Revista de Occidente

El 68 mexicano: nacidos para ser vencidos, no para negociar

por Mario Perniola

Revista de Occidente nº 332, Enero 2009

Tras el Mayo francés, que vio ponerse en huelga espontáneamente a diez millones de personas, y de la invasión soviética de Checoslovaquia en agosto, el tercer acontecimiento que en 1968 conmocionó a la opinión pública mundial fue la matanza de más de trescientos estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de México, ocurrida la tarde del 2 de octubre de aquel año. Esta matanza, en la que perecieron también niños y transeúntes, fue una auténtica emboscada contra una manifestación pacífica, cuidadosamente preparada y ejecutada por las fuerzas combinadas de la policía y del ejército, pocos días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos.

Entre las muchas protestas estudiantiles que aquel año inflamaron el mundo, ésta fue la de consecuencias más trágicas. La periodista italiana Oriana Fallaci, presente en el escenario de la masacre y gravemente herida por una ráfaga de metralleta, describe en un libro la ferocidad gratuita de una carnicería que se prolongó durante cinco horas (Fallaci, 1969). El periodista de L'Espresso Carlo Gregoretti, que llegó al lugar unos días más tarde, comparó el comportamiento de las autoridades mexicanas con un anfitrión que para asegurar el éxito de su fiesta, en vez de mandar a los niños a la cama los asesina (Gregoretti, 1968).

Sin embargo, a pesar del carácter extremo de este acontecimiento, no ha mantenido en los años posteriores una repercusión mediática global, ni ha adquirido un significado simbólico mundial comparable al delMayo francés o el Agosto checoslovaco. Ha quedado encerrado en lo que en un libro famoso Octavio Paz denominara El laberinto de la soledad mexicana (Paz, 1970). Es bastante poco lo que a Europa ha llegado de la vastísima y profunda reflexión que el hecho suscitó en México a través de una imponente producción de ensayos, de grandes obras de documentación histórica, de reportajes, relatos, poemas e incluso una película (Young, 1985). Merece sobre todo mencionarse el libro magistral de Elena

Poniatowska, figura mítica del periodismo mexicano, La noche de Tlatelolco (1971), que constituye el más amplio y articulado informe de la masacre: dando voz a un gran número de personas relacionadas de diversas maneras con este suceso (estudiantes y profesores, fotógrafos y peluqueros, policías y funcionarios, padres e intelectuales...) la autora presenta un cuadro polifónico de gran efecto que supera la distinción entre historia oral y literatura (Poniatowska, 1971).

Diversos regímenes de historicidad

Cuando uno se acerca a esta amplia producción, se da cuenta de que la masacre mexicana ofrece una complejidad y un carácter problemático muy superior al de otros episodios del Sesenta y ocho: plantea interrogantes que desbordan con mucho el ámbito de un suceso de importancia regional y sacan a la luz el carácter enigmático e indescifrable de este año crucial de la historia de la segunda mitad del siglo XX (Perniola, 2008). En la matanza de Tlatelolco (tal es el nombre en lengua nahua del lugar en que se produjo la masacre) se superponen cinco regímenes de historicidad distintos que le confieren un carácter emblemático. Por ello no dudo en considerarlo el hecho más significativo y problemático de aquel año.

Esta superposición de regímenes de temporalidad distintos les parece a algunos autores una característica específica de México. El escritor italiano Emilio Cecchi visitó México a comienzos de los años treinta del siglo XX y recogió en un libro muy perspicaz sus impresiones del país. En su opinión, México provoca un sentido del tiempo distinto del que se tiene en cualquier otro lugar: un tiempo que él define como «austero y cruel», en el que las piedras aztecas, los oros católicos y las figuras del pueblo coexisten en absoluta contemporaneidad e indiferencia mutua (Cecchi, 1932).

No de otro modo Octavio Paz, en El laberinto de la soledad , observa que en determinadas solemnidades celebradas a lo largo del año el tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser aquello que fue originalmente: un presente donde pasado y futuro se reconcilian. Consideraciones análogas se encuentran en el libro de Carlos Fuentes Tiempo mexicano , en el que se subraya la superposición de diferentes experiencias de la temporalidad (Fuentes, 1971).

