Mostrando una vez más tanto su perspicacia como la buena información de que disponía, en 1923 José Ortega y Gasset escribió en El tema de nuestro tiempo : «Nuestra generación, si no quiere quedar a espaldas de su propio destino, tiene que orientarse en los caracteres generales de la ciencia que hoy se hace, en vez de fijarse en la política del presente, que es toda ella anacrónica y mera resonancia de una sensibilidad fenecida. De lo que hoy se empieza a pensar depende lo que mañana se vivirá en las plazuelas ». Pues bien, si entonces era cierto lo que decía el agudo filósofo español, mucho más lo es hoy, cuando la ciencia, además de haber continuado desarrollándose, es, más de lo que era en los (para algunos) «felices» años 20, asunto de Estado... y de negocios, de muchos y muy rentables negocios.
Desde hace ya tiempo es, en efecto, prácticamente imposible vivir –salvo en los mundos de la pobreza y la marginación– sin relacionarse constantemente con productos de la civilización científico-tecnológica. Hablar de ciencia es referirse a algo más que a síntesis o elucubraciones teóricas que se comprueban en lugares o situaciones remotas y prácticamente inobservables. Hoy la ciencia penetra la sociedad por prácticamente todos sus poros. Así, se dice que la nuestra es una «Sociedad del Conocimiento», denominación con la que se pretende transmitir la idea de que es el conocimiento que suministra la investigación científica, la ciencia, el responsable de la mayor parte de los cambios que han hecho que el mundo presente sea en numerosos y muy obvios apartados sustancialmente diferente del de hace sólo sesenta años.
La Sociedad de la Información
¿Por qué sesenta años? Al fin y al cabo dos de los pilares en los que se sustenta nuestro mundo, la ciencia y la técnica que surgió de las revoluciones relativista (Einstein) y cuántica (Heisenberg, Bohr), datan del primer cuarto del siglo XX . Es verdad que la relatividad einsteiniana y la física cuántica modificaron radicalmente nuestra visión de la naturaleza, pero hubo que esperar a que sus semillas dieran frutos que hicieran algo más, que produjeran técnicas, artefactos o ideas que cambiaran no sólo nuestra visión del mundo sino a éste mismo, a las sociedades que habitan en él. Y un momento decisivo en este sentido, del que brotaría la Sociedad de la Información (otro de los rótulos claves de nuestro tiempo), tuvo lugar en 1947, cuando John Bardeen, Walter Brattain y William Shockley descubrieron el transistor mientras trabajaban en los Laboratorios Bell. Con él sí que la ciencia terminó llegando a la calle y a los hogares.
Con los transistores es posible regular y amplificar una corriente que pase a través de él, consumiendo muy poca energía. Sustituyeron a las válvulas termoiónicas, que necesitaban un cierto tiempo para calentarse y entrar en acción, eran más grandes, consumían más energía y se estropeaban con frecuencia. Como casi siempre sucede en las novedades científico-tecnológicas, el transistor primitivo terminó dejando su lugar a descendientes mejores. De especial importancia fue cuando, a comienzos de la década de 1960, se mejoraron las técnicas con las que se crecían materiales en forma de finas láminas de silicio, con lo que se pudieron fabricar los denominados chips , con los que los transistores dejaron de ser componentes específicos que había que conectar a un circuito, produciéndose en su lugar circuitos integrados en los que sus diversos componentes podían fabricarse sobre una misma oblea de material semiconductor.
Las posibilidades que abrió el transistor y materiales semiconductores como el silicio y el germanio se hicieron pronto evidentes. Para compañías emprendedoras, por supuesto, pero también para científicos, que, inmersos en un mundo en el que el dinero y los negocios representaban un valor no sólo material sino cultural también, se decidieron –algunos al menos– a traspasar las fronteras de la academia de una manera mucho más radical que cuando antes habían aceptado trabajar para laboratorios industriales (como los citados Laboratorios Bell): esto es, convirtiéndose ellos mismos en empresarios. Tal fue el origen del célebre Silicon Valley (Valle del Silicio), situado el sudeste de San Francisco, en cuya constitución desempeñaron papeles centrales Frederick Terman, catedrático y director de la Escuela de Ingeniería de la cercana Universidad de Stanford, y William Shockley, que abandonó los Laboratorios Bell buscando horizontes más lucrativos: en 1955 fundó, en lo que entonces era simplemente los alrededores de la bahía de San Francisco, su propia compañía, el «Shockley Semiconductor Laboratory ». Como es bien sabido, el crecimiento, durante las décadas de 1960 y 1970, de Silicon Valley fue extraordinario, pero no es explorar ese crecimiento lo que me interesa aquí, sino resaltar el papel simbólico y ejemplificador que desempeñó en la configuración de una «nueva alianza» entre ciencia e industria. Una alianza que creó y a su vez se vio reforzada por lo que denominamos «mundo digital», del que forman parte «estructuras» y medios tan importantes y penetrantes como Internet.
