Revista de Occidente

Paisajes para después de una batalla

por Fernando R. de la Flor

Revista de Occidente nº 320, Enero 2008

Entre todas las geografías posibles abiertas al tránsito y a la inspección de los viajeros de estos tiempos nuestros, quizá ninguna pueda compararse, en la profundidad de la vivencia que propone, a la de aquellos dominios consagrados por un peculiar martirio, los espacios bélicos donde se desarrollaron las batallas de otros tiempos.

La fotografía, que descubrió la guerra y que la interpretó para la experiencia y lección de las multitudes puestas a cubierto de ella, procediendo a desvelar el verdadero «rostro de la batalla», regresó pronto, una vez acabados los conflictos, a los escenarios dramáticos de la misma, atraída por este paisajismo ctónico, funeral, donde el corazón más pintado sufre de la alucinación de una regresión brutal y experimenta de modo profundo la benjaminiana visión de la historia como catástrofe acaecida cuya huella no puede (ni debe) borrarse, y que, en consecuencia, debe pues revisitarse, convirtiéndose en el espacio propio de una suerte de expiación colectiva.

Aquella incipiente fotografía, iniciada en realidad en los escenarios fratricidas de lugares como Gettysburg, captados por O´Sullivan o Gadner, en ocasión de la guerra civil americana, retornó a los escenarios del horror inmediatamente después de acaecido éste, coagulando en seco así toda pulsión exaltadora que pudiera ser producto de un virulento romanticismo del acero y de la espada, pues lo cierto es que aquellas fotografías daban cuenta de que las carroñas de los confederados todavía se pudrían al sol, lo que sin duda contribuyó a evidenciar lo que de amargo debe tener para la conciencia moral del progreso toda victoria. Algo similar hizo Roger Fenton, en lo que es una de las más extraordinarias fotografías de posguerra: la toma sobre el lugar ( The Valley of the Shadow of Death ) de la carga de la Brigada Ligera de Lord Cardigan, donde nos entrega el escenario heroico y la hierba que pisaron los caballos pronto precipitados en su nada, y en este caso, pues, lo que allí se leía era que, si bien la victoria abre el camino de algún porvenir, la derrota cierra para siempre los senderos de la inteligibilidad histórica, convirtiéndose entonces en un monumento al nihilismo guerrero. No tenemos más remedio que evocar aquí, en una suerte de pendant estricto que borra distancias, aproxima ocasiones y unifica bajo la señal de Marte cualquier visión que del asunto se alcance, el travelling dantesco que realizaron las autoridades militares españolas, nada más terminada la más terrible de las campañas en África, aquella que comenzando en el hundimiento de Annual concluye con el desembarco de Alhucemas. El desierto fue revelando entonces a los ojos de estos primeros turistas y fotógrafos del horror, y a medida que se sobrepasaban sus suaves depresiones y se abandonaban los aduares quemados al sol, la magnitud inconmensurable de un verdadero desastre, donde los blocaos y los fuertes españoles asaltados y destruidos iban configurando el mapa estricto del territorio apocalíptico, expuesto entonces a la inspección de unos políticos curiosos, de unos militares golpeados por el recuerdo espectral de sus batallones perdidos, y de unos periodistas que daban forma a base de fotografías y descripciones del atractivo fatal que alcanzan siempre las topografías infernales.

La mirada nacional no ha vuelto ya más a esos lugares, fuertemente oprobiosos, como no ha querido volver tampoco al Barranco del Lobo, ni incluso al Sahara o Ifni mismo o, menos, a Tetuán («de las Victorias»), lugar este último donde las hispanas armas cubrieron sus únicas jornadas gloriosas. Hoy los huesos de las huestes del general Silvestre, como aquellos otros de los sudistas, blanquean de cal al sol los tranquilos paisajes, donde los rifeños prosiguen apacentando los ganados de siempre, esperando el momento en que los europeos, curadas las heridas de su imaginario humillado allí en lo profundo, deseen retornar al escenario de sus pasadas derrotas. No será necesario trasladarse a tan lejanas geografías. Cotas como la 666 en Pandolls, escenarios dramáticos de la batalla del Ebro, exhiben hoy amontonamientos de huesos que en sesenta años no han conocido entierro, obligando de algún modo, con ello, a que el pasado no termine con todo de pasar. Cosas similares han ocurrido en el Volchov, donde un turismo divisionario está llegando hoy con el afán de recuperar los restos dispersos en que han quedado, a la intemperie absoluta de las estepas rusas, las disparatadas aventuras del militarismo hispano del ayer.