Se podría argumentar en contra que éste es un fenómeno que se da en todas partes. El historiador Marc Ferro ha sostenido que la mayoría de las personas no viven en la actualidad: mentalidades y estilos de vida pertenecientes a diferentes periodos históricos coexisten en el seno de las mismas poblaciones y hasta dentro de las mismas familias (Ferro, 2007). Desde el punto de vista individual, cada uno de nosotros se mantiene vinculado al modo de pensar y de sentir del periodo de la vida en que se formó u obtuvo mayor fortuna. Sin embargo, existen acontecimientos-matriz que, involucrando simultáneamente a un gran número de personas, son vividos e interpretados de manera profundamente diversa y hasta opuesta.

Los cinco regímenes de historicidad que se superponen en el caso mexicano y le atribuyen un significado de gozne en el panorama de la contestación estudiantil de la época, pueden ser definidos con los adjetivos de premoderno, moderno, archimítico, comunicativo e individualista.

El régimen premoderno

A primera vista, parece que nos encontramos ante una represión desproporcionada: es así como muchas veces, lo mismo en México que en tantos otros países, se han abortado las revueltas de las clases inferiores. Este aspecto premoderno remite a la concepción del Estado como detentador del monopolio de la violencia: la masacre habría constituido una manera ejemplar de castigo frente a lo que ponía en peligro su seguridad. Esto se situaría en el contexto político-militar tradicional del exterminio de los adversarios (Sorensen, 2002). Sin embargo el caso mexicano no es tan sencillo, sobre todo porque ocurre en un país post-revolucionario ; la violencia es aberrantemente ejercida por un gobierno heredero de la revolución y estando vigente la constitución del 5 de febrero de 1917, que instituye una república federal, representativa y popular, basada en la separación de los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), y cuyo primer título trata precisamente de la garantía de los derechos individuales. Además, la revuelta estudiantil, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los demás países, tuvo el apoyo de los profesores de la Universidad y especialmente del rector de la UNAM, Javier Bastos Serra, que se opuso enérgicamente a la ocupación de la ciudad universitaria por parte del ejército producida el 18 de septiembre de 1968, afirmando que «los problemas de los jóvenes sólo pueden resolverse por vía de la educación, jamás por la fuerza, la violencia o la corrupción» (Fuentes, 1971).

El régimen moderno

La segunda interpretación explica Tlatelolco recurriendo al régimen histórico de la modernidad. Los estudiantes habrían sido los portavoces de una modernidad reformista, que veía en los Estados Unidos el modelo de desarrollo económico y social. Sin embargo, lo mismo podríamos dar la vuelta a este paralelismo para que tuviese un significado opuesto: los estudiantes estarían condicionados por el mito de la revolución inconclusa o traicionada, mientras que el poder habría querido ofrecer al mundo con los Juegos Olímpicos la imagen tranquilizadora de un país moderno o semimoderno. Naturalmente todo depende de qué se entienda por «moderno». La tesis que he defendido en varias ocasiones interpreta el Sesenta y ocho como la crisis de la tradición política moderna articulada sobre la estrecha relación entre saber y poder (Perniola, 1980). Dicha tradición política tenía una doble fuente de legitimidad: una de carácter electoral-procedimental, basada en la opinión pública crítica, en los partidos políticos y en las elecciones; otra de carácter administrativo-sustancial, basada en el funcionariado, la ciencia universitaria y las profesiones cultas. Octavio Paz ha defendido que una de las consignas del movimiento estudiantil mexicano era la exigencia de democratización : «Todas las peticiones se resumían en una palabra que fue el eje del movimiento y el secreto de su instantáneo poder de seducción sobre la conciencia popular: democratización » (Paz, 1970). Sin embargo, yo no he encontrado ese eslogan en el libro de Elena Poniatowska, donde en cambio encontramos muchas expresiones de carácter revolucionario y antireformista como «No queremos olimpiadas. Queremos revolución» y otros eslóganes similares a los de la protesta estudiantil de los demás países occidentales. No obstante, es cierto que la Marcha del silencio del 13 de septiembre de 1968 (veinte días antes de la Noche de Tlatelolco ), en la que los manifestantes marcharon con las bocas tapadas con pañuelos, planteó demandas de carácter local como la liberación de los prisioneros políticos, la disolución del cuerpo de granaderos, la destitución de posiciones de mando de algunos policías o la indemnización a los familiares de los muertos en conflictos anteriores (Poniatowska, 1971). La pregunta de si el Sesenta y ocho fue reformista o revolucionario creo que conduce a un callejón sin salida. Las tres perspectivas fundamentales de las culturas políticas de los últimos doscientos años –revolución, restauración y reforma- son ajenas al espíritu del Sesenta y ocho, cuyo significado general tiene poco que ver con la política entendida en sentido moderno (Perniola, 1980). Como explicaré más adelante, el Sesenta y ocho no fue ni utópico ni realista.

