Revista de Occidente

Brasil y el arte de mezclar

por Óscar Calavia Sáez

Revista de Occidente nº 321, Febrero 2008

Mestizos

Es un cuento mil veces contado, y sus variantes son muchas. A veces sus protagonistas son vagos colectivos: indios, blancos y negros, o todas las razas humanas. O son hombres y mujeres de un color y otro, o un hombre y una mujer con nombres tomados de alguna crónica o de la imaginación del poeta. Los aproxima un amor romántico, o un deseo efímero compartido o impuesto; el resultado es una honra pisoteada, o una prole ambigua y anómica, o una humanidad inédita, o todo ello al mismo tiempo. Sea como sea, el relato del mestizaje sabe hablar del origen de un pueblo sin recurrir a los actos de los reyes, los designios divinos o las fechas heroicas: lo encuentra en la carne, en un escenario privado a la sombra de la selva, en una alcoba regular o en algún rincón furtivo de la hacienda.

Las narraciones del mestizaje se encuentran de un extremo a otro de América, aunque les quepan dignidades muy diferentes: pueden alcanzar una cumbre dramática como la de Malinche –ese nombre a medias título y baldón que designa igual a Cortés que a su amante nativa– o ser relegadas a un rincón anecdótico como la de Pocahontas. Pueden ser sentimentales o procaces, han dado lugar a discursos entusiasmados sobre la Raza Cósmica o a meditaciones cabizbajas sobre el futuro de naciones desiguales. Pero quizás en ningún lugar hayan tenido la vasta fortuna que han tenido en Brasil. Allí, el mestizaje, más que un tema de discurso, es el caldo en que se cultivan los discursos. La mezcla es invocada para describir la cocina, la textura urbana, la religión, el vocabulario o el acento, inspira rótulos políticos o define el tono ideal de la piel; se exhibe en la propaganda, en los murales de centros oficiales o aeropuertos, y es la marca nacional que se ofrece generosamente a los extranjeros, sean políticos, filósofos o turistas. Pero también de puertas adentro parece imposible hablar del país sin recurrir al tópico de las tres razas: en las letras de samba, en las redacciones escolares, en las tertulias políticas. El tono político con el que se enuncia puede variar, y en el habla de la izquierda el mestizo puede sufrir la dura competencia del desposeído, que de todos modos solía ser, hasta hace poco, también mestizo. Pero el relato persiste.

Para que esa ubicuidad tenga algún sentido, hay que decir que no siempre fue así; o, en otras palabras, que no hay situación de hecho que baste para explicar que así sea. El mestizaje es mucho más antiguo que su reconocimiento. Los escritores indianistas del siglo XIX brasileño, románticos como Alencar o Gonçalves Dias, se parecían en un punto clave a sus congéneres norteamericanos: sus héroes indios sólo sobrevivían como símbolos y nombres. Morían sin dejar descendencia mestiza. Legaban su imagen heroica y su tierra a una nación que se pensaba blanca, aun cuando sintiese que necesitaba blanquearse para revelar su verdadero ser, importando de los suburbios o del campo empobrecido de Europa un pueblo a la medida del rostro imaginado. La huella de los negros, aún más evidente, no tenía ni siquiera la virtud de legitimar una nueva nación; evocaba, por el contrario, un pecado histórico, una tara que se perpetuaba mucho después de abolida la esclavitud. Para muchos políticos y pensadores de la elite de finales del siglo XIX la trata negrera era nefanda más que nada por haber dejado tras de sí una huella en la carne nacional, y durante algunas décadas se multiplicaron los esfuerzos por remediarlo. Al tiempo que se incentivaba a los europeos a que aportasen su peso blanco –lo más blanco que fuese posible– a la nación, se ponían también medios para que los africanos volviesen a África. Aún hoy, los descendientes de algunos de los que se dispusieron a ello, que para bien o para mal ya no eran tan africanos como se suponía, forman colonias de brasileños en ciudades como Lagos. Corrían los tiempos en que el racismo tenía ínfulas de ciencia, y, aún más que la preeminencia de unas razas sobre otras, postulaba que cualquier raza pura, por inferior que fuese, era preferible al albur de las mezclas. Era ésa, por ejemplo la doctrina del autotitulado Conde de Gobineau, cónsul de Francia a mediados del siglo XIX en un Brasil donde, según él mismo decía, no había más blancos puros que el emperador y sus parientes inmediatos. Gobineau, observador sutil a pesar de sus teorías, decía empero que Brasil, un país de distancias abismales, no podría sobrevivir sin recurrir obsesivamente a las mediaciones. Aún tendrían que pasar muchos años para que el mestizo se contase de derecho entre ellas. Incluso cuando se reconocían sus virtudes, no dejaba de ser un problema. El héroe de Euclides da Cunha, el jagunço indomable de Los sertones , es, debido a los cruces que lo han producido, un monstruo: duro, inestable, fanático. Lo único que sirve para legitimarlo es que su anomalía se combina con la de la tierra que pisa, como si la naturaleza quebrada y espinosa del nordeste brasileño se hubiese preparado desde el inicio de los tiempos para soportar los pasos de una gente irregular e inacabada.