Más que ninguna otra construcción, el osario, hito bélico que alcanzó su expresión más severa y cenital en la Francia del Somme y de Verdún, se eleva así a la entidad de gran emblema constructivo del campo de batalla, y es un punto focal del mismo, en cuyos pórticos en la primera hora de las grandes masacres se instaló la imagen llorosa de la Compunción, que expresaba de forma alegórica el sentimiento nacional de un dolor que no puede ser extinguido. Lentamente, paso a paso, estas deudas comienzan a ser liquidadas. Una tendencia a la sacralización del espacio militar, a una puesta en paréntesis y a una nueva inteligibilidad de ese territorio se va imponiendo. Incluso en España, desmemoriada como tal vez ningún otro país de la comunidad occidental. Así, hemos podido ver recomponerse en los últimos tiempos estrategias de olvido e inatención. Por ejemplo, en los propios escenarios de la decisiva Batalla del Ebro, donde, por fin, la figura piadosa, no del cementerio, a la moda anglosajona, sino del osario , y, más oportuna y castizamente dicho, del calavernario ha terminado por imponer su geometría serena sobre el holocausto antiguo. El trabajo de arquitectura sutil de Tom Salvadó ha ordenado para la cultura de la memoria estos depósitos de tiempo perdido de, hasta ahora, ninguna lección y escaso aprovechamiento moral.

Con todo, los escenarios de la guerra contienen un potencial de seducción fatal que cualquier día explota (y es explotado) en el seno mismo de las sociedades occidentales, que tienen la conciencia de que se acabaron para siempre estos «teatros de operaciones», que, en adelante, ya solo pueden existir al modo de parques temáticos, de inmensos memoriales y Waterloos del recuerdo, donde, desde los modernos centros de interpretación de la historia, se otea la orografía del campo marcial y se ejecutan en el imaginario de las pantallas de simulación los movimientos precisos de los cuerpos de ejército de otrora. Lo bélico inmaterial ha concluido por imponerse. Y, finalmente, un abstracto battlespace environment sustituye hoy a las colinas tomadas, a los vados por donde penetró la democracia en el corazón reaccionario de Europa. El antiguo «campo del honor» se ha tornado de modo definitivo en invisible , lo que tal vez equivale a decir que se ha extendido a todos los lugares del planeta. Las propias condiciones que, en medio de la desmesura y el titanismo, caracterizaron la antigua guerra, cruenta e invasiva, han sido transformadas en la actualidad en intervenciones quirúrgicas, en desencadenamientos imprevisibles de una potencia, hoy prácticamente in-material, y sin embargo dotada de una precisión cuyo primer efecto tal vez sea el de que arrebatará para siempre a la guerra su condición territorial, y si podemo decirlo así, paisajística .

Es, precisamente, ese riesgo de borradura de la huella, el que determina una pulsión escópica, un deseo de conocer la topografía de la batalla antigua, y el mismo que, en definitiva, mueve a las multitudes a precipitarse sobre esos espacios consagrados; algo que, sabemos, obsesionó al escritor Juan Benet, al punto de realizar éste minuciosos levantamientos de territorios polemológicos para su ambicioso ciclo Lanzas herrumbrosas , y que, más secretamente, le llevó a realizar operaciones de salvaguarda patrimonial de los restos de la Guerra Civil, por fin y por vez primera estudiados en el volumen Paisajes de la guerra , que fue editado por la Comunidad de Madrid en el año 1987.

