterizas entre Brasil y Perú. En su versión original, algunos detalles difieren: la ciudad es una selva, las calles son senderos, los vecinos son animales (venados, pecaríes, anacondas, jaguares) aunque hablan y se comportan como humanos; el pan fatal, un pedazo de mandioca. Los cambios no se han hecho por el capricho de elidir el exotismo del cuento: son necesarios para traducirlo en profundidad. Sin ellos no nos daríamos cuenta de que la narración original es también, en sí, una negación del exotismo. El hombre perdido, un avatar selvático y torpe de Ulises, es también el contrario de Ulises: en lugar de recorrer un mundo hostil poblado de monstruos a veces con faz humana, él se encuentra con animales que en la quietud de la noche le revelan su humanidad. Presas o predadores que, sorprendentemente amistosos, no huyen de él ni lo hacen huir, porque hablan, y muestran que son a su modo gentes como él: viven como él, nacen y aman como él, aplican las mismas reglas de hospitalidad. La moraleja del cuento es que lo ajeno es perturbadoramente igual, o que nada es ajeno cuando descubrimos que es humano. Por eso, si a la ciudad, cuando nos resulta extraña, la llamamos selva, es justo que a la selva, cuando se revela tan familiar, la llamemos ciudad. A Ulises, empeñado en volver a Ítaca, se lo impiden extraños designios divinos que lo condenan a errar siempre demasiado lejos de su isla. El héroe de los Yaminawa, indeciso e indiscreto, da vueltas sin fin, siempre en torno de su propio hogar, sin saber que es precisamente allí donde acecha el monstruo. Más que un antihéroe, es un anti-aventurero.
Los salvajes viajan
En cierto sentido, todos los mitos Yaminawa son relatos de viajes. El narrador no cuenta períodos y edades, sino distancias. Virtualmente nada ocurre sino en el camino.
Pero son viajes siempre paradójicos, casi todos empeñados en mostrar la banalidad de la distancia. En uno de los más extraños los protagonistas, se nos dice, veían en el horizonte tres muchachas que cantaban. Se las veía nítidamente, como si estuviesen al alcance de los dedos, pero todos sabían que estaban muy lejos –como las figuras de la televisión, explica el narrador. Dos jóvenes hermanos consiguen, por fin, lo que a tantos había sido imposible: llegar allí, después de un viaje interminable, y conocer algo muy parecido al paraíso. La vuelta será tan rápida como lenta había sido la ida, pero los viajeros traerán de aquella distancia el dolor y la mortalidad. Cuando comparamos ese relato con otros cuentos amazónicos que se le parecen, el acertijo se revela. Esa aldea inalcanzable es el cielo: es la transparencia del aire la que disfraza la lejanía, la diferencia entre la ida y la vuelta es la que hay entre el ascenso y la caída, entre la inmortalidad de los seres celestes y la finitud de los vivientes. Pero se trata de un cielo abatido sobre la tierra, donde la altura se ha transformado en longitud; el tránsito hacia otras regiones del cosmos se ha convertido en una peregrinación terrestre. Los Yaminawa también traducen en forma de viaje las experiencias trascendentes.