El régimen archimítico

Sobre el régimen archimítico de Tlatelolco Octavio Paz escribió páginas desconcertantes y muy controvertidas en el libro Postdata (1970), publicado como continuación de El laberinto de la soledad . Como se sabe, Paz, que en protesta por la matanza del 2 de octubre dimitió como embajador en India, escribió un extenso texto que constituye una especie de psicoanálisis de la modernidad. Paz subraya ante todo la especificidad de la revolución mexicana, que nunca fue dogmática: utilizando otras palabras, de ella se podría decir que careció de una teoría. Aquí introduce un concepto muy importante, el de una otredad , una diferencia mexicana, para cuyo entendimiento las categorías elaboradas por el pensamiento occidental son totalmente inadecuadas: pobreza y riqueza, desarrollo o atraso son conceptos inútiles a la hora de explicar México, regido por actitudes y estructuras inconscientes, supervivencias de un mundo desaparecido que sin embargo siguen manteniéndose secretamente activas y que, precisamente por haber sido reprimidas, regresan al cabo de decenios e incluso de siglos.

Contrariamente a lo que dicen las autorrepresentaciones del Sesenta y ocho, que ponen el énfasis en su absoluta originalidad, para Octavio Paz el Dos de octubre fue la repetición de un hecho ocurrido precisamente en Tlatelolco cuatro siglos antes; la matanza que los españoles llevaron a cabo la noche del 13 de agosto de 1521, y que supuso la caída de la capital mexicana y la derrota definitiva de los aztecas. En otros términos, los que ordenaron la matanza de los estudiantes serían los herederos de la mentalidad azteca. Paz considera la carnicería del 68 como una repetición del arquetipo azteca, profundamente arraigado en el pueblo mexicano, que exige un sacrificio sangriento para poder renovar la solidez del vínculo social. Existiría una continuidad ininterrumpida en la concepción del poder entre los señores aztecas, los virreyes españoles y los presidentes del Partido Revolucionario Institucional: a diferencia del poder personalista de los caudillos hispanoamericanos, en México el poder se manifestaría de modo impersonal, ritual y expiatorio. El régimen de historicidad en que se movieron las autoridades mexicanas pertenecería, no a la modernidad histórica, sino a la temporalidad mítica.

Esta interpretación archimítica es, en efecto, desconcertante: fue objeto de ásperas críticas tanto por parte de los gobernantes, que desde luego no se reconocían en los conquistadores españoles, como de los manifestantes, que tampoco se reconocían en los aztecas convertidos en víctimas sacrificiales. El libro fue tachado de «antimexicano» y el presidente Gustavo Díaz Ordaz, tenido por responsable de la matanza, pensó que era necesario intervenir en la televisión nacional para criticar abiertamente al escritor (Fuentes, 1973). El libro de Paz no tuvo una acogida mejor por parte de la izquierda, incapaz de liberarse de esquemas ideológicos esclerotizados (Glockner, 2008). La interpretación genial de Paz fue objeto de una condena colectiva. En una entrevista concedida algunos años después, Paz afirma: «La crítica es para mí una forma libre de compromiso: el escritor debe ser un francotirador, debe soportar la soledad, saberse un ser marginal [...] Ser marginal puede dar validez a nuestra escritura» (Paz, 1975). En realidad, por sugestiva que sea la interpretación de Paz, hay algo que chirría en el paralelismo entre estudiantes y aztecas. En Tres instantáneas (1972), Carlos Martínez lleva aún más lejos el significado mítico de Tlatelolco, destacando que la matanza de 1521 fue precedida por otra ocurrida en 1473, año en que la comunidad azteca de Tenochtitlán conquistó Tlatelolco. Podríamos también remontarnos a 1426, año en que dos tlatoanis aztecas fueron asesinados por la posesión de este lugar mítico por otro jefe azteca, o a 1372 o 1358, cuando probablemente se fundó la ciudad. ¡No hay duda de que la plaza de Tlatelolco ha quedado imantada por la historia! Más previsible sería la comparación entre los estudiantes y las antiquísimas poblaciones nahuas, sometidas por los aztecas. Se ha señalado que también en el movimiento estudiantil había un aspecto ritualista que se manifestó en la emoción de ocupar el corazón mismo de la vida del país, el Zócalo (Sorensen, 202).