En la era del inmaterial bélico destacan con más profundidad si cabe, y en todo caso con más sombra, las huellas y escenarios de la batalla antigua, los cuales coagulan toda la carga emocional que quedó concentrada en el «instante peligroso». Por lo mismo, su presencia en el imaginario colectivo se agranda, y le impone la obligación

ritualística de regresar a aquel espacio plutónico, para condenar en él lo que Saavedra Fajardo, al fin de la Guerra de los Treinta Años, denominó, con acierto, Las locuras de Europa . Paul Virilio, el filósofo de nuestros días que más ha reflexionado al pie mismo de las geografías europeas martirizadas en las últimas guerras mundiales, ha construido en torno a las ruinas bélicas de aquel tiempo una meditación de tan vasto alcance que no me sonrojaré yo de compararla a aquellas otras reflexiones que el conde de Volney hizo sobre los restos de Palmira, y que pasan por ser las primeras realizadas por un pasajero o «turista de la historia». Sucede que, ciertamente, los pecios de la guerra, especialmente de la guerra civil europea entre 1914 y 1945, están dotados de una fuerza aurática y un potencial de reviviscencia tal, que pueden ser para el hoy del momento político, lo que ayer representaron las Medina Azahara, las Herculano y Pompeya para los constructores del nuevo orden social del Antiguo Régimen.

Lo sobrecogedor del antiguo paisaje de batalla asegura pues su atracción fatal, y todos los hombres, a la vista de los dominios donde lo funesto tuvo lugar en realidad, y una vez situados «sobre la línea», alcanzan a vislumbrar algo de lo que se juega en verdad en el interior de las «tormentas de acero». En estos casos, es lo arruinado, el espacio demolido, el que concentra, en dosis casi letales para la sensibilidad del viajero por su historia, las auras trágicas de que se inviste, destilando de ellas una solemne belleza. Y ello según una observación de Enrique Gómez Carrillo, corresponsal privilegiado en los campos de lucha de la Gran Guerra: «Las fortalezas nuevas son tan bellas cual las antiguas, sólo hay que verlas destruidas para admirarlas».

Gerardo Diego, situado ante un escenario polemológico tan arcaico cual el de la misma Numancia, siente todavía el fuego que consumió sus muros, y se ve partícipe en tiempo presente de la antigua derrota universal que toda guerra supone: «Era en Numancia al tiempo en que declina/ la tarde del agosto augusto y lento...». Otras aproximaciones son, con todo, menos empáticas, pues el rostro de la batalla, en realidad, lo que ofrece es el desnudo e incicatrizado paisaje de la historia, ya no en su venir a hacerse, sino allí donde definitivamente algo se deshizo. El mismo Virilio nos procura el camino por donde la visualización del campo de batalla antiguo y la cadena de acontecimientos en él ofrecidos sirven como meditación de una condición de lo histórico, pues la batalla es, antes que nada, una suerte de lección, que se recibe in situ , al situar al observante ante el paisaje de la catástrofe acaecida, y revelarse bruscamente ante él mismo el lado tenebroso de lo histórico. El paisaje de la batalla, cuando se contempla desde los días tranquilos, sucedidos bajo la fórmula jungeriana de la «calma después de la tempestad», conforma un raro documento de la cultura del aviso; resulta una pieza admonitoria, un sermón que se percibe ad oculos . Nadie puede permanecer indiferente ante la magnitud de lo que territorio semejante allí acoge y encripta para siempre en cuanto mausoleo que es. La geografía de la guerra, en realidad, se da a leer , y no sólo precisamente en el sentido de la reconstrucción del movimiento táctico que la determina, sino más bien en términos de cultura material y, sobre todo, en términos de estrategia absoluta, pues a todo campo de batalla lo que concurre es la humanidad misma, volcando sobre este espacio todo su imaginario, toda su ideología, y también, y finalmente, toda su potencia técnica y resolutiva, hasta convertir ese espacio en un verdadero «teatro» de la desmesura y del intercambio de un daño constantemente acrecentado. En este foco de fuego, eventualmente extinto y ya pacificado, los viajeros y peregrinos de la guerra descubrirán el fondo mismo de aquello que en la guerra se juega en su doble condición de quema sacrificial de bienes y de esfuerzos y en orgía de pérdida de valor de la vida y condición humana. Paul Virilio descubrió no sólo eso, sino también, y por ejemplo, el propio mar, que en su infancia le fuera prohibido con ocasión de la construcción del AtlanticWall por los alemanes , la primera gran muralla de contención de pueblos, y que él mismo fue uno de los primeros talantes curiosos en descubrir y de la que ofreció un inventario alucinado, cuando ya la batalla había pasado por encima de la festung Europa, del castillo y plaza fuerte en que el continente se había convertido.