Durante mucho tiempo nos habituamos a pensar que los salvajes de los últimos confines de la tierra –la Amazonía es uno de ellos, quizás el último– no viajaban. ¿Por qué lo harían, si habitan en el fin del mundo, en la última estación del trayecto? Para que viajar tenga algún sentido –y queremos que lo tenga– alguien debe permanecer inmóvil, alguien tiene que esperarnos en el umbral de su choza para decirnos que más allá no hay nada. Debe haber alguien que ignore que hay algo más allá, que piense que la humanidad se acaba en los linderos próximos, para que el viaje no se limite a un vaivén febril. Pero ya sabemos, o deberíamos saber, que no es así. Los salvajes eran, también, grandes viajeros. Siempre lo fueron: alguna vez llegaron allí, dicen todas las teorías sobre la población de América, llegados de muy lejos. No hace tanto tiempo, en la Alta Amazonía, las expediciones de los comerciantes indígenas que traficaban con sal, venenos de caza o piedras para hachas llegaban a recorrer cientos de kilómetros en canoas a remo, y esas estaciones del trueque, que podían durar meses, eran incluso la ocasión de una tregua entre las tribus. Los Matsigenka, socios tradicionales de tales empresas, cuentan también una historia (la recoge France-Marie Casevitz) en que dos viajeros se van encontrando con otras naciones humanas; pero la diferencia entre ellas se reduce a una diferencia en la relación entre palabras y cosas. Encuentran por ejemplo un pueblo que come serpientes. Heródoto nos haría un guiño de asombro y los bautizaría como saurófagos; pero los Matsigenka explican con una especie de desdén que no hay en ello nada de excepcional: los supuestos saurófagos llaman peces a las serpientes, las ven como peces, y como peces las comen. El mundo, incluso cuando es diverso de hecho, es reiterativo de derecho; se puede sospechar que allá donde vayamos nos encontraremos con lo mismo. Quién lo diría: los salvajes quizás no estén ayunos de viajes, sino al cabo de ellos, quizá no sean autóctonos quietos sino peregrinos desencantados.
Quizá desencantados no sea la palabra. Los Yaminawa viajan también en el mundo real, no sólo en sus relatos míticos. Lo hacen con los pretextos más variados, necesarios tal vez porque saben que tendrán que dar alguna buena razón a los hombres blancos a quienes pidan ayuda por el camino (y que siempre les preguntarán si no estarían mejor en su aldea). Así, van a la ciudad a recoger el dinero de una jubilación de un viejo de la familia, o el sueldo de un profesor de la escuela indígena; o acompañan a un joven que va a estudiar en la ciudad, o a un pariente que va a ser internado en un hospital para una operación; o a un jefe que va a negociar con las autoridades brasileñas. Así, un buen día, reúnen en un hatillo unas ropas, cargan una o dos canoas con racimos de plátanos recién cogidos, yucas recién arrancadas, redes de pesca, una escopeta, y parten río abajo; hombres, mujeres, niños, ancianos, siempre demasiada gente para los fines pretendidos. Otras veces son uno, dos o tres jóvenes que salen a pie, vadeando el río, caminando por las aguas rasas plagadas de rayas o atajando por en medio de la selva. Sea como sea, se viaja sin prisa. En cualquiera de las decenas de playas del río hay restos de un vivac que puede remozarse para pasar una noche; se para algunas horas para pescar o cazar, se sigue más tarde –quizá sólo unas centenas de metros– o se espera hasta el día siguiente. Cada encuentro con alguien que sube el río es motivo para parar a conversar, y lo mismo se puede decir de cada uno de los caseríos de indios, seringueiros o ganaderos que se insinúan sobre los barrancos del río: se para, se conversa, se amarra la hamaca en el atrio de la cabaña, se hace noche. Cuando por fin se llega a la ciudad, es normal que los víveres estén prestos a acabarse. Allí empieza la vida difícil, donde todo debe pagarse con dinero. Hay que pedir a los dueños de restaurantes alguna sobra, algún dinero a los funcionarios del gobierno, a los camioneros que les dejen montar en la cartola. Es difícil que alguien invite a comer, pero bastante fácil que alguien invite a beber; se bebe mucho en los viajes; el alcohol abunda en la ciudad –ese alcohol de quemar, que en las baldas de los supermercados se codea con el falso whisky, y sirve para lo mismo que él. Todos, indios y blancos, saben que el alcohol de noventa y siete grados es una bebida más eficaz