Revista de Occidente

Construcción autobiográfica y exilio: entre la memoria individual y la colectiva

por Enric Bou

Revista de Occidente nº 277, junio 2004

A veces siento que hay una clandestina afinidad entre edades, estaciones y horas que no se manifiesta en el instante pero que emerge lentamente de una memoria que la registró con una tinta simpática que sólo el tiempo saca a la superficie del recuerdo. Juan Benet

Se podría comparar la necesidad y abuso del telefonino (según el neologismo propuesto por Lázaro Carreter) con la escritura en el exilio. Se trata de una escritura dirigida a uno mismo, sin esperanzas de poder publicar (o de poder comunicar), esperando cartas que no llegan, o escribiendo textos (llamadas, mensajes SMS) que son como un SOS público, elaborados con una falta total de discreción o de pudor. Como ha afirmado Luciano di Gregorio: « Da un punto di vista psicológico il telefonino è un regolatore della distanza e un moderatore della separazione, determinata non solo dalla distanza fisica, ma sopratutto da quella più intollerabile di natura sentimentale che nasce dai vissuti di mancanza e di perdita del contatto con l'altro » (Di Gregorio, 35). De un modo semejante es la experiencia del exilio y su expresión literaria, en la doble acepción que ha articulado Claudio Guillén: como superación o de «contra-exilio», o como lamento ovidiano y búsqueda de vías de un retorno imposible, moderando la separación, supliendo la falta o pérdida de contacto con el otro. Y así también la escritura memorialista bajo esas circunstancias. Me interesa aquí introducir una reflexión sobre un aspecto de la condición del exilio (un exilio que considero en su doble acepción de «exilio» y exilio interior») muy directamente relacionada con esta condición de soledad: la interrelación entre memoria personal y colectiva, a partir de cinco obras singulares y complementarias: Vida en claro (1944) de José Moreno Villa, Otoño en Madrid hacia 1950 (1987) de Juan Benet, Los años sin excusa (1975) de Carlos Barral, Autobiografía de Federico Sánchez (1977) de Jorge Semprún y Travesías (1925-1955) (2003) de Jaime Salinas.

Como es sabido casi todos los memorialistas plantean una reflexión teórica sobre sus memorias, en la que leemos las razones profundas de su escritura. José Moreno Villa en Vida en claro se ve en la necesidad de escribir unas memorias para su hijo, como una justificación de la propia vida. Estamos en 1944, en México. Moreno Villa gusta de presentar imágenes que responden a su vida, trazan significados secretos, que él intenta analizar e interpretar, dirigiéndose a este lector ideal que es su propio hijo. En este caso es pertinente recordar una afirmación de Paul Eakin: el yo se expresa a sí mismo mediante las metáforas que él crea y proyecta, y lo conocemos a través de estas metáforas; pero no existió como existe ahora y como es ahora antes de crear sus metáforas. No vemos ni tocamos el yo, pero vemos y tocamos sus metáforas: y así nosotros «conocemos» el yo, actividad o agente, representado en la metáfora y la metaforización (82).

Las memorias de Juan Benet y Carlos Barral coinciden en un desprecio cáustico por la España de posguerra. Certifican una situación de ignominia moral, de desastre colectivo a través de experiencias coincidentes, desde la iniciación sexual en los burdeles hasta la experiencia del servicio militar o las escapadas de verano a Europa. El libro de Benet, Otoño en Madrid hacia 1950 , se caracteriza por ser un irreverente ejercicio de «antimemorias», escritas con una supuesta desgana, sin ningún plan «totalizante», a base de capítulos en apariencia inconexos, escritos por encargo o bajo la presión de amigos. Se concede el lujo de introducir una pista falsa, al presentarlos como «galería de retratos» (13) y de hecho la contemplación seguida de esa galería resulta en la construcción de un soberbio «autorretrato», acercándose a lo que apuntó Michel Beaujour en Miroirs d'encre : «el autorretrato opone la dispersión de lugares a la ausencia de centro y el texto de nadie» (23). En un pasaje del prólogo, Benet liquida este pormenor con una excesiva nonchalance :