Aquella propia muralla constructiva, levantada por los obrerosesclavos de toda Europa siguiendo el pensamiento logístico de Albert Speer, el ministro de la guerra total, es hoy quizá el mayor emblema de un turismo de guerra continental que ha hecho de la playa de Omaha un punto crucial en la geografía de la nostalgia veterana y militarista. Normandía y sus prolongaciones a lo largo de la costa del canal reciben hoy un tratamiento que está acorde con la entidad decisiva que se le concede a aquello que allí se puso en juego a la altura de un no todavía demasiado lejano 1944. Las huellas son tan poderosas, en este espacio donde mundos diversos confrontaron, que es difícil no sustraerse al magnetismo que emana todavía del hormigón armado de las grandes baterías y de los silos de submarinos, y hay algo de imagen dialéctica y de tensión histórica en el modo en que hoy las masas de turistas toman el sol despreocupadamente bajo los castillos de tiros de otros días, después de todo, no tan claramente sobrepasados. Esa Atlantic Wall , «Muralla del Atlántico», ese espacio magnético que se presenta como fuertemente estriado frente a la lisura del mar, es hoy, con sus más de diez mil túmulos de hormigón bélico, un centro gravitatorio de la mirada que erige allí una suerte de museo de alegorías a la intemperie, y de lo que pretende hacerse cargo la doble pinza de la museificación y del trabajo de los artistas como Magdalena Jetelová, que realizó allí, en 1995, su gran serie «Atlantic Wall 04», o los reportajes de Alexander Wirtz en su Témoins du Mur de L´Atlantique . Como geografía crucial de la batalla, esta solidificación brutal del campo de Marte en las costas de Francia, compite con otro monumento de signo invertido, pero también dotado de gran fuerza de evocación imaginaria, de aura : la línea Maginot (tal vez esto por lo que tal fortificación signifique de punto de derrota de las democracias pusilánimes y falsamente confiadas en sus defensas). Este gran cenotafio de hormigón armado y acero levantado a la inutilidad de una técnica sobrepasada por la blitzkrieg , es, en sí mismo, un elogio a la inmovilidad y contiene apresada en sus muros kilométricos la enseñanza paradójica de lo que Bruno Bettelheim ha denominado, en el terreno psicoanalítico de la construcción del sujeto, «la fortaleza vacía».

Y es que el campo de batalla induce una fuerte melancolía, pero resulta todavía más ominoso cuando, lejos de liberar las dinámicas del movimiento y la tensión del desplazamiento esenciales de la guerra –que es, siempre (Clausewitz dixit ), penetración y movilidad–, se torna por una vez inmóvil, anclado y fijo sobre un territorio en lo que se denomina «guerra de posiciones» o resistencia total, a vida y a muerte. En ese momento y en tales ocasiones puede suponerse que el tributo de vidas humanas crece de manera exorbitante: entonces debe saberse que allí donde eso ha podido ocurrir, la vida humana tuvo que descender a estratos subterráneos y recuperar allí la memoria perdida del topo (que en la guerra moderna se llama zapador). Verdún mismo se ha convertido en el patrimonio y museo universal de la resistencia, de esta guerra de posiciones, donde la trinchera y el nido de ametralladoras anclan la violencia a un dominio y no permiten que la ola de fuego fatal la sobrepase, arrasándola en un peinado incesante, obsesivo, demoledor. El ánimo en verdad sobrecogido de muchos turistas recorre hoy los kilómetros de galerías subterráneas, donde hombres de otros días soportaron zambullidos en sus agujeros el que sobre ellos cayera el peso entero de la historia. Algo parecido el viajero, el turista de lo bélico, habrá de experimentar en los sótanos del Alcázar de Toledo y frente a la línea de blocaos del Parque del Oeste, que defiende todavía Madrid del empuje de las primeras oleadas del Ejército Nacional, que llamó en vano a tales puertas de estos templos de la guerra en el invierno de 1936. Pero algo también de todo eso puede percibirse en el Jarama madrileño, donde la fluencia misma del río, metáfora manriqueña de la vida, logró por una vez estancarse y pudrirse en las trincheras y galerías excavadas de una guerra decididamente detenida casi nada más comenzada allí, en el año de 1937. Aquí, la canción sobre el poema de Alec McDade «There's a Valley in Spain..», puede ubicarse tal vez como el primer texto moderno que revisita, lleno de una imaginaria nostalgia, el campo de batalla de la Guerra Civil, animando hoy a los supervivientes brigadistas a describir un tour que les ha de reinstalar en la antigua órbita de una camaradería guerrera, que luego no han podido volver a encontrar en ninguna parte.