que cualquier aguardiente. Cuanto más se avanza en dirección a la ciudad –cuanto mayor es la ciudad a la que se llega– más duras se hacen las carencias. Se mendiga en los bordillos de las aceras, se buscan trabajos eventuales, y las mujeres merodean entre las basuras infectas que rodean el mercado municipal, disputando los restos de comida con el urubú, el pequeño buitre local; o se prostituyen. Una u otra persona se desgaja del grupo, se queda con un pariente o un blanco conocido, o sigue camino hacia algún destino aún más lejano, o hacia otra aldea en la selva donde conoce a alguien. Antes o después, los viajeros se cansan y deciden volver, o la autoridad competente se irrita con el espectáculo de los indios mendigos y los repatria hacia su reserva, después de leer en los periódicos críticas de ciudadanos hostiles o solidarios. A estas alturas, todos ya saben que los Yaminawa son un problema. Se les sermonea, se les recrimina que salgan de su aldea, donde tienen tierra, huertos, caza y pesca y vayan a la ciudad a exponerse a infecciones, hambre, frío, agresiones. Ellos lo aceptan de buen grado y afirman que el lugar de un indio está en su aldea; o, dependiendo del tono de la recriminación o del pie que se les da, se refieren a problemas políticos que los han expulsado de allí. Los Yaminawa, en suma, son un problema porque hacen lo que todo el mundo hace: viajan, van de un lugar a otro sin motivos aparentes. Como no tienen ese dinero que sirve a los turistas para acallar preguntas, llevan consigo todos esos motivos ya dichos, pero a quien les ofrece una cierta confianza, confiesan que lo que realmente les mueve son las ganas de ver mundo. Hablan de la soledad de la aldea, y de la belleza de esas calles de la ciudad repletas de gente, ese maremágnum de rostros y objetos que recuerda las visiones concedidas por la ayahuasca, la planta sagrada. No son palurdos deslumbrados; hace tiempo que conocen como nadie el arroyo, y esa interminable contemplación de calles que cualquier viajero europeo miraría con desánimo no es concebible sin una estética peculiar.
El paraíso incomprensible
Siempre se podrá decir que la Amazonía ha creado sus viajeros a su imagen y semejanza. La diversidad se disuelve en su misma magnitud. Los botánicos que en otras regiones consiguen distinguir especies a simple vista con una cierta aproximación, aquí se pierden porque la multiplicación de la variedad la ha saturado de formas intermediarias. Sabemos que la Amazonía es un enorme abanico de biomas diferentes, pero la selva, con el mismo arte de los arquitectos de laberintos, ha acortado los horizontes y ha convertido el espacio, sea cual sea su diversidad, en una repetición interminable del mismo paisaje. Uno tras otro, los viajeros que lo recorren describen impresiones muy diferentes de las que les produce, por ejemplo, la selva (casi ya desaparecida) de la costa brasileña. Después de un primer momento de exultación ante la apoteosis vegetal, la atención se diluye ante el desfile constante de una selva en la que ya nada se ve. Son raros –más raros cuanto más distantes del piedemonte andino o de los macizos de las Guayanas– los hitos que sirven para dar un ritmo al viaje por la aproximación de un punto en el horizonte. La naturaleza es inconstante, y su misma continua mudanza se hace monótona: las curvas de los ríos cambian de lugar, los islotes desaparecen y resurgen más allá, es prácticamente imposible bañarse dos veces en el mismo lago.
Los mapas amazónicos son una especie peculiar de su género. Sus ejemplos más fiables son fotografías aéreas sembradas de indicaciones ralas de villas, carreteras y límites. Es difícil conseguirlos en una escala significativa, sobre todo para las regiones de frontera, pues las naciones que se reparten la región se miran con desconfianza. Algunos son hazañas de la voluntad geográfica, más que de la cartografía. Señalan ciudades y carreteras que no existen, que a lo sumo quizás existieron en algún momento de bonanza financiera. Las carreteras señaladas en el papel son casi siempre hipérboles. Allí se encuentran una y otra vez, reducidos a unas docenas de chozas, lugares famosos como París, Londres, Venecia, Florencia, Iberia, junto a utopónimos eufóricos o disfóricos: Paraíso, Infierno, Castillo de los Sueños, Triunfo, Nueva California; y la repetición hasta la náusea de las mismas descripciones: Rio Blanco, Rio Negro, Rio Vermelho.