Sin embargo los estudiantes mexicanos se parecían más, para bien y para mal, a sus coetáneos de los demás países del mundo que a los antepasados míticos o a los padres de la revolución mexicana. Si la interpretación archimítica aportada por Octavio Paz puede ser plausible para entender la naturaleza del poder mexicano, parece insuficiente para captar las características esenciales de la protesta.

Una confirmación de esta opinión la suministra el libro de Paco Ignacio Taibo II 68 (1991). En este texto el escritor mexicano, que tenía entonces diecinueve años, relata el clima cultural y emocional en que se produjo su participación en el movimiento estudiantil. Por lo general éste no tenía una conciencia política y mucho menos mítica: no tenía nada que ver con Zapata, Villa y los demás personajes de la revolución mexicana, que eran para la mayoría nombres de calles. Su interés se centraba en el presente, el Che Guevara y la guerra de Vietnam, Bob Dylan y Joan Baez, Mayo y la música rock. Por supuesto, como en Roma y en París, en Nueva York y en Tokio, se imprimían y multicopiaban toda una marea de textos llenos de citas de Marx y de Trotsky, de Bakunin y de Marcuse, ¿pero quién tenía el tiempo y la voluntad de estudiar seriamente a estos pensadores? Eran simplemente los documentos de identidad de los distintos grupúsculos, iconos que les servían para distinguirse unos de otros.

Para Taibo, el movimiento estudiantil mexicano comienza en una fecha concreta, el 28 de julio de 1968, día de la primera gran manifestación pública: estalla pues con mucho retraso respecto a Estados Unidos, Europa y Japón, cuando en la mayor parte de estos países estaba ya en fase decreciente, debido bien a intervenciones legislativas que limitaban los derechos constitucionales, bien a un sentimiento de desconfianza en la real capacidad de acción política de sus líderes, bien, por último, a que la época de las verdaderas revoluciones sociales había terminado hacía tiempo.

El mérito del libro de Taibo es la desmitificación del movimiento. Veo reproducidos en él los mismos aspectos que caracterizaron el movimiento en Italia y en Francia y que también yo conocí desde dentro. En primer lugar, el modo de ser y de sentir de los estudiantes impedía el surgimiento de una organización unitaria. El individualismo, el narcisismo, la falta de una solidaridad de clase producían un sectarismo delirante que llevaba a considerar tu peor enemigo a aquel que tenías más próximo: «Los límites del movimiento estaban en su mensaje, exclusivamente estudiantil, exclusivamente privado y egocéntrico» (Taibo, p. 50). No era sólo una herencia de las tendencias sectarias del movimiento obrero y socialista. Además, «cada uno tenía en aquella época su propia parte de locura. Y si algo era respetable, era precisamente esto: la locura individual» (Taibo, 2008, p. 75). Hasta en el plano de la liberación de las costumbres mis recuerdos coinciden con los de Taibo: en el Sesenta y ocho se hacía el amor menos que antes. Por último, no existe ningún caso en que el Sesenta y ocho haya sido el argumento de una narración novelesca de alto nivel literario. Taibo inicia su libro explicando que durante decenios intentó escribir una novela sobre el Sesenta y ocho, a partir de los cuadernos de notas tomadas aquel año, sin conseguirlo nunca: en efecto, la experiencia de la época no podía producir nada semejante a un destino, sino sólo una historieta (unas veces ridícula, otras extraordinariamente traumática, otras increíble).

Lo que diferencia la terrible experiencia estudiantil mexicana de Tlatelolco de lo sucedido en otros países consiste en que en México la revuelta de los estudiantes fue tomada por el gobierno demasiado en serio y juzgada a partir de categorías que pertenecían a una tradición política, sexual y literaria cuyo crepúsculo representaba precisamente el Sesenta y ocho.

