Revista de Occidente

El lenguaje de la democracia ¿Crisis conceptual o crisis de sistema?

por Juan Francisco Fuentes y Javier Fernández Sebastián

Revista de Occidente nº 322, Marzo 2008

La parte más decisiva del vocabulario se ha hecho inservible, porque sus vocablos están demasiado cargados de sentidos anticuados, cadavéricos, y no corresponden ni a nuestras ideas, ni a nuestra sensibilidad (...). La lengua padece arterioesclerosis, síntomas de vejez de una civilización.

J. ORTEGA y GASSET : «Individuo y organización» (1953), OC, IX, 677-678.

La democracia: el mito del fracaso

El tema de la crisis de la democracia es probablemente el mayor déjà vu de la historia política del mundo contemporáneo. Por centrarnos sólo en el siglo XX, el debate sobre el irreversible descrédito social del sistema democrático y su inminente colapso se remonta al arranque mismo del siglo, que continúa y amplifica la herencia iconoclasta, en el terreno político y en cualquier otro, del finde-siècle europeo. Expresión de esa crisis general del liberalismo y la democracia fueron, en el caso español, las continuas diatribas que, a caballo entre los siglos XIX y XX, lanzaron políticos y, sobre todo, intelectuales de la época contra la «inmunda democracia» (Ganivet), el «absolutismo del número» (Baroja), la «dictadura del número» y la «analfabetocracia» (Unamuno). Desde una perspectiva intelectual y generacional muy alejada del tremendismo practicado por los hombres del 98, Fernando de los Ríos dedicaría a La crisis actual de la democracia su conferencia inaugural del curso académico 1917-1918 en la Universidad de Granada, pocos meses después, por tanto, de que el presidente norteamericanoWoodrow Wilson anunciara la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial con el propósito de luchar por la causa de la democracia y de la seguridad en el mundo, dos valores que iban necesariamente entrelazados («the world must be made safer by democracy ») . Las cosas, como se ve, parecían muy distintas según se contemplaran desde Estados Unidos o desde Europa, probablemente por la tesitura diametralmente opuesta en que se encontraban Europa y América en 1917, pero también porque, como advirtió Tocqueville casi un siglo antes, el concepto de democracia tenía un significado muy distinto a uno y otro lado del Atlántico. En el Viejo Continente, un amplio sector de las elites intelectuales y gobernantes pasó, casi sin solución de continuidad, de rechazar la democracia como una peligrosa perversión del liberalismo, una especie de desviación radical del régimen parlamentario, a augurarle una crisis irreversible con el cambio de siglo, que señalaría el final de su ciclo histórico. Es como si hubiera pasado su hora antes incluso de ponerla a prueba como forma de gobierno. En Estados Unidos, por el contrario, la democracia fue considerada desde una fecha relativamente temprana como una parte irrenunciable de la identidad nacional.

Aunque el siglo XX acuñó los términos fascismo, bolchevismo y totalitarismo –este último, tal vez el ismo político más importante de los últimos tiempos–, el balance final al completar su recorrido permitiría calificarlo como el siglo de la democracia, al hacerse finalmente realidad –así lo pareció al menos en los años noventa– el ideal wilsoniano de un mundo más seguro y más democrático. Fue otro presidente norteamericano, Bill Clinton, quien certificó, en el discurso inaugural de su segundo mandato, el final del largo ciclo histórico –mucho más largo de lo que el presidente Wilson podía imaginar– que corresponde a aquel compromiso por la seguridad y la democracia en el mundo: «Por primera vez en toda la historia», declaró el presidente Clinton en enero de 1997, «es mayoría en nuestro planeta la gente que vive en democracia frente a los que viven bajo una dictadura». Nadie lo hubiera dicho durante la mayor parte del siglo, ni siquiera después de que la Primera GuerraMundial concluyera con la victoria de las democracias occidentales y la derrota de las autocracias centroeuropeas. La decadencia de la democracia y el liberalismo se convirtió en un lugar común en el mundo de entreguerras y en principal fuente de legitimidad de sus enemigos, el fascismo y el comunismo, cuyo prestigio político se construyó sobre la certeza de que la civilización liberal, incapaz de resistir los desafíos del nuevo siglo, era cosa del pasado. De ahí que el rechazo al liberalismo fuera una de las señas de identidad de las nuevas generaciones de entreguerras: «Un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa, menos tener viejas ideas liberales», dirá en 1927 el escritor español César Arconada, pocos años antes de hacerse comunista. «El liberalismo ha pasado a la Historia», había afirmado a su vez el diario católico El Debate ( 18-XI-19 22), reciente aún el encumbramiento de Mussolini como primer ministro italiano. Periódicos, intelectuales y políticos de casi todo el arco ideológico hubiesen podido compartir las palabras de El Debate . El caso español se inscribía en un gran debate internacional sobre la vigencia de la democracia, que produjo, entre otras obras del mismo tenor, el libro Democracy in Crisis, publicado en 1933 por el dirigente laborista británico Harold Laski.

Ni siquiera Estados Unidos quedó a salvo de un cuestionamiento general de la viabilidad de la democracia en aquellas circunstancias. Aunque la era Roosevelt, al contrario de lo que ocurrió en Europa, aportó al sistema democrático una inyección de popularidad y legitimidad, no faltaron voces discordantes que recordaban el sesgo apocalíptico que el debate empezaba a tener al otro lado del Atlántico. Escritores norteamericanos de los años treinta coincidieron en un diagnóstico similar: «El rechazo a la democracia», afirmaba en 1934 Ralph Perry, «se considera hoy en día una prueba de inteligencia superior»; «la bancarrota moral e intelectual del liberalismo en nuestro tiempo», escribió aquel mismo año Nathaniel Peffer, «no requiere demostración»; «intentar defender la democracia en estos días», llegó a decir por entonces George Boas, «es un poco como defender el paganismo en el año 313 o el derecho divino de los reyes en 1793»; «la democracia política», en opinión de Roger Baldwin, se encontraba «en bancarrota en todo el mundo»; por último, Will Durant se preguntaba por qué su prestigio había caído en picado en todas partes desde los tiempos gloriosos del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, incluso en Estados Unidos, «templo y ciudadela de la democracia» (todas las citas en Schlesinger, 2003, 646).