En esa repetición hay tal vez algo más que una toponimia improvisada sobre un vasto territorio dominado por dos lenguas muy parecidas. De la Amazonía nunca se ha hecho un mapa semejante a aquellos planisferios medievales que, a cambio de la veracidad imposible, daban por lo menos un sentido global al espacio, un gradiente que iba desde lo civil y conocido, a través de zonas peligrosas y confusas, hasta los márgenes vacíos que se poblaban de hiperbóreos o de hombres con los ojos en el pecho. Un planisferio imaginario de la Amazonía, esbozado a partir de sus mitos, sería más bien un laberinto fractal: un cajón lleno de cajones llenos de cajones en los que se guarda poco más o menos la misma cosa. En toda la Amazonía y en cada fragmento de ella hay un río abajo, por donde se llega a la ciudad, y un río arriba que conduce al desierto de los bárbaros. En toda la Amazonía y en cada fragmento de ella hay un río negro, un río blanco, un río rojo. En los riachuelos más apartados se cuentan las mismas consejas sobre la época del caucho que se pueden oír en Manaos: a todas partes llegó un barco con la sentina llena de obreros encadenados, a todas partes fue Caruso a cantar una ópera. El fin del mundo está en cada rincón, y en cada rincón se encontrará un viajero que nos contará su visita al otro extremo del planeta, pero nunca acabaremos de saber si ese otro extremo se encuentra en otro continente o a pocos kilómetros de distancia.
Durante por lo menos cien años, los conquistadores que recorrían el Amazonas, bajándolo o subiéndolo, persiguiendo a los nativos o huyendo de ellos, se comportaron un poco como los Yaminawa: a todos los arrastraba una sospechosa necesidad. Orellana surcó el río porque, partiendo en pos de víveres para la expedición de Gonzalo Pizarro, se había visto imposibilitado de remontar la fuerte corriente. Lope de Aguirre, con los suyos, huía hacia adelante. Los franciscanos Domingo de Brieva y Andrés de Toledo, ya a mediados del XVII, abandonando unas misiones fracasadas en el actual Ecuador, se fueron navegando río abajo en lugar de volver sobre sus pasos hacia Quito, no se sabe con qué propósito. Al verlos llegar a Belén del Pará en una barca frágil, Pedro Teixeira decidió remontar el Amazonas por primera vez, y subió hasta Quito, portugués al fin, intrigado por la posibilidad de llegar con poco esfuerzo hasta las minas de metal precioso de los castellanos. En el camino, da con otros conquistadores: los Tupinambá, que habían llegado allí hacía pocos años, desde la costa de Pernambuco, cansados de ser salvos por los cristianos.
Los indios que hablan con Orellana y sus sucesores –es difícil muchas veces saber en qué tipo de lengua– tienen en común algo extraño: sólo hablan de viajes. Nunca hablan de su rincón: cuentan lo que han visto mucho más allá, describen reinos distantes que han visitado, maravillas que se encuentran lejos. Siempre se ha supuesto que querían de ese modo librarse de sus molestos huéspedes; o que, inmersos en un diálogo de sordos, esos huéspedes oían simplemente lo que querían oír. Pero quizás esas astucias de tendero o ese diálogo de sordos no hagan justicia a aquellos indios.
Ellos podían tener, tanto como los europeos, el deseo de saber, de imaginar o incluso de mentir respecto del mundo. Nada nos permite pensar que fuesen, en suma, menos viajeros. Los Tupinambá de Pedro Teixeira están instalados en la isla de Tupinambaranas, en el curso medio del Amazonas. Se entienden bien con los blancos, en tupí y en portugués, y no parecen ansiosos por desembarazarse de sus visitantes. El modo en que describen ese país que por entonces dominan –con sus tribus de enanos, de amazonas o de fabricantes de hachas de piedra que tienen los pies al contrario– está más cerca de las hipótesis plínicas de sus interlocutores blancos que de esa mitología actual de los nativos de la Amazonía profunda, con sus viajes circulares donde una humanidad común se revela bajo las apariencias. Tal vez porque éstos habitan una selva muy diferente, tal vez porque la Edad Media también ha quedado muy lejos para ellos.