Toda esa maldición muda de signo en un proceso que ocupa las primeras décadas del siglo XX y que incluye algunos hitos como la Semana de Arte Moderna de 1922 –y el modernismo brasileño en general, incluyendo las músicas de Villalobos y las pinturas de Portinari o Di Cavalcanti–, las políticas populistas de Getúlio Vargas y la creación, ocupado un espacio entre el espiritismo kardecista y los cultos africanos, de una religión enfáticamente brasileña, la Umbanda, capaz de juntar en su panteón espíritus y dioses tomados de todos los altares y de todas las encrucijadas. El blanqueamiento de la Vieja República había alterado decisivamente la textura del país, pero había fracasado en esa misión exorbitante que las elites del país le atribuían. Había neutralizado a la naciente clase media negra o mulata, sustituyéndola por nuevos artesanos y pequeños comerciantes de otro color, pero no había creado una especie de Bélgica tropical. Los inmigrantes habían abierto nuevos tipos de conflicto: muchos se habían traído a cuestas su socialismo, su anarquismo o su nacionalismo. Peor aún, no estaban convencidos, como las elites locales, de que el Brasil fuese un país europeo con algunos accidentes climáticos o raciales. Para ellos, Brasil era un destino in partibus, donde los gobernantes o los patrones podían estar tan lejos de la civilidad como los antiguos esclavos. En un intercambio renovado de insultos entre aquellos blancos toscos y sucios y los brasileños cobrizos e indolentes, una parte de las elites se distanció de su europeísmo, o de una blanquitud que ya no resultaba tan evidente, y comenzó a pensar en algo que pudiese llamarse brasilidad. Quizás, a fin de cuentas, el cuerpo de la nación ya estuviese formado hacía mucho tiempo, y debiese ser llamado a escena sin maquillajes. Es desde entonces, y casi sin discusión, cuando se instaura el reino de lo moreno, lo ambiguo, lo híbrido, lo tornasolado. El maldito mestizaje se convierte en la suma de las bendiciones que Dios ha sembrado sobre el país, la causa de su creatividad, de su alegría y de su lujuria.

La ambigüedad de la ambigüedad

Hay que decir que después de varias décadas de relecturas críticas, el relato del mestizaje ha empezado también a ser objeto de un rechazo formal, inspirado en nociones de identidad importadas de los Estados Unidos, más bruscas y más inequívocas; o al menos afinado con ellas. La propuesta de instaurar cuotas raciales en las universidades públicas ha servido para desatar una polémica que ya se insinuaba desde hacía años. Ya hace más de una década que el censo nacional incentiva a los ciudadanos a «no dejar en blanco» la casilla referente al color de la piel, y que los críticos reinterpretan como «negro» las declaraciones que rezan «pardo» o «moreno». Tal vez sea mejor que los actores sociales asuman papeles bien definidos, que el medio tono salga del escenario y lo sustituyan el negro, el blanco y el indio. Más vale, se dice, que las razas se vuelvan explícitas allá donde, abolidas por decreto en el papel, siguen siendo el criterio secreto (a voces) para la distribución de privilegios y estigmas. Los defensores del Brasil tornasolado responden que explicitar y legalizar las razas es algo aún peor que discriminarlas calladamente, y que es peligroso ensayar políticas raciales generadas en otro suelo.

Pero hay que decir que esa alternativa de las razas discretas no es tan ajena a la tradición nacional como puede suponerse. La glorificación de la mezcla, como hemos visto, no es demasiado antigua, y, con todo su entusiasmo, convive con nociones de pureza extremadamente vigorosas. La contradicción es superficial: en el fondo, el relato del mestizaje perdería su magia si se limitase a constatar una práctica ubicua y eterna, si esa mezcla brasileña no pudiese pensarse como una transgresión inaugural. Tal vez en ningún otro lugar goce de tanto predicamento la pureza del indio salvaje. Aún hoy, muchos brasileños pueden sorprenderse porque un indio use ropas o gafas de sol o posea una televisión, y buena parte de las políticas indigenistas o indianistas se consagran a garantizar reductos de pureza que preserven la cultura o la recuperen. Una vocación parecida se aplica a la pureza africana de tal o cual religión, o a la pureza germánica de tal o cual colonia sudista, sin que ese entusiasmo por los orígenes produzca las evocaciones inquietantes que tendría en casi cualquier otro lugar del planeta.