Es muy probable que los años treinta registren el punto más bajo de la confianza en el sistema democrático de todo el siglo XX. Pero la llegada de tiempos mejores tras la Segunda Guerra Mundial, aunque insufló una fe renovada en las instituciones democráticas, reforzadas por esa nueva fuente de legitimidad social que era el Estado de bienestar, no despejó del todo las dudas sobre su capacidad para afrontar los desafíos de la posguerra y, en particular, de la guerra fría. En 1952, en una coyuntura que en nada se parecía al cambio de siglo o a la crisis de entreguerras, el Hoover Institute se hacía eco, en una obra titulada Symbols of Democracy, de los interrogantes que planteaba la salud de la democracia y que hacían ineludible evaluar su vigencia y popularidad en aquel momento. ¿No sería todo fruto de un malentendido, provocado por un «candoroso mito decimonónico»: que en el «libre mercado de las ideas» la verdad siempre resplandece? Aunque formuladas retóricamente por los autores del trabajo, convencidos de que la democracia gozaba, pese a todo, de buena salud, estas preguntas reflejaban un estado de opinión adverso que parece haberla acompañado incluso en sus momentos más boyantes.

Veinte años después, el mundo occidental se debatía en torno a las mismas dudas. El tema dio lugar a un Report on the Governability of Democracies encargado por la Comisión Trilateral a M. Crozier, S. Huntington y J.Watanuki, que en 1975 publicaron el resultado de sus investigaciones bajo el título The Crisis of Democracy. Cierto que en el cuarto de siglo que siguió a la Segunda Guerra Mundial la democracia pareció vivir una auténtica edad de oro, pero ya en los años sesenta –afirman los autores– empezó a gestarse un cambio de tendencia –«el desarrollo de una democracia anómica»– que a mediados de la década siguiente llevaría a líderes políticos, columnistas y académicos occidentales a plantearse «cada vez con más urgencia» una posible crisis de la democracia. «En algunos sentidos», leemos en el informe, «el ambiente actual recuerda al de principios de los años veinte». No deja de ser curioso que, muchos años después, uno de los firmantes de este texto, Samuel Huntington, situara a mediados de los setenta el comienzo de lo que él llamó «la tercera ola democratizadora». Su ciclo se inició, según Huntington, en la Europa mediterránea en 1974, con la Revolución de los Claveles en Portugal y las transiciones griega y española, prosiguió en los países del Cono Sur latinoamericano a mediados de los ochenta y, en un rápido movimiento de ida y vuelta entre Europa y América, alcanzó su punto álgido en 1989 al borrar del Este de Europa las dictaduras comunistas del bloque soviético. Poco antes de producirse el derrumbe del comunismo, Norberto Bobbio admitía que la democracia parlamentaria distaba mucho de encontrarse en su mejor momento, aunque apuntaba como un motivo de optimismo que, a diferencia de lo ocurrido tras la Primera Guerra Mundial, ninguna democracia instaurada desde 1945 hubiera sido reemplazada por una dictadura (Bobbio, 1987, 17).

La realidad es que durante el último cuarto del siglo XX, desmintiendo los peores augurios formulados en el transcurso de ese mismo período, se produjo un incremento espectacular en el número de países gobernados por regímenes formalmente democráticos: de unos 40 en 1973 se pasó a 117 en 1995 (Diamond, 1996, 20). Se entiende, pues, el tono triunfal que adoptó en 1997 el presidente Clinton en el discurso inaugural de su segundo mandato, que contrasta de nuevo con las reservas expresadas por historiadores y politólogos incluso en aquel momento de aparente apoteosis de la democracia. «Has Democracy a Future?», se preguntaba Arthur Schlesinger en un artículo publicado a finales de aquel año. Por esas mismas fechas veía la luz el libro The End of Democracy, que contenía las ponencias presentadas en un coloquio sobre la responsabilidad del sistema judicial en la deslegitimación de la democracia, celebrado en 1996 bajo los auspicios de la revista First Things, que desde entonces ha mantenido vivo un debate en torno a los problemas de legitimidad que arrastra el sistema democrático. Aunque abordado en este caso desde la perspectiva neocon que caracteriza a esta publicación norteamericana, el tema de la crisis, el fin o la muerte de la democracia ha acreditado una asombrosa versatilidad, que le permite expresarse en el lenguaje de todas las ideologías, si bien las opiniones más negativas sobre la vigencia de la democracia suelen concentrarse en los dos extremos opuestos del arco ideológico. Resulta difícil, por tanto, no coincidir con Ralf Dahrendorf cuando afirma que la crisis es el estado natural de la democracia, lo que hace casi obligado preguntarnos si no se trata de un falso debate. Verdadero o falso, el hecho es que ha traspasado con suma facilidad el umbral del siglo XXI, en parte –y un poco paradójicamente– por las posibilidades insospechadas que las nuevas tecnologías de la información han abierto a una democratización de la esfera pública, con la proliferación de blogs, chats y periódicos digitales de bajo costo que crean un amplio espacio de participación social particularmente propicio a la difusión de las opiniones antisistema. Tal es uno de los fenómenos que trata Pierre Rosanvallon en su reciente obra La contre-démocratie, que ofrece un perspicaz diagnóstico de la salud histórica de la democracia ya en pleno siglo XXI, aquejada de sus males tradicionales –el problema de la representación y de la legitimidad, por ejemplo–, a los que se añadiría una creciente incapacidad de la política para servir de cauce de participación ciudadana en la resolución de los conflictos sociales. En este escenario, la contrademocracia emergería como un conjunto de alternativas de amplio espectro que irían desde las respuestas que Rosanvallon llama patológicas, como el populismo, hasta los primeros frutos de una alianza en ciernes entre la democracia y la electrónica. Como tales se podrían considerar las posibilidades de renovación del sistema implícitas en fórmulas como el televoto, la ciberdemocracia, la Republic.com y el e-government, las dos últimas como expresión futurista de una utopía cibernética llamada tal vez a regenerar un sistema en declive (Rosanvallon, 2006). Esta sugerente aproximación al problema no despeja del todo, sin embargo, una pregunta previa, que, además de servir de antídoto a cualquier tentación arbitrista, resulta ineludible cuando se conocen los antecedentes del caso: ¿por qué habríamos de creer que, esta vez sí, la democracia se encuentra ante una crisis que amenaza su existencia?

El lenguaje de la democracia, el lenguaje de la modernidad

No deja de ser sintomático que las dos grandes ideologías que desafiaron a la democracia a lo largo del siglo XX , el fascismo y el comunismo, se sintieran inmunes a toda suerte de crisis, consideradas como una manifestación degenerativa de un sistema –el liberalismo político y económico– en plena decadencia. Este ciego voluntarismo histórico, que llevó a una y otra ideologías a rechazar para sí el concepto de crisis, no impidió la estrepitosa desaparición de ambas, e incluso es posible que la precipitara. Tal vez por ello mismo habría que pensar que el carácter aprensivo de la democracia, su sensación de vivir siempre al borde del abismo, le ha permitido aceptar con realismo una especie de ley de hierro de la modernidad que hace de la crisis el lado oscuro del cambio histórico. Por el contrario, rechazar, como hicieron los totalitarismos del siglo XX, la dosis de inseguridad e incertidumbre que conlleva la modernidad es ponerse enfrente de una corriente histórica que, tarde o temprano, acaba arrollando al que se le opone.