La guerra, que los poetas antiguos caracterizaron en bellas alegorías montada en un carro alígero, como la apoteosis de la celeridad, cuando llega a inmovilizarse, trabaja el territorio con sus formas más dantescas y martirizadas, llegando a deformar grotesca y monstruosamente las orografías y acumulando ruinas sobre ruinas, revolviendo de modo finalmente indiscernible culturas y capas geológicas, promoviendo en el turista accidental de estos reinos la emocionalidad que le cabe al arqueólogo. Esta misma calidad de tierra intensamente penetrada por el material disruptivo e inflamable puede ser advertida en Montecassino, otro de los espacios consagrados como emblemas del grado supremo que concederemos siempre a aquello que resiste, que se niega a la penetración, que obstaculiza definitivamente la fluencia de lo que desea imponerse. Un aire de sarcófago, una atmósfera de sepulcro rodea estos escenarios desmedidos, que se nos antojan ahora obra funesta de civilizaciones perdidas por su propia furia. Los monumentos a la inutilidad que casi todos los campos de batalla son, nos oprimen hoy el corazón sobrecogido ante la presencia de estos vastos cementerios de las ideologías. Como viajeros, algunas veces, en perdidas y extrañas geografías nos ha podido asaltar esta memoria de la guerra, incluso en dominios desplazados, metonímicos. Así sucede en el cementerio bucólico y extremeño de Yuste, en las cercanías de la última morada del emperador venido del Norte, donde descansan, finalmente sustraídos a su lugar natural de muerte, los cuerpos de los soldados alemanes caídos en España en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Nos consuela poder ver de qué manera el combatiente ha escapado finalmente del espacio alucinado de su propia destrucción, y cómo sus restos han podido ser reintegrados, aun lejos de su país natural, a una provincia del mundo en la que Belona misma no tuvo nunca altares, y donde en la actualidad sólo crece la retama y ramonea la oveja lanar, metáfora viva de una paz propia de los siglos de oro auspiciados por el Quijote, y de ninguna manera de ésta hecha del metal de las bocafuegos. Entonces el descanso parece verdadero descanso, y la paz finalmente les es concedida y envuelve enteramente su recuerdo.

Sin embargo, con todo, no es lo común en España este venir a demarcar y hacer significativos los territorios donde la guerra ha tenido efectuación al objeto de alguna sacramentalización y liturgia de memoria. No hay, no ha habido, tal consagración del espacio de lo bélico. Ni se han estabilizado en su ser, preservándolos, los escenarios decisivos de la historia colectiva. En ocasiones, las huellas de la guerra han tenido que ser borradas en medio de titánicos esfuerzos, que hablan de modo elocuente de la determinación de recordar sólo que hay que olvidar y hasta enterrar y hacer desaparecer los fundamentos sobre lo que todo se alza todavía. Así ocurre, y a partir de 1990, con todo el desartillado de los grandes cañones Vickers de 38,1 de la antiguamente llamada «costa inexpugnable », en El Ferrol y La Coruña; cañones y líneas de fuego que habían convertido la zona, durante los años 30 del siglo XX, en la mejor defendida de toda Europa. Un mandato de olvido pesa, pues, sobre las geografías de la violencia, tal vez porque constituyen para lo nacional demasiado duras lecciones. Es lo cierto que la piel de toro, martirizada por el acontecimiento de la violencia y de la lucha, ha dejado que se cicatricen al azar sus temibles costurones, sus desgarros seculares, fingiendo no prestar demasiada atención a estos restos acusadores y expresivos. Apenas en los últimos tiempos vemos restaurarse el interés por los llamados «sitios históricos », por los campos de batalla del ayer. Podemos suponer que el interés ha comenzado por los teatros bélicos de la guerra internacional, llamada aquí de la Independencia. El impulso una vez más no ha sido, que sepamos, propiamente vernáculo, antes bien ha sido determinado por las potencias de otra hora, las cuales aquí tuvieron un laboratorio y un espacio de prueba para volcar en él sus tensiones interiores. Bailén, Arapiles, Ciudad Rodrigo, los nombres propios que como lugares exóticos leemos en los arcos de triunfo levantados en las capitales europeas, comienzan a ser tratados como espacios monumentales, en realidad para poderlos mostrar a los ojos de aliados o enemigos de otros tiempos; y hemos podido ver cómo los descendientes de los generales ingleses y franceses de esos otros días recomponen ahora aquí los territorios de su memoria familiar y de viejos clanes guerreros, en estas sus geografías prestadas donde pudieron emplearse con dureza inusitada.