El mestizaje brasileño no es un mestizaje profano que se limite a constatar una mayoría híbrida, un término medio de la nación. Es más bien una superposición vertiginosa de purezas, un continuum que permite que cada uno, amparándose en el mito fundacional, intente regular su identidad de acuerdo con la situación. Se puede o se debe ser blanco a una hora y negro a otra, constar en un censo de indios o en un censo de brasileños. Ser mestizo en Brasil es el resumen de una vida más que una condición de partida, y esa aptitud para la manipulación parece indigna de confianza para muchos. Si a finales del siglo XIX el mestizaje era el principal obstáculo para la construcción de una nación, ahora es la ideología del mestizaje el inconveniente para crear una sociedad que merezca ese nombre. El relato de las tres razas –o más exactamente su desenlace– sirve para borrar un pasado sin renunciar a sus consecuencias. Si ya no hay blancos, negros o indios, sino brasileños, faltan los protagonistas de una historia ya superada, y están de sobra los propósitos de corregirla o enmendarla con políticas de reparación o de acción afirmativa, o con frentes comunes de los desfavorecidos.

Pero quizás el relato del mestizaje sea algo mucho más insidioso que una ideología, a saber un mito, no supeditado a una interpretación o una moraleja, poderoso simplemente por decir una historia que nadie sabe decir de un modo realmente otro.

Gilberto Freyre ha tenido el mérito de descollar entre tantos formuladores de la fábula de las tres razas, hasta ser identificado con ella. Lo es, sobre todo, por la misma obra que, traducida a muchas lenguas, continúa siendo en Brasil su obra más reeditada: Casa Grande e Senzala , de 1933, una monografía sobre la familia patriarcal, o sobre los modos que la familia patriarcal de los ingenios de azúcar habría legado al Brasil –más que nada, esa esfera doméstica (la cama, la cocina) que se sobrepone decididamente a las pretensiones del espacio público. Los adversarios de Freyre, especialmente sectores de la izquierda académica y del movimiento negro, han ido expulsando a Freyre de la grata condición de autor clásico a la más agria de autor oficial: si su versión de Brasil parece tan verosímil es a fuerza de repetirla, en libros de texto, en seminarios o en publicaciones conmemorativas. Se le acusa de representar los puntos de vista de la aristocracia más antigua del país, y de ofrecer una imagen idílica de la relación entre amos y esclavos, o entre antiguos amos y antiguos esclavos, sintetizada en expresiones –que por cierto no son suyas– como «democracia racial», o «carácter cordial del brasileño». Lo primero es indudable; lo segundo es una lectura injusta, o simplemente una falta de lectura. Freyre, es verdad, comparte de vez en cuando la pretensión, que puede encontrarse también en muchos autores españoles, de estar hablando de una esclavitud más suave o de un régimen colonial más humano que el de otras potencias europeas (una pretensión que no suele tener más fundamento que la autoindulgencia o la autoignorancia). Pero en sus momentos más expresivos no parece estar ocultando las sevicias o las miserias. Más bien las exhibe con una cierta delectación sádica, y muchas de sus páginas tienen un sabor inconfundiblemente pornográfico. Freyre cae con frecuencia en una especie de anacoluto ético cuando después de ofrecer en un libro como Nordeste, de 1937, una pintura despiadada del mundo de los ingenios azucareros, de la penuria ecológica y social que produjeron, concluye su tratado loando ese Brasil de los cañaverales como uno de los grandes logros civilizadores de la humanidad.