En la modernidad y su lenguaje podemos encontrar asimismo una respuesta esclarecedora a la cuestión de si la crisis actual de la democracia es la enésima escenificación del viejo rito del desencanto o la expresión de un real agotamiento del sistema. Para ello nos vamos a basar en un inventario de elaboración propia de los términos más representativos de lo que denominaremos el lenguaje de la democracia, entendiendo por tal el conjunto de términos que sirven para designar a las ideologías, prácticas políticas y económicas, formas de conflictividad social, instituciones y movimientos políticos y sociales que han protagonizado la historia del mundo contemporáneo.

Identificar el lenguaje de la modernidad con el lenguaje de la democracia puede parecer una operación no sólo reduccionista, sino manifiestamente teleológica, que implica hacer de la democracia el objetivo final perseguido por la humanidad a lo largo de la historia contemporánea, concebida, a la manera crociana, como una lucha por la libertad. Algo así como si la modernidad no alcanzara su plenitud hasta adquirir la forma política de la democracia, tras una larga etapa histórica en la que los distintos sistemas e ideologías pugnarían entre sí por alcanzar el bien supremo de la supervivencia histórica. En realidad, desde esa perspectiva darwinista, la experiencia de las dos guerras mundiales y de la guerra fría habría puesto de relieve la inesperada fuerza de la democracia ante unos adversarios que se jactaban de basar su poder en la unidad y en la disciplina. La historia del siglo XX habría desmentido así rotundamente el viejo tópico de la debilidad del régimen liberal, imputable a la inconsistencia de la libertad y el pluralismo como base de sustentación de sus instituciones.

Todo lo dicho comporta, como se ve, riesgos que es necesario asumir si se quiere abordar la historia conceptual del mundo contemporáneo como un proceso internamente articulado, a lo largo del cual se irían produciendo descartes e innovaciones terminológicas a medida que el cambio histórico lo hiciera necesario. Por lo demás, la equiparación que hemos establecido tiene un sólido argumento en el hecho de que la representación lingüística de la modernidad sólo puede producirse plenamente en un marco de libertad política. En los sistemas totalitarios, por el contrario, el lenguaje desempeña una función constrictiva sobre la historia, que llega al extremo de abolir, haciéndolos desaparecer del vocabulario oficial, los elementos de la realidad que se muestran refractarios a su proyecto histórico. De ahí se derivan dos circunstancias que serían fácilmente verificables en una historia comparada de los lenguajes políticos contemporáneos: 1) El carácter globalizador del lenguaje democrático, capaz de incluir –e incluso de producir–, como le reprochó en su día Marcuse, el lenguaje del otro, frente a la naturaleza excluyente de los lenguajes totalitarios, lo que confiere al primero una representatividad y una versatilidad de la que los segundos necesariamente carecen; y 2) Que los préstamos léxicos y conceptuales entre ambos lenguajes se producen siempre en la misma dirección: es el totalitarismo el que, a veces muy a su pesar, toma del acervo conceptual creado por la Ilustración y el liberalismo términos insoslayables para traducir en palabras el mundo moderno – revolución, parlamento, sindicato, partido, capitalismo ...–, aunque sea para dar a estos términos otro sentido o para declarar históricamente extinguida la realidad que representan – opinión pública, huelga, clases, lucha de clases .... Dicho de otra forma: como corresponde al carácter teleológico de las filosofías de la historia que la subtienden, la modernidad requiere ser expresada en un régimen de libertad que permita reflejar, en vez de negar, su dinamismo interno y su conflictividad. De ahí el lugar central que la tríada progreso/ cambio/crisis ocupa en una tradición conceptual que viene de la Ilustración y desemboca en la democracia, devenida de esta forma mucho más que un sistema político: algo así como la Weltanschauung de un mundo moderno que se representa metafóricamente a sí mismo bajo la imagen de una marcha histórica ascendente, no exenta de traumas, en pos de una meta que incluye el cumplimiento del ideal democrático.

Para calibrar la edad y la vigencia de nuestro lenguaje social y político hemos recogido en un cuadro, dividido a su vez en cinco bloques cronológicos, algunos de los principales términos que constituyen nuestro universo conceptual (véase Cuadro adjunto). El resultado viene a ser un árbol genealógico un tanto singular, pues si, por una parte, permite esbozar una aproximación a las distintas oleadas generacionales que han ido creando el lenguaje de la modernidad, por otro, nos muestra el carácter acumulativo que tiene la historia conceptual, como si las generaciones de conceptos pudieran sobrevivirse a sí mismas. Bien es cierto que, como se verá más adelante, la incorporación a algunos términos de prefijos de carácter temporal – neoconservadurismo, neoliberalismo, postmodernidad, etc.– puede considerarse un síntoma inequívoco de su agotamiento histórico, subsanado mediante una forma de procreación inducida que haría, por ejemplo, del neoliberalismo un hijo tardío, y en cierta manera espurio, del liberalismo. Nuestro cuadro requiere además otras explicaciones y cautelas. Se ha dividido en cinco bloques cronológicos de cincuenta años, que dan margen suficiente para situar cada voz en su lugar, pues nuestro conocimiento de la fecha de aparición de los términos oscila notablemente según los casos: se tiene una fundada certeza del nacimiento de totalitario –adjetivo– (1923), liberalismo (1811), Estado de bienestar/Welfare state (1942), tercer mundo (1952) , intelectual (c. 1897), socialismo (c. 1830), fascismo (c. 1919), genocidio (1944) o clase política (c. 1923).

El nivel de precisión es menor, en cambio, en voces como federalismo, derechos humanos, terrorismo o clase media, pero sabemos lo suficiente sobre su origen como para situarlas en la segunda mitad del siglo XVIII . El criterio establecido para fijar la fecha de nacimiento de un término es su incorporación a cualquiera de las lenguas occidentales, a partir de la cual su irradiación a las demás será, en general, cuestión de muy poco tiempo, pues el lenguaje de la modernidad fue, desde sus orígenes, un lenguaje muy internacional –hoy diríamos muy globalizado. Por último, hay que advertir que esta forma de diseccionar el cambio conceptual, convertido en un registro cronológico de neologismos, no excluye otras vías de aproximación, como puede serlo el estudio de la mutación semántica de un mismo término a lo largo de este período. Voces como Estado, libertad, igualdad, derecho, nación o la propia democracia han experimentado en los dos últimos siglos profundas transformaciones que han afectado radicalmente a su contenido, pero no a su morfología. Por no hablar del distinto significado que tenía en su origen la voz terrorismo y el que ha acabado adquiriendo con el paso del tiempo. La estrategia adoptada consiste, pues, en otorgar al neologismo un valor preeminente en el desarrollo del lenguaje político contemporáneo, a sabiendas de que hay otras manifestaciones de este último que no son fácilmente objetivables.