El régimen comunicativo

Estos interrogantes encuentran una respuesta en el cuarto régimen de historicidad del acontecimiento mexicano, el comunicativo, que atribuye una importancia exclusiva al presente. En este aspecto, México estuvo a la vanguardia: la revolución mexicana, iniciada en 1910, fue el primer acontecimiento de ese género que encontró fotógrafos perfectamente pertrechados. En la placa fotográfica parece como si el tiempo se detuviese con efectos que Emilio Cecchi encuentra especialmente curiosos, como en aquella foto donde Zapata, sentado en plan de burla en el sillón presidencial, está rodeado de soldados, peones, estudiantes y señoras con velo (Cecchi, 1932).

La fractura histórica representada por el Sesenta y ocho consiste precisamente en el carácter hegemónico asumido por este cuarto tipo de temporalidad, que tiene su epicentro en la excitación experimentada por el hecho de vivir aquí y ahora algo «imposible, pero real». Éste es, en mi opinión, el espíritu del Sesenta y ocho, que sin embargo no se extingue con aquel año, sino que marca, a través de múltiples transformaciones y metamorfosis, toda la época posterior hasta hoy mismo. La suya no es ya la dinámica moderna, articulada a partir de los conceptos de progreso y regreso, de evolución e involución, de revolución y restauración. La comunicación supone el ingreso en una experiencia de instantaneidad, que se manifiesta en la alternancia de milagros y traumas. En este aspecto, el caso mexicano es emblemático y complementario respecto al Mayo francés. Allá la protesta se manifestó como un milagro, aquí como un trauma. Las formas literarias tradicionales de la comedia y de la tragedia, del romance y de la sátira sirvieron de modelos a la historiografía ochocentista. Esos modelos resultan inadecuados para dar cuenta de la época abierta por el Sesenta y ocho, que procede por acontecimientos matriciales imprevistos (como la revolución iraní, la disolución de la Unión Soviética, el ataque a las Torres Gemelas, el colapso de la economía mundial... (Perniola, 2008). Toda esta turbulencia mediática oculta una realidad política inmóvil, fijada desde 1945 y gobernada por las cinco naciones garantes del orden mundial (las vencedoras de la Segunda Guerra Mundial y que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU), Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia y China. Entre estos cinco países, la situación política de México se parecía, según Paz, a la de la Unión Soviética. En ambos casos se trataba de países post-revolucionarios, donde lo que preocupaba era sobre todo mantener a la gente con la «mordaza» (Paz, 1970).

El régimen eminentemente comunicativo del movimiento estudiantil mexicano es evidente en la exaltación triunfalista que era común a los participantes en las protestas de todo el mundo aquel año. Hay un aspecto especialmente significativo que se puede resumir en el eslogan «ganar la calle» (Poniatowska, 1971). El gobierno había aceptado discutir las reivindicaciones de los estudiantes siempre que la reunión tuviese lugar en secreto, para no reconocer al movimiento una legitimidad política. Las autoridades estaban dispuestas a una negociación «entre bastidores». Pero al movimiento le interesaba más la comunicación que los resultados efectivos: aquí está la clave para entender el enigma del Sesenta y ocho. Justamente Taibo lo compendia en una sola frase: «Nacidos para ser vencidos, pero no para negociar». Estamos ante la pregunta fatídica de aquel momento: ¿qué es más importante, comunicar o vencer? Interrogación que no afecta sólo a los estudiantes mexicanos: volverá a plantearse en los decenios sucesivos, con resultados muy ditintos.

Muchos estudios sobre México señalan que las experiencias y comportamientos tienden a petrificarse, cristalizar, convertirse en inorgánicos. Cecchi observa que junto a pueblos que entran en decadencia y resurgen, otros, como el mexicano, parecen mantenerse «sustancialmente inmóviles. Gloriosamente petrificados». La pirámide azteca sería una especie de tiempo petrificado. Esta tendencia no excluye la exuberancia comunicativa, sino que incluso la complementa. Para Paz, las dos palabras clave para entender México son rito (que representa el encuadramiento del hacer en un esquema prefijado) y hazaña (que representa la forma embrionaria de la comunicación (Paz, 1970). La modernidad occidental ha funcionado de acuerdo con una categoría totalmente distinta, la de la acción racional, que se basa en la planificación, la innovación y el experimento. En este sentido México sería obstinadamente antimoderno. Estas consideraciones permiten establecer una cierta afinidad con el carácter de la Italia central y meridional, que es, como el de México, volcánico, en el sentido de que une la vivacidad extrema del fuego con el hielo de la lava petrificada.