El río circular
Cuentan algunos mitos amazónicos que al inicio de los tiempos un demiurgo malintencionado convirtió los ríos en flujos de dirección única. Antes, los ríos corrían en las dos direcciones, simultánea o alternadamente, y bastaba abandonarse a la corriente, en el momento o el lado adecuados, para llegar lejos. Ese prodigio feliz de los orígenes no es tan inimaginable como parece. En el curso bajo del Amazonas, aún a muchos kilómetros de su boca, el flujo y el reflujo de las aguas se alterna al ritmo de la marea, y basta tener el suficiente tino para remar siempre a favor de la corriente. Basta también un poco de maldad humana para superar la del demiurgo, como en el caso de aquel hacendado que, según las leyendas, hacía remar a sus esclavos siempre contra corriente.
Por esos motivos, y por muchos otros, el Amazonas –con sus centenas de afluentes y subafluentes– es el río menos lineal del mundo. Perdido en una planicie que él mismo ha formado en su mayor parte, la corriente lo determina menos que a cualquier otro. En algunos de sus tributarios, los meandros se suceden interminablemente, dando inmensas vueltas para llegar casi al mismo punto. En plena crecida su curso deja de ser claro, y a simple vista puede ser tan ancho como largo. Un río circular, o un laberinto simétrico. Los indios de Aparia decían a Orellana que río abajo, muy lejos, podía encontrarse un país montañoso y frío, rico en rebaños de carneros y en viviendas y palacios de piedra: el país de las amazonas, un doble oriental del imperio de los Incas que se encontraba río arriba, más allá de las fuentes. Algunas décadas más tarde, otro conquistador, Juan Álvarez Maldonado, que recorría el río Madre de Dios procedente del Perú, oyó algo muy parecido: aguas abajo, siempre abajo, se llegaba al reino de Partite, también ornado con enormes castillos incaicos. El río llevaba siempre a un mundo diferente, cuya diferencia, sin embargo, repetía la que se podría encontrar yendo hacia el otro lado. Los Chimane de la selva boliviana contaban a la etnóloga Isabelle Daillant, hace unos diez años, que los cataclismos que una que otra vez afectan el mundo mudan al este lo que estaba al oeste, y viceversa, y que al este hay tierras donde los Incas han establecido su reino, tocan sus flautas y sus tambores y han exterminado a los jaguares: no los hay en el Cuzco, no los hay, evidentemente, en París. Los extremos del mundo, por un motivo u otro, equivalen.
«Odio los viajes y los viajeros»
En 1950, Claude Lévi-Strauss comenzaba con esa boutade su libro de viajes, Tristes trópicos . Evocaba con disgusto las sesiones de los tartarines que, en los locales de alguna sociedad geográfica parisina, contaban sus anécdotas y exhibían fotos borrosas de selvas y salvajes. Habían vuelto de algún lugar distante cargados con un oro falso: esas imágenes de hombres desnudos. A veces ese oro falso era literalmente falso: ya en el siglo XIX algunos fotógrafos –me lo comentaba Jean Pierre Chaumeil, un etnólogo francés– se habían especializado en vender a los viajeros europeos negativos con imágenes de indios con las que podían ilustrar las crónicas de sus viajes –verdaderos o ficticios, no siempre es fácil saberlo. Pero hay una falsedad más profunda, que confiesa el mismo Lévi-Strauss en las líneas de su epopeya antirimbaudiana. En medio de los salvajes, nos dice, su memoria se recreaba en una melodía de Chopin o un drama romano: no estaba allí cuando estaba allí, el trópico del que habla ha crecido en esa memoria siempre fuera de lugar. La ética del buen viajero siempre comienza con un mandamiento imposible: no llevarse consigo. No llevar los hábitos, los prejuicios; no llevarse la casa a cuestas. Pero ese juego condena a perder –o a perderse– a quien cumple la regla hasta el final, no portando siquiera el recuerdo de su casa, como el hombre perdido de los Yaminawa. Como pez en el agua allí donde va, no será capaz de esa trampa final que le permite volver a su casa y contar su viaje, atesorar todo lo que vio en forma de inauditas diferencias; ese oro falso que sin embargo es de curso legal a la debida distancia.