Así pues, el resultado es un pequeño volumen de memorias en cierto modo contrapuesto a mi –por el momento vigente– propósito de no escribir nunca unas memorias ni un diario ni cosa parecida. Espero que se me conceda que la brevedad del texto, la dispersión de los personajes y circunstancias y la deliberada voluntad de situar mi persona en el lugar justo –que no ocupa ni mucho menos el centro de los relatos– hacen del conjunto más una galería de retratos, elaborados con mejor o peor mano, que los sincopados fragmentos de unas memorias que, insisto, ciertamente nunca he sentido la menor necesidad de escribir. Y ahí –me digo– está el quid de la cuestión (13).

El engaño es relativo, puesto que a medida que avanzamos en la lectura de estas páginas se afianza progresivamente la convicción de que Benet no cumple con ese «pacto anti autobiográfico». Al contrario, traza un soberbio fresco personal y generacional.

Carlos Barral coincide en parte con el designio de Juan Benet. Es importante recordar la distinción que ha hecho Philipe Lejeune en fecha reciente en Vers une grammaire de l'autographie (2001) al especificar que para escribir una autobiografía el escritor tiene que pasar por un triple proceso: buscar información (inventariar, verificarla, completarla), no actuando como historiador, ya que sólo busca los hechos que afectan a la vida íntima de quien escribe. Ejercer la memoria. Buscar el sentido que tiene su vida, organizándola a partir de una selección de episodios, gente que quiere retratar, etc. Barral, por ejemplo, organiza la primera parte de sus memorias en unos episodios que cubren la diferencia entre la calle y la casa, el problema del lenguaje, la experiencia pedagógica en la universidad, el servicio militar, hasta prepararse a entrar, con muy poco convencimiento, en la vida adulta.

En la «Nota a la cuarta edición» explica el propósito del libro que escribe: «describir del modo menos personal posible el panorama urbano y el medio burgués de mi radicación en los años cuarenta, de mi recuerdo de aquellos “años de penitencia nacional” » (67). Pero en este propósito, que limita con las ciencias sociales, reconoce haber fracasado: «El alma del testigo, minuciosamente educada para la poesía lírica, ha ido invadiendo inexcusablemente el relato, embrollando las digresiones, particularizando la anécdota, y en definitiva, velando con un aliento subjetivo el propósito original.» Puesto que perseguía «el deseo de dar testimonio de una humillación colectiva» (68). Pero esta frustración íntima puede representar un triunfo para el lector. Nos encontramos ante otro soberbio fresco generacional, de grupo restringido. En sus memorias hay un profundo sentido colectivo, de estar retratando a un grupo. En innumerables ocasiones se refiere a una «fratría parlanchina y literaria» (305). Que corresponde muy aproximadamente a lo que algunos han llamado «Escuela de Barcelona ».

Las memorias noveladas de Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez , parten de un particular juego malabarístico. Son unas memorias dobles: de parte de la vida del sujeto «Jorge Semprún » y de buena parte de la vida subversiva y clandestina del nombre de guerra de un miembro del comité central del PCE, «Federico Sánchez». Así se superponen continuamente la visión individual, íntima, de Jorge Semprún, y la colectiva que corresponde a Federico Sánchez.

El problema de la relación entre dos yoes (literarios, en el libro), pero que tienen ambos una vida pública, se resuelve también a partir de la combinación de dos pronombres personales. Escribe «yo» cuando corresponde a Jorge Semprún y «tú» cuando corresponde a Federico Sánchez. En ocasiones acentúa esta escisión esquizofrénica («Acuérdate, me acuerdo» 191). O establece en un lago en Bayona, La Negrésse, el punto que señala la línea divisoria entre los dos yoes, en sus viajes clandestinos a España: «el hito fronterizo de mi vida, el que te separaba a ti mismo de mí. O a mí mismo de ti» (191). Es ésta una memoria que discute los problemas de un escritor desterrado y bilingüe, o sea «bilingüe por desterrado» (296).