Hasta la llegada de los transistores y circuitos integrados, las máquinas de calcular utilizadas eran gigantescos amasijos de componentes electrónicos. Durante la Segunda Guerra Mundial se construyó uno de los primeros, el Electronic Numerical Integrator and Computer , Computador Integrador Numérico Electrónico, también conocido por sus siglas inglesas, ENIAC. Tenía 17.000 tubos electrónicos, unidos por miles de cables, pesaba 30 toneladas y consumía 174 kilowatios. Podemos considerarlo el paradigma de la primera generación de computadores. Con los transistores llegó, en la década de 1950, la segunda generación, ejemplificada por el RIDAC (de Transistorized Digital Computer ), construido en 1954 por los Laboratorios Bell para la Fuerza Aérea estadounidense; utilizaba 700 transistores y podía competir en velocidad con ENIAC.
El primer ordenador personal (PC) fue construido en el Centro Xeroc de Investigación de Palo Alto, situado en el célebre Silicon Valley (Valle del Silicio) en 1972, aunque no atrajo realmente la atención del gran público hasta finales de la década de 1980. Pero entonces comenzó una carrera que todavía no ha terminado. Cada vez cada menos tiempo, aparecieron ordenadores personales más y más potentes, más y más pequeños. Las actuales tarjetas de felicitación musicales, por ejemplo, que contienen chips desechables, tienen ya más potencia informática que los ordenadores que existían antes de 1950.
El número de ordenadores, y el número de ellos conectados a Internet, que existen en nuestros hogares, crece exponencialmente. Y ya no son meras máquinas de escribir particularmente inteligentes y limpias, sino que son nuestras enciclopedias en las que buscamos todo tipo de información , nuestro servicio postal de correos, el «agente» que nos compra entradas para el cine, nos hace el pedido de la compra o nos informa de la predicción del tiempo, en el lugar que sea de la Tierra. Más que una comodidad, se va imponiendo como una necesidad. Para viajar, por ejemplo. La IATA (Asociación Internacional de Transporte Aéreo) ha anunciado hace poco que a partir de junio de 2008 no se emitirá ningún billete de papel para la aviación comercial. En realidad, el movimiento en tal dirección ya estaba en marcha, pero ha adquirido en los últimos tiempos un impulso imparable; cada vez compramos más billetes de avión directamente desde nuestros ordenadores. Beneficiarios directos de esta decisión serán los árboles (se salvarán de la tala, para preparar la pulpa del papel, unos 50.000 cada año), y las propias compañías aéreas, que hasta ahora dedicaban un 20 por ciento de sus gastos de explotación a los llamados costes de distribución (las comisiones que abonan a las agencias de viajes y el sistema informático de reserva), sin entrar a valorar que al introducir su sistema de reservas en Internet dan salida más fácilmente a las plazas no vendidas. Ganarán unos 2.000 millones de euros anuales más.
Según algunos analistas, pronto estaremos rodeados de minúsculos microprocesadores que detectarán nuestra presencia (sensores de rayos infrarrojos nos identificarán por el calor que despedimos), se anticiparán a nuestros deseos –que conocerán tras una cierta «educación»– e incluso interpretarán nuestras emociones. Cuartos de aseo inteligentes supervisarán nuestra salud, realizando, por ejemplo, análisis químicos de orina o tomándonos el pulso simplemente cuando nos sentamos en el asiento del retrete. Otros, en relojes de pulsera o pendientes –con más capacidad de almacenar y manipular información que el mayor de los ordenadores-computadoras de hace unos pocos años– también nos servirán bien, como médicos o guías absolutamente personales. Y todos estos microprocesadores estarán conectados a Internet, para lo que sea menester, desde llamar al técnico para que arregle nuestro sistema (de células fotovoltaicas) de calefacción o de refrigeración, hasta informar al centro médico sobre nuestros problemas de salud.