El inventario realizado, según queda recogido en el cuadro y en el gráfico adjuntos, nos muestra las grandes oleadas conceptuales a partir de las cuales se ha ido construyendo nuestro lenguaje político y social. El corpus está formado por términos que, cualquiera que sea su antigüedad, pueden considerarse hoy en día vigentes en distintos grados. No se incluyen, en cambio, aquellos que por representar una realidad social, política o económica definitivamente superada, como absolutismo, Antiguo Régimen o feudalismo, han ido cayendo en desuso desde su aparición y ocupan hoy en día un lugar marginal en nuestra lengua, más bien en el ámbito de la historiografía y las ciencias sociales. Por lo pronto, el cuadro y el gráfico confirman hasta qué punto el actual lenguaje de la democracia es tributario del universo conceptual creado por la Ilustración y el primer liberalismo entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX. Esta primera observación se funda no sólo en el número de términos hoy en día vigentes en nuestro vocabulario, sino también en su importancia cualitativa: la mayoría de los ismos que representan las ideologías o los sistemas sociales y económicos que han protagonizado la historia del mundo contemporáneo y que constituyen todavía nuestros grandes conceptos de referencia – liberalismo, republicanismo, socialismo, comunismo, conservadurismo, federalismo, anarquismo o capitalismo – nacieron entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Es la constatación empírica de la teoría del Sattelzeit de Reinhart Koselleck, que situó en aquel período una transición histórica, a caballo entre dos épocas –así podría traducirse libremente el término alemán–, marcada por una gran ruptura conceptual que habría fijado las grandes líneas de la constitución semántica de la política moderna. No es cuestión de entrar en la polémica sobre el orden de los factores: si fue esta última la que posibilitó el advenimiento de la modernidad o los cambios en las estructuras materiales los que provocaron la aparición de un nuevo lenguaje. El hecho es que en la segunda mitad del siglo XVIII la humanidad empezó a hablar políticamente en otro idioma, que es en gran parte todavía el nuestro.

Pero la teoría de Koselleck requiere, a la vista de nuestro gráfico, algunas matizaciones. Medido en número de neologismos –una variable que no agota el fenómeno del cambio conceptual, pero que lo representa bastante bien–, el Sattelzeit habría tenido una dimensión más modesta de lo que se había supuesto. Cierto que la Ilustración y el liberalismo crearon un buen número de los conceptos clave del mundo contemporáneo, pero la producción de nuevos conceptos continuó en el transcurso del siglo XIX, si acaso con una leve caída, como puede apreciarse en el gráfico, entre la primera y la segunda mitad del Ochocientos. De la evolución del gráfico en sus tres primeras columnas (1750-1900) se desprende, en todo caso, que el incesante dinamismo del siglo XIX se tradujo en una constante demanda de nuevas voces para designar las nuevas realidades, pero así como el siglo registra una clara aceleración del tiempo histórico en la transformación de la realidad material, en el plano conceptual se aprecia una cierta ralentización en el ritmo de producción de nuevos términos. De esta divergencia en la evolución del siglo, al coincidir la aceleración del cambio social, político e institucional con la desaceleración del cambio conceptual, cabría deducir que este último se encontraba en una fase más avanzada que el primero, probablemente porque, como creía Koselleck, fue en gran medida la temprana brecha entre experiencias y expectativas, y, en ese sentido, la revolución operada en el plano lingüístico en la segunda mitad del siglo XVIII la que hizo posible las transformaciones sociales, políticas y económicas que dieron origen al mundo contemporáneo.

Lo que muestra nuestro gráfico respecto a la continuación de este proceso a lo largo del siglo XX llama la atención por partida doble. El panorama político-lingüístico de la pasada centuria tiene, como en el resto de sus manifestaciones históricas, una clara línea divisoria en 1945, que la divide prácticamente en dos mitades. En la primera de ellas, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, se registraría una cierta intensificación del cambio conceptual medido en la aparición de nuevos neologismos, tras la leve tendencia a la baja que registra el siglo anterior. La segunda mitad del siglo, por el contrario, sorprende por la existencia de un vacío conceptual casi completo, sólo matizado por la aparición de los términos tercer mundo , globalización, ecologismo y multiculturalismo, el primero de ellos acuñado por el demógrafo francés Alfred Sauvy en 1952. Globalización y ecologismo surgieron en los años sesenta, mientras que multiculturalismo, aunque usado ya en los ochenta, como se verá más adelante, empieza a cobrar verdadera importancia en la década de los noventa. El llamativo contraste entre las dos mitades del siglo daría lugar a una primera consideración: mientras el período 1900-1950 fue escenario de una amplia puesta al día del lenguaje de la modernidad, un nuevo Sattelzeit que incorporó las nuevas realidades generadas por la sociedad de masas, el triunfo de la revolución bolchevique y el auge de los totalitarismos, la etapa subsiguiente muestra una sorprendente pérdida de creatividad conceptual.

Este hecho es tanto más chocante cuanto que, desde cualquier otro punto de vista, se trata de un período de fuerte aceleración histórica, de la que, sin embargo, habría quedado descolgado un utillaje conceptual apenas renovado en las últimas décadas. Se podría objetar que la guerra fría como principal vector histórico de la segunda mitad del siglo produjo un lenguaje propio, verdaderamente exuberante en su abundancia y plasticidad, que en gran medida articuló la representación lingüística del mundo durante varias décadas. Es más: si damos por buena la tesis de Th. Frank y E. Weisband sobre el protagonismo de las «estrategias verbales» en la política de las dos superpotencias durante la guerra fría, podría llegarse a la conclusión de que durante este período el lenguaje llegó a sustituir a la realidad ( Word Politics. Verbal Strategy among the Superpowers, Oxford University Press, Oxford, 1971). Como conflicto virtual que fue, articulado en torno al efecto disuasorio del «equilibrio del terror», la «guerra verbal» permitía representar –y en cierta forma sublimar– un conflicto extremo que, precisamente por serlo, en el terreno militar daba lugar a un permanente acto fallido. De ahí la frontera sumamente borrosa que en el lenguaje de la época existe entre la realidad y la ficción, con la posibilidad incluso de que las metáforas se acabaran convirtiendo en elementos tangibles de la propia realidad, como ocurrió con el telón de acero y el Muro de Berlín, y de que la narración literaria y cinematográfica llegaran a dar nombre –la guerra de las galaxias , por ejemplo– a episodios y situaciones de la historia real.