Jaime Salinas, por su parte, evoca episodios como la proclamación de la República a partir de los cambios en el «cuarto de la plancha» (24-27), o rememora el último año de la segunda guerra mundial a través de su experiencia en el American Field Service (165-298). Salinas, que fue testigo directo de eventos literarios notables, reduce la evocación de Juan Ramón Jiménez a una anécdota infantil: el enfado del futuro premio Nobel cuando al niño Salinas se le resbaló una taza de chocolate que desparramó su contenido sobre el mantel (23-4).

Estas memorias de exilio y dictadura plantean una cuestión acuciante: ¿hasta qué punto son testimonios de un yo íntimo o se fundan en una experiencia colectiva? ¿Hasta qué punto una tiñe la construcción de la otra? Ha sido Paul Ricoeur quien en un libro reciente, La mémorie, l'histoire, l'oubli (2000), ha planteado una reflexión que me es útil para organizar un sentido de mi presentación. ¿Hasta qué punto la memoria es «individual» o es «colectiva»? ¿Afecta tan sólo a un «yo», «tú», «él», o bien a un «nosotros», «vosotros», «ellos»? La memoria individual toma conciencia de sí misma a partir de un análisis sutil de la experiencia individual de formar parte de un grupo, y sobre la base de las enseñanzas recibidas de los demás. Ricoeur introduce la «memoria colectiva» a través de un argumento negativo: cuando ya no formamos parte de un grupo en la memoria del cual se conservaba un determinado recuerdo, nuestra propia memoria se extingue, por falta de estímulos exteriores.

Así es el caso de las memorias de los exiliados, a partir de la ausencia de una realidad común, la que han dejado atrás en el país de origen. Ricoeur construye también un argumento positivo: una persona sólo recuerda si se sitúa en el punto de vista de uno o más grupos y si se resitúa ( se replace ) en una o más corrientes de pensamiento. Dicho de otro modo: «Uno no recuerda solo». Por lo tanto, concluye: «Nous dirions volontiers que chaque mémoire individuelle est un point de vue sur la mémoire collective, que ce point de vue change selon la place que j'y occupe et que cette place elle-même change selon les relations que j'entretiens avec d'autres milieux» (151). Por todo ello Ricoeur puede afirmar que los recuerdos son personales, individuales, pero necesitan de la colectividad para manifestarse, para realizarse.

Pues bien, el difícil engaste entre el nivel de la memoria individual y el de la colectiva en los escritores en situación de exilio y dictadura es más difícil por diversos motivos. El más obvio es la difícil expresión de la memoria colectiva, puesto que no funcionan los más mínimos mecanismos que condicionan a ésta: desde los que facilitan el funcionamiento de grupos (las tertulias, por ejemplo) a la propia conciencia de grupo que tienen. Faltan revistas que funcionen con unas garantías de continuidad. ¡Qué distancia no hay entre la Revista de Occidente que dejaron en Madrid y las publicaciones provisionales, muy voluntariosas, que encuentran en los caminos del exilio! Algunos epistolarios (el de Salinas-Guillén, por ejemplo) demuestran hasta qué punto la escritura epistolar se convierte en un sustitutivo de un contacto personal directo, y el coro de las máquinas de escribir produce un efecto de gran mesa camilla, al calor de la cual, en parte, se mantiene esta conciencia colectiva.

Otra dificultad puede relacionarse con la presencia de la censura, puesto que dificulta la difusión de información. Lo que crea una precariedad en la fiabilidad de la información. Las vivencias son más individuales, adquieren valor de experiencia colectiva, puesto que falta la sanción de la objetividad de la historia ya que los datos son muy poco fiables. Es un caso extremo de la sospecha de Ricoeur acerca de la fiabilidad de la historia: « nous n'avons pas mieux que le témoinage et la critique du témoinage pour accréditer la répresentation historienne du passé » (364).