Vivimos, en resumen, rodeados de artilugios electrónicos que amplían radicalmente nuestras posibilidades (de presente y de futuro). Provistos de un pequeño ordenador portátil podemos acceder a todo tipo de informaciones. Nos inunda la información y las posibilidades que ésta permite, hasta el punto de que no son pocos los que naufragan y terminan ahogándose en ese inmenso océano que a base de dar mucho ( información ) puede quitar no menos, en particular algo tan valioso como la capacidad creativa, esa sutil y elusiva característica que normalmente requiere de la solitaria reflexión.
Un mundo biomédico nuevo
Y si nuestro mundo es el de la Sociedad del Conocimiento y de la Información, también lo es, crecientemente, de las Ciencias Biomédicas.
Nos encontramos, efectivamente, y cada vez de una forma más intensa, inmersos en una revolución tecnocientífica, la de la biomedicina, que no sólo promete sino que ya ofrece todo tipo de posibilidades en lo relativo a la vida (animal al igual que vegetal), incluyendo aquello que nos es más próximo y querido: nuestros cuerpos y procesos de reproducción. Precisamente por tal cercanía, esta transformación científica conmueve nuestro mundo más profundamente que las últimas dos grandes revoluciones científicas, la relativista y la cuántica, cuyas consecuencias carecían de la proximidad que da la vida.
Producto del desarrollo que experimentaron a lo largo del siglo XX disciplinas como la bioquímica, la genética y la biología molecular, el universo de posibilidades que abre es inmenso, llegando incluso a vislumbrase en el horizonte el que podamos guiar, conscientemente, nuestra propia evolución, hasta ahora el fruto, no dirigido, de lentas transformaciones.
Las incertidumbres que generan estos conocimientos pueden llegar a límites que uno casi está tentado de denominar absurdos. Hace no mucho leí un escrito de James Watson, el célebre codescubridor de la estructura del ADN, que me produjo una gran impresión. Analizando, en una conferencia que pronunció en Milán en 1994, los mundos éticos que abre la investigación actual sobre el código genético, Watson manifestaba: «Incluso en el caso de que existan leyes y normativas satisfactorias, todavía habrá muchos dilemas que no podrán tratarse fácilmente con estos medios. Por ejemplo, ¿qué responsabilidad tiene una persona de conocer su constitución genética antes de decidirse a procrear un hijo? En el futuro, ¿se nos considerará moralmente negligentes cuando, a sabiendas, permitamos el nacimiento de niños con defectos genéticos graves? Y las víctimas de tales enfermedades, ¿tendrían posteriormente base legal contra sus padres, que no habrían emprendido ninguna acción para evitar que llegaran al mundo con pocas oportunidades de vivir una vida sin dolor y sin sufrimiento emocional?».
Sabemos demasiado bien que no es ésta una posibilidad impensable. El suelo, en definitiva, tiembla bajo nuestros pies, y cual presagio de terremoto no sabemos qué consecuencias tendrá para nosotros la próxima sacudida, que prevemos inminente. ¿Cómo en semejante situación, rodeados de provisionalidad, podemos desarrollar algún sentido de pertenencia? ¿Qué podemos dejar a nuestros hijos? ¿Alguna escala de valores, más o menos segura, una «Visión del Mundo» que les ayude a orientarse en el camino de sus vidas? ¿Pero cómo les vamos a dejar eso, si todo cambia continua, rápida, frenéticamente, si lo que ayer era de una forma hoy puede ser de otras muy diferentes, ante las cuales debemos elegir? Precisamente por la importancia de tales preguntas y la urgencia de encontrar respuestas para ellas, si no queremos quedarnos a espaldas de nuestro propio destino, es necesario, como decía Ortega, «orientarse en los caracteres generales de la ciencia que hoy se hace».
Ciencia y futuro
El futuro, como vemos, más que presumiblemente estará muy condicionado por la ciencia, por los instrumentos que ésta ponga en nuestras manos. Es, en consecuencia, natural hacerse preguntas del tipo de ¿continuará suministrándonos la ciencia tantas novedades como lo ha hecho en el pasado y especialmente en los dos últimos siglos? Y, ¿cuáles serán las ciencias que más sorpresas nos aportarán en el futuro?