La profusa terminología puesta en circulación por los dos bloques no pasaba de ser, sin embargo, un argot circunstancial, una mezcla de símiles y chascarrillos de carácter militar, diplomático y tecnológico, sin apenas posibilidad de perdurar más allá del conflicto mismo. Era un lenguaje muy fértil en metáforas y alegorías – telón de acero, países satélites, efecto dominó, deshielo, guerra de las galaxias, teléfono rojo –, pero que carecía, tal vez por ello mismo, de un verdadero contenido conceptual. No se puede decir, en conclusión, que la exuberante jerga político-militar de la guerra fría pudiera llenar ese inmenso hueco que registra nuestro gráfico. Si damos por buena la realidad que en él aparece reflejada –el descenso radical, a partir de 1950, en el número de neologismos–, ¿podría pensarse que, simplemente, tal vacío se debe a la falta de demanda de nuevos términos y a que las necesidades conceptuales de nuestro tiempo están suficientemente cubiertas con la terminología heredada de etapas anteriores?

Tiempo de prefijos

«The New Old “New”: Modernity/Post-modernity/Post-Post-Modernity». Tal es el enunciado del call for papers lanzado en octubre de 2001 por el Williams College (Massachusetts, EEUU) con vistas a la celebración de un coloquio sobre el significado de los conceptos de «nuevo», «moderno» y «postmoderno» en la teoría y la crítica literarias a principios del siglo XXI . El título de este coloquio es sintomático, por un lado, de la extrema vulnerabilidad al paso del tiempo de los conceptos asociados a lo «nuevo» y lo «moderno » y, por otro, de la aparente (y dudosa) utilidad de prefijos y adjetivos para poner al día una palabra envejecida, modernidad , por ejemplo. La incesante proliferación de «nuevas» expresiones construidas a partir de la incorporación de un prefijo a un viejo término es una buena prueba del agotamiento de nuestro lenguaje social y político, porque muestra la fuerte tensión existente entre la demanda de neologismos que permitan designar las nuevas «realidades» y la incapacidad de la lengua para responder adecuadamente a las necesidades de los tiempos. Es, en suma, una falsa respuesta a un creciente desajuste entre las realidades históricas y su traducción en palabras. Algunos de estos (falsos) nuevos términos son de uso relativamente común. Voces como neoliberalismo, neofascismo, neonazismo, neocapitalismo, postcomunismo, postestructuralismo, postguerra fría, sociedad postindustrial o postmodernidad indican que el concepto matriz ha quedado históricamente superado, pero que al mismo tiempo aspira a sobrevivir a su propia extinción mediante una suerte de «vida póstuma» que lo convierte en otra cosa, sin dejar de ser lo mismo. El prefijo funciona, pues, como una prótesis conceptual que permite rejuvenecer un término al que el paso del tiempo ha dejado muy mermado en sus facultades. Hay tratamientos léxicos aún más sofisticados: la voz neocon, por ejemplo, comporta no sólo el implante de un prefijo que le da una apariencia más actual, sino una especie de lifting que permite eliminar la parte sobrante de su vieja y acartonada morfología, que cobra así un aire lustroso y juvenil. Doble rejuvenecimiento, pues, de un término bicentenario como es conservador , que en su nueva versión queda casi irreconocible, hasta parecer una nueva palabra.

En las últimas décadas las ciencias sociales han demostrado ser una cantera inagotable de estos falsos nuevos conceptos, acuñados especialmente para designar a los actores sociales que han tomado el relevo de las viejas clases que protagonizaron hasta fecha reciente la historia del mundo contemporáneo. Hay amplio acuerdo en considerar que los conceptos de burguesía y clase obrera han perdido buena parte de su vigencia histórica y que constituyen por tanto categorías anacrónicas difícilmente aplicables al mundo actual. Pero ese consenso al declarar superada la vieja nomenclatura social no se ha traducido en una terminología alternativa sobre los nuevos protagonistas colectivos de nuestra realidad social, ya sea como titulares del capital o como representantes del mundo del trabajo. Neologismos como hiperclase (Jacques Attali), infraclase (Manuel Castells) o subclase (Charles Murray) ponen de manifiesto el desafío al que se enfrentan las ciencias sociales a la hora de sustituir las periclitadas categorías heredadas del siglo XIX . Hay fórmulas aún más rebuscadas y por ello más sintomáticas del fracaso de las ciencias sociales en su intento de renovar nuestra terminología social y política. Algunas de ellas recurren sistemáticamente a las definiciones en negativo; así, se acuñan denominaciones que remiten no a lo que las cosas son, sino a lo que ya no son . A finales de los años sesenta, el sociólogo francés André Gorz auguró la aparición de una «no clase de no trabajadores»: ¿cabe mejor ejemplo del «no lenguaje» que se pretende ofrecer como alternativa a nuestro vacío conceptual? Puede que, al final, el problema de fondo no sea la identificación de los nuevos actores sociales de la «sociedad postindustrial», sino un fenómeno de mucho mayor calado, que Alain Touraine ha definido recientemente como «la caída y la desaparición del universo que hemos denominado “social”», la «destrucción de todas las categorías sociales» y, en definitiva, la tendencia de la sociedad a constituirse como una realidad «“no social”, en la que las categorías culturales reemplazan a las categorías sociales» (Touraine, 2005, 14-15).

Problemas, pues, de definición de la nueva sociedad, similares a los que están en el origen de los intentos de redefinir y actualizar el significado del concepto de democracia. El inventario realizado en 1997 por David Collier y Steven Levitsky en su artículo «Democracy with Adjectives» recoge 550 formas distintas de denominar la democracia con ayuda de un adjetivo, de un prefijo e incluso de ambos a la vez (Collier y Levitsky, 1997). Las diversas «estrategias de innovación conceptual», como las llaman los autores, desarrolladas en torno al concepto han dado lugar a una amplia terminología de ocasión, de muy escaso valor, que se mueve por lo general entre lo redundante –«democracia electoral»– y, con mayor frecuencia, lo peyorativo, mediante la incorporación al sustantivo democracia de un adjetivo que implica la singularización, la mutilación, la perversión y en ocasiones hasta la negación del concepto matriz: «democracia de baja intensidad», «democracia elitista», «democracia caudillista», «seudodemocracia», «democracia enferma», «cuasi democracia», «semidemocracia», «democracia de estilo asiático» o «democracia excluyente». Otras fórmulas inventariadas por los autores alcanzan un sorprendente grado de artificiosidad: «democracias putativas», «democracia de facto de un solo partido», «democracias postautoritarias» o «democracia sobreinstitucionalizada ». A la vista de todo ello, se entiende la nostalgia que Giovanni Sartori expresó hace ya años por una «democracia literal o etimológica», en la que la sola palabra bastara para representar el concepto (Sartori, 2003, 29-32).