Lejos de estos escenarios de la batalla arqueológica, nos tenemos que preguntar ahora por la Guerra Civil, por sus escenarios precipitadamente entregados a la pasión por borrar huellas. El descuido y la destrucción es el paradigma que le ha sido aplicado aquí sin contemplaciones a toda la estructura de superficie del recuerdo de aquella guerra. En consecuencia, sus especiales topografías han sido, se diría que casi concienzudamente, deconstruidas, desarticulando sus lógicas y haciendo en buena medida ilegible la verdad histórica que todo territorio expresa (si se le permite el hacerlo). Otros escenarios no admiten sin embargo hoy estrategias disolutivas ni atemperadoras de las cargas trágicas que la historia militar y sus eventualidades comportan, imponiéndose de modo fatal al espíritu del ahora. Con una conciencia desolada ante lo tachado y lo reprimido, se puede hoy todavía visitar el arruinado monumento futurista que en el Puerto del Escudo contuvo en su día los cuerpos de los soldados italianos que acompañaron la División 23 de Marzo del Ejército de los nacionales. Monumento este expropiado de su propio ser, expresión melancólica de una historia incomponible, como tantos de los distribuidos aquí y allá en la geografía del disenso y del enfrentamiento.

El interés de la fotografía por dar testimonio de la faz de la batalla una vez sobrepasada ésta, ha provocado en los últimos tiempos que proyectos de fotografía artística hayan identificado este viejo motivo perdido en los anales de la historia: los campos de batalla, los escenarios de la resolución de la violencia por su vía más espectacular en aquellos llamados «1.000 días de Fuego». Así lo ha llevado a cabo, en sus «Pinturas de historia», Pepe Cerdá, y así lo hace también, en sus series pictóricas, Xavier Montsalvatge, retratando lo que llama «lugares de vigilia». Bleda y Rosa han podido partir recientemente para enfrentar con los ojos de hoy los antiguos escenarios y presenciar, dejando testimonio fotográfico de ello, lo que han sido sus transformaciones y cambios. Podría decirse que casi en vano, pues las geografías ya no devuelven hoy la verdad prístina de aquellas primitivas guerras. En realidad, Bleda y Rosa se han convertido en los fotógrafos que certifican que la historia ha pasado ya su página, y que, en la mayoría de los casos, habría que descender muchos metros en la memoria para encontrar sus huellas de profunda estratigrafía. Pasión esta de exhumación que ha creado en nuestros últimos años una auténtica geografía física del dolor y la vergüenza, cuando el objeto que se busca ya no es el rastro material de la batalla, sino los cuerpos nihilificados de la onda expansiva y desplazada de tal violencia, derivada entonces hacia su lado civil y su versión más inocente. En ocasiones señaladas, tal vez el punto dialéctico que anima a concurrir a los espacios trágicos generados por la guerra, sea no tanto ya encontrar la huella, como buscar esa borradura que determina el ejercicio de pensar lo que oculta lo reconstruido. A esta pulsión del dolor del miembro ausente se ha entregado libremente un artista, que hoy nos parece mayor dentro de nuestro panorama átono y desmemoriado. Pedro G. Romero ha rememorado la cartografía precisa donde comenzó a quebrar la convivencia pacífica española: los conventos quemados de 1909. En su proyecto conceptual las imágenes de esas ruinas admonitorias juegan y contrastan con los vacíos absolutos a que aquella herida ha dado hoy lugar, como también a los maquillajes intensos a que han sido sometidos por su parte los rostros de los edificios antiguamente incendiados.