Los viajeros que afluyen cada año por millares a los lugares más recónditos del planeta no sospechan ninguna semejanza entre su empresa y la de los desposeídos que hacen el trayecto inverso, saliendo de sus pueblos perdidos en busca de esa opulenta plaza pública de las ciudades europeas. Sería difícil sospecharla. Por un lado es el lujo que sale en busca del último lugar donde la electricidad no se conoce, donde se visten túnicas y las simientes se depositan de dos en dos en el agujero abierto por un palo. Por el otro la necesidad y el desasosiego que se embarcan en cayucos o pateras en busca de una vida mucho mejor. Pero hay semejanzas: los desavisados de un lado y otro se decepcionan con frecuencia. Unos se encuentran con que ya no hay sitio para ellos, con que el mercado brilla mucho menos de cerca. Los otros, en la distancia de un desierto atiborrado de curiosos como ellos, descubren que el quinto infierno es menos auténtico de lo que esperaban. O se ha vuelto un lugar prosaico como hay tantos, o los nativos se afanan en darle una poesía a la medida de los visitantes. Los fotógrafos que lanzaron el señuelo se habían dado al trabajo de evitar aquel camión, aquella valla publicitaria, aquel basurero; más o menos como los enganchadores del otro lado han cuidado de esconder la miseria de los suburbios. La literatura de viajes encendió la fantasía de los europeos con rarezas pintorescas. También con probaciones que hoy por hoy corresponden casi en exclusiva a los inmigrantes: naufragios, travesías mortíferas de desiertos, guías infieles, dolencias, hambre, hostilidad de los guardianes de las fronteras. En cada inmigrante desesperado hay un aventurero involuntario, que nunca está allí cuando esta allí.
Turistas e inmigrantes raramente se encuentran en medio del camino, y por ello no tienen muchas ocasiones de descubrir su inverosímil hermandad. Muy bien, admitamos que ese cruce de caminos sea una consecuencia de los desequilibrios económicos globales, esos monstruos tan reales. Pero es difícil encontrar una imagen mejor de ese desequilibrio que un tal trasiego de quimeras complementarias. En la aldea distante, los viajeros pasean en medio de la pobreza: la admiran como un tesoro perdido, la desprecian como una lacra profunda o un problema que resolver. Los lugareños los miran también: los ven inermes, torpes, pero al mismo tiempo poderosos, ricos; están al alcance de la mano, pero la esencia que los mueve se encuentra muy lejos. Algunos acabarán buscándola en una travesía azarosa. A un lado y otro, muchos sacarán de su viaje aquella conclusión sensata de que en ningún lugar del mundo se está como en casa. Quizás hubo una vez un tesoro esperando en el otro extremo del mundo, pero ya se ha acabado.
No exageremos. El mismo Lévi-Strauss, en la obra ya citada, observa que esa sensación de haber llegado demasiado tarde es quizá tan antigua como los viajes. Él mismo tuvo la oportunidad de recoger, al paso vagaroso de los bueyes que lo transportaban por tierras del Mato Grosso, ananás salvajes de carne rojiza que hoy nadie encontrará en aquellos mismos campos, probablemente sembrados de soja. El viaje puede ser al final un triunfo, pero será, como quizá siempre fue, anticlimático: reconstruido con esos raros momentos de gloria desperdigados entre horas perdidas, esperas tediosas, extrarradios baldíos, bordillos sobre calles sucias.