El movimiento del Sesenta y ocho significó, no sólo en México, sino en todo el mundo, la victoria de la comunicación sobre la acción: en los tres países (Italia, Alemania y Japón) donde la fracción más extremista intentó en los años que siguieron transformarlo en una guerra civil, los resultados fueron nulos, aunque se derramó mucha sangre (especialmente en Italia). Por otra parte el sociólogo alemán Arnold Gehen había previsto ya en los primeros años sesenta que las sociedades occidentales estaban abocadas a una cristalización cultural, que marcaba el fin del mundo de la acción. Para Gehlen la cristalización es precisamente aquella condición que interviene cuando las posibilidades contenidas en un determinado contexto se encuentran totalmente desarrolladas en su patrimonio fundamental: la sociedad se vuelve tan uniforme y homogénea que desaparecen las diferencias culturales y personales. De acuerdo con este planteamiento, ya no puede ocurrir nada realmente importante o decisivo: todas las actividades se encuentran comprometidas en este proceso general de estrechamiento y plegamiento, una especie de «suspensión» ( Entlastung ) de aquella voluntad de vincularse con lo esencial y decisivo en la que se basaba la posibilidad de la acción (Gehlen, 1963).

El Sesenta y ocho es justamente el momento en que esto llega a ser evidente especialmente en el país en que se manifiesta con el máximo impacto comunicativo: Francia. El problema es que la enorme repercusión comunicativa del Mayo francés hizo que en muchos estudiantes arraigara la idea de que se realmente se estaba en vísperas de una revolución mundial, empujándoles a un enfrentamiento desastroso con los poderes constituidos: esta ilusión lleva en Brasil a una represión brutal, y en México y Egipto a manifestaciones sofocadas en sangre.

En Francia el rito se limitó a la recapitulación meramente ritual de la leyenda de todas las revoluciones: en el fondo su significado era puramente conmemorativo. Entierra la idea de la historia como acción y anticipa la idea de la historia como memoria: desgraciadamente en muchos países se le ha atribuido el carácter de horizonte de expectativas. México representa el caso más significativo porque allí el aspecto ritual ha asumido el carácter de sacrificio y el aspecto comunicativo el de hazaña , ejemplarmente representada en la frase «nacidos para ser vencidos, pero no para negociar». México sale así de su soledad y entra en la globalización y en la sociedad de la comunicación de un modo extremadamente traumático.

Más recientemente el renombre mundial del subcomandante Marcos se debe a la habilidad con que ha sabido conjugar el uso de Internet con un lenguaje literario muy sugestivo y una puesta en escena que hunde sus raíces en la importancia de la máscara en el imaginario mexicano (Montezemolo, 1999). Estrictamente conectada con la comunicación está la cuestión de la relación entre los intelectuales y el poder. El 68 marcó una profunda fractura entre la clase política y la intelligentsia que se prolonga en los años siguientes, a causa también de otra masacre de estudiantes ocurrida el 10 de junio de 1971, la Matanza del Jueves del Corpus, llamada «el Halconazo» por la participación en ella de un grupo de elite del ejército mexicano conocido como «los Halcones». Esta matanza muestra, según Carlos Fuentes, que Tlatelolco no fue una casualidad, sino la manifestación más clamorosa de una permanente política represiva del gobierno para defenderse de una agitación juvenil misteriosamente animada a escala mundial por «filósofos de la destrucción» (Fuentes, 1971). Como se sabe, dicha política tuvo su prolongación en la llamada «guerra sucia», que duró al menos hasta 1980.

No hay duda de que la relación entre saber y poder tiene en México una relevancia mayor que en otros lugares: hechos como los de Oaxaca en el verano de 2006, donde una protesta de enseñantes se convirtió durante meses en una revuelta en cuya represión perdieron la vida dos profesores, un periodista estadounidense y algunos otros manifestantes, resultan difíciles de imaginar en otra parte.

La cuestión histórica más oscura y menos estudiada de los últimos tiempos se refiere al destino privado y público de aquellos que sobrevivieron al Sesenta y ocho y a las luchas que vendrían después. ¿En qué se han convertido los estudiantes que simpatizaron con el Sesenta y ocho en México y en otros lugares?

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Traducción: Alfredo Taberna.

El presente texto fue leído el 28 de octubre de 2008 en el «Centro Cultural Tlatelolco », Auditorio Alfonso García Robles, en el marco de las manifestaciones «68-08, 40 años: movimiento estudiantil del 68».

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