Al exhaustivo corpus publicado por Collier y Levitsky en 1997 podríamos añadir otras fórmulas de más reciente acuñación. Pierre Rosanvallon ha definido como «democracia postmayoritaria ( sic )» aquella en la que, en el estricto marco parlamentario, aparecen vinculadas soberanía positiva –se supone que expresada a través del sufragio– y soberanía crítica (2006, 162). Jacques Rancière lleva aún más lejos la deconstrucción del concepto: el mundo habría entrado –escribe ya en 1995– en la era de la postdemocracia, término que sería popularizado en la década siguiente por Colin Crouch y Ralf Dahrendorf. Pero, ¿por qué sólo postdemocracia pudiendo llamarla, como Lutz Niethammer, posthistoria ? El postismo se ha convertido así en la piedra filosofal de una nueva epistemología del tiempo presente. Recurriendo a expresiones propias o ajenas, J. Habermas, en una reciente recopilación de entrevistas, artículos y conferencias, describe nuestra era como postideológica y postnacional, atribuye a Nietzsche el origen de un pensamiento postmetafísico –aunque también lo define como neopagano – y califica de postigualitaria la democracia actual (Habermas, 2006). Este tipo de acuñaciones representa, por lo pronto, una manifiesta abdicación del empeño por definir una realidad que, conceptualizada a partir de un simple prefijo temporal – post o neo –, carece de otro contenido aquel que conserve de su estado anterior, más un significado sobrevenido –e inefable– que habría que atribuirle por defecto. En última instancia, la prueba de la insolvencia semántica de los términos así construidos radica en que, puestos unos en relación con otros, la sintaxis histórica resultante –es decir, el significado global de la frase y el tiempo en que se desarrollaría la acción– sería un puro disparate; así, la postdemocracia postmayoritaria podría definirse como el apogeo del neoliberalismo en el marco de una sociedad postindustrial, postnacional y a la postre posthistórica. La inconsistencia de este lenguaje es aún mayor si cabe en aquellos términos, como postdemocracia o sociedad postigualitaria, que implican la superación de un tiempo y de una realidad cuya existencia ponen en duda los artífices de esos mismos neologismos. Podría ocurrir de esta forma que, para algunos impugnadores de la democracia realmente existente, el mundo occidental hubiera pasado de una situación predemocrática a otra postdemocrática sin llegar a atravesar por el estadio intermedio que correspondería a una democracia plena. Así pues, de la deconstrucción de la democracia pasaríamos finalmente a una deconstrucción del propio tiempo histórico, completando de esta forma una serie de descartes conceptuales –lo «no social» y lo «no político» discurriendo en un «no tiempo»– de los que sólo podría resultar un «no lenguaje».

Fin de la historia, ¿fin del lenguaje?

Es muy tentadora, pero, como veremos, completamente equivocada, la hipótesis de que la actual crisis conceptual de la democracia pudiera ser un efecto perverso del fin de la guerra fría, un fenómeno que Francis Fukuyama definió en 1989 como el fin de la historia: privado de la tensión dialéctica entre el capitalismo y el comunismo, el mundo moderno se habría quedado sin argumentos para seguir avanzando. Consecuencia de ello sería un paisaje histórico inmóvil, carente, en palabras del autor, del «paroxismo de violencia ideológica» que marcó la historia contemporánea y, por tanto, del dinamismo imprescindible para seguir produciendo acontecimientos, conflictos y discursos. Según esta interpretación semiparódica del pensamiento hegeliano, de la victoria del liberalismo sobre su adversario histórico surgiría un mundo compacto, sin fisuras ni contrastes, que se habría quedado sin motivos para producir nuevas ideas ni –podríamos añadir– razones para inventar los vocablos necesarios para expresarlas.

En torno a esta posibilidad gira una obra colectiva publicada en 1994 con el título The End of « Isms » ? Reflections on the Fate of Ideological Politics after Communism's Collapse, que contiene un análisis específico de la evolución y vigencia de algunos de los ismos ideológicos más representativos del mundo contemporáneo –unos tal vez en declive, otros, como fundamentalismo , en pleno auge– y que se cierra con un ilustrativo estado de la cuestión sobre el problema debatido por los autores. Aunque las conclusiones, como el propio título de la obra, se formulan en forma de interrogante –«Ideological Politics and the Contemporary World: Have We Seen the Last of “Isms”?»–, el coordinador, A. Shtromas, tiende a responder afirmativamente a la pregunta sobre el fin de los ismos políticos, porque una valoración caso por caso le lleva a la conclusión de que ninguno de ellos –el nacionalismo, el socialismo, el feminismo o el fundamentalismo, por ejemplo– tiene un gran futuro ante sí.

Sin entrar en el juego especulativo al que aboca inevitablemente la teoría del fin de la historia, Pierre Rosanvallon planteó en su lección de ingreso en el Collège de France la importancia que la tensión dialéctica tiene en el funcionamiento del lenguaje de la democracia, constituido en torno a «antinomias estructurantes» que le confieren su fragilidad y al mismo tiempo su dinamismo (Rosanvallon, 2003, 31). De ahí una «crisis permanente del lenguaje político», una especie de principio de «indeterminación democrática» que hace muy difícil traducir en definiciones los conceptos esenciales de la democracia. Pero si esta interpretación sirve para explicar el déjà vu de su crisis histórica –por qué la crisis forma parte de su naturaleza–, no basta en cambio para entender su aparente incapacidad para renovar su lenguaje y poner nombre a las nuevas realidades. El inventario que acompaña a este trabajo y la cita de Ortega y Gasset que lo encabeza parecen indicar que el vacío conceptual arranca de mediados del siglo XX , tras el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la guerra fría. Esta cronología descarta, por tanto, una posible relación causa/efecto entre la caída del comunismo y el «fin del lenguaje» que explicaría la pérdida por el mundo moderno de sus resortes dialécticos, y con ellos de su capacidad para producir ideologías, discursos y conceptos con que representarse a sí mismo y, en cierta forma, contra sí mismo. La hipótesis de que «el fin de la historia» haya traído «el fin del lenguaje» se ve, por tanto, rotundamente desmentida a partir de una aproximación empírica al problema: la crisis conceptual, iniciada a mediados del siglo XX , coincide precisamente con una etapa marcada por el fuerte antagonismo ideológico, característico de la guerra fría, entre el capitalismo y el comunismo.