Moreno Villa, en la evocación que hace del pasado, establece una notable distancia entre el tiempo de Madrid y el de México, marcando así una clara diferencia entre vida y escritura, vida y muerte. Por ejemplo, habla de la gente que conoció en Madrid como si hubieran muerto: «Parece mentira que hable de la gente como si toda hubiera fenecido, viviendo algunos de ellos aquí en México y viéndolos de vez en cuando. Y es que lo fenecido es el tiempo aquel que ahora evoco. Todo es forzosamente pasado, caído en un abismo además, en el derrumbe histórico de España y acaso de la civilización europea» (149).

En uno de los episodios más originales de estas memorias construye un fresco de época: «También en mí suben y bajan las puntas diamantinas de los recuerdos. Y en las crestas de las ondas internas se entrelazan las luces de Nueva York y las madrileñas. Sé que en este preciso momento, el pintor Juan Echevarría está pintando su enésimo retrato de Baroja, que Ortega está preparando su clase de filosofía o su folletón para El Sol , que Menéndez Pidal redacta su libro La España del Cid ; que Arniches ensaya un sainete; que Manuel Machado entra y sale en la biblioteca del Ayuntamiento, de la cual es Director; que Antonio conversa con “Juan de Mairena”; [...] que Azaña sigue de empleado modesto; pero trabajando en la penumbra su programa político y su Jardín de los frailes ; que García Lorca lee, con ahogos de alegría, su nueva comedia; que los eruditos afinan, que afinan los poetas y los filósofos; que Valle Inclán depura en las tertulias de café la manera más eficaz de contar un esperpento; que Maura dirige una carta a Don Alfonso XIII como de un instructor a un discípulo, que Ors sigue glosando sobre las cúpulas o sobre el sentido ecuménico, que Falla está como embrujado en el piano; en suma, que Madrid hierve, que mis amigos quieren superarse. Todos, todo un enjambre. Hay un rumor renacentista que los mantiene en vilo. ¡Qué maravilla! Durante veinte años he sentido este ritmo emulatorio, y he dicho: Así vale la pena de vivir. Un centenar de personas de primer orden trabajando con la ilusión máxima, a alta presión. ¿Qué más puede pedir un país?» (140-41). Es exactamente este «enjambre» lo que le falta en el exilio. Y es lo que el memorialista reconstruye. Pero es una reconstrucción en la que falta el triple reino de los predecesores, contemporáneos y sucesores (Ricoeur, 514). Se encuentra sólo en México, sin el apoyo de una realidad colectiva, con un presente que de algún modo rechaza.

La tensión entre memoria individual y colectiva es muy aguda en situaciones de exilio y dictadura como las vividas y evocadas por los escritores que me interesan aquí, porque la historia colectiva, la versión oficial de los hechos está bajo sospecha y en continua reescritura. Pero los autores, de forma personal, intentan validar un recuerdo individual, frente a uno colectivo. Como buscando una validez. Juan Benet es un maestro en el presentar por persona interpuesta un sentimiento de época, una sensación muy suya, pero que quizá no se atreve a aceptar como tal. Como en el genial «El Madrid de Eloy», que correspondería con chanza irónica al «París de Baudelaire». El capítulo «Barojiana» está dedicado a la tertulia de Pío Baroja y le sirve para introducir una de las experiencias de los años de la inmediata posguerra: la pérdida de esperanza de una pronta resolución política democrática en España.

Por tratarse de un texto publicado en 1972, todavía bajo los efectos narcóticos de la censura, el recurso a la inmovilidad resulta efectivo para referir el efecto de ósmosis entre una situación exterior –la dictadura– y el mundo cerrado, de tiempo detenido, de los Baroja. «La realidad cotidiana, entre 1945 y 1955, ofrecía tan escasos motivos de estímulo y entusiasmo que se comprende, sin necesidad de recurrir a las simplezas del psicoanálisis, la afición a buscar una cierta amenidad en una zona escatológica de la fantasía que está más cerca del portento que de la causalidad» (24).