Quizás lo que salva a Freyre, lo que favorece su continua reedición, sean más sus dotes de mitólogo que sus argumentos; su habilidad para usar un conjunto de tópicos que se encuentran por todas partes, muchas veces en ambientes deológicos muy opuestos al suyo; esa misma contradicción en la que cae con gusto. Es más fácil condenar a Gilberto Freyre que desprenderse de los modelos descriptivos que él creó o consolidó; es más fácil prescindir de esos modelos para hablar de política y sociología que para hablar de todo lo demás –arte, por ejemplo. Sin citar las creaciones de la izquierda ortodoxa –obras mundialmente identificadas con el Brasil, como las de Jorge Amado o Darcy Ribeiro–, que son fieles a él con excepción de uno o dos adjetivos, hay un aire de familia que permite reconocer sus rasgos en los regionalismos, en los manifiestos herederos de la vanguardia antropofágica, en la verborrea o imagorrea del cine de Glauber Rocha, en todos los barroquismos, de las estatuas de Aleijadinho a los versos tropicalistas, o en las creaciones inspiradas en el collage basal de las favelas. Con la misma prosopopeya que un aristócrata pondría en recitar su linaje monótono, un brasileño de raza enumera el caos de sus genes, del libro que ha escrito o del plato que ha cocinado: abuelos italianos, vocablos tupís, aceites yorubas, humor judío, saudade lusa, saber oriental, ojos azules. Antes o después estará citando a Freyre sin querer.

Ese chapuzón entusiasta en la no-pureza es una revolución copernicana en el ramo de la invención de tradiciones. En lugar de un mito nacional, otro entre tantos, lo que se inventa es esa verdad que todas las otras tradiciones ocultan, a saber la irremediable mezcolanza. No es extraño que seduzca a muchos, especialmente en Europa, con esa ilusión de un paraíso vibrante. Ya hace muchas décadas que Brasil disfruta de una reputación internacional de dos caras. Por un lado, es el infierno de la devastación forestal, de la violación sistemática de los derechos humanos, de la infancia abandonada o prostituida, de las desigualdades abismales y de la violencia urbana. Si los sucesivos gobiernos no se empeñan lo suficiente en debelar esas lacras, hay que reconocer que tampoco se esfuerzan en negarlas, aun en los casos en que cabría por lo menos matizarlas. Puede entenderse: la miseria y la violencia dan sentido a demasiadas cosas, y vistas por su otra cara despiertan una universal simpatía. La sangre indica vida, y el cinismo autenticidad. La hibridez y la hybris brasileñas reformulan en términos positivos esa misma falta de límites que en otros lugares perturba. Brasil, país del futuro fue el título que Stefan Zweig dio a su último libro. Lo había escrito para cumplir un compromiso con Getúlio Vargas, que le había brindado asilo en plena ascensión del nazismo. El título es irónico si se recuerda que el autor se suicidó poco después de su publicación. Más aún si se imagina –Zweig no lo debía estar imaginando– que ese futuro no era el propio futuro brasileño, sino el futuro de todos los demás, en un mundo donde una mezcla salvaje combinada con abismos cavados cada vez más hondo entre unos y otros van haciendo del planeta una versión ampliada del Brasil. Brasil, en cierto sentido, hemos venido a ser todos, y su mito nacional se alimenta de la devaluación de todos los otros credos.

Las sustancias y la avidez

Pero no hay que seguir tratando de esa cosmología brasileña de la mezcla trascendental como si fuese un discurso monótono. Decenas o centenas de manifiestos crecen a la sombra del mito fundacional, o salen del útero de una madre original, oscura y sin nombre. Podríamos diferenciarlos en dos grandes corrientes, llamémoslas esencialista y dialéctica.

El esencialismo, esa palabrota impronunciable, goza de muy buena salud en Brasil gracias a dos series de sustancias de prestigio, la ambiental y la corporal. Contra el intelectualismo que encadena el pensamiento y el arte a una ascesis, se sugiere otro modo de crear abierto a una especie de emanación de la tierra, o a la actividad de los cuerpos. Quédese Descartes en su rincón, aislado del mundo, definiendo sus objetos sólidos, claros y distintos: debe haber otro tipo de cogito más vivo.

Hay pocos países en el mundo donde el rótulo «natural» tenga el prestigio que se le concede en Brasil, y aún menos países donde la identidad nacional se considere tan ligada a la naturaleza de su territorio. Mucho antes de la boga de los ecologismos, el himno nacional brasileño –una curiosa unión de melodía operística y texto culterano que casi nadie entiende– ya cantaba ríos, cielos y flores en lugar de sangres heroicas. El concepto de biodiversidad viene a sumar sus fuerzas a aquella enumeración caótica antes citada: por ser más incontable que cualquier otra, la naturaleza brasileña es la Naturaleza, del mismo modo que el cuerpo brasileño es un Cuerpo, enriquecido por todas las sustancias que componen todos los cuerpos del mundo. El cogito brasileño –qué podría esperarse del país que, como se repite con placer, tiene las mayores reservas de agua del planeta– rechaza lo sólido y lo gaseoso y opta por lo líquido, por todo lo que fluye y empapa, por lo que es al mismo tiempo tangible e inasible. Por ser curva como el agua la arquitectura de Niemeyer –comparable a cualquier arte totalitaria por su oficialidad y sus extensiones encementadas– se hace interpretar como afín a las dulzuras del paisaje y del cuerpo. Ser brasileño es el arte del cuerpo abierto e ilimitado.

