En la antesala del Bicentenario de la independencia iberoamericana, la región –heterogénea, pero región: historia, valores y lengua vertebran ese vasto territorio– vive una situación que tiene mucho de encrucijada.
Lo es, por una parte, en tanto que cruce singular de caminos: el de un vigoroso crecimiento económico y el de una muy generalizada expansión democrática a lo largo y a lo ancho de América Latina. Pasajes de notorios logros económicos no han faltado, es cierto; como tampoco momentos de progreso democrático en unos y otros países. Pero acaso nunca la coincidencia había sido tan marcada, y quizá tampoco nunca alcanzado tan sobresalientes registros. En este segundo lustro del nuevo siglo se están batiendo récords en número de consultas electorales, que dan testimonio de un efectivo pluralismo democrático, y en los datos positivos que presenta el balance macroeconómico de una buena parte –y la más significativa – de los países iberoamericanos, el mejor desde hace bastantes decenios, con altas tasas de expansión, estabilidad monetaria e inflación bajo control, reducción de la deuda externa, saneamiento de cuentas públicas y máximos históricos en los saldos comerciales.
El mejor cuadro macroeconómico, sin duda, que ha conocido una generación, que también contempla un insólito activismo electoral desde Río Grande hasta Tierra de Fuego.
Es verdad que ahora concurren circunstancias que no han de durar más allá de un cierto tiempo, como es la fuerte elevación de los precios de las materias primas –agrícolas, energéticas, minerales – de que tan generosamente está dotada la región, o como lo es el caudaloso flujo de reme sas de emigrantes, que alcanza valores superiores al 15 por 100 del PIB en Centroamérica y cercanos al 3 por 100 en México o Colombia, a pesar de su gran tamaño, un flujo que, en total, es ocho veces superior a la ayuda oficial al desarrollo que recibe el conjunto de países de Iberoamérica. Pero también es cierto que éstos han aprendido a «manejar» mejor las variables macroeconómicas –precios, balances fiscales, deuda–, y que el pragmatismo –la «economía política de lo posible», por decirlo con el título afortunado de un libro sobre el tema que ha tenido amplia proyección– va ocupando el lugar que antes enseñorearon la heterodoxia y el voluntarismo, más o menos radicales. Y es verdad que el activismo electoral se está haciendo compatible, y no sólo en el caso descollante de Venezuela, con remozadas modalidades de ese viejo obstáculo para las sociedades libres y la modernización que ha sido secularmente el populismo estatista y autoritario; pero ahora, y esto es algo novedoso, las renacidas experiencias populistas son la excepción en un cuadro general que apuesta por afianzar pautas democráticas y alentar la cultura del emprendimiento empresarial.
Atrás definitivamente parecen quedar los «perdidos» años 80 y los «volátiles» 90, cuando hiperinflación, desequilibrios fiscales y crisis financieras alteraron mercados e instituciones, ahondando las desigualdades distributivas; ahora, por el contrario, compromiso con la estabilidad y pragmatismo de la política económica se aúnan con apertura exterior y una democracia que, a pesar de todo, gana terreno.
Como quiera que sea, la encrucijada deviene en oportunidad. Oportunidad histórica para abordar los grandes problemas que arrastra Iberoamérica, los que impiden que ésta encuentre una senda firme de desarrollo sostenido e intregrado en la economía globalizada de nuestro tiempo. Problemas que, directa o indirectamente, remiten todos ellos al extraordinario nivel de desigualdad que prevalece en la región, la más desigual del planeta, la que presenta la peor distribución de renta y riqueza, con todas las secuelas económicas, sociales y políticas que ello comporta. Es la desigualdad, y no la pobreza –a pesar de que ésta afecte todavía a más de un tercio de la población–, el escollo principal. No hay corrosivo más enérgico de la legitimidad de las instituciones que una aguda desigualdad social mantenida a lo largo de sucesivas generaciones; nada socava tanto la credibilidad de aquéllas; es lo que les resta más eficacia y las hace más frágiles. La inseguridad y la violencia, y la búsqueda de opciones que acabarán atentando contra la institucionalidad política establecida, tienen en la desigualdad entre individuos y entre grupos su mejor alimento.
Por eso, la singular confluencia de circunstancias y factores que hoy se produce brinda una ocasión excepcional para afrontar el desafío de una expansión económica acompañada de políticas redistributivas en un sentido amplio – y con la educación en el lugar central–, que hagan tangibles los «réditos sociales» del crecimiento y la estabilidad, ganando adhesiones para la democracia. Una magnífica oportunidad para hacer frente a la «vieja deuda social» que la modernización económica tiene contraída con centenares de millones de hombres y mujeres en América Latina. La cohesión social constituye una prioridad indiscutible.
España, permítaseme añadir, ahora menos que nunca puede mirar hacia otro lado. En un tiempo en que se remodelan los escenarios estratégicos de influencia internacional, España tiene que apostar fuerte por América Latina, dando renovado impulso a lo que Julio M. Sanguinetti ha denominado el «reencuentro iberoamericano » de nuestros días: ése que adquiere contornos propios con la irrupción de multinacionales españolas en las economías de América Latina, con los flujos migratorios que de allí nos llegan, con los reforzados programas de cooperación internacional, con la creación de la Secretaría General Iberoamericana, con el programa de política lingüística panhispánica realizado bajo el liderazgo de la Real Academia, consensuando diccionario, gramática y ortografía del español, cuando la «proclividad» del gigante brasileño hacia la lengua más hablada en el continente ha adquirido rango oficial.
Es un excelente momento, en definitiva, para el acercamiento y para impulsar la multiplicación de intercambios de todo tipo que evoca el término «reencuentro». A su modo, es a lo que quieren contribuir estas páginas, fieles a la divisa fundacional de Revista de Occidente: situar el ejercicio intelectual de reflexión y debate sobre temas relevantes a la altura que demanda el tiempo que viene.