En cambio, sí hay una concordancia en el tiempo entre el fenómeno que venimos tratando y el supuesto fin de las ideologías, que dio lugar ya en 1960 a un libro de Daniel Bell llamado a hacerse famoso. El tema de la crisis, la muerte o el ocaso de las ideologías puede rastrearse en la filosofía y la sociología occidentales desde mucho antes. Tanto Ortega y Gasset –citado por Bell–, especialmente en La rebelión de las masas, como James Burnham en su The Managerial Revolution (1941) –obra que a su vez llamaría la atención de Ortega– sostienen que la sociedad industrial evoluciona hacia una nueva realidad en la que tenderán a desaparecer las viejas categorías sociales –clases, jerarquías– y las luchas ideológicas que convulsionaron en el pasado al mundo moderno (una idea de clara estirpe saintsimoniana). Los managers, afirma Burnham, habrían sustituido a las elites políticas y empresariales como una falsa clase dirigente común a todos aquellos países, cualquiera que sea su régimen político –fascista, comunista o democrático–, en los que se haya consumado la «revolución de los managers ». El totalitarismo, en opinión de este autor, sería el sistema políticamente amorfo que correspondería a aquellas sociedades desarrolladas que hubieran llegado a ese estadio histórico superior en el que las viejas ideologías son reemplazadas por la pura y simple gestión.

Casi veinte años después, el libro The End of Ideology, on the Exhaustion of Political Ideas in the Fifties de Daniel Bell llevaba hasta sus últimas consecuencias un tema que, como se ve, flotaba desde tiempo atrás en el ambiente. En el marco de una amplia reflexión sobre la sociedad de masas y los fenómenos que le son propios –la burocratización, la tecnocracia, los intelectuales...–, Bell retoma y actualiza el topos orteguiano de la rebelión de las masas y de la deshumanización del mundo moderno, habitado, a su juicio, por «multitudes solitarias en busca de una identidad individual» (Bell, 1960,22). Deshumanización, por un lado, desideologización, por otro, las consecuencias sociales y culturales del capitalismo avanzado y de la sociedad de masas serían patentes ya en los años cincuenta en Estados Unidos, donde en 1956 –señala el autor– los trabajadores de cuello blanco superaron por primera vez a los obreros industriales. Tal vez por ello, las nuevas masas asalariadas habían dejado de hablar «the old language of labor» . La democracia y el capitalismo han evolucionado a lo largo del siglo XX hacia un magma social que hace muy difícil distinguir los elementos que lo integran, salvo por aquello que ya no son («una no clase de no trabajadores»). De esa crisis de las categorías/sujetos sociales se derivarían, por un lado, la crisis de las ideologías que supuestamente corresponderían a sus respectivas visiones del mundo y, por otro, un fenómeno que fue anunciado ya por algunos autores en el período de entreguerras: la evolución del régimen democrático hacia un sistema de competencia atenuada entre catch-all parties sin verdaderos referentes ideológicos. Pese a ello, no hará falta insistir en que la desaparición de los viejos antagonismos de la sociedad industrial, lejos de inaugurar una era sin conflictos y, por consiguiente, «sin historia», ha dado lugar a nuevas formas de conflictividad y muy probablemente a nuevos lenguajes para expresarlas, difíciles, sin embargo, de identificar con nuestros viejos instrumentos de detección de conceptos políticos. ¿Cabría entonces considerar la posibilidad de que estemos asistiendo, sin darnos cuenta, a la emergencia de un nuevo lenguaje, que la sociedad de principios del siglo XXI estaría balbuceando sin que tengamos todavía plena conciencia de ello?

Del lenguaje de los conceptos a la democracia de las emociones

Aunque Jacques Attali publicara ya en 1998 un Diccionario del siglo XXI , todavía hoy parece pronto para aventurar qué voces integrarán un hipotético diccionario político y social del nuevo siglo.

Hay indicios, sin embargo, que apuntan a la existencia de una transición léxica a caballo entre ambas centurias. Veamos, por ejemplo, el caso de globalizacion, tal vez el más representativo de los nuevos términos. Como neologismo inglés sus orígenes se remontan a los años sesenta, pero los dos principales periódicos norteamericanos, TheWashington Post (WP) y The New York Times (NYT) , no lo registran hasta principios de los setenta (1973 y 1974, respectivamente). La explosión del término se produce claramente a mediados de la década de los noventa, coincidiendo con la superación del mundo bipolar de la guerra fría, con la aparente consagración de la democracia parlamentaria como sistema político hegemónico y, tal vez sobre todo, con la gran revolución tecnológica y social que representó Internet. Una aproximación lexicométrica al uso del término inglés globalization por el NYT permite situar con gran precisión su despegue como concepto clave: a mediados de los ochenta registra un primer salto, al pasar de 6 a 34 apariciones entre 1985 y 1986; en los años siguientes fluctúa entre 20 y 50 casos al año y, por fin, entre 1996 y 1997 pasa de 67 casos a 264 (véase Gráfico II).

Los años siguientes registran su consolidación como término clave de la nueva realidad histórica que preside la transición intersecular, en la que se mezclan los cambios económicos y sociales de la nueva era y la importancia de las tecnologías de la información en la creación de la propia realidad y de sus formas de repre sentación. Otras fuentes similares, como el archivo digital del WP o el catálogo online de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, muestran la misma tendencia, de nuevo con un marcado protagonismo del año 1997 en el despegue del término.