Sabemos, no obstante, que es muy arriesgado intentar convertirse en profeta del tiempo que ha de venir. Recordemos en este sentido el ejemplo del más que notable físico estadounidense Albert Abraham Michelson (1852-1931), Premio Nobel de Física en 1907 (fue el primer estadounidense en recibirlo), quien en 1894 pronunció las siguientes palabras:
Parece probable que la mayoría de los grandes principios básicos hayan sido ya firmemente establecidos y que haya que buscar los futuros avances sobre todo aplicando de manera rigurosa estos principios... Las futuras verdades de las Ciencia Física se deberán buscar en la sexta cifra de los decimales.
Un año después de que Michelson pronunciase estas rotundas, y equivocadas, palabras, en 1895, Wilhelm Röntgen descubría los rayos X y el año siguiente Henri Becquerel la radiactividad, que nadie sabía cómo encajar en el aparentemente tan firme, sólido y cerrado edificio de la física conocida, a la que ahora denominamos «física clásica». De hecho, el propio Michelson debía haber sido más agudo, ya que fue él mismo quien, en experimentos que realizó en 1887, sentó las bases de la revolución relativista llevada a cabo por Albert Einstein, que, como ya sabemos, mostró los límites de la ciencia newtoniana (me estoy refiriendo a sus célebres experimentos con un interferómetro buscando demostrar, a través de su efecto en las ondas luminosas, la existencia de un éter espacial).
En cualquier caso, a pesar de los evidentes riesgos, nunca está de más intentar prever algunas de las líneas directrices por las que acaso transitará el futuro; al fin y al cabo nos va –especialmente a nuestros descendientes– mucho en ello. En los artículos que siguen, cuatro distinguidos especialistas presentan sus, sin duda, informadas y perspicaces visiones sobre unos dominios científicos –y temas de nuestro tiempo– que, aunque «cargados de presente» también lo están, al menos así lo creo, «de futuro». En primer lugar, la física de lo ultraminúsculo, de las denominadas –aunque sea un término problemático– «partículas elementales », un dominio que no dejó de crecer y de mostrarnos nuevas ventanas a la estructura de la materia a lo largo de todo el siglo XX . ¿Continuará aportándonos nuevas sorpresas? ¿Cuáles son los principales problemas que tiene planteados? Y de lo pequeño a lo mayúsculo; esto es, al universo, y dentro de él a una cuestión ante la que pocos pueden permanecer indiferentes: ¿cómo nos puede ayudar estudiar el universo en la tarea, casi misión, de conocer nuestros orígenes, el origen de la vida? Yo pienso a menudo que somos unos recién llegados al estudio del universo (recuérdese en este punto que hasta la década de 1920 no quedó claro que nuestra galaxia, la Vía Láctea, no «agota» todo el universo, y que existen muchas otras –en un número difícil de imaginar por lo gigantesco– agrupaciones astronómicas fuera de él; asimismo hasta 1929-1920 no se estableció ese resultado ahora tan familiar para todos nosotros: que el universo se encuentra en expansión). Y al darme cuenta de que estamos en la infancia de la investigación del universo, pienso que sería sorprendente que cuando nos dediquemos a estudiarlo con determinación y empleando los recursos que exige –algo que aún no hemos hecho – no encontrásemos grandes sorpresas; de hecho, algunas ya las hemos hallados: cuásares, pulsares o agujeros negros. Además de lo que su estudio nos puede decir acerca del origen de la vida, ¿encontraremos vida en otros lugares del universo? Y si hablamos de vida, hay que penetrar en el en la actualidad inmenso territorio de las ciencias biológicas. De una parcela de él se ocupa este número de Revista de Occidente , el de la bioquímica y los nuevos fármacos, un tema que sin duda nos interesa, como todo aquello que atañe a los medios que la ciencia nos puede suministrar en el futuro en nuestra sempiterna lucha contra las enfermedades.
Finalmente, está la cuestión, el, habría que decir, problema de la energía. Aunque somos conscientes de que la energía es un recurso limitado (al menos en las fuentes que extraemos de la Tierra, no la procedente del Sol), las sociedades desarrolladas lo gastan –lo gastamos– sin más restricción que las económicas, algo, por otra parte, con gravísimas consecuencias para la salud del planeta (otro de los temas de nuestro tiempo). Así que ¿qué pasará en el futuro? ¿Cómo se relacionarán nuestros descendientes con la producción y consumo energéticos?
Son éstos únicamente una pequeña muestra del gran océano de temas científicos que ofrece nuestro tiempo. Una muestra pequeña, pero, sin duda, representativa e importante.