Define también en términos de «desencanto» la poca esperanza de cambio político sentida por los contertulios: «En la casa de la calle Alarcón [donde vivía Baroja], para matricularse era condición indispensable vivir en las nubes, porque allí, con el concurso de todo el claustro, se enseñaba a perder toda clase de confianza en el entusiasmo.» Lo ilustra con la respuesta que dio Baroja a un periodista que, ante el pesimismo crónico del entrevistado, intentó hacerle notar algo positivo de su existencia. Respuesta de don Pío: «“En general se encuentra usted bien, ¿no es así?”. “No, señor –fue la terrible respuesta del viejo– en general me encuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal”» (26).

A partir de una anécdota de un profesor de matemáticas que tuvo Benet («Ah, ese dos. Gran número, el dos. Un misterio y, a la vez, una constante. Una de las claves sobre las que se asienta nuestro universo. Sepan ustedes que ese dos viene de uno y uno, por la vía de suma»), puede definir el carácter de la tertulia: «La personalidad de don Pío y la tertulia alrededor de él eran, como el 2, una constante del universo: paradoxal, inmutable y axiomática» (33). Son estas caracterizaciones de la tertulia de Baroja las que le sirven para definir una época inamovible, autárquica, sin esperanza.

Pero más allá del estricto retrato de un mundo literario caduco, mítico y anacrónico, el retrato permite a Benet caracterizar este período de su vida y de su tiempo a partir del anacronismo, el que tiñe el período: «Para mí aquel par de horas en su casa, cada diez o quince días, constituía la única posibilidad de ver con mis ojos un orden que por todas partes veía turbado; del que me habían hablado en mi casa pero que ya no llegaría a compartir ni disfrutar; a falta de una sociedad en la que vivir con cierto gusto, a la que prestar el propio concurso, no quedaba más que la visita devota a las ruinas de la civilización precedente y la participación en la lucha por la que clamaban mi hermano y Cirilo Benítez» (42).

Porque éste es el signo en el recuerdo de los memorialistas que han vivido los años «de penitencia», «sin excusa», de los inicios de la posguerra. En las páginas finales de la primera entrega de sus memorias, Años de penitencia , Barral nos acerca al registro de Benet cuando cuenta la experiencia de un día en Gerona, en que da un paseo a caballo, le sorprende una tormenta muy fuerte, con gran aparato meteorológico, y siente miedo. Percibe entonces la entrada en una etapa distinta de su vida:

Y el escenario era precisamente el que parecía simbolizar aquella imagen obsesiva del paisaje aplastado por la carnosa tormenta: un país que no me gustaba, poblado por gentes feas en general, rencorosas y satisfechas de su mediocridad. Me daba cuenta de que el rasgo nacional del que yo tenía más clara, más indiscutible experiencia era la cobardía moral, precisamente esa repulsiva limitación que ahora yo sentía apoderarse de mí, el eje mismo de lo que estaba pensando. Y a los latidos de la imaginación, el ritmo creciente y casi físicamente sensible de las pesadillas febriles, me iba ganando un odio universal, un vértigo acusatorio que comenzaba por mí y se derramaba a las cosas de alrededor y regresaba a mí y se proyectaba a todos los detalles carcelarios del porvenir inexorable (366-7).

No es un miedo físico ante un peligro, sino un miedo ante el porvenir, a su claudicación ante la «cobardía moral». Lo fascinante es que esta claudicación es leída en términos generacionales, presentada desde una perspectiva colectiva: «Éramos desde hacía mucho tiempo, todo el tiempo para ser exactos, algo muy distinto de lo que habíamos imaginado ser, pero de ahora en adelante ésa sería nuestra condición constante y principal» (369). Esta reflexión marca el final del primer volumen de sus memorias, y condiciona la entrada en la vida adulta.