El mérito de ese tradicionalismo peculiar está en que, a diferencia de tantos otros apoyados en imágenes ideales del antepasado original, no destiñe cuando ese antepasado se examina con más atención. Oswald de Andrade no sabía demasiado de indios, pero las investigaciones más recientes sobre el universo indígena de las llamadas Tierras Bajas describen cosmologías y sociologías metamórficas, donde el ser se alimenta de alteridad y una aldea minúscula no puede sobrevivir sin la presencia de lo extraño. Los salvajes nunca fueron esos guardianes de la mismidad que alguna vez supusimos, y la vanguardia antropofágica decía la verdad aunque a veces lo hiciese a ciegas. De hecho, su papel en la cultura brasileña ha sido más oracular que programático. Releído con el cuidado suficiente, el Manifiesto Antropofágico tiene mucho aún de nacionalismo romántico, teñido de reivindicación anti-lusa, antiparnasiana, antiacadémica. Su fuerza está en la metáfora del caníbal, que con el tiempo ha venido a decir mucho más de lo previsto.

Mucho más de lo previsto dice Macunaíma, la obra (sería difícil ponerla bajo un rótulo menos vago, aunque sea tan genérico como el de «novela») de Mário de Andrade, el más sólido de los ingenios del modernismo brasileño. Obra literaria casi por accidente, ya que, pese a su densidad verbal, no es difícil imaginarla traducida a un collage de imágenes: fue adaptada con éxito al cine y al teatro, y cabe lamentar que no se haya convertido en ópera. En cualquier caso, no ha envejecido un ápice desde su aparición en 1928. Mário de Andrade confiesa haberla compuesto en pocos días, durante unas vacaciones, y que esta hazaña le fue posible porque copió desvergonzadamente de una miríada de autores. Copió fragmentos de la primera carta del escribano Pero Vaz de Caminha al rey de Portugal sobre el Brasil recién descubierto; copió a historiadores y oradores parlamentarios de la República, proverbios del folclore o de la moderna propaganda, cantigas o preces, y relatos míticos tomados por extenso de obras etnográficas, incluyendo la de Capistrano de Abreu sobre los kaxinawá y sobre todo De Roraima al Orinoco , de Theodor Koch-Grünberg, de donde procede el nombre del protagonista: Macunaíma, un trickster , un pícaro, un caradura, un malandro. Técnicamente, el héroe brasileño – «pai da nossa gente» – nace fuera del Brasil, o al menos en un lugar fronterizo difícil de situar. No podía ser de otro modo. Macunaíma cambia de color, de lenguaje o de nacionalidad de una página a otra. Es el hombre con todos los atributos y sin ningún carácter. Mário de Andrade puso al servicio de la creación artística los recursos que Lévi-Strauss (huésped a veces molesto durante su estancia en el Brasil en los años treinta, cuando Andrade era Secretario de Cultura del gobierno de São Paulo) definió muchos años después como propios de la creación mítica: el bricolaje, la variación en principio arbitraria que acaba iluminando el camino que abrió a ciegas. Hecho de pedazos, el personaje de Andrade tiene una vitalidad que le falta al monstruo de Frankenstein –esa víctima melancólica de una civilización que cree en la unidad del ser. Y Macunaíma, ese héroe sin posibilidad de estatua, pasó a ser pasto de exegetas, a simbolizar el país, su gente, sus taras, su pereza o su hiperactividad, demostrando que una rapsodia salvaje puede usarse como Biblia.