Filosofías del viaje
En su novela Los pasos perdidos , Alejo Carpentier narra el ascenso de un músico aguas arriba del Orinoco hasta las fuentes del río y de la melodía. A medida que se interna en lo desconocido, va encontrando algo cada vez más esencial, una vida que es por definición más antigua, más cabal. Aunque pensada en otras selvas, la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad propone el mismo tipo de trascendencia, de otro modo más sombrío. Hay que ir hasta los orígenes del gran río para saber que nuestros mejores designios se confunden con nuestros peores instintos: el hombre que partió para mejorar a los salvajes se ha convertido en el más oscuro de todos ellos. El tema, un buen finale para la época victoriana, fue lo suficientemente atractivo para que se sumergiesen en él t reme ndistas como el colombiano José Eustasio Rivera ( La vorágine ) o el brasileño Alberto Rangel ( Infierno verde ), que escribían más o menos por las mismas fechas, contando cómo los miserables ambiciosos de los cauchales encontraban en ellos lo mismo que Kurtz y Marlow: el horror. Pero vale la pena notar que aquellos salvajes habitantes de las tinieblas también tenían su versión de esa misma historia. Una vez más me refiero a un relato que oí de los Yaminawa –aquellos salvajes que hace cien años acechaban a los caucheros tras los árboles. En el curso de una larga expedición en busca de piedras para hachas, un hombre se ve abandonado por sus compañeros en un tronco encallado en medio del gran río. Roído por el sol y los insectos, se siente desfallecer cuando surge de las aguas una gran anaconda. Pero ésta, en lugar de devorarlo, le saluda, le pregunta su nombre y apellido, y al oírlos le abraza con emoción: el viajero infeliz, a juzgar por el nombre, es su hermano, y el olor de su cuerpo lo confirma. Arrastrado por la anaconda al fondo de las aguas, se encuentra allí una aldea ideal, donde abundan los bienes manufacturados de los hombres blancos. En lugar de hachas de piedra tendrá desde entonces instrumentos de metal, brillantes y ligeros.
El viaje hacia el corazón de lo desconocido, cuando hecho desde el otro lado, ofrece un extraño aspecto. No acaba encontrando un ser arcano, sino un pariente; no obtiene como premio un pasado perdido sino nuevos instrumentos. Acaba bien, como acababa mal la vuelta a casa que iniciaba el artículo. Y ese final feliz tiene algo de perturbador, porque supone que el viajero que ha partido en busca de las tinieblas puede encontrarlas vacías: sus habitantes se han ido no hace mucho río abajo, y miran extasiados los anaqueles de un almacén atestados de objetos brillantes de hojalata. No debería reírse de ellos, porque es difícil saber qué significan allí los metales. Los comerciantes y los misioneros –codo a codo, los viajeros más constantes de la selva– nunca supieron diferenciarse bien. Unos y otros llevaban en la barca su dios y sus chatarras, para ganar dinero o para comprar el alma de los salvajes. Pero los salvajes no distinguían necesariamente entre dios y las chatarras; quizás ellos, en el fondo, tampoco.
La Amazonía se complace en decepcionar a sus viajeros. El Dorado siempre está en otra parte; el caucho o el oro se rodean de miseria, la selva se vuelve monótona o desaparece, sustituida por ciudades áridas. Pero al menos ofrece a sus visitantes algo que puede coronar su viaje: un modo diferente de contarlo. A la ida larga y el largo retorno de nuestros viajeros míticos –Ulises,
Marlow, el protagonista sin nombre de Carpentier–, donde Itaca y las tinieblas son sólidas y contrarias, ella opone cosas como la identidad o la disimetría de ambos trayectos, la circularidad del mundo, o esa sospecha de que el periplo más audaz pueda no ser más que un revuelo frenético en torno de la luz del hogar.
A fin de cuentas, el viajero que se arriesga a ir hasta el fin no se decepcionará si, junto con el necesario coraje, ha hecho suficiente acopio de sentido del humor.