En Lujo y capitalismo Werner Sombart definirá el lujo como «todo dispendio que va más allá de lo necesario», escueto reme do de lo que se dice en la célebre fábula de las abejas de Mandeville.
Demasía en el adorno, en la pompa (no es gratuita la expresión «pompas fúnebres») y en el regalo, el lujo (luxus en latín) se emparenta con lujuria, sea como exuberancia sea como libertinaje (lujo asiático, cuyo estilo se opondría al ático, caracterizado por la simplicidad), y aun con luxación, dislocación que supondría desvío y estar fuera de lugar.
Algunos hicieron una apología del lujo (Voltaire por ejemplo); otros lo desdeñarían (Rousseau dirá «qué nace del odio y de la vanidad »), y habrá quien, como Hume, destaque «un gran refinamiento en la justificación de los sentidos».
El lujo es doble: superfluo y necesario, ostentoso y exquisito, indica la dignidad y el exceso desordenado. Tiene que ver con la exuberancia y con el sacrificio, con el regalo y con la humillación. Y con la muerte (y con la pena), como muestra el luto y el adjetivo, derivado del sánscrito, «lúgubre».
También vinculado a la concepción del lujo hallamos el consumo ostentoso (Veblen), que aquella clase ociosa practicaba frenéticamente en su afán por exhibir su rango, su patrimonio y su nula disposición a realizar trabajo alguno, y que se concretaba en diversiones gozosas que la emparentaban con el potlatch –ceremonia de rivalidad para conseguir prestigio mediante la ofrenda de grandes regalos que obligan al donatario a responder con otros de mayor valor, de la que existen aún hoy vestigios.
Si parece razonable que el lujo pueda ser tildado como mínimo de superfluo, sin embargo en la sociedad cortesana (Norbert Elias) era necesario; necesario para el prestigio y la representación. A su vez, en tanto que parte maldita (Bataille), el derroche, el lujo auténtico, exigiría el desprecio cumplido de la riqueza. Un esplendor infinitamente arruinado.
En la oposición constante y reiterada entre lujo bueno y lujo malo, entre derroche y frugalitas, aparece también la magnificencia, que hace del lujo esplendor y que recuerda en luxus el refijo lux. Si para Aristóteles la magnificencia «es una manera inconveniente de gastar a lo grande», y para Cicerón algo relacionado con la templanza (frugalitas), con el decorum y con la magnanimidad, otro sentido cobrará con personajes como Lorenzo el Magnífico o Luis XIV.
No en vano, en la voz lux de la Enciclopédie se indica como ventajas el bienestar de los Estados, la circulación del dinero, la reforma de las maneras, el progreso del conocimiento y la producción de obras de artes, la felicidad de los individuos y el poder de las naciones.
Aunque, por otra parte, se reconoce también las desventajas del lujo, entre las cuales figurarían la distribución desigual de la riqueza, la destrucción del paisaje, la migración hacia las ciudades –con el consiguiente abandono de las zonas rurales–, el debilitamiento del coraje y el derrumbe de los intereses públicos.
Ciertos autores sostienen hoy que el consumo del lujo se encuentra en vías de desinstitucionalización: el lujo otrora exclusivo, único, auténtico, por así decir, ha bajado a la calle, manifestándose «en serie». El lujo entraría así en una fase de democratización, inducido más por criterios individuales que por obligación social. De ahí que se hable de un lujo emocional.
El lujo evolucionaría con los nuevos estilos de vida. Ya no cabría reducirlo a un objeto, sino que se daría en el encuentro entre el objeto y la subjetividad íntima y profunda de aquel que lo reconoce.
Por eso, no es de extrañar que en nuestros días sigan vigentes aquellas tres palabras de Baudelaire en Invitación al viaje: lujo, calma y voluptuosidad.
En este número de Revista de Occidente se ha querido ofrecer del lujo un panorama transdisciplinar, con textos de reputados representantes de la semiótica, la antropología, la historia del arte, la literatura, etc., que, entre otras cosas, describen las actitudes muchas veces opuestas, que frente al lujo han mostrado los diferentes tiempos y cullturas, con episodios tan reveladores, ya en el siglo XX , como el de su utilización por Stalin o la aversión teñida de una profunda misoginia, hacia él expresada por los futuristas italianos, como puede verse en el desconocido Manifiesto de Marinetti que aquí publicamos.