Hay una línea directa que lleva de ese héroe paródico al Tropicalismo de los años sesenta, cuyos artífices responden aún por la mayor parte de la producción cultural brasileña conocida hoy día en Europa. A diferencia de los movimientos europeos de la misma generación, animados por una mirada hostil hacia los predecesores, recoge las herencias con el mismo desempacho con que absorbe las importaciones. En el Tropicalismo hay una alusión directa a las doctrinas de Freyre (propugnador de algo que él quería llamar «ciencia tropical»), y ciertamente a los argumentos antropófagos de los Andrades. Pero surge en una década en que los mitos nacionales ya están bien establecidos y la Antropofagia puede ejercerse sin coartadas, poniendo guitarras eléctricas para tocar las viejas melodías (un escándalo en su momento para los doctrinarios de la cultura popular), o fundiendo (bastante antes de que ese proceso se tornase una rutina) fragmentos musicales de toda procedencia. Entre las vanguardias del siglo XX, el Tropicalismo ha tenido el mérito de ser una de las pocas, si no la única, que ha unido argumentos sofisticados y producción de consumo masivo, y que se ha permitido un reciclaje continuo de lo kitsch, de lo camp o de la lisa y llana basura contemporánea. Todo el aparato de contestación que sus exponentes desplegaban en plena dictadura militar –disidencia política y sexual, carnavalización, reivindicación de lo negro y de lo popular– no era incompatible, a largo plazo, con una especie de conservadurismo a la brasileña que, asumiendo simultáneamente una inmensa variedad de expresiones, descarta esa sensación de cambio que se produce cuando panoramas restringidos se suceden rápidamente. Noel Rosa o Pixinguinha, contemporáneos de Quintero, León y Quiroga o de Agustín Lara, están vivos en la música popular; los tropicalistas volvieron a ellos mientras divagaban por la música electrónica o el reggae, y raro será el cantante de rock que antes o después no se decida a hacerlo a su vez. El Tropicalismo tiene un valor crítico para esa persistencia de la que viene hablando este artículo, porque aparece en un momento en que el mundo –y Brasil no menos que cualquier otro lugar– está ya abierto a la inmensa máquina de la industria norteamericana, capaz de cubrir el planeta con un espeso esmalte cultural de sabor y color homogéneo. En el caso de Brasil, no parece que haya sido así: el viejo caníbal ha salido del embate quizás más gordo e intoxicado, pero tan caníbal como siempre.

¿Por qué el arte brasileño es brasileño?

Claro está que el relato del mestizaje no puede resumir el arte brasileño, un universo cosmopolita en que sería difícil notar la falta de cualquiera de los movimientos artísticos del siglo, del realismo socialista al art brut, donde tienen lugar todos los ismos, neoismos y post-ismos. Hace mucho que el arte brasileño dejó de alimentarse de mulatas, retirantes nordestinos y jangadeiros atléticos.

Pero ese máximo denominador común que estoy describiendo no se limita a un acervo de motivos, o de estilos. Es una interpretatio brasiliana , un tipo de ortodoxia más difícil de eludir que cualquier academicismo, y que puede sobrevivir latentemente durante toda la trayectoria de un artista, para resurgir cuando por fin la obra de arte se consagra y tiene que ser argumentada ante un público amplio. En otras palabras, el mito del mestizaje reaparece de muchos modos. Para empezar, en la propia exhaustividad, en el gusto de no renunciar a ninguna tendencia y a ninguna vanguardia. También, por otro lado, en la suspicacia dirigida contra las fronteras clasificatorias; en el valor dado a los cruzamientos de géneros o técnicas, entre lo erudito y lo popular, lo utilitario y lo fútil.

No es raro que el impulso original de la creación surja como rechazo de todo ese abigarramiento. Es difícil imaginar un arte más austero que el del concretismo, una de las vanguardias brasileñas más influyentes de la segunda mitad del pasado siglo. Pero el propio concretismo predicaba la fusión de imagen y palabra a través de la tipografía en poemas-pintura o en pinturas-poema. Con un pie en la revolución de la lingüística contemporánea, los concretistas se dedicaron intensamente a la traducción ( transcriação, en sus términos) de obras poéticas, y, quizás inesperadamente, establecieron una colaboración fértil con el tropicalismo, lo que equivale a una deglución de Mondrian por los espíritus de Rubens o Hals.

En cualquier otro lugar, la inserción en una tradición nacional deberá ser explícitamente afirmada en la obra, y dará lugar a un segmento tradicionalista dentro de un conjunto mayor que no lo es; rótulos como arquitectura española de los años 90 o pintura alemana del siglo XXI serán recursos de curadores poco imaginativos para dar límites a sus exposiciones, que sólo adquirirán su sentido en el seno de un discurso sobre la postmodernidad o el desasosiego fáustico de las vanguardias. Quizá en ningún otro caso la heterogeneidad inevitable de un rótulo de ese tipo podrá ser reinterpretada como marca nacional. Lo que define el arte brasileño es nada más que eso. O nada menos que eso: es brasileño.

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