Es difícil saber qué elementos del nuevo lenguaje creado o recogido por los medios de comunicación reflejan un verdadero cambio conceptual y llegarán a consolidarse como formas insoslayables de representar la realidad del siglo XXI . El término political correctness puede pertenecer a una jerga situacionista, intrínsecamente insustancial y efímera, o expresar un cambio profundo en la concepción de la democracia, en línea con lo que Rosanvallon llama la democracia postmayoritaria. Frente a una deslegitimación progresiva de los viejos agentes de la soberanía –las mayorías electorales– y la emergencia de las minorías como nueva fuente de legitimidad, el lenguaje de la corrección política sería el lógico correlato de una democracia de las minorías construida en detrimento de las mayorías tradicionales, sospechosas, por el hecho de serlo, de representar la inercia de viejas formas de dominación racial, social o de género. Cualquiera que sea el futuro de esta expresión, el camino que ha trazado hasta ahora la convierte en paradigma de la «nueva» democracia de los noventa: de los dos primeros usos de la locución political correctness por el NYT en 1988 –y sólo uno el año siguiente–se habría pasado a 12 en 1990 y 96 en 1991, para estabilizarse en torno a cien a lo largo de la década. Por último, como expresiones con una creciente importancia en los últimos años, llamadas tal vez a renovar el lenguaje de la democracia, cabe considerar los casos de governance/gobernanza y multiculturalism/mulculturalismo. El primero es un viejo término inglés que mantuvo durante buena parte del siglo XX una presencia marginal en el lenguaje político. Entre 1900 y 1970, governance aparece como máximo siete veces por década en las páginas del NYT. Las décadas de los setenta y los ochenta (32 y 25 apariciones, respectivamente) registran un lento despegue del término, que a partir de 1991 conoce una explosión sin precedentes: 149 casos entre 1991 y 2000 y 194 entre 2001 y 2006. Más reciente es la voz multiculturalism, que aparece por primera vez en 1965 en el WP y en 1971 en el NYT. Su presencia desde entonces en ambos periódicos será muy esporádica, hasta que a principios de los noventa registra un aumento considerable: de ningún caso en 1989 en el WP a 15 en 1990 y 45 en 1995; de 3 casos en 1989 en el NYT a 22 el año siguiente y 79 en 1995.

Si hay una terminología política de los noventa que haya traspasado el umbral del cambio de siglo, parece claro que governance, multiculturalism, political correctness y, sobre todo, globalization constituyen una parte esencial de la misma. Podría añadirse fundamentalism, pues, aunque es muy anterior –lo mismo que governance –, en los últimos años ha adquirido una notoriedad y, hasta cierto punto, un significado que lo convierten en una de las voces clave de la terminología política de comienzos del siglo XXI. Es dudoso, sin embargo, que este pequeño corpus baste para cubrir el déficit conceptual que arrastra la democracia en las últimas décadas. Ulrich Beck se ha referido en distintas ocasiones a los conceptos zombi ( Zombi-Kategorien ) que siguen organizando nuestra percepción del mundo social mucho después de haber agotado su ciclo vital. La proliferación de falsos neologismos creados según el conocido expediente de añadir un prefijo a un viejo término sigue valiendo, pues, como evidencia de un grave problema estructural de la lengua de la democracia, incapaz de responder a la demanda de nuevos términos y nuevos conceptos. Cierto que hay otras formas de renovación conceptual, más allá de la acuñación de neologismos, principalmente, la mutación semántica de términos ya existentes. De ahí lo que Anthony Giddens llamó «shell institutions» o «instituciones caparazón» que, bajo una misma fachada verbal, esconden realidades sustancialmente diferentes, al haber cambiado radicalmente de contenido en el transcurso del tiempo – matrimonio o familia serían un buen ejemplo de ello. La idea misma de democracia ha experimentado en los dos últimos siglos una profunda transformación, que, como no podía ser menos, continúa en el nuevo milenio (Dunn, 2005).

Cada época aporta sus propios argumentos al inacabable relato sobre la crisis de la democracia, de forma que al final cada episodio parece distinto a los anteriores, como aspirando a ser el desenlace definitivo de un viejo relato sin fin. Nuestra percepción actual del fenómeno está fuertemente influenciada por la aceleración del tiempo histórico provocada por el cambio social y tecnológico, que agudiza a su vez la sensación de estancamiento de la realidad política. No es que la democracia no evolucione, sino que la velocidad a la que lo hace es incomparablemente menor, como si la globalización comportara dos tiempos distintos: el tiempo (lento) de las transformaciones políticas y el tiempo (vertiginoso) del cambio tecnológico y social. No se trata, en todo caso, de dos dimensiones estancas, que evolucionan por separado. El siglo XXI parece apuntar, por el contrario, a una irrupción creciente de las nuevas tecnologías en las prácticas sociales y políticas y, como consecuencia de ello, a una paulatina «colonización» del lenguaje político por el de las tecnologías de la comunicación. Esta renovación de la política «desde fuera» no invalida, sin embargo, la sensación de que la democracia carece, por sí misma, de capacidad de respuesta ante los grandes desafíos planteados por la aceleración del tiempo histórico.

La otra causa de la crisis conceptual de la democracia –el estancamiento de su cultura política y con ella de su lenguaje– es una tendencia, patente a lo largo del siglo XX , a sustituir los grandes conceptos políticos como argumentos de legitimación de un régimen o una ideología por las emociones más primarias como factores de movilización social y política. Es la «democracia de las emociones» de la que hablara ya Daniel Bell en 1960 y sobre la que encontraremos una perspicaz y temprana aproximación en la obra clásica que sobre la moderna propaganda política escribió a finales de los años treinta Serge Tchakhotine: Le viol des foules par la propagande politique. El auge de la sociedad de masas en el período de entreguerras y la crisis del régimen parlamentario tradicional se habrían traducido, según este autor, en la sustitución de la raciopropaganda por la sensopropaganda como paradigma de la comunicación política. «La primera», dice Tchakhotine, «actúa por persuasión, por razonamiento; la segunda por sugestión, y esencadena ya sea el miedo, el entusiasmo o el delirio» (1952, 349). Desechando el uso, propio del régimen parlamentario, de argumentos racionales defendidos a través de la palabra, la sensopropaganda recurre a símbolos –colores, gestos, himnos, gritos– que percuten directamente sobre los sentidos y provocan en ellos reflejos condicionados. Todo el sentido de la voluminosa obra de Tchakhotine podría resumirse en una conocida frase deWoody Allen: «Cuando oigo una ópera de Wagner me entran ganas de invadir Polonia».

En la democracia de las emociones el escándalo político ocupa el lugar que corresponde a las ideas. La denuncia de la corrupción, la indignación ante el escándalo y el elogio de la transparencia y de la virtud cívica eclipsan el debate entre diferentes propuestas políticas y proyectos alternativos. Tal es el origen de una ultrarrealidad, como la llama Rosanvallon citando a Marcel Aymé, que cobra vida propia como expresión de una nueva forma de representación política (2006, 48). El problema ya no radica sólo en la representatividad de las instituciones, es decir, en las formas de canalización de la opinión y de la voluntad popular hacia los órganos de deliberación y decisión, sino en el giro histriónico de la democracia, facilitado por su hipertrofia mediática, hacia la pura teatralización de la política. Puede que las tecnologías de la comunicación, responsables en gran medida de ese trueque de conceptos por sensaciones, ofrezcan también nuevos medios y nuevos espacios para la revitalización de la democracia. De momento, es difícil sustraerse a la idea de que, en este tiempo de prefijos y de adjetivos, la sensodemocracia continuará en el siglo XXI las tendencias apuntadas en el siglo precedente.

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