En otras ocasiones, las estrategias conceptuales que revisitan las huellas de la violencia del ayer, determinan otros recorridos, en los que se muestra, acaso, que es difícil abrir esa caja de Pandora en que se ha convertido la historia española que va ya más allá del corte quirúrgico de la Transición. La llamada «movida madrileña» visitó el antiguo frente de la capital mártir. Lo hizo con la pluma divertida de Ramón Mayrata en la mítica Luna, llegando incluso a carnavalizar las huellas sagradas que había dejado el Madrid defendido y heroico del 36 al 39. Eso ocurrió en los años ochenta. Fue un momento en que los hijos de los hijos de la ira pensaron que era significativo retratarse en el antiguo frente de batalla, ataviados por Sybila y enfocados por las lentes deformantes de fotógrafos como Ouka Lele, García Alix o Juan Ramón Yuste. En todo caso, apenas algunos espacios, por milagro, han sido conservados, in vitro diríamos, como pronto será el «sitio histórico» de Brunete, y como es, sobre todo, el caso de Belchite, ahora conformado como el mejor de los platós para las películas de acción bélica. Esas ruinas mismas de Belchite confirman el aliento impresivo de que se inviste la tragedia bélica, y expresan muy elocuentemente qué tipo de destrucciones verdaderas opera la violencia desatada. El maltrecho cuerpo de esa geografía, y, aún más, los esqueletos en que se ha tornado el perfil de su antigua civilidad y casa común, suponen una advertencia que no debe ser desdeñada. Es común a esta experiencia de los lugares de batalla españoles de la Guerra Civil, el que en el momento en que se accede a ellos por rutas no señaladas, por caminos que deben ser recorridos por la voluntad personal, entonces su evidencia misma logra en un instante fundir los tiempos. El paisaje de la batalla, sin duda ninguna, trae la batalla misma en una alucinación que persiste y que, sin duda, habrá de dejar su huella mnémica en el ánimo, en principio ocioso y hedonista, del viajero de hoy. Visitante, acaso, no prevenido acerca de la exhalación y la atmósfera letal que emana todavía de las cápsulas trágicas en ruinas. Así ocurre en los túneles de experimentación y montaje de las V-1 y V-2 de Peenemunde, y en tantos otros sitios donde, desde hace años, los turistas que se saltan los carteles de advertencia suelen encontrar todavía una muerte que les llevará a ser contabilizados como víctimas al presente de una guerra concluida ayer. En cuanto a aquellos que dejaron sus vidas en estas áreas sacrificiales, los combatientes muertos, ciertamente no están, pero con todo, están allí. Esta legión de sombras, estas escuadras perdidas en su camino hacia la muerte, pueden ser sentidas, y, como nos ha recordado Juan Pando, hacerse súbitamente presentes en las alturas, por ejemplo de Saibigain o del Bizkargui, presentes todavía al pie mismo de la «delgada línea roja» que compuso el cinturón de hierro de Bilbao.

Podríamos asegurar que, después de todo, el campo de batalla se presta a su resemantización, tornándose su signo fatal en una nueva perspectiva que puede abrazar ahora la esperanza y dejar por fin atrás la catástrofe. Es lo que ocurre con ese gran monumento de Eduardo Chillida que, emplazado en el Cerro de Santa Catalina de Gijón, supone en sí mismo la conversión de un monumento de guerra en otro abierto a la paz. El propio Chillida señaló que le interesa mucho ubicar sus grandes trabajos de esperanza en y sobre las líneas candentes de los enfrentamientos del ayer. Los lugares de la observación, del control y de la militarización del territorio, son, o pueden ser, los lugares también donde la cultura del conflicto mejor puede comenzar a abrirse a una armónica pulsión cosmológica: Elogio del horizonte , en efecto. La geometría simbólica de tan específico campo de ruinas; la suave estetización del espacio marcial, puede, pues, y a partir de una grave ascesis, conducir los ánimos de los viajeros hacia algún ensueño de futuro, así como engendrar en ellos una suerte de mirada a lo alto y a lo lejos; mirada que supere así el temor y el temblor que habita encadenado todavía en los dominios donde el dios Marte tuvo sus altares.

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