En un libro reciente, Travesías (1925-1951) , Jaime Salinas ha dibujado un mapa preciso de los caminos de la amistad. Dos cosas sorprenden en las memorias de Jaime Salinas, ahora prosista novel, antes editor de prestigio: la calidad del recuerdo y la sinceridad de la confesión, que un constante toque autoirónico, bien aprendido en su educación hispano-franco-norteamericana, le permite poder abrir las puertas de mundos insospechados. Asimismo, la calidad de la escritura, que le permite un muy entretenido sondeo en las entrañas del recuerdo infantil y juvenil. Destacan, por lo anecdótico, los relatos de su experiencia bélica, durante la segunda guerra mundial, experiencia singular entre los cachorros de su generación. O la iniciación sexual en un país de puritanos, que se cruza con las revelaciones acerca del entorno familiar. Dos deberían haber sido los centros de atención de estas memorias: la información acerca de la vida privada de un gran escritor de la España del siglo XX , como fue Pedro Salinas, contada por su hijo; o la información sobre la aventura editorial (mejor «revolución») que protagonizó Jaime Salinas entre 1955 y 1991. Y de paso un testimonio no contaminado por las comidillas literarias, sobre el grupo de amigos de Barcelona, que abarcaba de Jaime Gil de Biedma a Carlos Barral, pasando por los hermanos Ferraté(r). Aunque apunta revelaciones prometedoras, bien poco sabemos acerca del entorno familiar del poeta de La voz a ti debida . Es notable la distancia entre padre e hijo. Salinas confiesa no haber leído la poesía de su padre hasta muy tarde en su vida. Sí nos informa con lujo de detalles sobre el proceso de rebelión filial. Un proceso normal, pero que en este caso se agrava con la singladura del exilio y el rechazo a una cultura española restringida a un entorno familiar. En el trasfondo se lee un testimonio de primer orden de los años de esplendor del imperio norteamericano.

Se refiere Salinas en varios momentos a un «nostálgico respeto por los tiempos mejores». Bajo esa enigmática fórmula se esconde la desazón de un joven que ha sido desarraigado de un confortable entorno social (el del Madrid republicano) y familiar (las vacaciones veraniegas en la espléndida finca alicantina de Lo Cruz) y que en un ambiente anglosajón, regido por la diosa eficacia y la vana superficialidad, busca un destino. Travesías es una memoria construida a partir de innumerables traslados, viajes en barco (por el Mediterráneo y el Atlántico) y tren (por Europa y Norteamérica). La calidad de la evocación de esos medios de transporte constituye un hito. Y un homenaje entre cariñoso y apasionado, nostálgico, a una época desaparecida; pero también esconde la característica de una existencia en el exilio: de sí mismo y de la familia. A la búsqueda de un núcleo humano, fundado en la amistad, que se anuncia en las últimas páginas.

El texto de Semprún parte de lo individual para proyectarse en lo colectivo. Nos habla de grandes fechas, hechos bien conocidos en una historia de la oposición al franquismo. Y es de hecho su conocimiento de los entresijos de una cronología pública lo que le concede valor (y valentía, por el momento de publicación) documental y literario. Así el pacto autobiográfico está marcado por una total sinceridad, con carácter de ajuste de cuentas, puesto que escribe un «relato o memorial en que no pienso callarme nada» (60) o una «autobiografía política» (239), y afirma que quiere hurgar en el pasado «para poner al descubierto sus heridas purulentas, para cauterizarlas con el hierro al rojo vivo de la memoria» (130), puesto que, afirma, los comunistas odian la memoria verídica (174). Lucha asimismo contra la «desmemoria» de los comunistas, que prefieren no recordar el pasado sino censurarlo (213). Son unas memorias sin casi intimidad en las que los pocos recuerdos de infancia los superpone a la muerte de Franco: de su madre en Santander (269), o del ultimo verano pasado en Lekeitio, antes de la guerra civil (291).

El contraste entre lo individual y lo colectivo se lee en estas memorias a través del análisis de los errores fundamentales del comunismo español entre la clandestinidad y el exilio. Así la crítica del comunismo español no se lee como una historia, empresa que no pretende (75), sino como una crítica de las contradicciones generadas por el monolitismo en los análisis (76) o los excesos del personalismo; en especial se reduce a críticas a la figura de Santiago Carrillo (90, 96, 145, 187), del estalinismo (198) y de los poderes excesivos del secretario general (198). Una persona de sólida educación filosófica como es Semprún no puede observar sin asombro las manipulaciones del pensamiento marxista. En un momento de intenso humorismo propone sustituir el marxismo-leninismo por el marxismo-canalismo (286). Frente a ello defiende una poética personal y vital (expresada en la obra teatral inédita Soledad ): la clandestinidad como «camino hacia la conquista de una verdadera identidad», la «política como destino individual [...] como un arriesgarse y realizarse, tal vez a través de la muerte libremente contemplada». Y la libertad «como factor decisivo de todo compromiso político y existencial» (89).

Moreno Villa escribe unas memorias que son una autojustificación dirigida al hijo. El recuerdo nostálgico de una vida en común le sirve para plantear la reconstrucción y la constatación de lo que ha perdido. Las memorias de Benet parten de un aparente desprecio del género autobiográfico. Pero revelan destellos de un recuerdo individual que se inserta en el fondo colectivo a partir de una causticidad cómica. Benet reconstruye el Madrid de los años de plomo y una memoria personal contra el fondo de un grupo preciso (la tertulia de los Baroja) le sirve para entremezclar lo individual y lo colectivo. En Benet se concreta en una casi-teoría del no cambio, de la inmutabilidad, de una vida en aquellos años cincuenta como en un presente continuo. Y con fuerza afirma que la sociedad española no ha cambiado en cuarenta años a pesar de la opinión de los sociólogos (59). Barral pide perdón –excusas– por haber aceptado rendirse a la imposición moral, familiar, de un tiempo gris. Y no hace sino plantear el destino de una «fratría» singular. Semprún efectúa un patente ajuste de cuentas en un momento crítico, apenas celebradas las primeras elecciones democráticas, con los que considera traidores a unos ideales. Presentando la vida pública de Federico Sánchez no sólo plantea un ajustado recuerdo de una experiencia colectiva que será difícil convertir en «historia», sino que consigue reivindicar su yo privado. Memoria pública de una difícil experiencia personal.

En la lejanía del grupo, en situaciones de exilio o bajo una dictadura, el escritor traza un fondo de memoria individual a partir de los destellos que le facilita la memoria colectiva. Estos autores, como tantos otros en situaciones semejantes, encuentran una vía para la construcción de la autobiografía. A partir de la difícil conciliación entre anécdota individual y experiencia colectiva consiguen una versión de la historia: ambigua y parcial, de intervención y amago. Definitiva. Acentuando las contradicciones de la autobiografía.

OBRAS CITADAS

Barral, Carlos, Años de penitencia. Precedido de dos capítulos inéditos de Memorias de infancia , Barcelona, Tusquets, 1990.

Beaujour, Michel, Miroirs d'encre: rhetorique de l'autoportrait , Paris, Éditions du Seuil, 1980.

Benet, Juan, Otoño en Madrid hacia 1950 , Madrid, Comunidad de Madrid, Consejería de Educación-Visor Libros, 2001.

Eakin, Paul John, Fictions in Autobiography. Studies in the Art of Self-Invention , Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 1985.

Di Gregorio, Luciano, Psicopatologia del cellulare , Franco Angeli. 2003.

Lejeune, Philipe, «Vers une grammaire de l'autobiographie», Genesis 16 (2001), 9-35.

Moreno Villa, José, Vida en claro , México, FCE, 1944.

Moreno Villa, José, Temas de arte. Selección de escritos periodísticos sobre pintura,

escultura, arquitectura y música (1916-1954) , Ed. Humberto Huergo Cardoso, Valencia, Pre-Textos, 2001.

Ricoeur, Paul, La mémorie, l'histoire, l'oubli , París, Éditions du Seuil, 2000.

Salinas, Jaime, Travesías (1925-1955) , XVI Premio Comillas, Barcelona, Tusquets Editores, 2003.

Semprún, Jorge, Autobiografía de Federico Sánchez , Barcelona, Editorial Planeta, 2002.

Semprún, Jorge, Federico Sánchez se despide de ustedes , Barcelona, Tusquets Editores, 1992.

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